6. «Y ahora, éste es mi plan…»

El recinto le pareció conocido. Nunca había estado en uno exactamente igual, pero se asemejaba al puente de mando de cualquier otra nave interplanetaria pequeña. Siempre se necesita una cabina de gravedad, un ordenador de a bordo, mandos de propulsión, corrección de rumbo y un detector de masas. Los tres asientos de pilotaje eran reclinables, equipados con redes paracaídas, mandos en los brazos, tubos urinarios y bocas de erogación de comida y bebida. La única diferencia consistía en que una de las poltronas era mucho más grande que las demás. A Luis le pareció que sería capaz de pilotar aquella navecilla con los ojos vendados.

Sobre un semicírculo de pantallas e indicadores se abría una ventanilla panorámica. A través de ella, Luis pudo ver una parte del casco de la «Aguja» proyectándose hacia delante y hacia arriba. El módulo separable estaba colgado en el espacio.

Chmeee pasó revista a los botones e interruptores, de tamaño más grande, situados delante de su puesto.

—Tenemos armamento —anunció con suavidad.

Una de las pantallas se iluminó mostrando en escorzo una cabeza de titerote, que habló:

—Bajad por la escalerilla y recoged vuestro equipo de vacío.

La escalerilla del módulo era ancha y poco empinada, muy en consonancia con el pie de un kzin. Abajo se abría un espacio mucho más amplio, con cama de agua, placas sómnicas y cocina automática, todo ello idéntico a lo que había en la celda que acababan de dejar. El quirófano automático era lo bastante grande como para atender a un kzin y disponía de una complicada consola de mandos. En otro tiempo, Luis había sido cirujano operador; tal vez el Inferior lo supiera.

Chmeee halló los equipos de vacío en una hilera de taquillas y se embutió dentro de lo que parecía un racimo de globos transparentes. Estaba impaciente.

—¡Vamos, Luis! ¡Ponte el equipo!

Luis sacó un traje flexible de una sola pieza, ceñido como una segunda piel, el correspondiente casco transparente en forma de pecera y la mochila. Era un equipo normal, transpirable, para que el organismo regulase su propia temperatura. Luis se revistió con una segunda funda metalizada, ya que allí fuera podía hacer bastante frío.

La esclusa tenía cabida para tres, lo que Luis agradeció, pues a veces resultaba desagradable esperar solo en el vacío mientras el compartimento estanco realizaba su ciclo para dar salida a otro. Aunque el Inferior no creía que se encontraran ante emergencias, se había preparado muy bien. Mientras era expulsado el aire, Luis sintió que se le hinchaba el pecho, por lo que se ciñó la «faja», el ancho cinto elástico que le rodeaba el tórax para ayudarle a respirar.

Chmeee se bajó del módulo y, dando grandes zancadas, empezó a alejarse de la «Aguja» hacia la oscuridad. Luis cogió una caja de herramientas y le siguió a paso gimnástico.

La sensación de libertad era intoxicante, peligrosa. Luis se recordó a sí mismo que el sistema de comunicaciones de su traje se hallaba dentro del alcance del Inferior. Era preciso hablar, y pronto, pero donde el titerote no pudiera oírle.

Allí todas las proporciones estaban falseadas. Las naves medio desguazadas eran excesivamente grandes, y el horizonte demasiado cercano y demasiado nítido. Una pared negra e infinita cortaba por la mitad el paisaje estelar, más o menos familiar. Vistos a través del vacío, los objetos distantes aparecían con la misma claridad que los próximos, aunque se hallasen a cientos de miles de kilómetros.

La nave más cercana del Mundo Anillo, la que estaba intacta, parecía hallarse a menos de un kilómetro; en realidad estaba a más de kilómetro y medio. Durante su último viaje se había equivocado continuamente en las escalas, y veintitrés años de ausencia no contribuían a curarle.

Llegó sin aliento junto al costado de la enorme nave y vio que una de las patas de aterrizaje tenía un ascensor incorporado. Naturalmente, la vetusta maquinaria no funcionaba, así que se enfiló por la escalerilla.

Chmeee se afanaba con los mandos de una gran esclusa, y sacó una llave de la caja que traía Luis.

—Es mejor que por ahora no forcemos las puertas —dijo—. Hay corriente.

Consiguió destapar un cuadro de mandos y manipuló en su interior.

La compuerta exterior se cerró, y la interior se abrió sobre el vacío y la oscuridad. Chmeee conectó su linterna láser.

Luis estaba algo impresionado. En aquella nave cabía la suficiente tripulación como para poblar una ciudad pequeña. Resultaría fácil perderse allí.

