Aunque faltaban horas para que anocheciera, Luis estaba exhausto.
Ginjerofer les ofreció una choza, pero Chmeee y Luis prefirieron dormir en el módulo. Luis se dejó caer entre las placas sómnicas mientras Chmeee todavía se afanaba en armar las defensas.
Despertó en plena oscuridad.
Chmeee había conectado el intensificador de imagen antes de acostarse. El exterior aparecía con una claridad de día lluvioso. Los rectángulos del Arco en zona diurna eran como pantallas de luz instaladas en un techo, y demasiado brillantes como para dedicarles algo más que una ojeada pasajera. Pero la mayor parte del Gran Océano y su orilla próxima estaban en sombras.
Los Grandes Océanos le llamaban la atención. Eran extravagantes, y desentonaban. Si Luis tenía razón en cuanto a los Ingenieros del Mundo Anillo, la extravagancia no era de su estilo. Construían con sencillez y eficacia, hacían planes a muy largo plazo y combatían en guerras.
Pero, a su manera, el Mundo Anillo también era extravagante, y su defensa una empresa imposible. ¿Por qué no habían construido varios Anillos más pequeños? ¿Y de qué servían los Grandes Océanos? Aquello tampoco encajaba.
Era posible que él estuviese equivocado desde el principio. ¡No sería la primera vez! Sin embargo, las pruebas…
¿Algo se movía entre la hierba?
Luis puso en marcha el detector de infrarrojos.
El calor que desprendían les delató. Eran como perros de enorme tamaño, como un cruce entre humanos y chacales: criaturas horrorosas, engendras contra natura, bajo aquella luz antinatural. Luis perdió poco tiempo en localizar el cañón paralizador de la torreta y apuntarlo contra los intrusos. Eran cuatro y avanzaban a gatas por entre la hierba.
Se detuvieron muy cerca de las chozas, y aguardaron allí durante varios minutos. Luego siguieron avanzando, medio erguidos. Luis desconectó el detector de infrarrojos.
Bajo el albedo del Arco y con ayuda del intensificador se veía bien claro: se llevaban las basuras de la jornada, los despojos de la fiesta. Carroñeros. Seguramente la carne aún no estaba lo bastante pasada para ellos.
Por el rabillo del ojo vio una mirada amarilla: Chmeee estaba despierto, y Luis le dijo:
—El Mundo Anillo es antiguo. Cien mil años por lo menos.
—¿Por qué dices eso?
—Los Ingenieros del Anillo no habrían traído chacales. Alguna rama de los homínidos ha tenido tiempo suficiente para acomodarse en este nicho ecológico.
—Cien mil años no serían suficientes —dijo Chmeee.
—Tal vez sí. Me pregunto qué otras cosas no trajeron los Ingenieros. Mosquitos, por ejemplo.
—Muy chistoso. Supongo que no traerían chupadores de sangre de ningún género.
—No, ni tiburones, ni pumas —rio Luis—. Ni mofetas. ¿Qué más? Las serpientes venenosas. Ningún mamífero podría adaptarse a vivir como una serpiente. No creo que los mamíferos puedan segregar veneno en la boca.
—Los homínidos tardarían miles de años en evolucionar en tantas direcciones, Luis. ¡Hay que considerar si realmente evolucionaron en el Anillo!
—Si no estoy completamente equivocado, así fue. En cuanto a lo del tiempo que pudieron tardar, es un problema matemático muy fácil. Suponiendo que comenzasen a evolucionar hace cien mil años, sobre una base de pobla…
Luis no llegó a completar la frase.
A una distancia bastante considerable (los homínidos-chacales corrían lo suyo, considerando el peso que transportaban) se detuvieron de súbito, se volvieron, quedando un instante inmóviles, y luego se dejaron caer en medio de la hierba y desaparecieron. Un toque al detector de infrarrojos, mostró cuatro puntos luminosos que se alejaban y se desvanecían.
