17

1712

La muerte de los duques de Borgoña

Nacimiento de Felipe Próspero

La tranquilidad que estaban disfrutando los reyes de España en Madrid quedó pulverizada de golpe cuando les llegó un lacónico correo de Luis XIV, anunciándoles la muerte del duque de Borgoña, hermano mayor de Felipe V, y de su esposa María Adelaida, hermana mayor de María Luisa Gabriela, en febrero de 1712.

La reina se impresionó tanto, cuando leyó la terrible noticia, que perdió el conocimiento y sólo la rápida actuación de su amiga, la marquesa de San Antonio, que la cogió en brazos, evitó un golpe que podía incluso haber puesto en peligro a la criatura que llevaba en el vientre. Con mucho cuidado, la llevaron a los aposentos reales en una silla de mano y la dejaron en su gabinete privado, tumbada en una chaise longue. Mientras llegaba el médico, se quedó a su lado la marquesa de San Antonio, mientras que las otras damas estaban comentando en corrillo la noticia. La buena amiga, que sabía el profundo afecto que había unido a María Luisa Gabriela y a María Adelaida, estaba muy preocupada. Para la reina de España, saber que su hermana estaba en Versalles, casada con su cuñado, le daba tranquilidad. Las dos hermanas habían mantenido, desde el matrimonio de la mayor, una abundante correspondencia personal que les hacía sentir una cercanía espiritual que la distancia física no les permitía tener de otro modo. Sabían que un día las dos iban a reinar en las dos naciones vecinas y esperaban que el hecho de ser hermanas, como lo eran también sus maridos, diera lugar a una nueva era de excelentes relaciones entre Francia y España, de igual a igual. Además, también gustaban de contarse entre ellas esas intimidades que sólo se comentan con la familia íntima y que son ajenas a la política y al Estado; pensamientos íntimos, esperanzas, deseos y sensaciones. Por eso, la noticia, absolutamente inesperada, ya que su hermana sólo le había dicho que tenía una molesta indisposición en su última carta, la había abrumado.

—¡Tenéis que ser fuerte, majestad! —le dijo la marquesa, usando el tratamiento porque estaban presentes varias damas de compañía de la reina. A Antonia le preocupaba ver que la reina no reaccionaba; que se había quedado como ida. María Luisa Gabriela estaba tumbada en el lecho, con la mirada perdida, ausente—. Señora —insistió tomándola con dulzura de la mano—, no olvidéis que estáis esperando un hijo y que estos sobresaltos no le convienen nada.

María Luisa Gabriela consiguió prestarle atención, haciendo un gran esfuerzo. En su mirada había una tristeza que Antonia reconoció muy bien, porque era la misma que ella había sentido cuando murió su hermana Ana. La reina se sentía muy vulnerable y no quería que nadie, salvo su amiga, la viera así. Dándose cuenta de repente del revuelo que había en la habitación, en torno suyo, decidió cortarlo en seco.

—¡Salid, señoras! —dijo con tono imperativo, que no admitía réplica—. Deseo quedarme a solas con la marquesa de San Antonio.

Las damas salieron, murmurando por lo bajo, y la azafata se acercó al lecho real, para ver si la reina deseaba algo de ella antes de salir. Ante la negativa de María Luisa Gabriela, fue la última en dejar la estancia, cerrando la puerta suavemente.

—Amiga mía. No me puedo creer lo que nos está pasando. Te das cuenta de cuán parejos son nuestros destinos. Ahora me toca a mí perder a mi querida hermana María Adelaida, como a ti te tocó perder a Ana y del modo más inesperado. ¡Qué terrible dolor! ¡Sólo tú me puedes comprender! —dijo echándose en sus brazos y llorando.