—Vamos a inspeccionar los registros —dijo—. Me gustaría presurizar el interior. Con este casco tan grande no pasarías por un registro construido para humanos.

Entraron en un corredor que se curvaba siguiendo la ojiva del fuselaje. Algunas escotillas eran apenas más altas que la estatura del propio Luis. Al abrirlas se podían ver pequeños camarotes con literas y asientos empotrados, hechos a la medida de humanoides de su misma talla o más pequeños.

—Se diría que fue la raza de Halrloprillalar la que construyó estas naves.

Chmeee replicó:

—Eso ya lo sabíamos. Su raza construyó el Mundo Anillo.

—Eso no lo creo —dijo Luis—. Me pregunto si ellos construyeron las naves, o las heredaron de otros.

En sus cascos resonó la voz del Inferior.

—¿Luis? Halrloprillalar te contó que su pueblo había construido el Mundo Anillo. ¿Crees que te mintió?

—Sí.

—¿Por qué?

Había mentido en otras muchas cosas, pero Luis no lo dijo así, sino que repuso:

—Por el estilo. Sabemos que construyeron las ciudades. Los edificios flotantes son de esas obras que uno erige para demostrar su riqueza y su poder. ¿Recuerdas el castillo en el cielo, el edificio flotante con la sala de los mapas? Nessus hizo grabaciones.

—Las he estudiado —contestó el titerote.

—Y había un trono con dosel y una escultura de alambre tan grande como una casa y que representaba la cabeza de alguien. El que fuese capaz de construir un Mundo Anillo, ¿para qué habría de molestarse en levantar un castillo flotante? No me lo creo. Nunca lo he creído.

—¿Chmeee?

El kzin contestó:

—Tratándose de asuntos humanos, creo que hemos de aceptar la opinión de Luis.

Entraron en un corredor radial. Allí había más camarotes. Luis inspeccionó con atención uno de ellos. El traje presurizable era interesante: estaba colgado de la pared como el trofeo de un cazador; era de una sola pieza, con numerosas cremalleras, todas abiertas. Accesible inmediatamente en caso de despresurización súbita.

El kzin esperó con impaciencia mientras Luis cerraba todas las cremalleras y retrocedía unos pasos para apreciar mejor el efecto.

Las articulaciones se hincharon: rodilleras y hombreras como melones, manos como rosarios de nueces. El visor cayó sobre el casco; por dentro iba provisto de instrumentos para medir la reserva de energía y la de aire.

El kzin gruñó:

—¿Y bien?

—Nada. Necesitaba más pruebas. Vámonos.

—Más pruebas, ¿de qué?

—Creo que ya sé quién construyó el Mundo Anillo y por qué los nativos se parecen tanto a los humanos. Pero, ¿para qué construyeron algo que no eran capaces de defender? Eso no se entiende.

—Si lo discutimos…

—No, no. Vámonos.

En la sección central de la nave hallaron un montón de escorias. Allí convergían media docena de corredores radiales y algunos tubos con escalerillas hacia arriba y hacia abajo. Cuatro de los mamparos aparecían con diagramas etiquetados por medio de diminutos, pero bien detallados, pictogramas.

—¡Qué práctico! Casi como si hubieran pensado en nosotros —comentó Luis.

—Los idiomas cambian —dijo el kzin—. Esta gente viajaba a impulsos del viento relativista; las tripulaciones podían encontrarse a siglos de diferencia, en cuyo caso tales ayudas les habrán sido muy útiles. Antes de las guerras contra la Humanidad, nosotros también tuvimos que recurrir a ellas para mantener unificado nuestro imperio. No veo pañoles, Luis.

—Tampoco el espaciopuerto tenía ninguna defensa. Al menos que sepamos —dijo Luis mientras reseguía los diagramas con el índice—. Comedores, enfermería, camarotes. Estamos en la zona de los camarotes. Hay tres centros de control; me parece un número excesivo.

—Uno para la navegación con los propulsores Bussard en el espacio interestelar. Otro para navegar y maniobrar en un sistema ocupado y para los sistemas de tiro, si existen. Y otro para el mantenimiento, como éste que muestra la corriente de aire en un pasillo.

El Inferior habló:

—Si conocían la transmutación usarían propulsores de conversión total.

—No necesariamente. Un chorro de radiaciones tan poderoso hubiera hecho estragos en un sistema habitado —dijo Luis—. ¡Ah! Aquí están las tuberías de registro, y van a los generadores de impulsión, al motor de fusión, a la inyección de combustible. Veamos primero el cuadro de mantenimiento, está en esta dirección, dos plantas más arriba.

