Entraron en la Biblioteca a través de un vestíbulo de reducidas dimensiones, situado en la planta baja del cono, en su vértice.
Detrás de un ancho y macizo mostrador de madera, dos bibliotecarios trabajaban frente a unas pantallas de lectura, máquinas voluminosas construidas en forma de cajones apilados, y que tenían los libros en cintas a pasar por la lectora. Los bibliotecarios parecían sacerdote y sacerdotisa, con sus hopalandas azules idénticas, de cuellos acuchillados. Debieron de pasar varios minutos antes de que la mujer hiciera caso de los recién llegados.
Su cabello era de un blanco purísimo, seguramente de nacimiento, pues no se trataba de ninguna anciana; tenía la edad a la que una mujer de la Tierra, sin duda, pensaría en la primera inyección rejuvenecedora. Era alta y esbelta, y bonita a los ojos de Luis. De pecho era plana, por supuesto, pero estaba muy bien hecha. De Halrloprillalar, Luis había aprendido a considerar hermosas las cabezas calvas y perfectamente redondeadas. Si se hubiese avenido a sonreír…, pero se mostró seca e imperiosa incluso con Fortaralisplyar:
—¿Sí?
—Soy Fortaralisplyar. ¿Tiene usted mi contrato?
Ella pulsó unas cuantas teclas de la máquina lectora.
—Sí. ¿Es éste?
—En efecto.
Entonces se volvió hacia Luis.
—Luhiwu, ¿puedes entenderme?
—Sí, con la ayuda de esto.
Cuando la traductora empezó a hablar la bibliotecaria se descompuso por unos momentos, pero se rehizo enseguida. Entonces dijo:
—Soy Harkabeeparolyn. Tu amo ha adquirido para ti el derecho a investigar sin limitaciones durante tres días, con opción sobre tres días más. Podrás moverte libremente por la Biblioteca, con excepción de las zonas residenciales, que corresponden a las puertas con marco dorado. Cualquier máquina se hallará a tu disposición, a menos que esté marcada como ésta —le mostró una cuadrícula de color anaranjado—. Para usar éstas necesitarás ayuda. Dirígete a mí o a cualquiera que lleve en la ropa un cuello como el mío. Estás autorizado a usar la cantina. Para dormir o tomar un baño, deberás regresar al edificio Lyar.
—Bien.
La bibliotecaria se mostró ligeramente sorprendida, y el propio Luis también. ¿Por qué había asentido con tanta fuerza? Y se halló pensando que el edificio Lyar le evocaba más el propio hogar que cualquier apartamento que hubiese tenido nunca en Canyon.
Fortaralisplyar pagó en monedas de plata, se despidió de Luis con una inclinación y salió. La bibliotecaria se volvió hacia su máquina de lectura. (Harkabeeparolyn. Estaba harto de memorizar nombres polisílabos, pero aquél valía la pena recordarlo bien). Harkabeeparolyn se volvió cuando Luis dijo:
—Hay un lugar que me gustaría visitar.
—¿En la Biblioteca?
—Así lo espero. Recuerdo que hace mucho tiempo estuve en un lugar así. Uno se veía en el centro de un círculo, y ese círculo era el mundo. La pantalla central giraba y uno podía ver aumentada cualquier parte del mundo que quisiera.
—Tenemos una sala de mapas. Por esa escalera, arriba.
Se la mostró con un ademán y luego le volvió la espalda.
Un estrecho caracol de escalones metálicos se ceñía alrededor del eje de la Biblioteca, fijado sólo por sus extremos superior e inferior, por lo que Luis experimentó una fuerte oscilación mientras subía. Pasó frente a varias puertas con marco dorado, todas ellas cerradas. Más arriba, una sucesión de pasillos abovedados daba a otras tantas salas de lectura, donde se alineaban las pantallas. Luis contó hasta cuarenta y seis Ingenieros usando las máquinas de lectura, dos ancianos del Pueblo de la Máquina, un macho corpulento y muy peludo de váyase a saber qué raza, y una mujer chacal que leía sola en una habitación.
