23. Oferta definitiva

Estaba en una gran botella de vidrio, llena de ecos, en medio de la semioscuridad. A media luz, las astronaves medio desmontadas se intuían a través de los mamparos transparentes. La sonda había retornado a su alojamiento en la pared del fondo de la bodega de carga, a cinco metros de altura sobre el suelo pintado de gris. Y Luis se acurrucaba dentro de la sonda, en el hueco dejado al desmontar el filtro de deuterio, como un huevo en una huevera.

Luis salió, se colgó de las manos y se dejó caer. Sentía una fatiga tremenda. Una última complicación le aguardaba antes de poder descansar. La seguridad era estar al otro lado de una pared impenetrable, entre las placas sómnicas que entreveía desde la bodega…

—Bien —habló la voz del Inferior desde algún punto próximo al techo—. ¿Es ésta la pantalla de la lectora? No creí que fuese tan voluminosa. ¿Tuviste que partirla por la mitad?

—Sí.

Las piezas también habían caído desde cinco metros de altura. Menos mal que los titerotes eran hábiles con las herramientas…

—Espero que tengas aquí otro juego de discos transportadores.

—He previsto las emergencias. Mira hacia delante, a la izquierda. ¡Luis!

Un alarido de terror se alzó a su espalda, y Luis se volvió.

Harkabeeparolyn estaba agazapada en la sonda, en el mismo lugar donde Luis se hallaba momentos antes. Sus manos aferraban la culata de un arma de fuego. La boca fruncida en una fea mueca dejaba al descubierto los dientes, y los ojos miraban enloquecidos a todas partes, arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda, sin encontrar nada que tranquilizase a su propietaria.

El Inferior inquirió con su voz monótona:

—¿Quién es esa intrusa que ha invadido mi nave, Luis? ¿Es peligrosa?

—No, tranquilo. No es más que una bibliotecaria desorientada. Vuélvete por donde has venido, Harkabeeparolyn.

El aullido subió de tono, y de pronto la mujer se puso a sollozar:

—¡Conozco este lugar! ¡Lo he visto en la sala de mapas! ¡Es el espaciopuerto, en las afueras del mundo! ¡Dime quién eres en realidad, Luhiwu!

Luis la apuntó con el láser.

—Vete.

—¡No! ¡Has robado a la Biblioteca y has estropeado sus propiedades! Pero… si el mundo está en peligro, ¡yo quiero ayudar!

—Ayudar, ¿cómo? ¡Loca! Voy a decirte una cosa: regresa a la Biblioteca enseguida y averigua de dónde venía la droga de la inmortalidad antes de la Caída de las Ciudades. Ése es el lugar que andamos buscando. Si hay algún modo de desplazar el Anillo sin los grandes motores, allí estarán los mandos.

Ella meneó la cabeza.

—No sé… ¿Cómo sabéis todo eso?

—Es la base primaria. Los pro… los ingenieros del Mundo Anillo tendrían una plantación cerca de allí… ¡Nej! Son suposiciones…, nada más que suposiciones. ¡Nej y maldita sea! —Luis se llevó las manos a las sienes, que le dolían como si su cráneo fuese un tambor—. Yo no había previsto lo que ocurrió. ¡Fui secuestrado!

Harkabeeparolyn salió de la sonda y se dejó caer al suelo. Su túnica de gruesa tela azul estaba empapada de sudor. Se parecía bastante a Halrloprillalar.

—Puedo ayudar. Puedo leer para ti.

—Tenemos una máquina que lo hará.

Ella se acercó más, dejando colgar el arma como si se hubiera olvidado de ella.

—Nosotros mismos somos los culpables, ¿verdad? Mi raza desmontó los reactores de posición del mundo para sus astronaves. ¿Me permitís que ayude a enmendar el error?

El Inferior dijo:

—La mujer no puede regresar, Luis. El disco de la primera sonda funciona todavía como emisor. ¿Es un arma eso que lleva en la mano?

—Dame eso, Harkabeeparolyn.