—Más compañía hacia el sentido del giro —dijo en voz baja Chmeee.
Los recién llegados eran voluminosos, de la estatura de Chmeee, y no se ocultaban en absoluto. Cuarenta gigantes barbudos caminaban a través de la noche como si fueran los amos. Llevaban armas y armaduras. Avanzaban en cuña; los arqueros iban en la vanguardia del triángulo, y los portadores de espadas en medio; en punta venía uno que lucía una armadura completa. Mientras los demás vestían tiras de cuero grueso para resguardarse los brazos y el pecho, el primero y más alto de los gigantes llevaba una armadura de metal, una coraza brillante que se abombaba en los codos, los nudillos, los hombros, las rodillas y las caderas. Iba con la visera abierta, lo que permitía que se le viera una barba cana y la nariz chata.
—Yo tenía razón. Siempre la tuve. Pero ¿por qué un Mundo Anillo? ¿Por qué construirían un Mundo Anillo? ¡En nombre del gran discutidor! ¿Cómo pensaban defenderlo?
Chmeee se dedicó a cambiar la orientación del cañón y luego preguntó:
—¿Qué estás diciendo, Luis?
—La armadura. Fíjate en la armadura. ¿Es que nunca estuviste en el instituto Smithsoniano? Y también viste los trajes presurizados de la nave anillícola.
—Brrrr… sí. Pero tenemos un problema más inmediato.
—No dispares todavía. Quiero ver una cosa… Sí, lo que suponía, no van hacia la aldea.
—¿Tú crees que los pequeños pieles rojas son aliados nuestros? Ha sido pura coincidencia que los hayamos conocido primero.
—Pues yo diría que provisionalmente sí lo son.
El micrófono captó un chillido agudo, interrumpido por un ladrido. Todos los arqueros a la vez echaron mano a sus flechas y armaron sus arcos. Dos diminutos centinelas pieles rojas corrieron hacia las cabañas a una velocidad impresionante, pero nadie hizo caso de ellos.
—Fuego —dijo Luis en voz baja.
Las flechas partieron en todas direcciones. Los gigantes cayeron. Dos o tres elefantes verdes aullaron e intentaron ponerse en pie, pero se derrumbaron enseguida. Uno de ellos tenía un par de flechas en el flanco.
—Iban a por el rebaño —dijo Chmeee.
—Sí. No queremos que haya una matanza, ¿verdad? Voy a decirte una cosa: quédate aquí al tanto del cañón paralizador y yo saldré a parlamentar.
—Yo no recibo órdenes tuyas, Luis.
—¿Tienes otra idea mejor?
—No. Consigue al menos un gigante para interrogarlo.
Aquél estaba tumbado de espaldas. Más que barbado, era melenudo: los ojos y la nariz era lo único que sobresalía de la masa de pelo dorado que le cubría cara, cabeza y hombros. Ginjerofer se agachó y le abrió la boca a la fuerza, con sus dos diminutas manos. El guerrero tenía la mandíbula voluminosa. Todos sus dientes eran molares, de superficie plana y muy desgastada.
—Mira —dijo Ginjerofer—. Es un comedor de plantas. Querían matar a toda la manada para quitarles la hierba.
Luis meneó la cabeza.
—No sabía que fuese tan dura la lucha por sobrevivir.
—Nosotros no los conocemos, pero vienen del lado del giro, de donde nuestros rebaños se comieron todo el pasto. Gracias por matarlos, Luis. Vamos a celebrar una gran fiesta.
Luis sintió náuseas.
—Sólo están dormidos. Y tienen un cerebro como el tuyo y el mío.
Ella le miró con curiosidad.
—Un cerebro que tramaba nuestra destrucción.
—Nosotros los derribamos. Os rogamos que les perdonéis la vida.
—¿Cómo? ¿Qué nos harán ellos si permitimos que despierten?