La sala de mandos era pequeña: un banco acolchado frente a tres paredes de instrumentos y conmutadores. Bastaba tocar un punto del umbral para que los mamparos se encendieran de luz blancoamarillenta y también se iluminaran los instrumentos. Naturalmente, eran ininteligibles. Los pictogramas definían los grupos de mandos que controlaban la limpieza, la rotación, la circulación de agua, el saneamiento, la alimentación, el aire.

Luis empezó a tocar interruptores. No cabía duda de que los de uso más habitual serían los más grandes y fácilmente accesibles. Se detuvo al escuchar un silbido.

El manómetro incorporado en su visor empezó a subir.

El sistema era de baja presión, con un 40% de oxígeno. Humedad baja, pero presente. No se detectó ninguna sustancia nociva.

Chmeee había desinflado su traje y se lo estaba quitando. Luis se sacó el casco, dejó caer la mochila y se despojó del traje, todo ello con una precipitación no justificada. El aire le pareció seco y con olor a cerrado.

Chmeee dijo:

—Propongo que empecemos por el registro de las tuberías de alimentación de combustible. ¿Voy por delante?

—Como quieras.

En su propia voz Luis advirtió la tensión y la impaciencia que estaba procurando disimular. Si estaba de suerte, el Inferior no lo notaría. Era cosa de unos momentos. Se puso a la espalda anaranjada del kzin.

Abrieron la puerta, recorrieron un pasillo en curva, retornaron hacia el eje de la nave y bajaron por una escalerilla. Una gruesa mano peluda agarró el brazo a Luis y tiró de él hacia un corredor.

—Tenemos que hablar —gruñó el kzin.

—Sí, ¡y ya va siendo hora! Si puede escucharnos, estamos perdidos. Oye…

—Aquí no puede escucharnos. Tenemos que apoderarnos de «La Aguja Candente de la Cuestión», Luis. ¿Has pensado en eso?

—Sí. Pero es imposible. Tu intento fue meritorio, pero, ¿qué diablos vas a hacer ahora? No sabes pilotar la «Aguja». Ya has visto los mandos.

—Obligaré al Inferior a que lo haga.

Luis meneó la cabeza.

—Aunque fueses capaz de vigilarle constante e incesantemente durante dos años, creo que el sistema de supervivencia no aguantaría a dos durante ese tiempo, y acabaría por estropearse. Así debió de planearlo.

—Entonces, ¿te rindes?

Luis suspiró.

—De acuerdo, analicémoslo paso a paso. Al Inferior podemos presentarle un soborno plausible o una amenaza plausible, o matarlo si nos vemos capaces de pilotar solos la «Aguja».

—Sí.

—No podemos sobornarle con la oferta de ningún aparato mágico de transmutación porque no los hay.

—Temía que acabaras diciendo esa verdad.

—No hay más remedio. Una vez sepa que no nos necesita, ya podemos considerarnos muertos. Y no hay ninguna otra cosa con que podamos sobornarle —continuó Luis—. No podemos entrar en la cabina de mando, aunque haya discos portadores que llevan hasta allí, ¿en qué lugares de la «Aguja» se encuentran y cómo convencerás al Inferior de que los conecte? Y tampoco podemos atacarle. Los proyectiles no traspasarían un casco de la General de Productos. El casco está blindado y probablemente hay más blindajes entre nuestra celda y la cubierta de navegación. Un titerote no descuidaría ese detalle. No podemos dispararle con un láser porque los mamparos se convertirían en espejos y nos devolverían el rayo. ¿Qué nos queda? ¿Ondas sonoras? Basta con desconectar los micrófonos. ¿Se me olvida algo?

—La antimateria, aunque no necesitas recordarme que no tenemos.

—De manera que ni estamos en condiciones de amenazarle, ni de hacerle daño, ni de tomar la cabina de mandos.

El kzin, pensativo, se mesaba la melena del cuello.

—Se me acaba de ocurrir que quizá, después de todo, la «Aguja» no puede regresar al espacio conocido —dijo Luis.

—No sé a qué te refieres.

—Sabemos demasiado, somos muy mala publicidad para los titerotes. Apuesto a que el Inferior nunca pensó llevarnos de regreso a casa. ¿Qué se le ha perdido a él allí? Lo que él pretende es llegar hasta la Flota de los Mundos, que ahora está a unos veinte o treinta años luz de aquí, en la dirección opuesta. Aunque supiéramos pilotar la «Aguja», probablemente los sistemas de supervivencia no garantizan el radio de acción para llegar al espacio conocido.

