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1712-1713

La paz de Utrecht

El nacimiento del infante Fernando

Las negociaciones de paz en Utrecht habrían de durar mucho tiempo, desde los preliminares, que comenzaron en enero de 1712, hasta la firma de los tratados en abril de 1713 y los flecos posteriores. Francia hizo su paz con las potencias lo más rápidamente posible, en junio de 1712, de modo independiente, porque el rey de España aún no podía hacerlo. Antes tenían que cerrarse varios asuntos importantes con Holanda e Inglaterra. Con el imperio no había paz posible, mientras no estuviera el territorio español peninsular libre de invasores austríacos. Además Felipe V no pensaba admitir jamás la pérdida de sus posesiones italianas. Portugal era caso aparte, por la vecindad territorial y las tensiones en las zonas fronterizas del Brasil portugués con el Paraguay español.

El año de 1712 concluyó con cierta tranquilidad. Francia estaba de nuevo en paz y el final de las hostilidades de la guerra de sucesión estaba por fin a la vista para los españoles. Parecía mentira, después de once años de guerra por el trono, que por fin se vislumbrara una conclusión, pero así era. La reina María Luisa Gabriela quiso hacer una gran fiesta en palacio para celebrarlo y la princesa de los Ursinos y la marquesa de San Antonio estuvieron entregadas, día y noche, a la preparación. Querían sorprenderla y que disfrutara de la ocasión y, para ello, contaron con la ayuda de varios nobles, que les prestaron todo su apoyo.

La fiesta de la reina, que tuvo lugar después de la festividad de Reyes, en enero de 1713, fue muy divertida. El genovés duque de Tursis, que recibió una verdadera ovación por su hermosa voz y la maravillosa interpretación, cantó hermosas melodías del norte de Italia. Siguieron con canciones napolitanas otros cantantes italianos traídos por el duque de Popoli.

La cena fue un modelo de compromiso. La mitad de los platos estaba condimentada a la francesa y la otra mitad, a la española, para que hubiera comida para todos los gustos. Los cocineros reales se esforzaron de verdad y estuvieron plenamente acertados, tanto en el aderezo como en la presentación de los platos, algunos de los cuales, como unos magníficos pavos reales rellenos, ornados con todas sus plumas desplegadas con gran arte, en ricas y enormes bandejas de plata labrada, despertaron el aplauso y la admiración de los comensales.

Tras la cena se celebró el baile y la reina, que se sentía afortunadamente bien esa noche, lo abrió con el rey. Luego disfrutó durante un buen rato del espectáculo de la danza, desde un trono, colocado en un estrado, desde el que dominaban el gran salón, al lado de Felipe V. Aparte de la princesa de los Ursinos y de la marquesa de San Antonio, había un grupo de grandes alrededor de los reyes dándoles agradable conversación, entre los que estaban el conde duque de Benavente y el duque de Medina Sidonia, con el conde de la Corzana, mayordomo de la reina; el duque de Medina de Rioseco, don Juan Henríquez, hijo del fallecido almirante de Castilla, al que el rey, por su fidelidad durante la guerra, había devuelto las rentas y posesiones de su rebelde padre; las amigas de la reina, duquesas de Terranova, Monteleón y Arcos; los duques de Osuna, Veragua, Escalona e Infantado; los marqueses de Astorga, de Castel-Rodrigo, de Mancera, de Mondejar y de Tavara; los condes de Baños, de Cabra, de Castrillo, de Elda, de Plasencia y de Gramedo. Todos alabaron sin tasa la esplendidez de la fiesta y la reina disfrutó de una velada en la que todo salió a las mil maravillas. Tras dar las gracias a la princesa de los Ursinos y a la marquesa de San Antonio por la velada, los reyes se retiraron a sus aposentos, felices, y se entregaron el uno al otro con especial pasión y, probablemente, esa noche concibieron un nuevo hijo.

Pasaron enero y febrero de 1713 y la reina notó que estaba de nuevo embarazada, para contento suyo, del rey y de la corte. Por iniciativa de María Luisa Gabriela, se celebró ese año el carnaval con un baile de máscaras y largas capas, que permitieran el juego del anonimato y dos funciones de teatro francesas. La reina en persona, asistida por la princesa de los Ursinos, se encargaba de supervisar las representaciones, lo que la distraía de sus males y le divertía sobremanera, ya que ninguno de los que actuaban era profesional, pero se esforzaban mucho en preparar sus papeles para quedar bien. Los actores, repartidos en dos compañías, eran miembros distinguidos de la corte, como el marqués de Bonnac y el duque de Havré, marido de la sobrina de la princesa de los Ursinos, y diversos miembros del personal francés del servicio real.