Ella obedeció, y Luis sujetó con torpeza el arma de fuego, que por su aspecto parecía fabricada por los del Pueblo de la Máquina.

El Inferior ordenó:

—Llévala a la esquina de delante, a la izquierda. El transmisor está en esa parte de la bodega.

—No lo veo.

—Está repintado. Deja el arma en la esquina y apártate. ¡Y tú, mujer, no te muevas!

Luis obedeció, y el arma desapareció. Luis adivinó por el rabillo del ojo un movimiento en el exterior del casco; era que el arma acababa de ser arrojada por el borde de la zona del espaciopuerto. El Inferior había establecido un disco teleportador en el exterior del casco de la nave.

Luis se quedó maravillado. La paranoia del titerote llegaba a extremos de sutileza florentina.

—Bien, y ahora… ¡Luis! ¡Otro! Una cabellera color castaño asomaba por la parte superior de la sonda. Era el chico de la sala de mapas, totalmente desnudo y goteando agua. Se tambaleó en el momento de incorporarse y mirar a su alrededor. Tenía los ojos abiertos como platos. Estaba en la edad exacta para su primer enfrentamiento con lo prodigioso.

Luis ladró:

—¡Inferior! ¡Desconecta esas placas ahora mismo!

—Acabo de hacerlo. Debí hacerlo antes. Y ése, ¿quién es?

—Un aprendiz de bibliotecario. Tiene uno de esos nombres de seis sílabas que no consigo recordar.

—Kawaresksenjajok —gritó el muchacho, sonriendo—. ¿Dónde estamos, Luhiwu? ¿Qué hacemos aquí?

—Sólo Finagle lo sabe.

—¡Luis! ¡No quiero a esos extranjeros en mi nave!

—Si se te ha ocurrido arrojarlos al espacio, ¡olvídalo! No lo permitiré.

—Entonces deberán permanecer en la bodega de carga, y tú también. Me parece que esto lo habéis planeado entre tú y Chmeee. No debí confiar jamás en ninguno de los dos.

—¿Acaso has confiado alguna vez?

—Repite eso, por favor.

—Nos moriremos de hambre aquí.

Hubo una larga pausa. Kawaresksenjajok salió ágilmente de la sonda, y se puso a discutir furiosamente, pero en voz baja, con Harkabeeparolyn.

—Tú regresarás a tu celda —dijo el Inferior de pronto—. Ellos, que se queden aquí. Dejaré en funcionamiento uno de los discos teleportadores para que puedas pasarles comida. Eso quizá dé buenos resultados.

—¿Por qué lo dices?

—Es bueno que sobrevivan algunos nativos del Mundo Anillo.

Los anillícolas no estaban lo bastante cerca como para escuchar la traductora de Luis. Éste replicó:

—No estarás pensando abandonar tan pronto, ¿verdad? Lo que contienen esas cintas podría llevarnos directamente al artefacto transmutador mágico.

—Sí, Luis. Y toda la riqueza de los mapas de varios mundos puede caer pronto en manos de Chmeee. Podemos contar con que la distancia nos protegerá durante dos o tres días más, pero sin pasar de ahí. Hemos de irnos pronto.

Los nativos se volvieron cuando Luis se acercó a ellos y dijo:

—Harkabeeparolyn, ayúdame a transportar la máquina lectora.

Diez minutos después, las bobinas, la máquina lectora y la pantalla quedaban del lado del Inferior. Harkabeeparolyn y Kawaresksenjajok aguardaron nuevas órdenes.

—Tendréis que permanecer aquí durante algún tiempo —les dijo Luis—. No sabemos lo que va a ocurrir. Os enviaré alimentos y cama en que acostamos. Confiad en mí.

Un instante después se halló de nuevo en su celda, con el traje presurizado, el chaleco y todo lo demás.

Luis se desnudó y marcó en el teclado para obtener un pijama cómodo. Se sentía ya mucho mejor. Estaba fatigado, pero al menos tenía la seguridad de que Harkabeeparolyn y Kawaresksenjajok no iban a carecer de nada. La cocina no quiso entregar lencería de cama, de manera que compuso el código para cuatro ponchos de buena talla, con capuchas, y los envió a la bodega por medio de las placas.