—Sí, Luisa. La pérdida de una hermana es como si te quitaran una parte de ti, a lo vivo, y más cuando la distancia te separa físicamente de ella. Imagino la impotencia que sientes que se debe, en parte, al hecho de no haber podido estar a su lado, para cuidarla y consolarla en los últimos momentos y haberle podido dar un adiós, cara a cara. Procura recordarla como era, con su gentil rostro, su porte encantador y su eterna dulzura. Yo sé que debe ser muy duro para ti saber que nunca más volverás a verla. A mí me pasaba lo mismo.

—Eso es exactamente lo que siento, Antonia. Mi hermana ha muerto, lejos de mí, y yo, sin saber de su enfermedad, estaba aquí, tan alegre y tan ricamente, y no he podido ni siquiera despedirme de ella. No me puedo creer que su muerte sea cierta. Pero ¿qué nos está pasando? ¿Qué hemos hecho para sufrir este castigo? Primero se fue tu hermana, la dulce Ana; luego, el gran Delfín; después, tu esposo el conde, y ahora, mi hermana María Adelaida y Luis, el hermano del rey. Desde luego, Dios no debe estar contento con nosotros, si tanto castiga a nuestras familias.

—No pienses así, Luisa. Dios es justo y misericordioso. No creo que nos esté castigando, ni ensañándose con los nuestros. Lo que pasa en realidad es que nosotros, los humanos, somos unos seres muy pequeños y tenemos una visión muy limitada de sus Altos Designios y por eso, al no poseer la visión de toda la partitura, no entendemos la Gran Música de Dios, de la que sólo oímos un breve fragmento.

—Eso que dices es hermoso, pero no quita el hecho de que la casa de Borbón y la de Saboya, al igual que la tuya, hayan sido golpeadas de un modo terrible. ¿Te das cuenta, Antonia, de que el heredero del trono es un niño de cuatro años, mi jovencísimo sobrino el duque de Bretaña? ¿Qué va a pasar cuando muera su bisabuelo, el rey Luis XIV? ¿Cuántos años más va a durar? ¿Dos, cinco, diez?

—Eso sólo Dios lo sabe.

—Sí. Pero es un asunto muy grave. En lugar de un príncipe hecho y derecho, el heredero de Francia es un niño.

—Te olvidas de que su bisabuelo también lo era cuando subió al trono y ha sido el monarca más grande de Europa desde Felipe II de España. Cada cual tiene un destino y debe alcanzarlo. A veces, éste lleva a los seres humanos a su cénit; otras, en cambio, se los lleva de este mundo cuando parecía que iban a dar sus mejores frutos… Pero insisto, si así ha sido, es porque estaba escrito que así fuera. Tras mucho sufrir, por fin he comprendido esa verdad trascendente y te aseguro que me ha permitido por fin sentirme en paz conmigo misma. Nada acontece en la tierra que no corresponda con los Planes de Dios. Nadie nace ni muere; no se mueve una hoja de árbol ni se abre una flor; nada acontece sin que esté escrito en el Gran Libro de la Vida y ya te digo que el ejemplo de Luis XIV habla por sí mismo.

—Pero tenía a Ana de Austria y a Mazarino. Y aun así, tuvo que sufrir las dos Frondas, aquellas terribles revueltas que asolaron Francia. ¿Y quién va a ser el regente de ese niño? Imagino que mi cuñado, el hermano más joven de mi esposo, el duque de Berri, porque sólo faltaba que fuera el duque de Orleans, ese…

—No debes seguir por ahí, Luisa. Deja que tu dolor salga. Grita si quieres. Llora, desahógate, pero no le busques explicaciones porque no las vas a encontrar. No hay explicación para la muerte, al menos no para nosotros, los humanos. La muerte es algo definitivo; nos confronta con el vacío y prueba nuestra fe. Mi querida amiga, por el bien de la criatura que llevas dentro, debes asumir que María Adelaida se ha ido porque ello estaba previsto en el Gran Plan de Dios.

—Estoy muy lejos de esa tranquilidad tuya, Antonia. No puedo hacerlo. Tengo ganas de romper cosas, de gritar, de cabalgar hasta quedar exhausta.