Era un problema, en efecto. Luis contemporizó:
—Si soluciono eso, ¿les perdonaréis la vida? No olvidéis que lo hicimos con nuestro cañón paralizador.
Lo que equivalía a decir que Chmeee podía volver a utilizar su arma.
—Vamos a deliberar —dijo Ginjerofer.
Luis se quedó a solas, pensando. Los cuarenta gigantes herbívoros no cabían en el módulo. Se les podía desarmar, por supuesto… Luis sonrió al ver la espada que empuñaban los gruesos dedos de la manaza del gigante. Aquella hoja larga y curva podía servir de guadaña para segar hierba.
Ginjerofer regresó:
—Permitiremos que vivan, a condición de que esa tribu no vuelva a presentarse jamás por aquí. ¿Nos lo garantizas?
—Eres muy lista. Sí, cabe la posibilidad de que tengan allegados y una tradición de venganza. Y puedo garantizar que no volveréis a verlos.
Chmeee habló a su oído:
—¡Luis! ¡Tendrás que exterminarlos!
—No. Puede que nos cueste algo de tiempo, pero ¡nej! ¡Míralos bien! Son unos campesinos. No pueden luchar contra nosotros. En el peor de los casos, haré que construyan una almadía y los remolcaremos con el módulo. Los girasoles aún no han pasado el río corriente abajo. Los dejaremos lejos, donde haya hierba.
—¿Para qué? ¡Un retraso de semanas!
—Para informarnos —dijo Luis, y volviéndose hacia Ginjerofer—: Quiero para mí a ése de la armadura, y todas sus armas. No les dejéis ni un cuchillo siquiera. Quedaos lo que os guste, pero lo demás amontonadlo en la nave.
Ella titubeó mientras contemplaba al gigante acorazado:
—¿Cómo lo moveremos?
—Acercaré una placa repulsora. Vosotros atad a los demás cuando nos hayamos ido, y luego soltadlos de dos en dos. Les explicáis lo ocurrido, y que anden en sentido del giro durante el día. Si quisieran volver para atacaros, como no tienen armas estarían a vuestra merced. Pero no lo harán. Cruzarán la llanura a toda marcha, sin sus armas y sin una brizna de hierba alrededor.
Ella lo pensó.
—Parece que no haya peligro. Lo haremos.
—Nosotros les recibiremos en su campamento, esté donde esté. Esperamos que lleguen, Ginjerofer.
—No se les hará daño. Lo prometo en nombre de mi Pueblo —replicó ella fríamente.
El gigante acorazado despertó poco después del amanecer.
Abrió los ojos, parpadeó y lo primero que vio fue una montaña de pelo anaranjado, unos ojos amarillos y unas largas garras. Se mantuvo muy quieto mientras sus ojos iban de un lado a otro… Vio las armas de treinta de sus camaradas apiladas a un lado… y la esclusa hermética con ambas compuertas abiertas. Y el horizonte que iba quedando atrás, y el viento que levantaba la velocidad de la nave.
Intentó darse la vuelta.
Luis sonrió. Mientras pilotaba el módulo, le vigilaba desde una cámara en circuito cerrado instalada en el techo de la bodega. La armadura del gigante estaba soldada sobre la cubierta por las rodillas, los tobillos, las muñecas y los hombros. Bastaría un poco de calor para liberarle, pero desde luego no podía darse la vuelta.
El gigante prodigó exigencias y amenazas, pero no súplicas. Luis apenas le hizo caso. Cuando el programa traductor de la computadora empezase a sacar algo de sentido podrían hablar. De momento, prefería fijarse en el campamento de los gigantes.
Estaba un kilómetro y medio más arriba y a ochenta kilómetros de distancia de la aldea de los carnívoros pieles rojas. Redujo la velocidad. Allí la sabana se había rehecho, pero los gigantes dejaban otra región despoblada de vegetación a sus espaldas, hacia el mar y el resplandor de los girasoles. Los gigantes habían salido a pastar; serían miles de ellos los que andaban dispersos por el herbazal. Luis vio los reflejos de luz de sus alfanjes-guadaña.