Buceó en su memoria. ¿Cuáles eran las comidas favoritas de Halrloprillalar? Omnívora sí lo era, pero prefería los alimentos frescos. Eligió comestibles para ellos y contempló a través del mamparo las caras de duda que ponían mientras los examinaban.

Para sí mismo pidió nueces y un Borgoña de buena añada. Mientras masticaba y tomaba sorbos, puso en marcha las placas sómnicas, se tumbó entre ellas y empezó a meditar en suspensión libre.

El edificio Lyar iba a tener que responder de aquel desaguisado. ¿Habría recordado Harkabeeparolyn dejar la tela superconductora en la Biblioteca, como compensación por los daños? No podía estar seguro ni siquiera de eso.

¿Qué estaría haciendo Valavirgillin en aquellos momentos? Espantada ante el sino de toda su especie, de todo su mundo, y sin posibilidad de evitarlo, por cortesía de Luis Wu. Igualmente asustados estarían la mujer y el muchacho encerrados en la bodega de carga… y si le ocurriese algo a Luis Wu durante las próximas horas, no le sobrevivirían durante mucho tiempo.

Todo ello era parte del precio. Su propia vida estaba en juego también.

Primer paso: Situar la linterna láser a bordo de la «Aguja». Hecho.

Segundo paso: ¿Sería posible hacer que el Mundo Anillo recuperase su posición? Faltaban un par de horas para saber que tal vez no era posible; todo dependía de las propiedades magnéticas del scrith.

Si el Mundo Anillo no puede ser salvado, entonces: huir.

Si puede ser salvado, entonces…

Tercer paso: Tomar una decisión. ¿Tienen Chmeee y Luis Wu alguna posibilidad de regresar vivos al espacio conocido? Caso contrario…

Cuarto paso: El amotinamiento.

Hubiera sido mejor dejar aquel pedazo de tela semiconductora en el mismo edificio Lyar. Hubiera sido mejor recordarle al Inferior que debía desconectar los discos teleportadores. La realidad era que Luis Wu tomaba decisiones poco acertadas últimamente. Eso le preocupaba, ya que sus pasos más inmediatos iban a tener una importancia descomunal.

Pero de momento… robaría un par de horas de sueño, para no perder la costumbre de robar.

Voces tenuemente percibidas. Luis rebulló, se dio la vuelta en el aire y miró a su alrededor.

Al otro lado del mamparo de popa, Harkabeeparolyn y Kawaresksenjajok conversaban animadamente con el techo. A Luis le pareció un galimatías. Estaba sin su traductora. Pero los Ingenieros señalaban un holograma rectangular que flotaba fuera del casco, ocultando parte de la zona del espaciopuerto.

A través de aquella especie de ventana Luis pudo ver el patio de un castillo de piedra berroqueña, iluminado por el sol. Era de grandes sillares tallados a escuadra; predominaban los ángulos rectos y unas aspilleras verticales eran sus únicas ventanas. Por una de las paredes trepaba una especie de hiedra, una hiedra de un amarillo claro brillante con vetas escarlata.

Luis se desplazó para ver mejor.

El titerote estaba en su puesto del puente de mandos. Aquel día su melena tenía un aspecto de nube fosforescente; cuando advirtió la cercanía de Luis volvió una de sus cabezas.

—Espero que habrás descansado bien, Luis.

—Sí, y falta que me hacía. ¿Alguna novedad?

—He conseguido arreglar la máquina lectora. El ordenador de la «Aguja» no domina tanto la lengua de los Ingenieros como para leer cintas de física. Espero recopilar un vocabulario suficiente hablando con los nativos que tenemos aquí.

—¿Cuánto tiempo te llevará? Tengo un par de preguntas que hacer sobre el diseño general del Mundo Anillo.

¿Era posible utilizar el subsuelo del Anillo, con su enorme extensión superficial, para manipular electromagnéticamente la posición del mismo? ¡Necesitaba estar seguro!

