19. La ciudad flotante

A poco más de trescientos metros el aire fresco predominaba, y se empezaba a entrar en la ciudad flotante. Rodeó el extremo redondeado de una torre invertida: cuatro pisos de ventanas a oscuras, seguidos de un garaje. El portón del garaje estaba cerrado. Luis voló en círculo, buscando una ventana rota, pero no había ninguna.

Aquellas ventanas habían sobrevivido mil cien años. Seguramente no conseguiría romper ninguna de ellas aunque lo intentase, y en todo caso no deseaba presentarse en la ciudad como un ladrón.

Prefirió seguir el recorrido de la tubería de evacuación, pensando que así sería más fácil pasar desapercibido. Se vio rodeado de rampas, pero no observó alumbrado público en ninguna parte. Tras localizar una acera, empezó a seguirla. Ahora ya no llamaría tanto la atención.

La ciudad estaba como desierta. La ancha cinta de piedra artificial contorneaba los edificios, a izquierda y derecha, arriba y abajo, y derivaba de vez en cuando a calles secundarias. Pese a la altura de trescientos metros, no había barandilla ni defensa alguna; la raza de Halrloprillalar debía de sentirse mucho más próxima de sus antepasados arborícolas que los oriundos de la Tierra. Luis anduvo en dirección hacia la zona iluminada, temeroso, procurando no apartarse del centro de la acera.

¿Dónde estaba la gente? La ciudad producía una sensación de agorafobia, pensó Luis. Había muchas viviendas, y rampas entre las zonas residenciales, pero ¿dónde estaban las tiendas, las salas de espectáculos, los bares, los centros comerciales, las cafeterías? No había anuncios, y todo se ocultaba detrás de los muros.

Era preciso que encontrase a alguien, para presentarse, o de lo contrario continuar a escondidas. ¿Y aquel bloque de vidrio con las ventanas a oscuras? Si entrase por arriba podría asegurarse de si estaba desierto.

Un individuo se acercaba por la misma acera.

Luis exclamó:

—¡Eh! ¿Entiendes mi idioma?

Y oyó al mismo tiempo sus palabras traducidas a la lengua del Pueblo de la Máquina.

El desconocido respondió en el mismo idioma:

—No le aconsejo que ande por la ciudad a oscuras. Podría caerse.

Estaba más cerca ahora. Tenía grandes ojos y no era de la raza de los Ingenieros de las Ciudades. Llevaba un chuzo casi tan largo como él mismo. Como se hallaba a contraluz, Luis no pudo distinguir más detalles.

—A ver el brazo —dijo.

Luis se descubrió el brazo izquierdo. Por supuesto, no llevaba ninguna identificación. Entonces, dijo lo que pensaba decir desde el principio:

—Sé reparar vuestros condensadores de agua.

El bastón fue a golpearle.

Le rozó la cabeza con un destello; Luis esquivó el golpe echándose hacia atrás. Hizo una voltereta y se halló de nuevo sobre sus pies, acuclillado, ágil, funcionando perfectamente los bien entrenados reflejos. Pero levantó los brazos demasiado tarde y no pudo parar el golpe siguiente. El chuzo le acertó en el cráneo. Vio centellas delante de los ojos y perdió el sentido.

Se hallaba en caída libre. Notó el azote del viento. Incluso para un hombre semiinconsciente, la situación estaba clara. ¡Perforación en una nave espacial! ¿Dónde estoy? ¿Dónde están los parches contra meteoritos? ¿Y mi traje presurizado? ¿Y el mando de la alarma?

El mando. Recordó a medias. Sus manos acudieron al pecho, palparon los mandos del cinturón, pulsaron con fuerza el botón de elevación.

El cinturón, con empuje tremendo, frenó en seco la caída y le hizo dar la vuelta de campana en el aire, hasta quedar con los pies colgando. Luis intentó despejar la neblina de sus sentidos. Miró hacia arriba. A través de un hueco en la oscuridad adivinó la corona del sol oculto tras una pantalla de sombra; vio que la negrura opaca bajaba a toda velocidad para aplastarle. Redujo el mando de ascensión para frenar su rápida subida.

Salvado.