La sala de mapas estaba en el piso más alto, como supo tan pronto como se halló en ella.
La primera vez que vieron una sala de mapas fue en un palacio flotante abandonado. La pared tenía forma de anillo azul escaqueado de blanco, y pudieron observar las proyecciones de diez mundos con atmósfera de oxígeno. En una pantalla, se observaba a gran aumento cualquier detalle que uno eligiera. Sólo que las escenas mostradas tenían miles de años de antigüedad. Presentaban una civilización anillícola rebosante de vitalidad: ciudades deslumbrantes, vehículos que describían bucles rectangulares junto a los muros de los bordes, aeronaves tan grandes como aquella misma Biblioteca y astronaves aún mayores.
En aquella ocasión, no buscaban ningún centro de mantenimiento, sino la manera de escapar del Mundo Anillo. Evidentemente, aquellas cintas tan antiguas resultaron casi inútiles.
Llevaban demasiada prisa entonces, así que veintitrés años más tarde, en otra coyuntura no menos desesperada, había que intentarlo otra vez…
Cuando Luis Wu asomó la cabeza por la escalera de caracol, vio relucir el Anillo a su alrededor. Luis Wu era, en aquellos momentos, el sol del sistema. El mapa tenía sesenta centímetros de altura y casi doce metros de diámetro. Las pantallas de sombra se hallaban a la misma altura, pero en un círculo mucho más próximo, y sobre todo ello, se cernía un techo negro como la tinta, en donde relucían millares de estrellas. También el suelo era negro y tachonado de astros.
Luis se acercó a una de las pantallas de sombra y la atravesó. Eran hologramas, naturalmente, lo mismo que los de aquella primera sala de mapas. Pero esta vez no aparecieron las vistas de los mundos terraformes.
Luis miró el reverso de una de las pantallas de sombra, pero no mostraba ningún detalle. No era nada más que un simple rectángulo negro, ligeramente curvado.
La pantalla ampliadora estaba siendo utilizada.
Era un rectángulo de sesenta por noventa centímetros, debajo del cual se veían los elementos de mando, todo ello montado sobre un carril circular dispuesto entre las pantallas de sombra y el Anillo. El muchacho estaba contemplando una vista ampliada de uno de los reactores Bussard montados. Estaba semioculto por un resplandor azulado y el chico fruncía el ceño en el intento de distinguir mejor los detalles.
Parecía apenas adolescente. Tenía todo el cráneo recubierto de cabello castaño muy fino, que se espesaba alrededor de las sienes y en la nuca. Vestía la toga azul de bibliotecario, pero con una sola muesca en el cuello.
Luis preguntó:
—¿Permites que mire por encima de tu hombro?
El chico se volvió. Sus facciones eran menudas y prácticamente inescrutables, como las de casi todos los Ingenieros, lo que le aventajaba en cierto modo.
—¿Está usted autorizado?
—El edificio Lyar ha adquirido plenos privilegios para mí.
—¡Ah! —El muchacho dirigió de nuevo la vista a la pantalla—. De todos modos, ahora no se puede ver nada. Dentro de dos días desconectarán las llamas.
—Pues entonces, ¿qué estabas mirando?
—Observaba el equipo de reparación.
Luis intentó distinguir algo a través del resplandor. Una tormenta de luz blanquecina y azulada velaba la pantalla, excepto un círculo de oscuridad en el centro, y dentro de éste, un punto de color rosado marcaba la situación del reactor.
Las líneas electromagnéticas de fuerza concentraban el hidrógeno a alta temperatura del viento solar, lo guiaban y lo comprimían hasta la fusión, y lo proyectaban de nuevo hacia el sol. La maquinaria luchaba con fútil obstinación para estabilizar el Anillo contra la fuerza de gravedad de su astro. Pero de todo ello, lo único que se distinguía era aquella luz azul pálido y el punto rojizo sobre la línea de coronación del muro.