—Entre diez y veinte horas, supongo. Todos tenemos necesidad de descansar de vez en cuando.

Demasiado tarde, pensó Luis, puesto que se les echaba encima la brigada de reparación. Mala suerte.

—¿De dónde proviene esta imagen, de la naveta?

—Sí.

—¿Podríamos pasarle un mensaje a Chmeee?

—No.

—¿Por qué no? Seguro que lleva consigo su traductora.

—Cometí la equivocación de efectuar una desconexión forzada de la traductora. No la lleva consigo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Luis—. ¿Y qué está haciendo en un castillo medieval?

El Inferior dijo:

—Hace unas veinte horas que Chmeee arribó al mapa de Kzin. Ya te conté cómo hizo su vuelo de reconocimiento, cómo dejó que le atacaran las aeronaves kzinti y cómo aterrizó sobre el gran barco y dejó que continuara el ataque. Así estuvieron unas seis horas, hasta que el propio Chmeee se cansó y voló a otra parte. Me gustaría saber qué esperaba conseguir con eso, Luis.

—Yo tampoco lo sé, de verdad. Continúa.

—Los aviones le persiguieron durante un rato y luego regresaron. Chmeee siguió buscando. Encontró una zona selvática con un pequeño castillo de piedra, rodeado de muros defensivos, en la cima de la colina más alta. Aterrizó en el patio. Le atacaron, naturalmente, pero los defensores sólo tenían arcos y flechas y cosas por el estilo. Cuando estuvieron bien cerca del módulo, los regó con el cañón paralizante. Entonces…

—¡Calla!

Un kzin salió corriendo por uno de los arcos de piedras y cruzó corriendo a cuatro patas la ventana del holograma. Tenía que ser Chmeee, ya que se cubría con la coraza de impacto. Llevaba una flecha clavada en el ojo, un largo dardo de madera con la cola de papeles en vez de plumas.

Otros kzinti le perseguían esgrimiendo espadas y mazas. Desde las troneras le disparaban flechas que rebotaban en la coraza de impacto. En el instante en que Chmeee llegaba a la escotilla del módulo, un rayo de luz descargó desde una ventana. El haz del láser levantó llamaradas de los adoquines y luego se enfocó sobre el módulo. Chmeee ya estaba dentro. El rayo se fijó en la naveta… y luego se esfumó, mientras la aspillera desaparecía en una llamarada cárdena y blanca.

—¡Qué imprudencia! —murmuró el Inferior—. ¡Dejar un arma así en manos del enemigo!

La otra cabeza hurgaba en los mandos. Conmutó a una cámara interior. Luis vio cómo Chmeee cerraba la compuerta estanca y luego andaba tambaleándose hasta el autoquirófano, mientras pugnaba por quitarse la coraza de impacto, hasta que por fin la arrojó al suelo. Debajo de la armadura, una pierna del kzin apareció desgarrada. Levantó la tapa del autoquirófano y se dejó caer dentro.

—¡Nej! ¡No ha puesto en marcha los monitores! Ayudémosle, Inferior.

—¿Cómo, Luis? Si quisieras ir allí por medio de los platos teleportadores, te abrasarías a temperatura de fusión. Entre tu velocidad y la del módulo…

—Ya sé.

El Gran Océano estaba a treinta y cinco grados sobre la curva del Anillo. La diferencia de energía cinética habría sido suficiente para volatilizar una ciudad. No se podía ayudar.

Chmeee estaba tumbado, perdiendo sangre.

De pronto lanzó un rugido, se volvió a medias y sus gruesos dedos aporrearon las teclas del quirófano automático. Luego se tumbó de espaldas, levantó una mano y cerró la tapa.

—Bien hecho —dijo Luis. La flecha había penetrado en la órbita pero muy ladeada hacia el exterior. Sería un milagro que no hubiera destruido tejidos cerebrales—. Ha sido un temerario, de acuerdo. Continúa.

