El viento llenó de polvo las narices de Luis Wu y le azotó la cara con sus propios cabellos. Luis se los apartó del rostro y abrió los ojos. Quedó cegado por el resplandor. Sus manos, explorando a tientas, hallaron un esparadrapo de plástico en su cuello y unos binoculares que le tapaban los ojos. Se los quitó.
Rodó por el suelo lejos de la mujer y se sentó.
Amanecía, es decir, que se acercaba cada vez más la divisoria entre el mundo oscuro y el iluminado. A Luis le dolían todos los músculos, como si le hubieran dado una paliza, pero paradójicamente se sentía la mar de bien. Durante demasiados años había usado el sexo sólo en raras ocasiones, y aun entonces, para disimular, ya que como es sabido, a los cabletas no les interesan esas cosas. Pero la noche pasada había ejercido con toda su alma.
¿La mujer? Era como de la estatura de Luis y tirando a bonita, sin ser nada extraordinario. De pecho, normal, ni plana ni exageradamente desarrollada. Llevaba el pelo negro recogido en una larga trenza, y una desconcertante barba en forma de collar que enmarcaba la mandíbula. Dormía con el sopor pesado del agotamiento, y bien justificado, por cierto. Por parte de ambos, como ahora empezaba a recordar Luis, aunque no conseguía dar hilación a sus recuerdos.
Había hecho el amor…, o mejor dicho, había perdido la cabeza con aquella mujer pálida y esbelta de los labios rojos. Ver su propia sangre en la boca de ella, sentir la mordedura en el cuello, apenas le había producido sino una tremenda sensación de pérdida. Luis había gritado cuando Chmeee le torció la cabeza a la mujer hasta romperle el cuello. Y quiso luchar con él cuando el kzin le arrancó de sobre la muerta, cargando con él debajo del brazo. Y aún rabiaba y peleaba cuando Chmeee sacó del chaleco de Luis el equipo de primeros auxilios, le puso el esparadrapo en el cuello y volvió a guardar el equipo.
Luego Chmeee los mató a todos, exterminó a toda la tribu de mujeres y hombres bellos y de cabellos plateados. A todos les atravesó la cabeza con la aguja brillante color rubí de su láser, manejado con infalible puntería. Luis recordó que había intentado impedírselo y se había visto rodando por el suelo lleno de cascotes. Entonces se había puesto en pie, y al reparar en algo que se movía se había acercado a ella, la mujer de pelo oscuro, la única defensora que había quedado con vida. Y cayeron el uno en brazos del otro.
¿Por qué lo hizo? Y eso que Chmeee trataba de llamarle la atención… ¿verdad? Luis recordaba un rugido como el de un tigre en plena lucha.
—¡Feromonas! —había dicho— ¡y parecían tan inofensivos!
Luis se había incorporado para mirar a su alrededor, horrorizado. Estaba todo lleno de cadáveres: los de piel oscura, con la mordedura en el cuello; los de piel blanca, con la boca llena de sangre y la marca negra de una quemadura en sus cabelleras de plata.
A los defensores no les habían valido sus armas de fuego. Lo que tenían los vampiros era peor que un tasp. Lanzaban una nube superestimulante de feromonas, esas sustancias humanas que inducen a la disponibilidad sexual. Uno de los vampiros, o una pareja, debió de llegar hasta la torre. Y los defensores salieron corriendo, desprendiéndose de sus armas y de sus ropas, como el que sale de la trinchera para ir al encuentro de la muerte.
Pero una vez exterminados todos los vampiros, ¿por qué él y la mujer morena…?
El viento agitaba los cabellos de Luis. Claro. Los vampiros estaban muertos, pero él y la mujer se hallaban envueltos todavía en una nube de feromonas. Se habían unido con frenesí…
—Si no se hubiese levantado viento, ahora todavía estaríamos haciéndolo. Sí. Y ahora… ¿dónde nej he dejado… todo lo mío?