—Casi han terminado —dijo el muchacho—. Suponíamos que acudirían a nosotros en demanda de ayuda, pero no lo han hecho.
Se adivinaba un tonillo de despecho.
—A lo mejor es que no poseéis lo medios para captar sus llamadas —aventuró Luis, procurando hablar en tono de indiferencia. ¡Equipo de reparación!—. Me figuro que habrán terminado del todo. Ya no quedan más motores.
—No. Mire.
El muchacho desplazó el punto de mira a lo largo del muro, y la vista se detuvo en seco, bastante lejos del resplandor azul. Luis vio unos objetos de metal colocados contra el muro.
Los estudió con atención hasta estar bien seguro. Barras de metal, un gran cilindro plano a modo de carrete de bobina…; eran las piezas de lo que habían visto a través del telescopio de la «Aguja», y el andamiaje para volver a montar los reactores de posición del Mundo Anillo.
El equipo de reparación habría tenido que decelerar aquellos equipos a la velocidad orbital, empleando un segmento del sistema de transporte del borde, pero ¿cómo pensaban invertir luego el procedimiento? La maquinaria tendría que ser acelerada a la velocidad de rotación del Anillo para izarla a su punto de destino.
¿Mediante la fricción con la atmósfera? Si aquellos materiales eran tan duraderos como el scrith, el calentamiento no sería problema.
—Y aquí.
La vista se desplazó de nuevo hacia la dirección del giro, siempre siguiendo el muro, hasta la zona de los espaciopuertos. Se veían con claridad las cuatro grandes naves de los Ingenieros. «La Aguja Candente de la Cuestión» era un punto en el cielo. Luis no habría reparado en él si no hubiera sabido exactamente dónde buscar: a kilómetro y medio de la única nave que todavía estaba ceñida por su reactor Bussard.
—Ahí, ¿lo ve? —El muchacho señaló los dos anillos de color cobrizo—. Sólo queda un motor. Cuando el equipo de reparación lo haya montado, habrán concluido su trabajo.
Megatoneladas de material de obra bajaban por la pared, indudablemente, acompañadas de una muchedumbre de obreros de quién sabe qué razas, y todo ello cerca del establecimiento de la «Aguja». El Inferior no se sentiría muy contento.
—Concluido, sí. Pero no será suficiente —dijo Luis.
—Suficiente, ¿para qué?
—Déjalo. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando ese equipo de reparación? ¿De dónde han salido?
—A mí nadie me cuenta nada —dijo el muchacho—. Flup. Apestoso flup. ¿Por qué anda todo el mundo tan excitado? Pero ¡qué le cuento a usted! Si tampoco lo sabe.
Luis pasó en silencio este comentario.
—¿Quiénes son? ¿Cómo averiguaron el peligro?
—Nadie lo sabe. No sabíamos nada de ellos, hasta que empezaron a montar las máquinas.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Ocho falans.
Trabajaban con rapidez, pensó Luis. Poco más de un año y medio, más el tiempo que hubiesen invertido en los preparativos. ¿Quiénes serían? Gente decidida, activa, inteligente, que no retrocedía ante los grandes proyectos ni ante los grandes números… Casi era posible que fuesen…, pero los protectores habían dejado de existir hacía mucho tiempo. Tenían que serlo.
—¿Han hecho otras reparaciones?
—El maestro Wilp dice que han estado desatascando las tuberías de drenaje. Hemos visto niebla alrededor de algunas montañas derramadas. ¿No le parece que sería una gran cosa que desbloquearan un tubo de drenaje?
Luis lo pensó.
—Grande, sí. Aunque se lograse volver a poner en marcha las dragas de los fondos marinos… aún faltaría calentar los tubos. Puesto que pasan por debajo del mundo, el limo de los fondos se congelaría dentro de los conductos, supongo.
—Flup —dijo el muchacho.
—¿Cómo?
—La sustancia parda que sale de los tubos se llama flup.
—¡Ah!
—¿De dónde ha salido usted?
Luis sonrió.