—Chmeee usó el cañón paralizador para irradiar todo el castillo. Luego se pasó tres horas cargando a los kzinti inconscientes en plataformas repulsoras y enviándolos fuera. Atrancó las puertas y salió del módulo para meterse dentro de la casa. Durante nueve horas no vi nada de él. ¿Porqué sonríes?

—¿A que no sacó a ninguna de las hembras?

—No. Me parece que ahora lo entiendo.

—Estuvo afortunado al ponerse esa coraza rápido. La herida de la pierna debieron de hacérsela cuando aún no se había revestido.

—Creo que por ahora Chmeee no supone ningún peligro para mí.

Luis calculó que necesitaría entre veinte y cuarenta horas de autoquirófano. Ahora todo dependía de su propia decisión.

—Sería preciso que discutiéramos con él una cosa, pero ahora no puede atendernos. Te ruego que grabes la conversación a partir de este momento, Inferior. Envía una cinta al módulo y que la oiga Chmeee cuando se haya recuperado.

El titerote se volvió. Parecía estar comiéndose el cuadro de mandos.

—Hecho. ¿Qué hemos de discutir?

—Chmeee y yo no estábamos convencidos de que tuvieras intención de devolvernos al espacio conocido, ni de que pudieras.

El titerote le contempló con sus dos cabezas muy separadas, para verle desde dos puntos distintos y obtener el máximo efecto de relieve, como si así pudiera escudriñar mejor a su dudoso aliado y posible enemigo.

—¿Por qué no, Luis?

—En primer lugar, sabemos demasiado. En segundo lugar, tú no tienes ningún motivo para regresar a ningún mundo del espacio conocido. Con o sin el transmutador mágico, lo que tú quieres es alcanzar la Flota de los Mundos.

Al Inferior se le disparó un tic muscular en los cuartos traseros. (Con ellos combatían los titerotes: volver la espalda al enemigo, enfocarle con los ojos bien separados y ¡patadón!).

—¿Qué tendría de malo eso?

—Desde luego sería mejor que permanecer aquí —concedió Luis—. ¿Cuáles eran realmente tus intenciones?

—Podemos vivir muy cómodamente. Como sabes, tenemos la droga de la longevidad de los kzinti. Estamos en condiciones de conseguir también el rejuvenecedor. En la «Aguja» caben hembras de homínido y de kzinti; de hecho, tenemos a bordo una hembra de la raza de los Ingenieros. Viajaríais en estasis, de manera que la estrechez de espacio no sería problema. Tú y tus acompañantes podríais establecemos en uno de los cuatro planetas agrícolas de la Flota. Seríais los dueños, prácticamente.

—¿Y si nos cansamos de la vida pastoril?

—Absurdo. Tendríais acceso a todas las bibliotecas de vuestros mundos natales. ¡Acceso a todos los saberes que han maravillado a la humanidad desde nuestra revelación! La Flota navega por el espacio a velocidad próxima a la de la luz, con el fin de alcanzar la Nube Magallánica. Con nosotros os salvaréis de la explosión del núcleo de la galaxia. Es posible que os necesitemos para explorar… territorios interesantes en vanguardia de nuestro rumbo.

—Peligrosos, querrás decir.

—¿Qué otra cosa podría significar?

Luis se sintió bastante más tentado de lo que le hubiera gustado confesar. ¿Cómo se tomaría Chmeee semejante oferta? ¿Cómo un aplazamiento de su venganza? ¿Cómo una oportunidad para hacer daño a los mundos originarios de los titerotes en un lejano futuro? ¿O como una simple proposición de cobardía?

—¿Está condicionada esta oferta al hallazgo del transmutador mágico por nuestra parte?

—No. Con independencia de ello, vuestra capacidad siempre puede ser útil. No obstante…, cualquier promesa formulada por mí ahora se vería mucho mejor respaldada bajo un régimen experimentalista. Los conservadores posiblemente no sabrían apreciar tu valía, ni la de Chmeee.

La evasiva no carecía de elegancia, como hubo de admitir Luis.