Encontró la coraza de impacto y el cinturón de vuelo. El mono estaba hecho jirones. ¿Y dónde quedaba el chaleco? Vio que la mujer abría los ojos, que se incorporaba bruscamente con el terror pintado en los ojos, cosa que Luis entendió bien. Le dijo:
—Necesito encontrar el chaleco, porque allí está la traductora. Espero que Chmeee no te espante antes de que yo consiga…
¡Chmeee! ¿Qué le habría parecido todo aquello a él? La manaza de Chmeee se apoderó del cráneo de Luis y tiró de él hacia atrás. Luis estaba pegado a la mujer con todo su cuerpo y toda su mente y empujaba, empujaba; pero tenía los ojos llenos de aquella cara anaranjada de fiera, y los oídos atronados de insultos. Aquello le desconcentraba…
Chmeee no aparecía por ninguna parte. Luis halló el chaleco bastante lejos, aferrado por la mano de un vampiro muerto. No pudo encontrar la paralizadora. Pero ahora empezaba a preocuparse de veras; algo muy feo emergía de sus recuerdos. Echó a correr hasta llegar adonde habían posado el módulo.
Un pedrusco que tres hombres juntos no habrían sido capaces de levantar sujetaba un generoso montón de tela superconductora negra. El regalo de despedida de Chmeee. El módulo había desaparecido.
Tendré que enfrentarme a esto tarde o temprano, pensó Luis. Conque, ¿por qué no hacerlo ahora mismo? Un viejo amigo le había enseñado este dicho para uso propio, a modo de conjuro para salir de los estados de conmoción o de pena. A veces le había servido.
Estaba sentado en lo que había sido la barandilla de un porche, aunque ahora sólo quedaba el porche, asomado a un solar lleno de arena. Se había puesto la coraza de impacto y el chaleco, con todos sus bolsillos. Pretendía defenderse con prendas de ropa frente a un mundo inmenso y solitario. No era pudor, sino miedo.
Con eso agotó sus energías, y ahora estaba sentado. Sus pensamientos erraban sin rumbo fijo. Pensó en un contactor que funcionaba, pero tan lejos de allí como la Tierra de su satélite, y en un aliado de dos cabezas que no se arriesgaría a aterrizar allí para nada, ni siquiera para salvar la vida a Luis Wu. Pensó en los Ingenieros del Mundo Anillo y en su ecología idealizada, que no había querido traer cosas como mosquitos o murciélagos vampiro. Sus labios se distendieron en un comienzo de sonrisa, y luego asumió una expresión de difunto, es decir, que se le quedó la cara sin expresión.
Ya sabía adónde había ido Chmeee. Se sonrió otra vez, al pensar de qué poco iba a valerle el saberlo. ¿Se lo habría dicho el propio Chmeee? No importaba. El instinto de supervivencia, o la necesidad de compañera, o el deseo de vengarse del Inferior, coincidirían para empujar a Chmeee en una dirección determinada. Pero, ¿cuál de esos motivos podía inducirle a regresar para recoger a Luis Wu?
Pensó en lo poco que importaba su muerte, cuando miles de millones de habitantes del Mundo Anillo estaban condenados a un contacto íntimo con su propio sol.
En fin; a lo mejor Chmeee regresaría. Luis tendría que ponerse en marcha y tratar de alcanzar la ciudad flotante. Allí era adonde se dirigían, y donde esperaría hallarle Chmeee si le daba por retornar para salvar a un aliado que le había dado tan malos resultados. Tal vez allí, Luis llegaría a enterarse de alguna cosa interesante. En todo caso, de una manera u otra, tendría que sobrevivir durante el año o los dos años que le quedaban. Tendré que enfrentarme a ello tarde o temprano, conque ¿por qué no hacerlo ahora mismo?
Alguien gritó.
La mujer de pelo negro se había vestido con pantalón corto, guerrera y mochila. Llevaba un arma lanzadera de proyectiles y apuntaba con ella a Luis Wu. Con el otro brazo le hacía gestos, y volvió a chillar.
Se acabaron las vacaciones. De súbito Luis se dio cuenta de que llevaba puesto el casco. Si ella intentase disparar a la cabeza… bastaba con que le diera tiempo para bajarse la visera, y ya no le importaría si disparaba o no. La coraza de impacto frenaría cualquier proyectil mientras él echaba a correr. Lo que necesitaba, en realidad, era el cinturón de vuelo. ¿O tal vez no?
—Okey —dijo Luis, sonriendo y dejando ver las manos vacías a ambos lados. Lo que necesitaba en realidad era un aliado.
Deslizó una mano, muy despacio, hacia un bolsillo del chaleco, sacó la traductora y la sujetó debajo de su barbilla.
—Esto hablará por nosotros tan pronto como aprenda a hacerlo.