El campamento no estaba vigilado. En medio del mismo tenían los carros, pero no se veían bestias de tiro. Sin duda, los gigantes tiraban por sí mismos de sus carros, o les quedaban algunos motores después de la catástrofe llamada la Caída de las Ciudades, según Halrloprillalar, mil años atrás.
Lo único que Luis no pudo ver fue el edificio central. En el cristal de su escotilla sólo aparecía un rectángulo oscuro, debido al exceso de brillo. Luis sonrió burlonamente. Los gigantes habían puesto al enemigo a su servicio.
Una pantalla se encendió y una voz seductora de contralto dijo:
—Luis.
—Aquí estoy.
—Te devuelvo tu contactor —dijo el titerote.
Luis se volvió. Lo hizo como uno vuelve la espalda al enemigo, sin olvidar que está ahí. El pequeño artefacto negro estaba sobre el disco transportador.
Dijo:
—Quiero que investigues una cosa. Hay unas montañas junto a la base del muro. Los nativos…
—Tú y Chmeee fuisteis designados para hacer frente a los riesgos de la exploración.
—¿Lo entenderías si te dijera que deseo reducir al mínimo esos riesgos?
—Desde luego.
—Pues escucha. Creo que vale la pena investigar las montañas derramadas, pero antes de hacerlo necesitamos saber muchas cosas acerca de ese muro. Sólo te pido que…
—¿Por qué les llamas montañas derramadas, Luis?
—Porque ése es el nombre que les dan los nativos. Yo no sé por qué, ni ellos mismos tampoco. Sugestivo, ¿no? Y no se ven por detrás. ¿Por qué no? La mayor parte del Mundo Anillo es como el bajorrelieve de un mundo, con mares y montañas que parecen dibujados. En cambio, las montañas derramadas tienen volumen verdadero.
—Sugestivo, sí. Tendréis que buscar vosotros mismos la solución. A mí me llaman el Ser Último —continuó el titerote—, lo mismo que a cualquier líder podrían llamárselo, porque dirige a su pueblo desde un lugar seguro; la seguridad es su prerrogativa y su obligación, pues si fuese muerto o herido ello significaría un desastre para todos. Ya sabes cómo pensamos los de mi especie, Luis.
—¡Nej! Sólo te pido que arriesgues una sonda, ¡no tu valioso escondrijo! No necesitamos sino un holograma animado que refleje la pared en toda su longitud. Introduce la sonda en el campo de las bobinas de transporte y decelérala hasta la velocidad orbital solar. Así aprovecharemos el sistema de acuerdo con la finalidad para la que fue construido. La defensa antimeteoritos no disparará contra el muro lateral…
—Pretendes adivinar por intuición lo que hará un arma programada hace cientos de miles de años, Luis. ¿Y si el sistema de transporte se halla bloqueado? ¿Y si no funciona bien el dispositivo de puntería automática del láser?
—En el peor de los casos, ¿qué se habrá perdido?
—La mitad de mi capacidad para repostar —dijo el titerote—. He instalado discos transportadores en las sondas, detrás de un filtro que sólo deja pasar el deuterio. La receptora está en el depósito de la nave. De manera que, para repostar, basta con dejar caer una sonda en uno de los mares del Mundo Anillo. Pero si pierdo mis sondas, ¿cómo voy a salir de aquí? ¿Y por qué iba a correr ese riesgo?
Luis contuvo su irritación.
—¡El volumen, Inferior! ¿Qué hay dentro de las montañas derramadas? ¡Deben de ser cientos de miles esos medios conos de cuarenta y cincuenta kilómetros de altura, y planos por detrás! Uno de ellos podría ser el centro de control y mantenimiento, o quizá sean toda una tira. No creo que lo sean, pero preferiría saberlo antes de acercarme a ellos. Además, el Mundo Anillo debe de tener propulsores para correcciones de posición, y el lugar más favorable para emplazarlos sería alrededor de la pared. ¿Dónde están y por qué no funcionan?
