Seis ventanas rectangulares flotaban al otro lado del casco. Seis cámaras mostraban el puente de mando del módulo, la cubierta inferior y cuatro panorámicas exteriores.
La cubierta de vuelo estaba desierta. Luis buscó las luces de emergencia y no localizó ninguna.
El autoquirófano era todavía como un gran ataúd cerrado.
Pasaba algo raro con las cámaras exteriores, el encuadre aparecía borroso, se movía y los colores eran demasiado brillantes. Luis pudo distinguir el patio, las aspilleras y varios kzinti que montaban guardia, revestidos con corazas de cuero. Otros kzinti cruzaban la escena a grandes saltos, distinguibles apenas como destellos anaranjados.
¡Llamas! Los defensores habían montado una pira alrededor del módulo.
—¡Inferior! ¿No puedes hacer que despegue el módulo? Dijiste que podías comandarlo a distancia.
—Podría hacer que despegara —dijo el Inferior—, pero sería peligroso. Estamos… a doce minutos de arco hacia el giro y un poco más a babor que el mapa de Kzin, o sea a unos quinientos mil kilómetros. ¿No querrás que pilote un módulo con un retardo del orden de tres segundos y medio, condicionado por la velocidad de la luz en ida y vuelta? Los sistemas de supervivencia están en buenas condiciones.
Cuatro kzinti cruzaron corriendo el patio para abrir los portalones de la entrada. Un vehículo sobre ruedas entró y se detuvo frente al módulo.
Era más voluminoso que el vehículo del Pueblo de la Máquina en que Luis había viajado hasta la ciudad flotante, y sacaba cañones lanzaproyectiles por cuatro troneras. Un grupo de kzinti se apearon de él y estudiaron la naveta.
Podía ser que el amo del castillo hubiera pedido ayuda a un vecino, o que el vecino se hubiese acercado a reclamar sus derechos sobre un fuerte volador tan inexpugnable.
Los cañones del vehículo giraron hasta quedar apuntando a las cámaras, y escupieron fuego. Los fogonazos velaron la imagen y las cámaras retemblaron. Los gatazos anaranjados, que se habían echado cuerpo a tierra antes de disparar, se alzaron para estudiar los resultados.
En el puente aún no se habían encendido las luces de emergencia.
—Esos salvajes no tienen medios para dañar el módulo —dijo el Inferior.
Una rociada de proyectiles explosivos cubrió de nuevo la nave.
—Confío en que tengas razón —dijo Luis—. Sigue vigilando. ¿Estamos lo bastante cerca como para que yo pudiera pasar al módulo por medio de los discos teleportadores?
El titerote volvió a mirarse los ojos a sí mismo, y mantuvo esa postura durante varios segundos. Luego dijo:
—Estamos a unos cuatrocientos ochenta mil kilómetros a giro, y ciento cincuenta mil kilómetros a babor del mapa de Kzin. La distancia a babor es irrelevante, pero la existente en el sentido del giro sería letal, ya que supone una velocidad relativa entre la «Aguja» y el módulo del orden de un kilómetro y cuarto por segundo.
—¿Es demasiado?
—Nuestra técnica no hace milagros, Luis. Los discos teleportadores pueden absorber energías cinéticas de hasta sesenta metros por segundo, pero no más.
Las explosiones habían aventado la hoguera, y los guardias acorazados kzinti se acercaron a recomponerla.
Luis contuvo una palabrota.
—Muy bien. La manera más rápida de llegar allá consiste en dirigirnos a contragiro sin más rodeos hasta que sea posible usar los discos teleportadores. Luego maniobraremos a estribor.
—A la orden, señor. ¿A qué velocidad?
Luis se quedó con la boca abierta y se quedó así mientras lo pensaba.
—Ésa sí que es una pregunta interesante —dijo—. ¿Qué identificaría como un meteorito la defensa antimeteoritos del anillo? ¿O como una nave invasora?
El titerote se ocupó de los mandos que tenía a su espalda, tomándolos con sus bocas.
—He reducido nuestra aceleración. Conviene que discutamos eso. No entiendo, Luis, cómo supieron los Ingenieros de las Ciudades que se podía construir un sistema de transporte en los bordes. Tenían razón, pero ¿cómo lo supieron?