Ella hizo un ademán con el arma: «Camina delante de mí».
Luis anduvo hasta donde estaba el cinturón de vuelo y luego se detuvo a recogerlo, sin hacer ningún movimiento súbito. Se oyó un estampido. A un palmo del pie de Luis Wu, una piedra saltó violentamente por el aire. Dejó caer el arnés y retrocedió un paso.
¡Nej! ¡Pero si aquella mujer no decía ni palabra! Daba por supuesto que él no entendía su idioma, y no decía nada. ¿Cómo iba a aprender la traductora automática?
Aguardó manos arriba mientras ella registraba el cinturón con una mano, sin dejar de mantener con la otra el arma dirigida hacia él. Si tocaba algún mando, Luis podía despedirse de su cinturón y también de la tela superconductora. Pero ella lo dejó en el suelo, escrutó la cara de Luis y luego retrocedió y le hizo seña de que podía recogerlo.
Luis recogió su cinturón de vuelo. Cuando ella le indicó por señas que continuase hasta el vehículo, él denegó con la cabeza y se acercó al lugar donde Chmeee había dejado la pieza de tela superconductora, lastrada con un pedrusco demasiado pesado para apartarlo.
El arma de fuego no se desvió ni un punto de él mientras ataba la piedra con los correajes y activaba los mandos del cinturón. Incluso rodeó con los brazos el pedrusco (y el arnés, por si no estuviese bien atado), y lo elevó. La piedra se alzó en el aire. Hizo que se desviara un poco y descendió de nuevo. La piedra se posó en el suelo.
¿Sería de admiración aquella expresión en los ojos de ella, y si lo era, iría dirigida a su técnica o a su fuerza? Desconectó el cinturón, lo recogió, hizo lo propio con la tela superconductora y precedió a la mujer en dirección al vehículo. Ella abrió una doble puerta en un costado, y él descargó dentro del vehículo y miró luego a su alrededor.
Había banquetas a lo largo de tres costados, una pequeña estufa en el centro y una compuerta en el techo para la ventilación. Bandejas para equipajes detrás del asiento posterior. En la parte delantera, otra banqueta, mirando hacia el sentido de la marcha.
Retrocedió y volvió la mirada hacia la torre, dio un paso y se volvió a mirar a su guardiana. Ella comprendió la mímica y, después de titubear un instante, le hizo un gesto de asentimiento.
Los muertos hedían ya. Se preguntó si a ella se le ocurriría enterrarlos o quemarlos, pero pasaron entre los cadáveres sin detenerse. Fue Luis quien se detuvo para hundir los dedos en la melena plateada de una mujer.
Había demasiado pelo y demasiado poco cráneo. Hermosa sí lo era, pero con un cerebro más pequeño que el humano. Exhaló un suspiro y continuó.
La mujer le siguió a través de las ruinas del edificio bajo. Pasaron a la escalera de caracol de la torre y bajaron. Un hombre de la raza de ella yacía, roto, en el suelo del sótano; a su lado se hallaba la linterna láser. Cuando se volvió para mirar a la mujer vio que ésta tenía lágrimas en los ojos.
Quiso recoger el láser, pero ella hizo un disparo de aviso. La bala rebotó y le dio en la cadera; Luis recibió el golpe de la coraza súbitamente endurecida, y chocó de espaldas contra la pila de escombros, junto a la pared, mientras ella recogía el aparato.
Localizó el interruptor, y se vieron inundados por un ancho haz de luz. Luego, descubrió la manera de enfocarlo, y el haz se hizo estrecho como una aguja. Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se guardó el aparato en un bolsillo.
Mientras regresaban hacia el vehículo, Luis se bajó disimuladamente la visera, como si le molestase la luz del sol. Por si ella decidía que no necesitaba nada más de Luis Wu, o no llevaba ración de agua para dos, o se cansara de su compañía.
Pero ella no disparó contra él. Subió al automóvil y cerró las puertas con llave. Por un momento, Luis se vio abandonado allí, sin agua ni herramientas. Pero ella, con un gesto, le ordenó que se acercase a la ventanilla derecha, por el lado en donde se situaban los mandos, y empezó a enseñarle cómo se conducía.