Las dos obras elegidas fueron Cinna, una tragedia de Corneille excelentemente traducida del francés al español por don Juan Pizarro, marqués de San Juan. La compañía que la representaba estaba dirigida por el marqués de Bonnac, que también tuvo en ella el papel principal el día de la representación y, aunque su actuación fue digna, provocó algunas risas por el excesivo lujo de su atuendo, considerado por la mayoría como algo inadecuado para el personaje.

La otra obra era El misántropo, de Molière, dirigida por el francés Partyet, y representada en dicho idioma, cuyos actores pertenecían en gran parte a la servidumbre real, entre los que estaban la señora de la Roche, mujer del primer ayuda de cámara del rey; la señora de Ricard, esposa del controlador de la boca del rey, y la señorita Vasset, hija del ayuda de cámara de su majestad. La representación fue muy aplaudida por la reina, que disfrutó de las interpretaciones y acabó felicitando personalmente a los actores, a los que regaló anillos, pulseras y cajitas de bronce con miniaturas, como recuerdo de la ocasión, por su buen hacer.

Pero María Luisa Gabriela no pudo asistir en cambio a la gran fiesta de máscaras de carnaval, porque se sintió indispuesta por las molestias propias del embarazo, que estaban siendo especialmente incómodas esa vez. Los ardores, mareos y molestias, según decían las entendidas, significaban que el que iba a nacer sería otro varón. Los médicos, prudentes, ordenaron reposo a la reina, que estaba demasiado ajetreada con las representaciones y, por más que lo deseaba, se perdió las celebraciones de la capital, que fueron sonadas, con gran algarabía y fiesta. Mientras oía a lo lejos, en el gran salón de palacio, los ruidos de la fiesta de máscaras que presidía el rey, ella, acompañada de un grupo de íntimos entre los que estaban la princesa de los Ursinos, la marquesa de San Antonio, la duquesa de Terranova y su nieta la princesa de Monteleón, los duques de Escalona, Veragua y Havré y el conde de la Corzana, pasaba una noche agradable pero mucho más tranquila contando anécdotas de las dos representaciones que le hicieron pasar un buen rato. La consolaba pensar que, guardando reposo, protegía su embarazo y de nuevo cumplía con su deber hacia su esposo. A pesar de su debilidad, se sentía feliz; tener un hijo más le daría una gran tranquilidad.

En marzo recibieron la noticia de que Elisabeth, la esposa de Carlos VI, dejaba Barcelona. La ciudad era abandonada también por Starhenberg y las tropas austríacas. Era una excelente noticia que hacía muy posible el rápido fin de la guerra. Felipe V, de acuerdo con la reina y la princesa de los Ursinos, viendo que ya eran posibles y deseables unas negociaciones de paz con algunas de las potencias, había decidido enviar a la conferencia de paz, en Utrecht, una delegación propia. Era evidente a esas alturas que su abuelo Luis XIV había negociado una paz ventajosa para Francia y que las posesiones españolas en Flandes e Italia habían sido un cebo para conseguirlas y había dispuesto de ellas sin el consentimiento de su nieto.

El rey decidió nombrar como representante plenipotenciario de España, en la conferencia de paz, al VI duque de Osuna, don Francisco de Paula Téllez-Girón y Benavides, que iría acompañado en las negociaciones por el mariscal duque de Berwick y el marqués de Monteleón. Osuna había recibido su nombramiento porque era sin duda uno de los más afectos y leales amigos y servidores del rey de España y tenía el sentido de la grandeza necesario para llevar a cabo una embajada, que era fundamentalmente de prestigio. A la monarquía española le convenía, en ese momento, un representante cuyo nombre sonara a historia de España y que además no pasara desapercibido, y ese papel lo iba a hacer, a las mil maravillas, el VI duque de Osuna.