—Eso sí que no. Ni en broma. No te lo puedes permitir, por el niño. Pero gritar, sí.

—No. Gritar tampoco puedo. Soy la reina de España y me debo tragar mi dolor. Los reyes no gritan. Los reyes no deben mostrar sentimientos; deben ser impasibles. Los reyes no deberían sufrir, pero eso es falso. Mi dolor es como el de cualquiera, probablemente peor, porque encima no debo manifestarlo.

—Todos sufrimos, todos nacemos y todos morimos, con o sin corona. Luisa, la muerte nos iguala a todos. Se lleva en el momento justo y por igual, hayan hecho lo que hayan hecho, lo mismo al orgulloso que al humilde, al bravo que al cobarde. Al final, todos seremos polvo, como lo son los centenares de generaciones que nos preceden. Respiramos muerte, porque al fin y al cabo ésa es la realidad; puede que el polvo que lleva el aire y que nuestros criados eliminan del suelo fuera un día un ser lleno de vida y de esperanza.

—Es duro lo que dices, Antonia.

—No lo creo, Luisa. La sabiduría quizás esté en inclinar la cabeza y aceptar el hecho de nuestra fragilidad y saber que el beso de la doncella pálida nos llega al final del camino. A cada cual, a nuestra hora; ni un minuto antes, ni un segundo después.

—¿De verdad lo crees así, Antonia? ¿Era el destino de mi hermana no reinar? ¿Morir tan joven, tan llena de ilusiones?

—Así debía ser. No debía estar escrito en el Gran Libro del destino que ella y su esposo se sentaran en el trono de San Luis. No creo que tenga nada que ver con ellos o con lo que hayan hecho. Ya sabes que yo siempre admiré a tu hermana y la he querido desde que éramos pequeñas, por lo hermosa, lo buena, lo liberal y lo encantadora que siempre fue con nosotras. Cuando éramos niñas y jugábamos contigo, ella siempre nos trató con afecto. Para mí y para Ana, María Adelaida era un modelo de perfección, algo inalcanzable. Tú siempre fuiste nuestra amiga, alguien muy cercano; a ella, en cambio, la veíamos como la perfecta princesa y de hecho, cuando se comprometió con el duque de Borgoña, nos pareció lógico; era la novia ideal para un futuro rey.

—Nunca me lo habías dicho.

—Porque nunca hemos hablado de ello, Luisa, pero quiero que lo sepas, y por eso te he contado esto, que yo pensaba desde siempre que estaba llamada a ser una gran reina y que también siento muchísimo su pérdida.

—Era tan maravillosa. Todo lo hacía siempre bien.

—Sí, Luisa. Era un ser superior en muchos aspectos a la mayoría y quizás por eso Dios se la ha llevado; para evitarle sufrimientos en la tierra. Piensa, y quizás eso te consuele, que ella ha sido muy feliz. Ha tenido una familia que la ha querido y admirado; un esposo excepcional, como según todos decían era el Delfín y dos hijos maravillosos, uno de los cuales, será rey de Francia. Creo que su vida ha sido hermosa y plena. Cierto es que ha muerto joven, pero a veces ése es el mayor regalo para los justos. Ha tenido lo mejor de la vida, la plenitud, la flor que se abre.

—Gracias por tus palabras, Antonia. Me están consolando de verdad.

La reina y la marquesa se quedaron en silencio unos momentos, abrazadas. Del lado de los apartamentos del rey, a lo lejos, pero acercándose, se oyeron pasos. Antonia, comprendiendo que el rey venía a ver a María Luisa Gabriela, dejó el abrazo y pidió a su amiga permiso para retirarse. María Luisa Gabriela se lo concedió y la miró con cariño, mientras se iba. Cada día admiraba más a su amiga, cuyo tono moral era ejemplar. La puerta privada del rey se abrió y Felipe V entró en el gabinete privado de la reina. Estaba tan impresionado con la noticia como lo había estado ella minutos antes.