Allí se rompió la incomunicación, tal como Luis había esperado. Repitió las palabras que ella le lanzaba a través de la ventanilla y las acompañó con las suyas. «Volante. Giro. Arranque. Llave. Acelerador. Decelerador». Era muy hábil para expresarse por medio de gestos. Un manotazo al aire, y luego un dedo imitando una aguja sobre una escala significaban «anemómetro de velocidad».
La mujer tuvo una sorpresa cuando la traductora empezó a hablarle. Permitió que la lección de idiomas continuase durante un rato y luego abrió la cerradura de la puerta, se desplazó al otro extremo de la banqueta con el arma preparada y dijo:
—Sube. Conduce.
La maquinaria era ruidosa y pesada. La menor irregularidad del terreno se transmitía directamente al asiento del conductor, hasta que Luis aprendió a evitar los baches, los pedruscos y los vertidos de arena en la carretera. La mujer le observaba en silencio. ¿Acaso no sentía ninguna curiosidad? De pronto, recordó que acababa de perder como una docena de compañeros en la lucha con los vampiros. Teniendo en cuenta las circunstancias, no se podía decir que estuviera portándose mal.
Y en efecto, habló al cabo de un rato:
—Yo soy Valavirgillin.
—Yo soy Luis Wu.
—Tus aparatos son extraños. El que habla, el que levanta cosas, la luz variable…, ¿qué otras cosas tienes?
—¡Nej y maldita sea! ¡Me he dejado los anteojos!
Ella se sacó los binoculares de un bolsillo.
—He encontrado esto.
Era posible que hubiese encontrado también la paralizadora, pero Luis prefirió no preguntarlo.
—Bien. Póntelos y te enseñaré cómo funcionan.
Ella sonrió y meneó la cabeza. Sin duda, temía que la pillara desprevenida.
—¿Qué hacías en la vieja ciudad? ¿Dónde has encontrado esas cosas?
—Son mías, traídas de una estrella lejana.
—No quieras burlarte de mí, Luis Wu.
Luis se volvió a mirarla.
—¿Tenían aparatos así los Ingenieros de las Ciudades?
—Tenían aparatos que hablan. Sabían construir edificios en el aire, ¿por qué no iban a volar ellos mismos?
—¿Qué me dices de mi compañero? ¿Habías visto algo parecido en el Mundo Anillo?
—Me pareció monstruoso —y ruborizándose, añadió—: No tuve oportunidad de verle detenidamente.
En efecto, estuvo bastante distraída. ¡Caramba!
—¿Por qué me apuntas con un arma? El desierto es el enemigo de ambos. Conviene que nos ayudemos el uno al otro.
—No tengo razones para confiar en ti. Ahora me pregunto si no estarás loco. Sólo los Ingenieros de las Ciudades viajaban entre las estrellas.
—Te equivocas.
Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué conduces tan despacio?
—Me falta práctica.
Pero Luis ya empezaba a acostumbrarse. La carretera era recta y no demasiado accidentada, y además, no venía nadie en dirección contraria. En cuanto a los vertidos de arena, Valavirgillin le dijo que no debía reducir la marcha para pasar sobre ellos.
Y con aquello adelantaba un buen trecho hacia su punto de destino. Preguntó:
—¿Qué sabes de la ciudad flotante?
—Nunca estuve allí. La habitan los hijos de los Ingenieros de las Ciudades, sólo que ya no construyen, ni mandan allí. Pero tenemos establecido por costumbre que la ciudad es de ellos. Tienen muchos visitantes.
—¿Turistas? ¿Personas que acuden a ver la ciudad?
Ella sonrió.
—En parte por eso y en parte por otras cosas. Es preciso ser invitado. ¿Para qué necesitas saber todas esas cosas?
—He de ir a la ciudad flotante. ¿Hasta dónde me llevarás contigo?
Ella se echó a reír.
—No creo que a ti te inviten. No eres ni famoso ni poderoso.
—Ya se me ocurrirá algo.
—Voy hasta la escuela en Recodo del Río. He de dar parte de lo ocurrido.
—¿Qué fue lo ocurrido? ¿Por qué salisteis al desierto?
Ella se lo explicó. No fue fácil. Faltaban muchas palabras en el vocabulario de la traductora automática. Pero se las arreglaron con circunloquios.
El Pueblo de la Máquina era dueño de un poderoso imperio. Tradicionalmente, un imperio es una aglomeración de reinos casi autónomos. Estos reinos pagan tributos, y obedecen al emperador en lo relativo a la guerra, la lucha contra el bandidaje, el mantenimiento de las comunicaciones y, a veces, la religión oficial. Para todo lo demás, cada uno sigue sus propias costumbres.