La casa de Osuna era famosa, desde siempre, por la esplendidez de sus titulares. Una largueza, teñida de hazañas legendarias, de orgullo de estirpe vieja pero viva, porque además de rica era heredera de la grandeza inmemorial del conde de Ureña, y se le consideraba uno de los principales grandes de España. Con algunos altibajos, la casa siempre se había mantenido cerca del poder. El I duque, don Pedro Téllez-Girón de la Cueva, gozaba de la confianza de Felipe II y había sido embajador en Portugal y virrey de Nápoles. Su sucesor, el II duque, don Juan Téllez-Girón, recibió también el marquesado de Peñafiel, título que desde entonces sería el de los primogénitos de la casa. Sería este duque famoso por su dureza como virrey de Nápoles, como inflexible gobernador de Milán y por haber participado en la Conjuración de Venecia. A su regreso a España, recibió el Toisón de Oro que le concedió Felipe III, lo que no quitó para que un año después cayera en desgracia y estuviera encarcelado durante tres años, hasta que murió en prisión en 1624. El matrimonio del III duque, su hijo, con la hija del duque de Uceda, le valió a la casa el regreso al poder, en el reinado de Felipe IV, y siguió en el poder con el IV y V duque, hasta el actual, que era muy joven, cuando murió Carlos II.

El VI duque, Francisco de Paula Téllez-Girón, fue sin duda el primero de los grandes de España que apoyó sin reservas a Felipe V, al que fue a ver hasta Francia, al inicio de su reinado. También había sido el primero de los duques en dejar la incómoda golilla en el cuello de los Austrias, y el primero en rizarse los cabellos y en vestir a la francesa. También fue el gentilhombre de cámara de mayor confianza del rey, junto al marqués de Quintana, y el que más y mejor le había servido en las rebeliones de palacio y en las necesidades de la guerra. Y no era precisamente cuestión de desdeñar que había conseguido para la corona en los momentos más difíciles de la guerra que los nobles andaluces pagaran, de su propio peculio, un ejército para defender la frontera portuguesa e hicieran, además, una gran donación de oro para las maltrechas arcas públicas.

Por todo eso, el rey le había perdonado su brutalidad ocasional con algunos de sus servidores franceses y sus intrigas contra ellos y había disfrutado de su largueza, muchas veces, yendo a sus magníficas fiestas y a las representaciones teatrales y óperas italianas, en el teatro privado del duque, en su palacio madrileño. Osuna tenía a gala traer a los mejores cantantes de Italia, cosa que placía mucho al rey, que se había aficionado a la música de esas regiones en su campaña italiana a inicios de su reinado.

El duque no conectó bien con la princesa de los Ursinos y fueron enemigos desde el principio, a pesar de estar ambos muy cercanos a los reyes. Esta enemistad en realidad probablemente se debía a algo muy visceral que ni uno ni otro podían evitar, porque la antipatía que sintieron era mutua y no tenía una razón concreta. No obstante, en los últimos años, el joven duque había ido cumpliendo años y ganando en experiencia y tolerancia, y su inquina hacia la princesa había disminuido, mientras que ésta le ignoraba totalmente, como mejor modo de evitar un conflicto que no deseaba, en palacio.

La embajada de Osuna comenzó con una demostración de extravagancia, de lujo, de magnificencia y de amor por la belleza que impresionó incluso a los cosmopolitas parisinos. Entró en la capital francesa en una carroza riquísima, en la que la parte acristalada cobraba una amplitud totalmente inhabitual, por lo amplio, causando sensación por la novedad y también por la belleza de los caballos cartujanos blancos, de largas crines trenzadas de oro, con frontaleras incrustadas de piedras preciosas y los bocados rematados en los lados con escudos de la casa de Osuna en plata; pero eso no era más que el inicio. El duque guardaba lo mejor para su entrada en Utrecht: seis carrozas de madera ricamente tallada, cuya belleza era resaltada por dorados y pinturas, de gran calidad, de las que tiraban los más hermosos caballos de sus cuadras, perfectamente enjaezados, con bridas de hilo de oro trenzado en el cuero, frontaleras de oro y diamantes y bocados de oro cuyos remates laterales eran los escudos de su casa, también de oro, que dejaron boquiabiertos a los discretos y ahorrativos holandeses y perplejos a los grandes señores ingleses, portugueses y franceses. Contento con la gran impresión causada por su entrada en la ciudad, decidió encargar otras seis, para que estuvieran preparadas a la hora de la conclusión del tratado, aunque en esta segunda serie buscó más el absoluto refinamiento que el resplandor de los dorados, llegando a un nivel de exquisitez inigualado.