—¿Estás seguro de que son motores cohete? Hay otras soluciones. ¿Unos generadores de gravedad servirían para ajustes de posición?
—No lo creo. Lo ingenieros del Mundo Anillo no le habrían dado un movimiento de rotación, si hubieran tenido generadores de gravedad. Se les habría simplificado el problema.
—Un control de las interacciones magnéticas, entonces, entre el sol y el suelo del Anillo.
—¡Hum! Es posible… ¡Nej!, no puedo estar seguro. ¡Quiero que lo averigües tú!
—¡Cómo te atreves a discutir conmigo! —el titerote parecía más extrañado que furioso—. A un capricho mío te vas a quedar aquí hasta que el Mundo Anillo se haga cisco contra sus pantallas de sombra. Si yo quiero, no volverás a probar jamás la corriente.
La traductora empezó a hablar por fin:
—Corta —dijo Luis.
No disponía de un mando de volumen para quitarle voz al Inferior, pero éste dejó de hablar.
La traductora decía:
—¿Dócil yo? ¿Porque soy un herbívoro? Líbrame de la armadura y lucharé contigo desnudo, especie de bola de pelo anaranjado. En mi plaza de la cabaña comunal me hace falta una buena alfombra.
—¿Y qué me dices de esto? —replicaba Chmeee, enseñándole sus largas y afiladas uñas negras.
—Con un puñal pequeño me basta contra esos ocho tuyos. O si no, con las manos desnudas, y aún me sobra.
Luis se divertía lo suyo. Utilizó el intercomunicador.
—¿Has visto alguna vez una pelea de toros bravos, Chmeee? ¡Y ése debe de ser el Patriarca de la manada, el rey de los gigantes!
El gigante preguntó:
—¿Qué o quién ha hablado?
—Ha sido Luis —dijo Chmeee, y luego, bajando la voz, añadió—: Ten cuidado, y procura mostrarte respetuoso. Luis es… temible.
Luis se sobresaltó un poco. ¿Qué era aquello? Otra vez el gambito del dios, pero con las piezas cambiadas… ¿Y sirviendo como artista invitada la voz de Luis Wu? Podía salir bien, si el feroz kzin Chmeee se mostraba intimidado por la voz del ser invisible…
Luis dijo:
—Dime, ¡oh Rey de los Herbívoros! ¿Por qué atacaste a mis súbditos?
—Sus bestias se comen nuestros pastos.
—¿Acaso no había pastos en otra parte, para que tuvierais que incurrir en mi ira?
Entre los machos de un rebaño de toros o de búfalos hay que dominar o someterse, sin que exista un término medio. Los ojos del gigante rodaban de un lado a otro en busca de escape, mas no había tal. Si no era capaz de dominar a Chmeee, ¿cómo iba a vérselas con una voz invisible?
—No podíamos hacer otra cosa —dijo—. Hacia el sentido del giro están las plantas de fuego; a babor, el Pueblo de la Máquina; a estribor, una pared altísima de scrith desnudo, en el que no crece nada y que no se puede escalar. Hacia el antigiro hay hierba, ¡y nada nos impedía llegar hasta ella, salvo unos enanos salvajes, hasta que llegasteis vosotros! ¿Cuál es el alcance de tu poder, Luis? ¿Viven aún mis hombres?
—Les he perdonado la vida. Dentro de… —ochenta kilómetros corrieron desnudos y hambrientos—, dentro de dos días estarán contigo. Pero, si se me antoja, puedo mataros a todos con un movimiento de mi dedo.
Los ojos del gigante exploraban el techo, suplicantes.
—Si puedes exterminar las plantas de fuego, yo y mi pueblo te adoraremos.
Luis se detuvo a pensarlo. Aquello ya no era broma.