Luis meneó la cabeza. Entendía que los protectores del Mundo Anillo hubieran programado la defensa antimeteoritos para que no disparase sobre los muros de los bordes. Un corredor para el paso de sus propias naves… o de lo contrario se encontrarían con que el ordenador disparaba contra los reactores de corrección de posición cada vez que éstos soltasen un chorro de gas a alta velocidad.
—Pues yo diría que los Ingenieros comenzaron con naves pequeñas y luego las fueron aumentando. Hicieron la prueba y salió bien.
—Sería estúpido, peligroso.
—Sabemos que han hecho cosas parecidas.
—Ya tienes mi opinión. A tus órdenes, Luis. ¿A qué velocidad?
El altiplano iba perdiendo altura: un desierto calcinado y sin vida, una ecología destruida, llevada a la incandescencia muchos miles de falans atrás. ¿Qué sería lo que golpeó por debajo el Mundo Anillo? Los cometas normales no eran tan grandes. Ni había asteroides ni planetas, puesto que los habrían despejado del sistema cuando construyeron el Mundo Anillo.
La velocidad de la «Aguja» era ya bastante respetable. Empezó a verse terreno verde y cruzado por los hilos plateados de los ríos.
—Durante la primera expedición volamos a dos Match usando las aerocicletas —dijo Luis—. Eso nos costaría… ocho días, hasta estar en disposición de usar los discos teleportadores. ¡Nej, demasiado tarde! Supongo que la defensa contra meteoritos debe de disparar contra todo lo que se mueva a una cierta velocidad con respecto a la superficie. ¿Qué velocidad será ésa?
—Para averiguarlo, lo más fácil sería acelerar hasta que pase algo.
—¿Ha dicho eso un titerote de Pierson? No doy crédito a mis oídos.
—Confía en la técnica titerote, Luis. El campo de estasis funcionará. No hay armas que puedan hacernos daño mientras nos encontremos en estasis. En el peor de los casos, volveremos al estado normal una vez hayamos chocado con la superficie, a partir de lo cual seguiremos a una velocidad más baja. En el peligro también hay jerarquías, Luis. Lo más peligroso que pudiéramos hacer durante los próximos dos años sería escondernos.
—No puedo… Si eso lo hubiese dicho Chmeee…, ¡pero un titerote! Espera un minuto…
Luis cerró los ojos e intentó reflexionar. Luego dijo:
—A ver qué te parece esto. En primer lugar elevamos la sonda estropeada, la que dejamos en la biblioteca…
—Ya la he desplazado.
—¿Adónde?
—A la montaña más cercana que tuviese la cima de scrith al desnudo. Es lo más seguro que pude encontrar. La sonda sigue siendo valiosa, aunque por ahora no sirva para repostar.
—Es buena idea. Que no despegue. Limítate a poner en marcha todos los sensores de la sonda, y todos los detectores de a bordo de la «Aguja» y del módulo. Que apunten casi todos hacia las pantallas de sombra. ¿Dónde si no instalarías tú una defensa antimeteoritos? Tengamos en cuenta que, por lo que hemos visto, no dispara contra las cosas que se hallan debajo del Mundo Anillo.
—Yo no pienso.
—Muy bien. Apuntaremos las cámaras a todo el contorno del Arco. Cámaras hacia las pantallas de sombra. Cámaras mirando al sol. Cámaras mirando a los mapas de Kzin y de Marte.
—Por supuesto.
—Nos mantendremos a una altura de mil quinientos kilómetros. ¿Desmontamos la sonda de la bodega de carga, para que nos siga?
—¿Y privamos de nuestro único medio para repostar? No.
—Entonces, empieza a acelerar hasta que pase algo. ¿Cómo te suena eso?
—A sus órdenes, señor —dijo el Inferior, y se volvió hacia los mandos.
Luis, que habría preferido un poco de discusión para ganar tiempo y armarse de valor, hubo de guardar silencio.
Las cámaras lo captaron, aunque ninguno de los pasajeros de la «Aguja» lo vio. Y aunque hubieran estado mirando, tampoco lo habrían visto. Habrían visto las estrellas de blancura deslumbradora sobre el fondo negro del espacio, y un círculo negro en lo alto del Arco, donde la protección antideslumbramiento de la «Aguja» borraba la imagen del sol desnudo.
Pero ni siquiera estaban mirando hacia arriba.