—Vengo de las estrellas, en esto —dijo, pasando la mano por encima del hombro del muchacho para indicar, en la pantalla, la manchita que era «La Aguja candente de la cuestión».
El chico puso los ojos como platos.
Con más torpeza que el muchacho, Luis hizo que la vista se deslizara siguiendo el recorrido del módulo desde que abandonara la pared. En la zona donde habían prosperado los girasoles se veía una nube blanca del tamaño de un continente. Más a babor, se observaba un extenso pantano verde, y luego un río que había excavado un lecho nuevo, mientras el antiguo quedaba como una serpiente parda en medio del desierto amarillento. Siguió el curso del lecho seco, y le mostró al muchacho la ciudad de los vampiros.
El chico deseaba creerle. ¡Hombres de las estrellas, venidos para salvarnos! Pero temía parecer excesivamente crédulo. Luis le sonrió con ironía y continuó.
El terreno verdeaba otra vez. La carretera del Pueblo de la Máquina se reseguía con facilidad, ya que separaba zonas muy diferentes en buena parte de su recorrido. Al llegar al punto donde se desviaba el río para retornar a su antiguo curso, aumentó la escala otra vez y pudo contemplar la ciudad flotante.
—Nosotros —dijo.
—Ya lo sé. Hablemos de los vampiros.
Luis titubeó, pero al fin y al cabo, los de la raza del muchacho eran, en aquel mundo, los expertos en relaciones sexuales interespecíficas.
—Pueden obligarte a hacer rishathra con ellos cuando se les antoja, y entonces te muerden en el cuello —explicó, mostrándole la cicatriz en su garganta—. Chmeee mató a la vampiro que… ¡hum!… me atacaba.
—¿Cómo no le atacaron a él?
—Chmeee no se parece a nadie de este mundo. Sería como tratar de seducirle con una remolacha.
—Nosotros hacemos el perfume de los vampiros —dijo el chico.
—¿Cómo? ¡A ver si se ha estropeado la traductora!
El muchacho hizo una mueca de enterado.
—Algún día lo verá. Debo irme. ¿Volverá usted por aquí?
Luis asintió.
—¿Cómo se llama usted? Mi nombre es Kawaresksenjajok.
—Luhiwu.
El muchacho salió por la escalera de caracol y Luis se quedó mirando la pantalla con el ceño fruncido.
¿Perfume? El olor a vampiros en el edificio Panth… Y entonces Luis recordó aquella noche que Harloprillalar se había acercado a su lecho, veintitrés años atrás. Intentaba dominarle. Ella misma lo dijo. ¿Habría usado con él su perfume de vampiro?
Poco importaba en aquellos momentos.
—Llamando al Inferior. Llamando al Ser Último.
Nada.
La perspectiva no se podía bascular; miraba siempre abajo, de espaldas a las pantallas de sombra. Molesto, pero informativo: podía significar que las imágenes estaban siendo retransmitidas precisamente desde el mismo círculo de dichas pantallas.
Redujo la escala de la imagen, y mudó el punto de vista a una velocidad vertiginosa siguiendo la dirección del giro, hasta enfocar un mundo acuático. Localizado éste, se dejó caer como si volara en picado. Era divertido. Los recursos de la Biblioteca eran considerablemente mejores que el telescopio de la «Aguja».
El mapa de la Tierra era anticuado. En medio millón de años el perfil de los continentes había variado. ¿O quizá serían más? ¿Un millón o dos? Sólo un geólogo habría sido capaz de decirlo.
Luis pasó a estribor, según se miraba a contragiro, hasta que el mapa de Kzin llenó la pantalla: un archipiélago arracimado alrededor de una placa de hielo. ¿Y qué antigüedad tendría la topografía de aquel mapa?
Sólo Chmeee habría sido capaz de contestar.
Luis dio más aumentos, canturreando mientras trabajaba. Recorrió una selva de tonos amarillentos y anaranjados. La cámara exploró la cinta plateada de un río, el cual siguió hasta el mar. Las ciudades se hallarían probablemente cerca de las desembocaduras de los ríos.