En Utrecht, Osuna debía conseguir las mejores concesiones posibles de unas potencias que estaban dispuestas a hacer muy pocas, después de doce años de guerra y un gran cansancio acumulado. Todos consideraban que el rey de España salía muy bien parado con llevarse la parte del león de la monarquía española. Osuna intentó resistirse, pero el duque de Berwick y el príncipe de Monteleón le convencieron de que tenía que firmar el acuerdo con Inglaterra. España necesitaba esa paz para poder acabar de reconquistar la Península y, con gran disgusto, el duque de Osuna se avino a hacerlo, al recibir una carta de Felipe V que se lo ordenaba. El orgulloso señor estampó su firma en el documento que suponía la paz de España con Inglaterra, pero salvando las cesiones territoriales de Menorca y Gibraltar, que se negó a admitir. Hubo de ser el propio Felipe V el que le ordenara firmarlas, en julio de ese año, cosa que finalmente Osuna hizo, muy a su pesar, no sin antes decirle a Berwick por lo bajo que, para firmar eso, no era necesario él; que cualquier otro hubiera servido y que sólo lo hacía por obedecer el mandato directo del rey, en contra de su voluntad y de sus principios.

Osuna se negó a firmar la paz con Holanda, hasta un mes después, porque los holandeses pretendían obtener unos privilegios comerciales inusitados con las Indias Orientales. Sólo se avino a poner su firma en un acuerdo parcial que el rey debía ratificar más adelante, cuando los holandeses se plegaron a reducir sus exigencias a algo tolerable y digno. Portugal era caso aparte. No pensaba firmar nada con ellos, porque aún estaba pendiente el asunto de la delimitación de fronteras entre el territorio del Paraguay y Brasil, que eran las ricas misiones jesuíticas que los portugueses querían a toda costa.

Mediante esta paz, tan beneficiosa para Inglaterra, esta potencia y luego Holanda, reconocían a Felipe el dominio de los reinos peninsulares, salvo el peñón de Gibraltar, que seguía en manos inglesas; los archipiélagos canario y balear, excepto Menorca; el imperio americano y las posesiones asiáticas que eran las islas Filipinas, las Marianas, las Carolinas y las Palaos, además de las ciudades del norte de África. A cambio, Felipe V renunciaba para siempre a la posible unión de las coronas de España y Francia y debía dar privilegios de comercio con América a Inglaterra: el llamado asiento de negros, que suponía la quiebra del monopolio de comercio con las Indias Occidentales, de Castilla, y una cierta tolerancia en Oriente para Holanda, que suponía una apertura al comercio con Filipinas, para su compañía de las Indias Orientales, aunque esto último no se firmaría hasta el año siguiente.

Por su parte, Francia conseguía conservar Alsacia, incluyendo Estrasburgo, que era importante para alcanzar sus fronteras naturales, pero entregando las fortalezas de Kehl, Breisach y Friburgo. Además, perdía la mayoría de su imperio territorial americano al ceder a los ingleses la bahía de Hudson, Acadia y Saint Kitts.

Se reponían en sus Estados al arzobispo elector de Colonia y al príncipe elector de Baviera y se reconocía la sucesión de la casa de Hannover al trono de Inglaterra, y Jacobo III, el verdadero rey, era expulsado de Francia.

Francia firmó la entrega de los Países Bajos españoles, Luxemburgo y las posesiones italianas al emperador, cosa que el duque de Osuna se negó a ratificar, y el reino de Sicilia al duque de Saboya, como rey, que iniciaba así la lenta unificación de Italia y alcanzaba el tan deseado rango real.

Felipe V consiguió para la princesa de los Ursinos el pequeño condado de La Roche, con rango de principado soberano, en la frontera de Francia y los Países Bajos, que pasaba así a tener rango de Alteza Serenísima.

Por último, el príncipe elector de Prusia pasaba a ser considerado rey, por su ducado de Prusia oriental, que estaba fuera del imperio y recibía además el Guelderland, por su apoyo a los aliados en Centroeuropa, y se consolidaba como poder en el norte de Alemania.

La corte española recibió la copia del tratado firmado por Osuna en abril, que el rey había de ratificar, y éste lo hizo sin resquemores. Al no haber firmado la paz con el emperador, Felipe V no se consideraba vinculado por lo que había dispuesto Luis XIV al respecto de las posesiones italianas de la monarquía española. En cuanto pudiera, el rey de España lucharía para recuperarlas. También estaba contento de que Osuna se hubiera negado a firmar la paz con Portugal, por más que los ingleses le hubieran intentado presionar. Era evidente que los ingleses no iban a poner en peligro las ventajas obtenidas por ayudar a su aliado. Era su política habitual y Osuna había actuado con inteligencia al negarse a reconocer las demandas portuguesas que el futuro decidiría cómo solventar, pero desde luego nunca en un tratado general.