—Hablando de Chmeee…

—Es un desertor, pero mantengo abierta mi proposición también para él. Ha encontrado hembras kzinti a quienes salvar. Quizá tú puedas convencerle.

—No estoy muy seguro.

—Y también es posible que volváis a ver vuestros mundos natales. Dentro de otros mil años, el espacio conocido tal vez haya olvidado a los titerotes. Para ti sólo serán unos cuantos decenios de viaje, a la velocidad sublumínica de la Flota de los Mundos.

—Dame tiempo para pensarlo. Y para planteárselo a Chmeee cuando se presente la oportunidad.

Luis se volvió y halló que los Ingenieros le miraban. Lástima que no fuese posible consultarles, puesto que allí se decidía también el destino de ellos.

Pero la decisión ya estaba tomada.

—Ante todo me gustaría acercarme al Gran Océano. Podríamos entrar por la montaña del Puño-de-Dios y reducir la velocidad…

—No tengo la menor intención de desplazar la «Aguja». ¡Sin duda habrá otros peligros aparte las defensas antimeteoritos, y con eso basta!

—Sé una cosa que te hará cambiar de opinión. ¿Recuerdas que descubriste un aparato elevador para izar los reactores Bussard hasta la coronación del muro? Échale una ojeada ahora.

El titerote se quedó petrificado un instante. Luego se volvió como el rayo y desapareció en la parte oculta de sus dominios.

Aquello sería suficiente para tenerle un rato distraído.

Con absoluta calma, Luis Wu se dirigió hacia el montón formado por las ropas y el equipo que acababa de quitarse, y sacó el láser del chaleco.

Paso cuarto: la insurrección. Lástima que su autoquirófano estuviera en el módulo, a más de cien millones de kilómetros de distancia. Podía darse el caso de necesitarlo.

El casco exterior de la «Aguja», indudablemente, llevaba un revestimiento antilumínico. Todas las naves lo tenían al menos en las ventanas. Bajo una luz excesivamente fuerte, el blindaje se convertía en un espejo, tal vez a tiempo de salvarle los ojos al tripulante.

Evitaba los resplandores solares, y evitaba los láseres. Y si el Inferior se había molestado en instalar mamparos indestructibles entre sí mismo y sus cautivos, indudablemente habría rodeado todo el puente con el mismo tipo de revestimiento.

Pero, ¿y el suelo?

Luis se arrodilló. El hiperpropulsor ocupaba toda la longitud de la nave; era de color de bronce, con algunas partes de cobre y otras de metal para cascos. Con sus cantos redondeados, como los de todas las máquinas de los titerotes, parecía ya medio fundido. Luis le apuntó con el láser y disparó a través del piso transparente.

La luz rebotó en la superficie broncínea. Se desprendieron vapores metálicos, y cayeron gotas de metal fundido. Luis dejó que el haz profundizase y luego lo desplazó poco a poco, para quemar o fundir todo lo que se le antojara interesante, al tiempo que lamentaba no haber estudiado mejor la tecnología de los sistemas de hiperpropulsión.

El láser empezaba a calentarse en su mano. Llevaba funcionando varios minutos. Lo apuntó hacia uno de los seis soportes en que se apoyaba el propulsor dentro de su cámara de vacío. No se fundió, pero se reblandeció y cedió. Atacó otro. La inmensa masa del motor retembló y quedó torcida.

Hubo una intermitencia en el rayo, que no tardó en apagarse por completo. Agotada la batería del láser, Luis lo arrojó lejos de sí, recordando que el titerote podía hacer que estallara en sus manos.

Se acercó a la pared delantera de su celda. No se veía ni rastro del titerote, pero Luis oyó unos ruidos como de organillo a vapor agonizante.

El titerote asomó de detrás de su sección pintada de verde y le miró de hito en hito; todo su pellejo estaba recorrido por tics nerviosos.

—Mira. Vamos a discutir la jugada —dijo Luis Wu.

Sin manifestar ninguna precipitación, el titerote apoyó las dos cabezas entre sus patas delanteras y se hizo un ovillo en el suelo.