Estuvo a punto de pasar por alto el detalle. En un delta donde confluían dos ríos predominaba una cuadrícula de tonos más claros sobre la coloración esplendoroso de la selva. Algunas ciudades humanas tenían «cinturones verdes», pero en el caso de las urbes kzin éstos venían a ser más extensos que el propio casco urbano. Utilizando el máximo aumento, apenas se llegaba a distinguir el trazado de las calles.
A los kzinti nunca les habían agradado las megalópolis. Tenían el olfato demasiado sensible. Pero aquella ciudad era casi tan grande como la sede del patriarcado en Kzin.
Luego existían ciudades. ¿Y qué más? Si poseían algún tipo de industria, tendría que haber… ¿puertos de mar? ¿Poblados mineros? Era preciso seguir buscando.
Localizó otra zona en donde clareaba la selva. El color pardo amarillento del erial dibujaba una figura que no podía corresponder a ninguna ciudad. Parecía un blanco de arquero, pero deformado. Podía ser una mina a cielo abierto, muy grande y muy antigua.
Medio millón de años atrás, o más, habían dejado allí una población de kzinti. Luis no creía encontrar poblados mineros, y era una suerte para ellos si habían hallado algo que explotar. Ya que durante ese medio millón de años habían vivido confinados en un solo mundo, cuyo subsuelo apenas tenía unas decenas de metros de profundidad. Pero, por lo visto, los kzinti lograron recomponer su civilización.
Aquellos felinos tenían buenos cerebros. Llegaron a dominar una civilización interestelar respetable. ¡Nej! ¡Pero si, en realidad, fueron los kzinti quienes enseñaron el uso de los generadores gravitatorios a los humanos! Y, sin duda, Chmeee había arribado al mapa de Kzin bastantes horas antes, en su busca de aliados para luchar contra el Inferior.
Luis, después de seguir el recorrido del río hasta el mar, desplazó su ojo todopoderoso al «sur», contorneando la costa del continente principal de aquel mapa. Buscaba puertos, aunque los kzinti nunca fueron grandes marineros. No les gustaba el agua. Sus puertos de mar eran ciudades industriales, y nadie vivía en ellas por gusto.
Pero todo eso era cierto sólo en el Imperio kzinti, que utilizaba los generadores gravitatorios desde hacía milenios. Luis se sorprendió al observar un puerto que hubiera podido competir con el de Nueva York, surcado por las estelas de numerosas naves, si bien éstas no eran lo bastante grandes como para ser vistas. El puerto tenía el perfil casi circular de un cráter meteorítico.
Luis redujo aumentos, como si se elevase para alcanzar una perspectiva más amplia.
Parpadeó. ¿Le había engañado otra vez su deficiente sentido de las proporciones? ¿O había equivocado el manejo de los mandos?
En el puerto había un barco atracado, y tal barco era de semejante tamaño que el puerto se hubiera confundido con una bañera.
Las estelas de las embarcaciones más pequeñas continuaban allí. Por tanto, sin duda alguna, eran reales. Y estaba viendo un barco de las dimensiones de una ciudad, que casi tapaba por completo la bocana de aquel puerto natural.
Luis se figuró que no lo moverían a menudo, ya que los motores debían causar estragos en el fondo marino. Si zarpase aquel barco, el régimen de oleaje del puerto nunca volvería a ser el mismo. ¿Y cómo propulsaban los kzinti una cosa tan grande? ¿Cómo lo movieron la primera vez? ¿Y de dónde habían sacado tanto metal? ¿Y por qué?
Luis nunca se había preguntado seriamente si Chmeee encontraría lo que buscaba en el mapa de Kzin. Esta vez sí se lo preguntó.
Hizo girar el mando del aumento. Su punto de vista se elevó en el espacio hasta que el mapa de Kzin no fue más que un grupo de manchitas en medio de un vasto mar azul. Otros mapas empezaban a aparecer por los bordes de la pantalla.