Además, acababa de regresar Orry de París, ese mismo mes de abril, para retomar funciones de gobierno. Orry quería seguir siendo útil al rey y a la princesa de los Ursinos y había acudido a España de nuevo viendo que había una posibilidad de continuar ejerciendo su ministerio sin demasiadas cortapisas. Eso sí, la princesa de los Ursinos le llamó seriamente al orden, para que suavizara sus métodos y su trato con los españoles. Ya no se iban a tolerar en la corte comportamientos desconsiderados de ninguna índole, y Orry podía ser eso y mucho más. Vigilado de cerca por la princesa, volvió a ocuparse de las reformas de la Hacienda, ya muy avanzada, y de los Consejos, aún pendientes, en parte.

En mayo se promulgaba la ley sálica, que impedía heredar el trono a las mujeres, con la oposición frontal del Consejo de Castilla. Aprovechando la oposición del Consejo de Castilla a la ley sálica, el ministro francés, junto con Melchor de Macanaz, se propuso llevar a cabo las severas reformas de los Consejos pendientes. Parecía que el Estado comenzaba a funcionar como debía; ya sólo había que eliminar algunos residuos del régimen anterior.

El verano trajo de nuevo los calores y la reina lo pasó mal. El embarazo la hacía sentirse muy pesada y cada vez le costaba más andar. Los paseos comenzaron a realizarse en silla de manos, que al menos le permitía salir del ambiente cerrado del alcázar. De todos modos, a pesar de su incomodidad, el embarazo iba bien. Ella aún no lo sabía, pero ésta era la última tregua que le iba a dar su enfermedad. Cuando salía, los madrileños se atrevían a hablarle directamente y le preguntaban por su salud. Era la consecuencia de una cercanía de muchos años, que se había transformado en aprecio verdadero.

En agosto, pasados los días de más calor, a pesar de lo avanzado de su embarazo, que estaba ya en el octavo mes, un día decidió, con uno de esos antojos típicos del embarazo, ir a la Casa de Campo para ver el pabellón que estaba al otro lado del Manzanares y que había sido un lugar de caza y de recreo del agrado de Felipe II, que luego Felipe IV había agrandado. El rey había ido varias veces a descansar allí, tras sus partidas de caza en la Casa de Campo, y aunque le había dicho que el lugar estaba muy anticuado, de repente a la reina le entraron ganas de visitarlo y se organizó la excursión, acompañada de la princesa de los Ursinos y de la marquesa de San Antonio.

María Luisa Gabriela decidió ir en carruaje cerrado, para que el pueblo no la reconociera al salir del alcázar y eso no les hiciera ralentizar el paso. La reina disfrutó cumplidamente del paseo y de la conversación con su camarera y su amiga. Le encantaba escapar del exceso de ceremonia y adulación de la corte y con esas dos señoras sentía que podía estar sin necesidad de ningún fingimiento. El frescor de la tarde hacía agradable la brisa, que entraba por las cortinillas, al salir de la ciudad. La reina miraba el exterior, haciéndose un discreto hueco con la mano, para que su incógnito no se viera descubierto. Salieron de Madrid por la Puerta de san Vicente. La guardia estaba prevenida y saludaron marcialmente al paso del carruaje anónimo, cosa que sorprendió a los viandantes de a pie, que se preguntaron para sus adentros quién iría en ese coche cerrado sin enseñas, sin sospechar que era la reina en persona.

El coche de María Luisa Gabriela cruzó el Manzanares por el puente y entraron en la Casa de Campo por el Camino de Extremadura. Allí había un pequeño pabellón de caza, bastante severo, de estilo herreriano, decorado por dentro, como pudieron comprobar al franquear su puerta de maciza madera de roble claveteada, con el antiguo y sobrio gusto español, de la época de Felipe II. Entrar en la pieza principal producía en la reina y sus acompañantes la sensación de regresar a un pasado que nadie había querido tocar. El suelo, de barro cocido rojo, haciendo cuadrados y estrellas, estaba impoluto. Una hermosa chimenea de piedra, renacentista, estaba apagada, pero encima de la misma había un precioso cuadro de pájaros y animales de Schnyders, con un marco sencillo dorado. Otros cuadros de caza de mérito colgaban de las paredes, entre los cuales había una Diana cazadora de Rubens y un bodegón de caza holandés, magníficos. Las paredes sobre las que estaban colgados los cuadros estaban forradas de madera oscura de roble y dos excelentes bargueños salmantinos estaban al frente, abiertos, mostrando el rico trabajo de sus cajones tallados y dorados con finas incrustaciones de hueso, sobre dos mesas de pie de puente, a los dos lados de la ventana. Las sillas y sillones que completaban el mobiliario de la amplia habitación eran de respaldo recto y alto, frailunas, de excelente talla, con asientos de cuero repujado andaluz. Una gran mesa castellana de centro, con un gran jarrón de cerámica azul de Talavera, con unas preciosas dalias rojas y blancas, ponía una nota de color en medio de la severidad.