Sentía revueltas las tripas y dolorida la cabeza. Necesitaba ganar tiempo para pensar. Evidentemente, su primera aproximación había sido errónea. Pero si el vigilante le había precipitado de la acera abajo… Luis se palpó los bolsillos. Estaba todo allí. ¿Por qué no le había robado antes?

Luis medio recordaba la solución: él había saltado, pero no alcanzó al guardián y luego, en la voltereta hacia atrás, había perdido el sentido. Lo cual cambiaba todo el aspecto de la cuestión. Habría sido mejor esperar. Demasiado tarde ahora.

Quedaba sólo el otro procedimiento.

Voló por debajo de la ciudad, dirigiéndose hacia la periferia, pero sin llegar hasta allí, porque había en ella demasiadas ventanas iluminadas. Cerca del centro vio un doble cono sin luz alguna. El vértice inferior estaba truncado, con una plataforma de piedra artificial que servía de puerto. Luis pasó volando la entrada.

Aumentó la ganancia de sus binoculares, censurándose por no haberlo hecho antes. Como si el golpe en la cabeza le hubiese privado de su sentido común.

Recordó que los congéneres de Prill, los Ingenieros de las Ciudades, tenían vehículos volantes. Pero allí no había ninguno. Vio unos carriles oxidados que cruzaban el suelo, y al fondo una silla mal entablada, sin brazos, y un graderío, con tres filas de bancos a cada lado del carril. La madera estaba mohosa y el metal carcomido por el orín.

No fue sino después de examinar la silla con detenimiento cuando comprendió. Estaba construida para deslizarse por los carriles y volcarse al llegar a la salida. Luis se hallaba en una cámara de ejecución, en donde se había previsto la asistencia de espectadores.

¿Encontraría tribunales en los pisos de encima, o una cárcel? Luis había casi decidido probar fortuna en otra parte, cuando una voz cavernosa, hablando desde la oscuridad, dijo en una lengua que no había escuchado desde hacía veintitrés años.

—Enséñame el brazo, intruso. Y muévete despacio.

Una vez más Luis dijo:

—Sé reparar vuestros condensadores de agua.

Y oyó que la traductora hablaba en la lengua de Halrloprillalar.

Debía de tenerla programada de antemano.

Su oponente se encontraba bajo el dintel de una puerta, al fondo de una escalinata. Su estatura era como la de Luis y tenía los ojos fosforescentes. Llevaba un arma parecida a la de Valavirgillin.

—No hay nada en tu brazo. ¿Cómo has entrado aquí? ¡A menos que hayas venido volando!

—Sí.

—Asombroso. ¿Es un arma eso?

Sin duda se refería a la linterna láser.

—Sí. Ves muy bien en la oscuridad. ¿Quién eres?

—Soy Mar Korssil, una hembra de los Cazadores Nocturnos. Arroja tu arma.

—No quiero.

—No me gustaría tener que matarte. Lo que has dicho antes podría ser cierto…

—Lo es.

—No deseo despertar a mi ama, y no te dejaré pasar por esta puerta. Depón tus armas.

—No. Ya me he visto atacado una vez esta noche. ¿No podrías cerrar esta puerta de manera que ninguno de los dos consiga abrirla?

Mar Korssil corrió alguna especie de cerrojo que rechinó en el momento de echarlo.

—Vuela para mí —dijo con su voz de bajo profundo.

Luis se elevó como medio metro y volvió a posarse en el suelo.

—Asombroso.

Mar Korssil bajó por la escalera con el arma en ristre.

—Tenemos tiempo para hablar. Cuando amanezca vendrán a abrir. ¿Qué ofreces y qué pretendes?

—¿He acertado cuando he supuesto que vuestros condensadores de agua no funcionan? ¿Se estropearon cuando la Caída de las Ciudades?

—Que yo sepa, no han funcionado nunca. ¿Quién eres tú?

—Soy Luis Wu, macho de la especie que podríamos llamar el Pueblo de las Estrellas. Vengo de otro mundo, de una estrella tan tenue que ni se ve. Llevo material para reparar por lo menos algunos de los condensadores de agua de la ciudad, y tengo mucho más en depósito. Y creo que podré daros luz también.