Y esto era todavía más cierto en el Imperio de la Máquina, donde, por ejemplo, el estilo de vida de unos pastores carnívoros rivalizaba con el del Pueblo de la Sabana, resultaba útil a los comerciantes que compraban las manufacturas de cuero de los pastores, y no tenía ningún interés para los chacales. En algunos territorios, varias especies colaboraban, y todas daban paso franco a los chacales. Las diversas razas seguían sus propias costumbres de acuerdo con su constitución.
Chacales era el nombre que les daba Luis Wu. En cambio, Valavirgillin hablaba de un Pueblo de la Noche. Eran los encargados de recoger los desperdicios, y también los sepultureros, y por eso Valavirgillin no había enterrado los cadáveres de los suyos. Los noctívagos tenían habla y eran capaces de aprender los ritos funerales de las diferentes religiones de los homínidos. Servían de informadores al Pueblo de la Máquina, y las leyendas decían que habían servido lo mismo a los Ingenieros de las Ciudades cuando éstos mandaban.
Según Valavirgillin, el Imperio de la Máquina era un imperio comercial, y sólo los traficantes pagaban impuestos. Cuantas más cosas contaba, más excepciones hallaba Luis Wu. Los reinos mantenían las carreteras que servían de vías de comunicación del Imperio, siempre y cuando sus moradores fuesen capaces de hacerlo; algunos, como el Pueblo Colgante, que vivía en los árboles, no lo hacían. Las carreteras servían al mismo tiempo de fronteras entre los territorios ocupados por las diferentes razas de humanoides. Estaban prohibidas las guerras de conquista cruzando carreteras, y así éstas contribuían a evitar las hostilidades (aunque no siempre) por su mera existencia.
El imperio tenía autoridad para reclutar ejércitos a fin de luchar contra los bandoleros y los ladrones. Las grandes extensiones de terreno cuya propiedad se reservaba al imperio para establecer puntos de intercambio comercial, tendían a convertirse en verdaderas colonias. Como las comunicaciones del imperio estaban basadas en las carreteras y los vehículos, los reinos vasallos quedaban obligados a destilar y almacenar combustibles químicos. El imperio compraba (o confiscaba) yacimientos mineros, extraía sus propios minerales y cedía a contratistas el derecho a fabricar máquinas con arreglo a las normas imperiales.
Había escuelas para mercaderes. Valavirgillin y su grupo eran alumnos y un profesor de la escuela de Recodo del Río. Habían salido a hacer prácticas en una factoría comercial situada en las lindes de la selva donde vivía el Pueblo Colgante, (una especie de simios, dedujo Luis, que comerciaban en semillas y frutos secos) y también los Pastores, carnívoros que vendían artículos de cuero y manualidades. (No, no eran pequeños ni de piel roja. Se trataba de una especie distinta). Se habían desviado de su ruta para visitar una antigua ciudad en el desierto.
No esperaban encontrar vampiros. ¿Dónde hallarían agua los vampiros en aquel desierto? ¿Cómo habrían llegado hasta allí? Los vampiros estaban casi extinguidos, excepto para…
—¿Excepto para qué? Me parece que se me ha escapado algo.
Valavirgillin se ruborizó.
—Algunos viejos tienen vampiros con los colmillos limados para… para hacer rishathra. Es posible que una pareja domesticada lograse escapar, o una hembra embarazada.
—Es repelente eso, Vala.
—Lo es —replicó ella fríamente—. Jamás he oído que nadie confesara tenerlos. En el lugar de donde tú procedes, ¿no hacéis nunca nada que parezca vergonzoso a los demás?
Luis se sintió tocado.
—Algún día te hablaré de la adicción a la corriente, pero no ahora.
Ella le miró con atención, sin desviar en ningún momento el cañón de su arma. Pese a la orla de pelo negro que le enmarcaba la cara, tenía un aspecto bastante humano… aunque ensanchado. La curva del rostro era casi cuadrada. Luis no conseguía descifrar su expresión, lo que era lógico: las facciones humanas han evolucionado como instrumento de comunicación, pero la evolución de Vala era demasiado diferente de la suya.
Preguntó:
—¿Qué quieres hacer ahora?