El mapa más próximo al de Kzin era un punto redondo de color rosa: Marte… y distaba de Kzin lo mismo que la Luna de la Tierra.
¿Cómo vencer tales distancias? Ni siquiera un telescopio lograría penetrar más de trescientos mil kilómetros de atmósfera. La idea de cruzar semejante distancia en un navío sobre las aguas (aunque el tamaño de ese navío fuese como el de un pueblo)… ¡Nej!
—Llamando al Ser Último. Luis Wu llamando al Ser Último.
A Luis Wu se le terminaba el tiempo, en la medida en que los reparadores se acercasen a la «Aguja» y Chmeee reclutase guerreros en el mapa de Kzin. Luis no tenía ninguna intención de contar nada de esto al Inferior, ya que sólo hubiera servido para poner nervioso al titerote.
¿Qué estaría haciendo el Inferior? ¿Por qué no contestaba a las llamadas?
¿Podría ningún humano responder nunca a esa pregunta?
A seguir explorando, pues.
Luis redujo la escala hasta que logró ver los muros de los dos lados. Buscaba la montaña del Puño-de-Dios, cerca de la línea media del Anillo, a babor del Gran Océano. No aparecía por allí. Aumentó la imagen. Una mancha desértica más grande que la Tierra era todavía pequeña, según la escala del Mundo Anillo… Pero ahí estaba, rojiza y estéril… y la mancha pálida que se veía en su centro era el Puño-de-Dios, una elevación de mil seiscientos metros coronada de scrith desnudo.
Se desvió a babor, buscando el camino que habían seguido después de estrellarse el «Embustero». Mucho antes de lo que se figuraba, vio el agua, un extenso brazo del Gran Océano, a la vista de cuya bahía de habían detenido. Luis volvió atrás en busca de lo que, visto desde arriba, debía de parecer como una nube de forma alargada.
Pero el ojo de la tormenta no estaba allí.
—¡Llamando al Inferior, en nombre de Kdapt y de Finagle y de Alá yo te conjuro, nej y maldita sea! Llamando…
—Aquí estoy, Luis.
—¡Hola! Me hallo en una biblioteca de la ciudad flotante. Tienen una sala de mapas. Echa un vistazo a las grabaciones de Nessus, de la sala de mapas que…
—Las recuerdo —replicó fríamente el titerote.
—Bien, pues lo que había en aquella sala de mapas eran cintas antiguas. ¡La de aquí funciona en tiempo real!
—¿Estás a salvo?
—¿A salvo? Sí, bastante, creo. He utilizado la tela superconductora para hacer amigos e influir sobre las personas. Pero estoy atrapado aquí. Aunque lograse salir de la ciudad a fuerza de sobornos, aún tendría que pasar por la terminal del Pueblo de la Máquina en la Colina del Cielo. Preferiría no tener que abrirme paso a tiros.
—Muy prudente.
—¿Alguna novedad por tu parte?
—Dos datos. En primer lugar, tengo hologramas de los otros dos espaciopuertos. Las once naves han sido saqueadas.
—¿Desaparecidos los reactores Bussard? ¿Todos?
—Sí, todos.
—¿Y qué más?
—No esperes que Chmeee vaya a rescatarte. El módulo se ha posado en el mapa de Kzin, en medio del Gran Océano —informó el titerote—. Debí suponerlo. El kzin ha desertado y se ha llevado la naveta.
Luis ahogó una maldición. ¡Cómo no había adivinado lo que significaba aquel tono frío, aparentemente desprovisto de emoción! El titerote estaba muy preocupado, y eso le hacía perder el dominio de los matices más sutiles del lenguaje humano.
—¿Dónde está? ¿A qué se dedica?
—Le he vigilado a través de la cámara del módulo mientras sobrevolaba el mapa de Kzin. Ha encontrado un barco de gran capacidad…
—Yo también lo he encontrado.
—¿Y cuál ha sido tu conclusión?
—Intentan explorar o colonizar los demás mapas.