Debajo del motor de hiperpropulsión estropeado, el paisaje se animaba, verde de vida. Selvas, pantanos y sabanas predominaban, aunque de vez en cuando se advertía la cuadrícula irregular de unos cultivos. Y eso que, de las diferentes especies de homínidos anillícolas que habían conocido hasta entonces, pocas parecían dotadas para la agricultura.
Había grupos de barcas en los lagos de escaso fondo. Una vez pasaron sobre una telaraña de caminos de media hora de extensión, o sea de unos once mil kilómetros. El telescopio mostró caballos que llevaban jinetes a lomos o tiraban de pequeños carritos, pero ningún vehículo a motor. Una cultura de Ingenieros había caído allí en la decadencia, y en ella se quedó.
—Me siento como una diosa —comentó Harkabeeparolyn—. Nadie más tiene una perspectiva así.
—Yo conocí a una diosa —dijo Luis—. Al menos ella creyó serlo. Era de los Ingenieros, como tú, y formaba parte de la tripulación de un vehículo espacial. Seguramente vio lo que tú ves ahora.
—¡Ah!
—No dejes que se te suba a la cabeza.
El Puño-de-Dios fue empequeñeciéndose poco a poco. La Luna terrestre habría cabido en aquella inmensa sima. Era necesario ver la montaña a aquella distancia, presidiendo un paisaje más vasto que todas las superficies habitables de todos los mundos del espacio conocido, para calibrar su tamaño. Luis no se sentía como un dios, sino más bien como un enano. Vulnerable.
En el módulo, la tapa del autoquirófano aún no se había levantado. Luis preguntó:
—¿Es posible que Chmeee tuviese otras heridas, Inferior?
El titerote se mantenía oculto en alguna parte, pero su voz se oyó con claridad.
—Desde luego.
—Podría estar muriéndose ahí.
—No, Luis. Estoy ocupado. ¡No me molestes!
La imagen del telescopio estaba confusa ahora. Mil quinientos kilómetros más abajo, el terreno se desplazaba visiblemente. La velocidad de la «Aguja» excedía ya de los ocho kilómetros por segundo. La velocidad orbital, en la Tierra.
El reflejo de la luz en una capa de nubes le hirió en los ojos. Muy lejos, a popa, desaparecía el dibujo a retales de los cultivos; abajo, el terreno totalmente llano, cubierto de hierba hasta donde alcanzaba la vista a derecha e izquierda, sobre cientos de kilómetros. Los ríos que iban a morir en aquella llanura se convertían en pantanos, distinguibles por un verdor más intenso.
La mirada podía seguir una línea irregular de bahías, rías, islas, penínsulas: una de las características costas del Mundo Anillo, diseñada para la comodidad de barqueros; pero ésa era la costa a sentido del giro, y más allá, varios cientos de kilómetros de tierra baja, salitroso, y aún más lejos, la línea azul del océano. A Luis se le pusieron los pelos de punta mientras contemplaba aquel recordatorio del impacto que había formado el Puño-de-Dios: incluso a aquella distancia se había levantado la costa del Gran Océano y las aguas habían retrocedido mil doscientos o mil cuatrocientos kilómetros.
Luis se frotó los ojos, deslumbrado. Demasiado resplandor allí abajo. Unos reflejos de color violeta…
Luego, la oscuridad.
Luis cerró los ojos, apretando fuerte los párpados. Cuando los abrió fue como si los tuviera todavía cerrados: todo negro, como un estómago visto por dentro.
Harkabeeparolyn gritó. Kawaresksenjajok azotó el aire; uno de sus brazos tropezó con el hombro de Luis, y el muchacho se le colgó del brazo con las dos manos. El grito de la mujer se quebró de súbito y luego ella preguntó, con voz que dejaba adivinar el castañeteo de dientes:
—¿Dónde estamos, Luwihu?
Luis replicó:
—Echándole imaginación, diría que estamos en el fondo del océano.
—Tienes razón —moduló la voz de contralto del Inferior—. Tengo una vista excelente a través del radar de profundidad. ¿Queréis que encienda un foco?
—Claro.
El agua estaba turbia. La «Aguja» no se hallaba a tanta profundidad como era de temer. Nadaban peces alrededor de ella e incluso, a cierta distancia, podía distinguirse un macizo de algas.
El chico se desprendió de Luis y corrió a aplastar la nariz contra uno de los mamparos. Harkabeeparolyn miraba también, pero aún estaba temblando.