Mar Korssil le escrutó con sus ojos azules, grandes como unos anteojos. Tenía unas garras formidables en lugar de dedos, y colmillos como navajas. ¿Sería por casualidad un carnívoro cazador de roedores?

—Si puedes reparar nuestras máquinas, me parece bien. En cuanto a lo de reparar las de otros edificios, mi ama lo decidirá. ¿Qué pides a cambio?

—Informaciones. Acceso a cuanto posea la ciudad en materia de conocimiento acumulado: mapas, historia, leyendas…

—No creerás que estamos en condiciones de enviarte a la Biblioteca. Si lo que has afirmado es verdad, eres demasiado valioso. Nuestro edificio no es rico, pero podemos adquirir informaciones a la Biblioteca si tienes algo concreto que preguntar.

Cada vez estaba más claro que la ciudad flotante no era una ciudad, lo mismo que la Grecia de Pericles no era una nación. Cada edificio era independiente, y él se había metido en el edificio equivocado.

—¿Dónde está el edificio de la biblioteca? —preguntó.

—A babor y hacia el giro de aquí. Es un cono puesto con el vértice hacia abajo. ¿Por qué lo preguntas?

Luis se llevó la mano al pecho, se elevó y echó a volar hacia la oscuridad exterior.

Mar Korssil disparó. Luis cayó pataleando, con el pecho en llamas. Gritó y se desprendió de la coraza, revolcándose para alejarse del fuego. Los mandos del cinturón de vuelo ardieron con llamaradas amarillas y pequeñas explosiones de azul y blanco.

Luis se encontró con el láser en la mano y apuntó a Mar Korssil. La Cazadora no pareció hacer caso.

—No me obligues a hacerlo otra vez —dijo ella—. ¿Estás herido?

Estas palabras la salvaron, pero Luis necesitaba disparar contra cualquier cosa.

—Suelta el arma o te parto en dos, como a eso —dijo, cruzando con el rayo del láser la silla de ejecución, que se hizo pedazos, envuelta en llamas.

Mar Korssil no hizo ningún movimiento.

—Sólo quiero salir de vuestro edificio. Por tu culpa estoy embarrancado aquí. Tendré que cruzar por el edificio, pero prometo abandonarlo a través de la primera rampa que vea. Deja caer el arma o morirás.

Una voz de mujer habló desde la escalera.

—Suelta el arma, Korssil.

La Cazadora Nocturna obedeció.

La mujer empezó a bajar por la escalera. Era más alta que Luis, y muy esbelta. La nariz era menuda, y los labios tan delgados que resultaban invisibles; tenía la frente calva, pero le flotaba abundante cabello blanco por detrás. Luis supuso que el cabello blanco sería síntoma de vejez. Ella no se mostró atemorizada lo más mínimo por su presencia.

—¿Tú eres el ama? —preguntó él.

—Yo y mi compañero oficial somos los amos. Soy Laliskareerlyar. ¿Tú dices llamarte Luhiwu?

—Te has acercado bastante.

Ella sonrió.

—Hay una mirilla. Mar Korssil dio la alarma desde el garaje, lo que no es habitual. Vine a ver y escuchar. Lamento lo de tu artefacto volador. No hay nada igual en toda la ciudad.

—Si reparo vuestro condensador de agua, ¿me pondréis en libertad? Además, necesito orientaciones.

—Considera tu posición negociadora. ¿Serías capaz de oponerte a mis guardias, que esperan afuera?

Luis estaba casi resignado a tener que abrirse paso matando. Hizo un nuevo intento. El suelo parecía hecho de la acostumbrada piedra artificial. Dibujó lentamente un círculo en el mismo con el láser, y una losa de un metro de grueso cayó hacia la oscuridad. Laliskareerlyar perdió la sonrisa.

—Ya veo que quizá sí. Se hará lo que solicitas. Acompáñanos, Mar Korssil, y no permitas que seamos molestados. Deja el arma donde está.

Subieron por una escalera automática de caracol, que no funcionaba. Luis contó catorce vueltas, equivalentes a otros tantos pisos. Se preguntó si se habría equivocado en lo de la edad de Laliskareerlyar; la mujer de la raza de los Ingenieros subía los escalones con soltura y aún le sobraba aliento para conversar. Pero tenía arrugas en las manos y en la cara, que parecían como desgastadas.