—Aquí dentro, hasta las dalias llevan las armas de la casa de Austria —dijo la reina con humor.

—Estáis muy ocurrente, majestad —dijo la princesa de los Ursinos—. En efecto, los colores tenían que ser los de los Habsburgo, como lo es toda la habitación; un verdadero templo del pasado. De esa puerta del fondo podría muy bien salir el rey Felipe II en persona y no me extrañaría nada.

—Pues a mí me daría un susto de muerte, princesa —dijo la marquesa de San Antonio, en el mismo tono de humor—. Nos iba a pedir demasiadas explicaciones por nuestra presencia aquí que nos iba a ser difícil darle.

—En eso tenéis toda la razón, marquesa —le respondió—. Mejor será que no salga. Eso nos ahorrará un buen susto.

—Salgamos afuera, señoras. No me siento cómoda aquí. Todo es demasiado masculino y demasiado antiguo. Lo encuentro agobiante.

—Me parece una excelente idea, majestad. Visitemos el jardín. El rey ha ordenado que se planten unos parterres de flores para aliviar la severidad del pabellón.

—Buena idea, Ana María, y luego, si queréis, podemos dar un paseo en coche por el camino del bosque. A ver si conseguimos ver algún ciervo.

Las dos damas salieron detrás de la reina, dejando la habitación cerrada con sus presencias de otro tiempo. La tarde transcurrió después con gran dulzura. La temperatura era agradable, y una fina brisa mecía las hojas de los árboles, haciéndolas danzar con suavidad. Las flores del jardín crecían bien en ese lugar, protegidas por unos árboles bien dispuestos del excesivo calor, y la reina disfrutó de las reinas margaritas, de algunas rosas de los rosales de luna y de las hermosas dalias, ordenando que le cortaran un ramo de las rojas, que se iba a llevar al alcázar. El avanzado estado de embarazo de su majestad hizo que se cansara pronto de estar de pie. Entonces, pasearon por el bosque un buen rato, en el coche, pero no consiguieron ver ningún venado. Regresaron al alcázar antes del anochecer, entrando en la capital del mismo modo discreto en que habían salido.

* * *

Por fin llegó el esperado mes de septiembre. La reina tuvo una nueva recaída de su enfermedad, que cada vez estaba más claro que era una forma de tisis, y el rey estaba muy preocupado porque noche a noche veía cómo María Luisa Gabriela iba perdiendo fuerzas, sin que ningún remedio le sirviera. Los días pasaban lentos, renqueantes, como si el tiempo fuera más despacio, mientras todos esperaban el nacimiento del nuevo infante.

El nuevo mayordomo mayor de palacio, duque de Escalona, y marqués de Villena, nombrado para el cargo a la muerte del condestable de Castilla, por su valía personal y su íntima amistad con la princesa de los Ursinos, intentaba hacerle a la reina la vida agradable, con cuantas cosas podían gustarle, pero María Luisa Gabriela estaba para poco. Sólo deseaba con todas sus fuerzas que llegara el día del parto y que todo fuera bien.

El día 23 de septiembre, apenas comenzado el otoño, en una mañana gris de luz difusa, nacía el infante don Fernando, tras costarle a la reina muchos esfuerzos el parto, que no fue fácil y que la dejó exhausta y al borde de sus fuerzas. Como en cada alumbramiento, estuvieron presentes los representantes del rey de Francia, de los príncipes franceses y los grandes, además de los embajadores. Gracias a Dios, el infante era un niño sano y fuerte, más grande de cuerpo que los dos anteriores, y el rey, dentro de su profunda preocupación por la salud de la reina, se congratuló de que también su nuevo vástago fuera varón. La ley sálica aprobada en mayo de ese año y la sombra de las muertes de su familia le hacían desear tener más niños, para sentir asegurado el trono de España, y este tercero le daba esa tranquilidad.