—¿Puedes explicarme lo que ha ocurrido, Luhiwu? ¿Qué sentido le ves?
—Ya lo averiguaremos —dijo Luis—. Elévanos, Inferior. Regresemos a los mil quinientos kilómetros de altitud.
—A la orden, señor.
—¿Cuánto tiempo hemos permanecido en estasis?
—No puedo decirlo; el cronómetro de la «Aguja» se detuvo, naturalmente. Daré señal a la sonda para que nos envíe datos, aunque el retardo debido a la velocidad de la luz será de unos dieciséis minutos.
—¿A qué velocidad nos movemos?
—A nueve coma tres kilómetros por segundo.
—Pues reduce a ocho y quedémonos así hasta que hayamos averiguado lo que ocurre.
Las señales del módulo volvieron a llegar tan pronto como la «Aguja» emergió a la superficie. Todavía estaba cercado de fuego y el autoquirófano continuaba cerrado. Luis pensó que a aquellas alturas Chmeee debería de haber salido ya.
De pronto, se vieron inundados de luz azul. La «Aguja» se libró de las aguas y se elevó hacia el sol. La cubierta apenas retembló, mientras el océano quedaba atrás, empujado por una aceleración de 20 g.
El panorama a popa era de lo más instructivo.
A setenta u ochenta kilómetros a sus espaldas, la resaca rompía contra las orillas de lo que había sido una plataforma continental submarina. De la costa partía una zanja en línea recta. La «Aguja» no se había estrellado en el agua, sino en la tierra, convertida en una bola de fuego que siguió abriéndose paso.
Más allá, la playa cedía su lugar a unos prados y éstos, a un bosque. Todo estaba en llamas. Era un incendio de miles de hectáreas, con llamas que brotaban de todas partes y un gran hongo de humo que se alzaba a partir del centro, como aquella nube de vapor que ellos habían levantado en el campo de girasoles. No era posible que el impacto de la «Aguja» hubiera hecho aquello.
—Ahora ya lo sabemos —dijo el Inferior—. La defensa antimeteoritos está programada para disparar sobre los territorios habitados. Estoy espantado, Luis. La energía invertida en esto viene a ser del orden de magnitud de la que necesitó el proyecto que puso en marcha la Flota de los Mundos. Y, sin embargo, la instalación automática ha de ser capaz de hacerlo repetidas veces.
—Ya sabemos que los Pak pensaban en grande. ¿Cómo lo hicieron?
—No me molestes ahora. Dentro de un rato lo sabrás —dijo el Inferior, y desapareció.
Era molesto. El titerote controlaba todos los instrumentos. Podía mentir cuanto quisiera y, ¿cómo iba Luis a averiguarlo? Aunque de momento, el titerote no estaba en condiciones de variar el acuerdo…
Se dio cuenta de que Harkabeeparolyn le estaba tirando del brazo, y dijo con cierta brusquedad:
—¿Qué pasa?
—No pregunto por curiosidad, Luis. Mi razón flaquea. Me veo sacudida por fuerzas que ni siquiera logro describir. ¿Qué nos ha ocurrido? ¡Por favor!
Luis suspiró.
—Será preciso explicarte lo que es un campo de estasis y lo de la defensa del Anillo contra los meteoritos. Y también, lo de los titerotes de Pierson y los cascos de la General de Productos, y lo de Pak.
—Te escucho.
Y entonces, él habló, y ella asintió e hizo más preguntas, y él siguió hablando. No había manera de saber hasta qué punto entendía ella lo que se le explicaba y, por otra parte, él sabía mucho menos de lo que deseaba dar a entender, naturalmente. Casi todas las explicaciones consistieron en eso, en asegurar que Luis Wu sabía bien de qué hablaba. Y cuando ella se hubo convencido de eso, se tranquilizó bastante, que a fin de cuentas era lo que se trataba de conseguir.
Luego, ella le condujo hacia la cama de agua, sin hacer caso de la presencia de Kawaresksenjajok, quien se limitó a sonreír y a echarles una sola ojeada por encima del hombro, después de lo cual, se volvió para contemplar el espectáculo del Gran Océano, que pasaba debajo de ellos.
En el rishathra uno encontraba la seguridad. Una falsa seguridad quizá, pero ¡qué importaba!
Desde luego, había mucha agua allí abajo.