Costaba acostumbrarse a tal aspecto, pensó Luis, aunque intelectualmente uno supiese lo que era: las marcas de la edad, y la herencia de su antepasado, el protector de Pak.

Subieron alumbrándose con la linterna láser de Luis. Las puertas se abrían y asomaban moradores curiosos, pero Mar Korssil les ordenó que desaparecieran. La mayoría era de la raza de los Ingenieros, pero los había también de otras especies.

Aquellos criados habían servido a la familia Lyar durante muchas generaciones, explicó Laliskareerlyar. La familia de vigilantes nocturnos Mar había sido de policías al servicio de un juez Lyar. Los cocineros eran del Pueblo de la Máquina y llevaban casi el mismo tiempo a su servicio. Los criados y los amos Ingenieros de las Ciudades se consideraban como miembros de una sola familia, unida por periódicos rishathra y por tradicionales lazos de lealtad. En conjunto, el edificio Lyar alojaba unas mil personas, la mitad de las cuales eran Ingenieros unidos por vínculos de parentesco.

A medio camino, Luis se detuvo a mirar por una ventana. ¿Una ventana, en una escalera de caracol que ocupaba el centro de un edificio? Era un holograma, una vista tomada desde uno de los muros marginales y que mostraba un amplio panorama de parte del Anillo. Se trataba de uno de los últimos objetos de valor de los Lyar, como le explicó Laliskareerlyar con orgullo y melancolía. Otros muchos habían sido vendidos, a lo largo de cientos de falans, para pagar las facturas del agua.

Luis también estuvo muy hablador. Desconfiaba, y estaba furioso y cansado, pero al mismo tiempo sentía una atracción inexplicable hacia la anciana de la raza de los Ingenieros. Ella conocía la existencia de otros planetas. No ponía en duda la veracidad de Luis. Sabía escuchar. Se parecía tanto a Halrloprillalar que, sin darse cuenta, Luis se puso a hablar de ella: de cómo la antigua prostituta inmortal de las naves había vivido como una diosa medio enloquecida hasta que llegó Luis Wu con su abigarrada tripulación; de cómo ella los ayudó, y luego abandonó al lado de ellos su civilización arruinada, y de cómo murió.

Laliskareerlyar preguntó:

—¿Por eso no mataste a Mar Korssil?

La Cazadora Nocturna le miró con sus ojazos azules.

—Tal vez —rio Luis.

Luego les contó lo de su victoria sobre la plaga de los girasoles. Con ello rozaba un tema peligroso, pues no le parecía conveniente decirle a Laliskareerlyar que el mundo iba a precipitarse contra su sol.

—Me gustaría salir de este mundo sabiendo que no hice daño a nadie. Tengo más de esa tela enterrada cerca de aquí…, ¡nej! Ahora se me ocurre que no sé cómo ir a por ella.

Habían llegado al punto más alto de la espiral. Luis jadeaba, Mar Korssil descorrió el cerrojo de una puerta. Aún quedaban más escalones al otro lado. Laliskareerlyar preguntó:

—¿Eres noctívago?

—¿Qué? No.

—Será mejor esperar a que se haga de día. Ve y tráenos desayuno, Mar Korssil. Que venga Whil con sus herramientas. Luego puedes irte a dormir.

Mientras Mar Korssil enfilaba escalera abajo, obediente, la anciana se sentó, con las piernas cruzadas, sobre una alfombra antigua.

—Supongo que será preciso trabajar fuera —dijo—. No entiendo por qué has corrido ese riesgo. ¿Para qué? ¿En busca de conocimientos? ¿Qué conocimientos?

Resultaba difícil mentirle, pero el Inferior podía hallarse a la escucha.

—¿Sabes algo de una máquina que servía para convertir una clase de materia en otra? ¿El aire en barro, el plomo en oro?

Ella se mostró interesada.

—Se dice que los antiguos magos sabían convertir el vidrio en diamantes. Pero ésos son cuentos de niños.

Y eso fue todo.