—Sí. En el espacio conocido, los kzinti terminaron por conquistar otros sistemas estelares. Sobre el mapa de Kzin, habrán mirado hacia las otras orillas del océano. No era probable que llegase a desarrollar el viaje espacial, naturalmente.
—No.
El primer paso para iniciarse en el espacio es poner algo en órbita. En Kzin, la velocidad orbital mínima era de unos diez kilómetros por segundo. En el mapa de Kzin esa velocidad sería de mil doscientos treinta kilómetros por segundo.
—Tampoco es fácil que hayan construido muchos barcos así. ¿De dónde sacarían los metales? Y los viajes durarían decenios, por lo menos. Incluso me pregunto cómo llegaron a saber que existían otros mapas.
—Vamos a suponer que lanzaron cohetes equipados con cámaras tele ópticas. Se trataría de instrumentos muy rápidos, dada la imposibilidad de poner el vehículo en órbita; únicamente se lograría elevarlo y que volviera a caer.
—Me pregunto si llegarían hasta el mapa de la Tierra. Está a otros ciento cincuenta mil kilómetros, en la dirección de Marte… y Marte no es un lugar bueno para quedarse en él.
¿Qué hallarían los kzinti en el mapa de la Tierra? ¿Sólo el homo habilis? ¿O también a los protectores de Pak?
—A estribor tienen el mapa de Down, y no sé qué otro mundo hacia el sentido del contragiro.
—Lo sabemos. Los nativos son de mentalidad comunitaria. Suponemos que no llegarán a desarrollar nunca los viajes espaciales. Sus naves tendrían que sustentar a todo un enjambre.
—¿Son hospitalarios?
—No. Lucharían contra los kzinti. Y es evidente que los kzinti han abandonado la conquista del Gran Océano. El barco grande por lo visto les sirve para bloquear la salida del puerto.
—Sí. Sospecho que, además, es la sede de una especie de gobierno. Pero estabas hablándome de Chmeee.
—Después de enterarse de todo lo que pudo dando vueltas sobre el mapa de Kzin, descendió sobre el gran barco. De éste despegaron aviones y le atacaron con explosivos. Chmeee no hizo caso, y los cohetes no le infringieron ningún daño. Luego Chmeee destruyó cuatro aeronaves. Las demás continuaron el combate hasta acabar las municiones y el combustible. Y cuando regresaron al barco, Chmeee las siguió. En estos momentos el módulo permanece posado en una plataforma de aterrizaje, sobre el puente de mando del barco. El combate prosigue. ¿Crees que estará buscando aliados contra mí?
—Si te sirve de consuelo, creo que no hallará nada que pueda prevalecer contra un casco de la General de Productos. Ni siquiera conseguirán dañar el módulo de aterrizaje.
Hubo una larga pausa y luego prosiguió:
—Creo que tienes razón. Los aviones usan reactores de hidrógeno y lanzan cohetes propulsados por explosivos químicos. Sea como fuere, tendré que acudir a rescatarte yo mismo, la sonda llegará al anochecer.
—¿Cómo es eso? Queda la pared del borde. Dijiste que los discos teleportadores no podían emitir a través del scrith.
—He utilizado la segunda sonda para situar un par de discos sobre la coronación del muro, como repetidores.
—Si tú lo dices. Estoy en un edificio en forma de pastel, en la zona periférica de babor, según se mira hacia el giro. Deja la sonda al pairo hasta que decidamos cómo utilizarla. No estoy seguro de querer salir de aquí todavía.
—Debes hacerlo.
—¡Es posible que la biblioteca contenga la solución que necesitamos!
—¿Has adelantado algo hasta ahora?
—Detalles sueltos. Todos los conocimientos de la raza de Halrloprillalar están archivados en este edificio. Además, quiero interrogar a los chacales. Son carroñeros y por lo visto circulan por todas partes.
—Al menos adquirirás práctica en preguntar. Bien, Luis. Te concedo un par de horas. Al anochecer te acercaré la sonda.