—Entonces, ¿tendremos que robar una nave del Mundo Anillo?

—¿Ésta misma?

Luis meneó la cabeza.

—Ya veremos si es posible. Pero, aunque se hallase en condiciones, seguramente no sabríamos pilotaría. La raza de Halrloprillalar reclutaba tripulaciones de un millar, y además, según Prill, no se aventuraron nunca tan lejos. Aunque los Ingenieros del Mundo Anillo probablemente lo hicieron.

El kzin permanecía peculiarmente inmóvil, como si temiera soltar toda la energía contenida en su interior. Luis empezó a darse cuenta de que Chmeee estaba muy furioso.

—¿Me aconsejas que nos rindamos, entonces? ¿No podremos ni siquiera vengarnos?

Una y otra vez, mientras se hallaba bajo los efectos del cable, Luis lo había considerado. Trató de evocar aquel optimismo artificial, pero no lo halló dentro de sí mismo.

—Aprovechemos el tiempo. Registremos la zona del espaciopuerto. Si no hallamos nada, exploraremos el propio Mundo Anillo. Tenemos medios para ello. No permitiremos que el Inferior desista sin que hayamos encontrado una solución para nosotros, sea la que sea.

—Todo esto ha pasado por tu culpa.

—Ya lo sé. Por eso es tan divertido.

—Pues, ¿por qué no te ríes?

—Devuélveme mi contactor y reiré.

—Tus alocadas especulaciones nos han hecho esclavos de un chiflado comedor de raíces. ¿Por qué has de presumir siempre de ser más sabio de lo que en verdad eres?

Luis se sentó en el suelo, apoyando su espalda en uno de los paneles de luz amarilla.

—¡Parecía tan razonable! ¡Nej! ¡Era razonable! Fíjate en que los titerotes llevaban años estudiando el Mundo Anillo antes de que nosotros hiciéramos acto de presencia. Conocían su velocidad angular, sus dimensiones y su masa, apenas mayor a la de Júpiter. Y no hay nada más en el sistema; han desaparecido todos los planetas, las lunas, los asteroides. Parecía obvio. Los Ingenieros del Mundo Anillo tomaron un planeta del tipo de Júpiter y lo aprovecharon para material de construcción, junto con todo el resto del material planetario, y con ello hicieron el Mundo Anillo. Debió de ser suficiente con una masa, más o menos, como la del sistema Sol.

—Eso no fue más que una especulación.

—No olvides que nos convenció a ambos. Y los planetas gigantes gaseosos —continuó Luis, impertérrito— están formados principalmente de hidrógeno. Los Ingenieros del Mundo Anillo habrían tenido que transmutar el hidrógeno en el material, cualquiera que sea, que forma el suelo del Mundo Anillo. No se parece a nada que nosotros hayamos construido jamás. Debieron transmutarlo a una velocidad como para secar una supernova. Escucha, Chmeee: yo he visto el Mundo Anillo. Estaba dispuesto a creerme cualquier cosa.

—Y lo mismo Nessus —resopló el kzin, olvidando que él también había sido un crédulo—. Y Nessus interrogó a Halrloprillalar acerca de la transmutación, y ella pensó que nuestro amigo bicéfalo era encantadoramente ingenuo. Le contó la historia de las naves del Mundo Anillo que llevaban plomo para transmutarlo en combustible. ¡Plomo! ¿Y por qué no hierro? Aunque el hierro abultase más, tendría la ventaja de su mayor resistencia estructural.

Luis rio:

—A ella no se le ocurrió.

—¿Le dijiste alguna vez que eras partidario de la hipótesis de la transmutación?

—¿Para qué? Se habría partido de risa. Y ya era demasiado tarde para decírselo a Nessus, ya que para entonces estaba en el autoquirófano y le faltaba una cabeza.

—Grrrrr.

Luis se frotó sus doloridos hombros.

—Al menos uno de nosotros debería haber sido más listo. Ya te conté que hice algunos cálculos después de nuestro regreso. ¿Sabes cuánta energía se necesitaría para hacer girar la masa del Mundo Anillo a mil doscientos kilómetros por segundo?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Se necesita ¡muchísima! Miles de veces la cantidad de energía que disipa anualmente un sol de este tipo. ¿De dónde sacaron tanta energía los Ingenieros del Mundo Anillo? Lo que debieron de hacer fue desguazar una docena de Júpiters, o un planeta superjoviano de masa doce veces superior a la de Júpiter, constituido casi por entero de hidrógeno, no hay que olvidarlo. Gastarían parte de ese hidrógeno en el proceso de fusión para poner en marcha el proyecto, y reservarían más en botellas magnéticas. Después de construir el Mundo Anillo con los residuos sólidos, necesitarían combustible para los cohetes de fusión destinados a acelerarlo.