—¿Qué me dices de un Centro de Mantenimiento para este mundo? ¿Hay alguna leyenda al respecto, de donde pueda deducirse dónde estaba?

Le miró con asombro.

—¿Cómo si el mundo no fuese sino un objeto artificial, una ciudad como ésta a gran escala?

Luis rio.

—A muy gran escala. A una escala enorme, ¿no?

—No.

—¿Y sobre una droga de la inmortalidad? Sé que eso es realidad. Halrloprillalar la usaba.

—Por supuesto era realidad. No ha quedado nada en la ciudad, ni en ningún otro lugar que yo sepa. Es una historia favorita de los… —la traductora usó un término en Intermundial—, …timadores.

—¿Dice ese cuento de dónde procedía?

Una joven, de la raza de los Ingenieros, apareció jadeante por el último tramo de escalera, portando un tazón grande y de fondo plano. De súbito, Luis olvidó su temor al envenenamiento. Eran una especie de gachas de avena medio frías, y comieron metiendo las manos en el recipiente.

—La droga de la juventud viene de la dirección del giro —dijo la vieja—, pero no sé si de muy lejos. ¿Son ésos los tesoros de sabiduría que buscabas?

—Uno de los muchos, pero sería uno de los más importantes.

Sin duda tendrían árbol de la Vida en aquel Centro de Mantenimiento, pensó Luis, preguntándose cómo lo utilizarían. Ningún humano hubiera deseado convertirse en un protector, seguramente, pero tal vez algún homínido sí… En fin, aquellos enigmas podían esperar.

Whil era un humanoide robusto, de facciones simiescas, vestido de una tela cuyos colores prístinos había devorado el tiempo, y que ahora parecía el arco iris de un dios loco. No era muy hablador. Tenía los brazos cortos y gruesos, y parecía poseer una fuerza descomunal. Precedidos por él, subieron el último tramo de escalera, con las herramientas, y salieron al exterior.

Se vieron al comienzo de una pasarela, en la cúspide truncada del doble cono. El camino tendría sólo medio metro de ancho, y a Luis se le cortó la respiración. Estropeado definitivamente su cinturón volador, tenía motivos para temer la altura. El viento le azotaba con fuerza y hacía ondear la túnica de Whil como una bandera multicolor.

Laliskareerlyar preguntó:

—¿Qué? ¿Puedes arreglarlo?

—No desde aquí, pero la maquinaria debe de estar debajo.

Y así era, pero no resultaba fácil llegar hasta ella. La canalización del registro era apenas más ancha que el mismo Luis Wu. Whil le precedió a rastras, abriendo mirillas según se le iba ordenando.

El registro era de forma tórica y rodeaba la maquinaria que, a su vez, rodeaba el colector. Entendió que el agua debía de precipitar en el colector, bien fuese por condensación, ¿o quizá porque disponían de algún procedimiento más avanzado?

La maquinaria oculta detrás del registro era complicada y totalmente desconocida para Luis Wu. Estaba perfectamente limpia, excepto…, ¡ah, sí! Luis se acercó para ver mejor, conteniendo la respiración. Un hilillo de polvo había caído sobre los aparatos. Luis procuró adivinar su situación originaria. Esperaba que el resto funcionase todavía.

Retrocedió y pidió prestados a Whil unos guantes fuertes y unos alicates de punta fina. Arrancó una tira delgada de la pieza de tela negra que guardaba en el bolsillo y la retorció para formar un cable, que enrolló alrededor de dos bornes.

No ocurrió nada perceptible. Siguió explorando el círculo detrás de Whil. En total encontró seis pistas de polvo, y montó seis cordones de superconductor en los lugares que estimó más oportunos.

Salió del conducto y dijo:

—Desde luego, es posible que la fuente de alimentación haya dejado de funcionar desde hace mucho tiempo.

—Vamos a verlo —dijo la vieja.

Y todos salieron otra vez al exterior.

La superficie pulida del colector apareció cubierta de rocío. Luis se arrodilló y lo tocó. Era humedad. El agua estaba caliente y las gotitas ya se fundían y empezaban a deslizarse hacia las tuberías. Luis hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pensativo. Otra buena acción que iba a carecer de importancia transcurridos unos quince falans.