Ahora, para que su felicidad fuera completa, lo más importante era la recuperación de la reina. Pero María Luisa Gabriela no sólo no se recuperó sino que, durante los meses siguientes, su salud fue cayendo en picado. Tan parcas eran sus fuerzas que apenas se interesaba en los asuntos de Estado, a pesar de que el rey le contaba como siempre todo lo que estaba pasando y le pedía su opinión sobre cada decisión. Con indiferencia oyó que Macanaz y Orry estaban llevando drásticas reformas en los consejos de Castilla, Hacienda, Indias y Órdenes, que cristalizaron en los decretos de noviembre de 1713 que les daba Nueva Planta. La reina ni se inmutó al saberlo, aunque ella había sido, con la princesa, la impulsora de ese cambio por virtud del cual la monarquía se libraba de los últimos lastres del pasado, preparándose para el asalto final a la Barcelona que se había atrevido a declarar la guerra a Felipe V, aún después de ser abandonada por los aliados, en una política suicida.

María Luisa Gabriela se sentía muy mal. Sabía que estaba muy grave porque apenas atendía al rey mientras éste le hablaba. Había días que en medio de sus dolores, de repente, captaba su presencia; eso la aliviaba. No se sentía con fuerzas para hablar muchas veces y entonces le miraba, pidiendo fuerzas al cielo para no rendirse y para que el rey no se diera cuenta de todo lo que ella estaba sufriendo, que empezaba a ser un verdadero calvario. En ese tiempo comenzó a no poder dormir acostada, porque se ahogaba, como consecuencia de la asfixia que le provocaba su escasa capacidad pulmonar, consecuencia de la tisis y el crecimiento desmesurado de los dolorosos ganglios del cuello, que se lo habían deformado por completo, como si tuviera bocio, y que también le hacían difícil tragar los alimentos.

Dado que cada vez estaba peor, el rey despidió a los doctores que la visitaban y llegaron nuevos médicos a verla, pero ninguno dio con un remedio que fuera capaz de desinflamar su cuello y dar alivio a sus males para permitirle descansar. Así, a finales de año, la reina vivía un verdadero infierno. Sufría un dolor constante, provocado por los ganglios, con escasos momentos de alivio que no le permitían una vida normal.

Ya no podía ni ir a visitar los apartamentos del príncipe y los infantes y hacía que se los trajesen a los suyos, de visita, cuando se sentía capaz de disimular su dolor ante ellos. El príncipe Luis, de seis años, se daba cuenta del malestar de su madre e intentaba alegrarla con sus juegos y gracias, que enternecían a María Luisa Gabriela. De hecho, a finales de 1713, los únicos placeres de la reina eran las visitas del rey y sus hijos y las conversaciones con la princesa y la marquesa, aunque cada vez le quedaban menos fuerzas incluso para charlas. A veces, las dos le leían poemas y la reina escuchaba los versos de los poetas franceses como Ronsard y la Pleïade, que le leía Ana María, y los poetas del siglo de oro español, que le leía Antonia, con gusto.

A María Luisa Gabriela le asombraba lo diferentes que eran aquellas dos grandes damas. La princesa era siempre la más elegante; vestida y enjoyada perfectamente para cada ocasión; de una prestancia regia, hermosa a pesar de sus setenta y un años que no aparentaba en absoluto, de una inteligencia vivaz, rápida, política, con unos ojos magnéticos azules, capaces de dominar casi a cualquiera. Antonia, en cambio, era todo lo contrario. Su belleza que se había hecho serena, la escondía cuanto podía. Vestía de viuda, severamente, sin concesiones a la moda ni a sus posibilidades; casi siempre de negro, salvo en días señalados y a petición expresa de la reina. Su coquetería la había enterrado a la muerte de su esposo y cuando salía, prefería ir velada, de modo que no la pudieran mirar de frente, cosa que no le gustaba.

Las dos se le habían entregado con la misma devoción; la una desde la infancia, la otra desde su llegada a España, y ambas le habían hecho llevaderos los últimos tiempos en que la enfermedad estaba pudiendo con ella. Parecía que la muerte la retaba de nuevo a una última partida de ajedrez y la tenía arrinconada, sin salida. María Luisa Gabriela sentía que iba perdiendo en ese juego mortal y veía, al otro lado del tablero, cómo la muerte se tomaba su tiempo para transformar su jaque a la reina blanca en un jaque mate definitivo.

—¿En qué piensas, Luisa?