—He de dar parte de las muertes… y entregar los artefactos de la ciudad del desierto. Son un botín, pero el imperio reclama la propiedad sobre todos los aparatos de los Ingenieros de las Ciudades.
—Te repito que son míos.
—Conduce.
Empezaban a aparecer oasis de verdor en el desierto. Cuando una de las pantallas de sombra dividía ya el disco solar por la mitad, Valavirgillin le ordenó que se detuviera. Se sintió aliviado, pues se hallaba exhausto después de soportar durante largas horas los baches de la carretera y la fatiga de mantener la dirección del vehículo.
Vala dijo:
—Vas a… la cena.
Estaban acostumbrados a las lagunas en la traducción.
—No he entendido esa palabra.
—Que si necesitas calentar los alimentos hasta que están en condiciones de consumirlo. ¿No sabes…, Luis?
—Cocinar.
No era probable que ella tuviese cazuelas sin fricción ni horno de microondas ni recipientes medidores ni azúcar refinado, mantequilla ni especia alguna que él conociese.
—No.
—Cocinaré yo. Enciende un fuego. ¿Qué comes tú?
—Carne, ciertas plantas, fruta, huevos, pescado. La fruta puedo comerla sin cocinar.
—Lo mismo que los míos, excepto el pescado. Bien. Sal y espera.
Le hizo apearse del vehículo, cerró por dentro y se metió en la parte de atrás. Luis estiró sus músculos doloridos. El sol era apenas un segmento deslumbrador; todavía no se podía mirar de cara, pero las sombras empezaban a extenderse por el desierto. Hacia el antigiro brillaba una ancha faja diurna. Estaban en medio de un matorral pardo y cerca de un grupo de árboles achaparrados, uno de ellos blanquecino, muerto por la sequía.
Ella asomó a gatas y le arrojó a los pies un objeto pesado.
—Haz leña y enciende una hoguera.
Luis lo recogió. Era un palo que llevaba en un extremo una cuña de hierro.
—No me gusta parecer estúpido, pero ¿qué es esto?
Ella le dijo el nombre.
—Se golpea un tronco con el filo, hasta derribar el árbol. ¿Lo entiendes?
—Un hacha.
Luis recordó las hachas de guerra que había visto en el museo de Kzin.
Contempló el hacha, luego el árbol seco… y de pronto decidió que estaba harto.
—Se está haciendo de noche —dijo.
—¿No ves bien en la oscuridad? Toma —dijo ella, arrojándole el láser.
—¿Bastará con ese árbol muerto?
Ella se volvió, dándole el perfil y apartando el cañón del arma. Luis ajustó el haz a máxima concentración y potencia. Lo puso en marcha. La espada de luz incidió cerca de la mujer y Luis cruzó con ella el arma, que explotó en una llamarada y se hizo pedazos.
Ella se quedó con la boca abierta y con los dos trozos de su arma en las manos.
—No me importa recibir sugerencias de una amiga y aliada —explicó él—. Pero estoy harto de recibir órdenes, empezando por mi peludo compañero. Quiero que seamos amigos.
Ella dejó caer los restos de su fusil y levantó las manos.
—Tienes más munición y más armas en la trasera del vehículo. Ve a por ellas.
Luis le volvió la espalda, y disparó el láser en zigzag contra el tronco muerto. Una docena de pedazos de madera cayeron ardiendo. Luis se acercó y los reunió a puntapiés hasta formar un montón alrededor de lo que restaba del tronco. Dirigió de nuevo el láser contra la leña hasta que hubo encendido la hoguera.
En aquel instante, recibió un golpe entre los omóplatos. La coraza se volvió rígida durante un segundo y oyó el estampido.
Luis aguardó unos momentos, pero no hubo ningún segundo disparo. Luego se volvió y se acercó al vehículo y a Vala, diciendo:
—Que no se te ocurra volver a hacer eso nunca más. ¡Nunca!, ¿me oyes?
Ella palideció, espantada.
—No lo haré.
—¿Te ayudo a llevar los útiles de cocinar?
—No. Puedo hacerlo yo… ¿He fallado?
—No.
—Pero… ¿cómo?
—Uno de mis aparatos me ha salvado. Lo he traído después de viajar mil veces la distancia que la luz recorre en un falan, y es mío, ¿te enteras?
Ella hizo un ademán como de abandono con el brazo y se volvió.