A mil quinientos kilómetros de altura, la vista podía extenderse muy lejos antes de que las capas del aire limitasen la perspectiva. ¡Y en la mayor parte de aquella inmensidad, ni siquiera aparecía una islita! Se veían los fondos marinos, que en algunos lugares eran de poquísima profundidad. Pero lo archipiélagos habían quedado muy atrás, y sin duda, no habrían sido sino prominencias submarinas antes de que el Puño-de-Dios deformase el suelo y los convirtiese en tierras emergidas.
Y había tormentas. Hubiera sido vano buscar las figuras espirales indicativas de un huracán o de un tifón. Pero las nubes dibujaban formas que semejaban ríos en medio del aire, cuyo movimiento vertiginoso resultaba perceptible, incluso desde aquella altura.
Los kzinti que se habían aventurado en aquella inmensidad, ciertamente no eran unos cobardes, y los que lograron regresar demostraron prudencia. Aquellas islas que se perfilaban en el horizonte, a babor (había que fruncir el entrecejo para estar seguro de verlas), serían sin duda el mapa de la Tierra, y parecía perdido en medio de tanto azul.
Una voz fría y meticulosa de contralto se insinuó en sus pensamientos.
—¿Luis? He reducido nuestra velocidad máxima a cinco kilómetros por segundo.
—Bien. Cinco o cuatro, ¡qué importaba!
—¿Dónde dijiste que estaba emplazada la defensa contra meteoritos, Luis?
Había algo en aquel retintín de la voz del titerote…
—Yo no dije nada. No lo sé.
—En las pantallas de sombra, dijiste. Está grabado. Que debía de ser en las pantallas de sombra, puesto que la defensa no actuaba en la cara exterior del Anillo.
La voz no tenía ninguna expresión ni entonación especial.
—¿He de entender que estaba equivocado?
—No, Luis. Escucha. Cuando pasábamos a unos seis kilómetros por segundo, hubo un destello del sol. Lo tengo en la grabación del vídeo. Nosotros no lo vimos, debido a la protección antideslumbrante. El sol lanzó un chorro de plasma de muchos millones de kilómetros de longitud. Es difícil de observar, porque venía dirigido contra nosotros. No se dobló por efecto del campo magnético solar como suele ocurrir con las protuberancias normales.
—Eso que nos dio no fue ninguna protuberancia.
—El chorro se extendió sobre varios millones de kilómetros durante veinte minutos, y luego se concentró en un láser violeta.
—¡Dios mío!
—Un láser de gas a muy gran escala. El suelo todavía está incandescente en el lugar donde cayó el rayo. Calculo que cubriría una sección de diez kilómetros; no era un haz demasiado concentrado, pero tampoco hacía falta. Incluso bajo un rendimiento mediano, un chorro de esa magnitud alimentaría un láser de gas con una energía de tres por diez elevado a la veintisiete ergios por segundo, durante una hora.
Silencio.
—¿Luis?
—Concédeme un minuto, Inferior. Ésa sí que es un arma impresionante.
Entonces cayó en la cuenta, y comprendió el secreto de los Ingenieros del Mundo Anillo.
—Por eso se sentían seguros. Por eso se vieron capaces de construir un Mundo Anillo. No temían a ningún género de invasión. Poseían un arma láser más grande que los planetas, más grande que el sistema Tierra-Luna y más grande que… ¿Inferior? Creo que voy a desmayarme.
—No tenemos tiempo para eso, Luis.
—¿Cómo se produjo? Algo debió de hacer que el sol arrojase el chorro de plasma. Un efecto magnético, ha de ser eso. ¿Podría ser una de las funciones de las pantallas de sombra?
—No lo creo. Las grabaciones de las cámaras indican que el círculo de pantallas se movió para apartarse y dejar pasar el haz, mientras en otros puntos se estrechaba, sin duda para evitar los efectos del aumento de insolación a nivel del suelo. No cabe pensar que ese mismo círculo de pantallas cuadradas manipulase magnéticamente la fotosfera. Todo Ingeniero inteligente proyectaría dos sistemas independientes.
—Estás en lo cierto. Totalmente en lo cierto. Verifícalo de todas maneras, ¿quieres? Hemos grabado todos los efectos magnéticos posibles desde tres ángulos distintos. Averigua lo que produjo la protuberancia solar.
¡Por Alá, Kdapt, Brahma y Finagle! ¡Que fuesen las pantallas de sombra!