—Rectificar es de sabios —observó Chmeee mientras paseaba arriba y abajo por el corredor, erguido sobre las patas traseras como un hombre, pensativo—. Así que somos esclavos de un alienígena loco que busca una máquina prodigiosa que nunca existió. ¿Qué pasará durante ese año que nos queda?

Privado de corriente, le resultaba difícil mostrarse optimista.

—Exploraremos. Con transmutación o no, algo de valor ha de encontrarse en el Mundo Anillo, y puede que lo encontremos. O quizá haya llegado ya la expedición de las Naciones Unidas. A lo mejor nos tropezamos con una tripulación del Mundo Anillo con mil años de edad. Y, a lo mejor, el Inferior se aburre de estar solo en la cabina de navegación y nos invita a acompañarle.

El kzin paseaba, azotando el aire con la cola.

—¿Puedo fiarme de ti? El Inferior es dueño de la corriente que suministra a tu cerebro.

—Voy a dejar el hábito.

El kzin resopló.

—¡Por los huevos del discutidor! He vivido dos siglos y medio, Chmeee. He hecho de todo. Fui jefe de cocina; ayudé a construir y a poner en marcha una colonia satélite sobre Down; durante una temporada me establecí en la Tierra y viví como granjero. Aunque ahora soy cableta, no hay nada eterno. Durante doscientos años no se puede estar haciendo siempre lo mismo. Un matrimonio, una carrera, una afición… valen para veinte años, e incluso es posible que se haya de repetir. He trabajado algo en medicina experimental. Escribí buena parte de ese trabajo sobre la cultura Trinoc que ganó una…

—La adicción a la corriente afecta directamente al cerebro, Luis. Es otra cosa.

—Sí. Sí, ya sé que es diferente. —Luis notó que se le caía encima la depresión como un muro negro que le aplastaba—. O todo blanco o todo negro. O emite el hilo, o no emite. No hay variedad. Ya estoy harto.

Estaba harto antes de que el Inferior me cortase la corriente.

—Pero no abandonas el contactor.

—Dejo que el Inferior crea que no puedo.

—Quieres que yo crea que sí puedes.

—Sí.

—¿Y qué me dices de ese Inferior? Nunca oí hablar de un titerote que se comportase de un modo tan extraño.

—Lo sé. Me pregunto si todos los exploradores chiflados serían del sexo de Nessus. Es decir, si…, llamémosles los machos portadores de semen… son la variante dominante.

—Brrrr.

—No necesariamente ha de ser así. La clase de locura que envía a un titerote a la Tierra porque no sabe tratar con otros titerotes no es la misma locura que hace a un Joseph Stalin. ¿Qué quieres, Chmeee? Yo no sé cómo va a reaccionar. Si admitimos que tiene algo de seso, aplicará las técnicas comerciales de la General de Productos. Él no sabe otra manera de tratar con nosotros.

El aire de la nave dejaba un relente metálico y frío. Había demasiado metal en aquellos vehículos, pensó Luis. Parecía extraño que la raza de Halrloprillalar no emplease materiales más avanzados. Construir un propulsor Bussard no era trabajo para unos inexpertos.

El olor era cada vez más raro y los paneles luminosos empezaban a perder brillo. Sería mejor no tardar demasiado en volverse a poner los trajes presurizados.

Chmeee dijo:

—Tenemos el módulo, serviría como vehículo espacial.

—¿A qué llamas tú un vehículo espacial? Se necesita un radio de acción interplanetario, puesto que se trata de recorrer el Mundo Anillo. Pero no creo que con él pudiéramos llegar a otra estrella.

—Yo pensaba en embestir contra la «Aguja». Si no hay otra escapatoria, al menos tomémonos nuestra propia venganza.

—Sería divertido verlo. Tú, embistiendo contra un casco de la General de Productos.

El kzin se acercó, amenazador.

—No seas tan chistoso, Luis. ¿Qué sería de mí en el Mundo Anillo sin compañera, sin tierra, sin apellido y con sólo un año de vida por delante?

—Es preciso ganar tiempo para buscar una escapatoria. Mientras tanto… —Luis se puso en pie—. Oficialmente seguimos buscando una máquina prodigiosa de transmutación. Al menos vamos a fingir que la buscamos.