Oyó que el gigante le suplicaba a Chmeee información acerca de Luis, y que el kzin le mentía descaradamente. No era la primera vez que jugaban a aquel juego; el gambito del dios les había salvado la vida durante el largo camino de retorno al «Embustero»; la reputación de Interlocutor-de-Animales como dios de la guerra, y las ofrendas de los nativos, les había evitado la inanición. Ahora Luis se daba cuenta de que Chmeee disfrutaba con su papel en la comedia.
Sin duda, a Chmeee le parecía muy divertido. Pero aquel gigante había solicitado su ayuda, y ¿qué poder tenía Luis contra los girasoles? Aunque no era un problema, en realidad. Los gigantes habían ofendido al dios, ¿no? En general los dioses no se distinguen por ser clementes. Conque Luis se dispuso a decir algo, pero luego cerró la boca, lo pensó un poco mejor, y al fin habló:
—Por tu vida y por las vidas de los de tu pueblo, dime la verdad. ¿Podéis alimentaros de las plantas de fuego si ellas no os queman antes?
El gigante se apresuró a contestar:
—Sí, Luis. De noche, cuando tenemos mucha hambre, pastamos en el lindero. ¡Pero es preciso que el amanecer nos encuentre muy lejos, ya que las plantas nos descubren a mucha distancia, y abrasan todo lo que se mueve! ¡Giran todas al mismo tiempo, concentran los rayos del sol sobre nosotros, y nos queman!
—Pero podéis coméroslas cuando no hay sol.
—Sí.
—¿Hacia dónde soplan los vientos en esta región?
—¿Los vientos?… Por aquí soplan hacia el giro. En una zona muy extensa soplan siempre hacia el reino de las plantas de fuego.
—¿Porque éstas calientan el aire?
—¿Acaso soy un dios para saberlo?
Al fin y al cabo, los girasoles recibían sólo una determinada cantidad de luz solar. Por su comportamiento, calentaban el aire por encima y alrededor de ellas, pero la luz no pasaba nunca de la corolas plateadas para alcanzar las raíces. El rocío se condensaría en el suelo y así las plantas recibían humedad. Y el aire que calentaba produciría una corriente atmosférica incesante de fuera a dentro.
Aquellas plantas quemaban todo cuanto se movía, para convertir en abono los cadáveres de los herbívoros y de las aves.
El problema tenía solución.
—Casi todo lo haréis vosotros mismos —explicó Luis—. La tribu es vuestra y vosotros la salvaréis. Cuando hayáis acabado con las plantas de fuego, coméroslas, o enterradlas y plantad encima lo que más os guste.
Luis sonrió al observar la extrañeza de Chmeee, y luego continuó:
—Pero no volveréis a molestar a mi buen pueblo, el de los pieles rojas.
El gigante acorazado rebosaba de felicidad.
—Son espléndidas noticias. Nosotros seremos tus súbditos más devotos. Ahora, sellemos el pacto mediante un rishathra.
—Lo dirás en broma.
—¿Cómo? Nada de eso. Ya lo he mencionado antes, pero Chmeee no lo entendió. Todos los tratos han de ratificarse mediante un rishathra, aunque sea entre dioses y hombres. No será ningún problema, Chmeee. Tienes una buena envergadura, incluso para una de mis mujeres.
—Soy mucho más raro de lo que crees —replicó Chmeee.
Desde el observatorio de Luis en el techo, pareció como si Chmeee se hubiera exhibido delante del coloso; no podía ser otro el motivo de la cara de sorpresa del gigante. En todo caso, a Luis poco le importaba. ¡Nej y maldita sea! —pensó—. ¿No se me había ocurrido una solución? ¡Y ahora esto! No queda más remedio que…
—Sí.
—Voy a crear un sirviente para ti —dijo Luis—. Como tengo prisa, será un enano y además mudo para vuestro idioma. Llámale Wu. Tenemos que hablar, Chmeee.