—Oye, Inferior. Encuentres lo que encuentres, no se te ocurra querer pegármela.
Hubo una pausa peculiar, y luego:
—Bajo las circunstancias actuales, eso no serviría sino para perdernos a todos. No lo haría, salvo que no quedase ninguna esperanza. ¿Qué estás pensando?
—Siempre hay alguna esperanza. No lo olvides.
Al fin avistaron el mapa de Marte. Estaba más lejos que el de la Tierra (unos ciento sesenta mil kilómetros más a estribor) pero, a diferencia de éste, lo constituía una sola masa compacta. Bajo el ángulo con que se les presentaba a ellos, parecía una línea negra: treinta kilómetros sobre el nivel del mar, tal y como había previsto el Inferior.
Una luz roja parpadeaba en el panel de instrumentos del módulo. La temperatura, cuarenta y cinco grados, no hubiera estado mal para una sauna. En el gran ataúd que contenía a Chmeee no parpadeaba ninguna lámpara: el autoquirófano tenía su propia regulación de temperatura.
Al parecer, los kzinti defensores habían agotado los explosivos. En cambio, sus provisiones de leña para quemar parecían inacabables.
Les quedaban por recorrer unos treinta mil kilómetros, a seis kilómetros por segundo.
—¿Luis?
Luis se salió del campo sómnico de mala gana. Pensó que el Inferior presentaba un aspecto horrible. Con la melena en desorden y perdidos todos los adornos de un lado. Se tambaleaba como si tuviera las rodillas de palo.
—Hemos de pensar otra cosa —le dijo Luis. Hubiera deseado alargar la mano al otro lado del mamparo acariciarle la melena al titerote, inspirarle algún tipo de confianza—. A lo mejor, hay alguna biblioteca en ese castillo. A lo mejor, Chmeee ha averiguado algo que nosotros todavía no sabemos. ¡Nej! Puede que la brigada de reparadores sepa ya la solución.
—La misma que nosotros. Una oportunidad para estudiar las manchas solares desde dentro. —La voz del titerote sonaba helada como la de una computadora—. Tú lo habías adivinado, ¿verdad? Formas conductoras hexagonales empotradas en el suelo del Mundo Anillo. Se puede magnetizar el scrith con objeto de inducir chorros de plasma en la fotosfera solar.
—Sí.
—Pudo ser un suceso así lo que descentró el sistema del Mundo Anillo. Un chorro de plasma formado para combatir a un meteorito, a un cometa despistado, o incluso a una flota procedente de la Tierra o de Kzin. El plasma chocó sobre el Mundo Anillo. Pero no estaban los reactores para volver a corregir la posición. Sin el chorro de plasma, tal vez el mismo meteorito habría bastado. El equipo de reparación llega tarde, demasiado tarde.
—Esperemos que no.
—La reja superconductora no sirve para sustituir los reactores de corrección.
—No. ¿Te encuentras bien?
—No.
—¿Qué piensas hacer?
—Obedecer órdenes.
—Bien.
—Si yo fuese todavía el Ser Último de esta expedición, abandonaría ahora mismo.
—Te creo.
—¿A que no has adivinado lo peor? He calculado que el sol posiblemente podría ser desplazado. Se puede hacer que arroje plasma, y que el plasma se concentre en un láser de gas, lo que equivaldría a un motor de fotones para el sol mismo. El Mundo Anillo se vería arrastrado por la gravedad del sol. Pero incluso el empuje máximo sería demasiado minúsculo, demasiado poco para servirnos de algo. Y si la aceleración fuese superior a dos por diez elevado a menos cuatro g, el Anillo quedaría atrás. En cualquiera caso, las radiaciones del chorro de plasma arruinarían el sistema ecológico. ¿Te hace gracia, Luis?
El aludido reía.
—Nunca se me ocurrió mover el sol. No serviría. ¿De veras hiciste los cálculos para esa posibilidad?
De nuevo la voz fría y mecánica dijo:
—Lo hice. Y no sirve. ¿Qué otra cosa hay?
—Obedecer mis órdenes. Mantén el rumbo a contragiro, a seis kilómetros por segundo, y dime cuándo puedo trasladarme al módulo.
—A la orden, señor.
—¿Inferior?
Una de las cabezas se volvió.
—A veces es absurdo abandonar.