—En lo poco que me queda de vida, Antonia. Ya no puedo continuar así. No lo soporto más. No entiendo qué es lo que me pasa y por qué ningún médico es capaz de solucionarlo.

—No tengo yo la respuesta a eso, amiga mía, y no sabes cómo me gustaría poder dártela y mi vida también, si pudiera, tuya sería. Me duelen tus dolores, porque los hago míos, Luisa. ¡Ojalá que pudiera quitártelos y que me atacaran a mí, en lugar de a ti! Con cuánto gusto los recibiría.

—No te lo recomiendo, Antonia. Los males que me afligen son como para volverse loca. No descanso, no duermo, no como. El dolor está siempre ahí, agazapado a veces, a veces rabioso, otras sordo; pero constante, insidioso, duro, inmisericorde.

—Mi pobre reina —dijo tomándole la mano y besándosela, mientras se escapaban unas lágrimas de sus ojos—. ¿Por qué tú, que siempre has sido la mejor de todos nosotros? No sabes cuánto me duele verte sufrir. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Puedo hacer algo que te alivie aunque sea un poco?

—Ya lo haces, al seguir a mi lado.

—Eso no es nada.

—Para mí, lo es todo. Tu compañía es un consuelo, incluso ahora, que me cuesta tanto hablar —dijo María Luisa Gabriela mientras una mueca de dolor se coló en su rostro. Comprendiendo que la reina estaba de nuevo siendo atacada por el dolor, Antonia quiso distraerla, de otro modo.

—He traído el libro de la mexicana sor Juana Inés de la Cruz, que te gustó el otro día, Luisa.

La reina guardó silencio, absorta mientras escudriñaba su interior. El dolor comenzaba a remitir de nuevo.

—¿Quieres que te lea una de sus poesías? —insistió la marquesa a punto de llorar, al ver el sufrimiento de su amiga que no podía evitar.

—Me encantará, Antonia. En estos días tan duros, esa profundidad suya, tan esencial, me da paz —dijo con voz débil—. Además, admiro la entereza con que vivió su vida; su disciplina para saber callar, cuando tenía tanto que decir, obedeciendo a la iglesia… Son un buen ejemplo para mí.

—Tú sí que eres un ejemplo para todas nosotras, Luisa; de majestad, de virtud, de amor, de entrega, de humildad y de aceptación de tu sufrimiento.

—Yo sólo he hecho de mi deber mi voluntad, Antonia. Nada más. Y ella lo hizo también. Léeme la de «En perseguirme el mundo», por favor.

—Ahora mismo, Luisa —dijo la marquesa de San Antonio buscando la poesía que quería oír la reina, y cuando la encontró recitó con voz temblorosa:

En perseguirme el mundo, ¿qué interesa?

¿En qué te ofendo, cuando sólo intento

poner belleza en mi entendimiento

y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros ni riquezas.

Y así, siempre me causa más contento

Poner riquezas en mi entendimiento

Que mi entendimiento en las riquezas.

Y no estimo hermosura, que vencida.

Sea despojo civil de las edades,

Ni riqueza me agrada, fementida,

Teniendo por mejoren mis verdades

Consumir vanidades en la vida

Que consumir la vida en vanidades.

—Qué hermosos versos, Antonia —dijo María Luisa Gabriela, interrumpiéndola—. Vuelve a recitarlos de nuevo para mí, querida amiga, porque aparte de belleza, contienen una gran enseñanza.

Antonia Frattini volvió sus ojos al principio de la página y comenzó de nuevo a recitar, mientras el rostro de la reina se serenaba. Moría la fría tarde de Madrid; se iba furtiva, casi sin despedirse, mientras la noche se posesionaba del alcázar. Los criados entraron con discreción a encender los candelabros que dieran luz a la alcoba real y Antonia siguió leyendo con voz suave, hasta que la reina cerró los ojos y se quedó dormida, en su alto butacón. Su respiración era trabajosa. La marquesa levantó sus ojos hacia ella y la miró de frente, escudriñando su rostro sufriente, con toda la compasión que siempre procuraba ocultarle, pero no se movió del lugar en el que estaba. No se hubiera perdonado despertarla y allí se quedó, mirando el rostro desencajado, pálido y enfermo de la reina de España, y supo, con la misma claridad que tenía antaño su hermana cuando tenía premoniciones, que su amiga del alma se iba a ir muy pronto, y en lo profundo de su corazón, por más que le dolía su pérdida, se alegró, porque así acabaría el calvario de María Luisa Gabriela.