En este sencillo relato aparecen fragmentos de realidad camuflados entre farsas, ficciones, disfraces, apariencias, deseos y quimeras. En su peculiar reflexión sobre el paso del tiempo, Carlota vive paralizada por el miedo y la inseguridad. Soporta sus obsesiones y fracasos como buenamente puede. Ha llegado a esa edad en la que los recuerdos se convierten en el sustento de la existencia y perderlos es peor que morir. Bien entrada en la madurez, se enfrenta al momento más inseguro y vacilante de su vida. Lloriquea al recobrar su primer recuerdo infantil, le lastiman los aromas, sabores y sonidos de su niñez, añora películas, libros y canciones que le trasladan a sus veinte años, cuando pertenecía a una generación privilegiada que creyó descubrir la otra cara de la luna. Maneja con insistencia, de un modo tan insinuante como impreciso, la palabra felicidad. Le abruma sentir que el vertiginoso paso del tiempo le está robando la memoria. Y a medida que va recordando se da cuenta de que, como diría el poeta si aún viviera, de todo hace ya cuarenta años.
En ese viaje acelerado ha perdido personas queridas, aptitudes físicas, capacidad de entusiasmo e incluso las ganas de vivir. ¿A cambio de qué? Supuestamente de sabiduría, de experiencia o, al menos, de una calma indiferente. Lejos de alcanzar el sosiego, Carlota solo percibe tristeza y soledad. No resiste la tentación de reinventar su memoria autobiográfica y da como ciertas historias lejanas que, tal vez, nunca sucedieron. Está convencida de que ya no será capaz de ser mejor de lo que es, una personalidad construida sobre una montaña de escombros llena de prejuicios. Cada vez que se mira obsesivamente al espejo, su rostro le envía mensajes equívocos que no sabe interpretar.
Difícil tarea la de mantener el equilibrio. La mayor parte de su vida se compone de días triviales, dóciles y llevaderos. En esos valles apacibles pasó casi todo su tiempo, sin ser consciente de lo bueno que tenía. Solo siente añoranza de aquellas rutinas cotidianas ahora que se encuentra en una situación extrema, en un momento culminante de abatimiento. Los altibajos son fugaces, pero le dejan huellas indelebles. Por suerte, no forman parte de lo más cotidiano, porque de lo contrario le sería imposible vivir.
En plena evocación nostálgica, cuando comienza su implacable ajuste de cuentas con el pasado, se cruza en su camino una persona generosa que le enseña a serenar el juicio, sostener el ánimo, afrontar la adversidad con calma, abrir las ventanas y contemplar el estallido de la primavera, cuando llega el tiempo de las cerezas.
Carlota posee un peculiar talento, pero necesita, como todos los mortales, condiciones adecuadas para sacarlo a la superficie. La palabra afectuosa, la mano tendida, la palmada en el hombro y los abrazos de su nuevo amigo, se convierten en el mejor estímulo para arrancar todo su potencial humano. Deseaba a alguien como él, paciente y amable, que le diera confianza para expresarse sin temor. Así como el mal trato la embrutece, la ternura es el mejor catalizador de sus buenos sentimientos. Ha tenido la suerte de encontrar a la persona capaz de descubrir toda la originalidad, delicadeza e inteligencia que hay en ella. Encuentra su momento de lucidez que le permite comportarse tal como es, aceptarse de ese modo y prescindir de cualquier artificio ante los demás. Ha conseguido, al fin, liberarse de sus obsesiones.
Es cierto que ha perdido aptitudes con los años, pero no la capacidad de reorganizar su cabeza. En plena madurez siente que se activan zonas de su cerebro que permanecían ocultas desde la juventud. Para despertar esa parte dormida, necesita cultivar el sentido del humor, hacer frente a las desdichas y encontrar un objetivo en la vida. Ha descubierto que no hay mejor gimnasia facial que la risa y que los gestos de alegría le dejan la piel resplandeciente. Comprende, al fin, que el tiempo es solo una actitud y quien le pierde el miedo nunca será viejo.