—No puedo creerme la muerte de nuestros hermanos, Luisa. Mi pobre abuelo debe estar abrumado. Su carta es tan breve, tan lacónica; como si apenas tuviera fuerzas para escribir con su propia mano esta noticia tan triste.

—Sí, Felipe. Desde luego, para él debe haber sido un golpe mortal. Tenía tantas esperanzas puestas en tu hermano. Era un excelente príncipe, generoso, bueno y valiente.

—Seguramente habría sido un gran rey de Francia. Todo lo que la naturaleza no le había dado de físico, lo tenía en lo moral. Siempre quise y admiré a Luis, por el modo como conseguía refrenarse y controlar su carácter. En muchas cosas, él ha sido mi modelo y siento profundamente su pérdida. Hubiera sido perfecto para nuestros reinos que nosotros dos reináramos al mismo tiempo. En un mundo con tantos enemigos de nuestra casa, habríamos concertado la perfecta alianza porque confiábamos plenamente el uno en el otro. Nunca hubiera habido problemas que no se pudieran solucionar con voluntad. Ahora, el futuro reinado de mi sobrino, el duque de Bretaña, abre muchas incógnitas.

—¿Por qué dices eso, Felipe?

—Porque conozco bien a mi hermano pequeño, el duque de Berri, que, aunque no está muy capacitado para ello, si todo sigue como ahora, debiera estar llamado a ejercer la regencia. De todos modos, mi abuelo siempre ha confiado mucho más en mi tío, el duque de Orleans, al que ni tú ni yo queremos ver ni en pintura después de que intentara que nuestros grandes conspiraran contra nos.

—Espero que eso no pase. Sería terrible tener a Orleans de regente.

—Pues no las tengo todas conmigo. Mi hermano pequeño, entre nosotros, tiene una personalidad complicada. Nunca le interesó la política y está poco dotado para ella y además, lo que es peor, es envidioso y débil de carácter, lo cual le hace muy poco adecuado para ejercer el poder, porque sería demasiado susceptible al halago de los que siempre pretenden medrar al pie del trono.

—Me dejas sin habla, Felipe. Ya es bastante malo que perdamos a nuestros hermanos de golpe, como para que, encima, en lugar de ellos, tengamos que soportar, a la muerte de tu abuelo, o a un ser complicado o a un intrigante. Sea uno u otro, son malas perspectivas.

—Sí. Yo también lo temo. No sé qué decisión tomará mi abuelo, cuando le llegue el momento. Y espero que mis sobrinos sean un poco más mayores cuando muera el gran rey. Así la regencia durará menos tiempo.

Los dos se quedaron meditativos. María Luisa Gabriela pensando en su pobre hermana y Felipe en el hecho de que, si sus dos sobrinos morían, él sería el heredero del trono de Francia. ¿Qué iba a pasar entonces? ¿Admitiría el mundo, llegado el caso, que Felipe V de España también se transformara en Felipe V de Francia, porque ése sería también su número, ya que después de Felipe IV, Augusto, no había habido otro Felipe en el trono francés? Sólo de pensarlo, le daba vértigo. Mejor sería no plantearse la cuestión, de momento. Tenía aún dos sobrinos por delante en la línea de sucesión, y eso era mucho.

* * *

Unos días después llegó la noticia de la muerte del joven duque de Bretaña, el nuevo heredero del trono francés. Felipe V y María Luisa Gabriela la recibieron casi en estado de shock. Esta muerte ponía en evidencia para todos lo que el rey había estado rumiando para sí en los últimos tiempos; que entre Felipe V y el trono de Francia sólo quedaba la figura de un frágil niño de dos años, el nuevo Delfín.

La princesa de los Ursinos fue la primera en sacar el tema a colación. Ahora era evidente que las muchas muertes de la casa real francesa volvían a cambiar el panorama de la guerra de España. Si los aliados no querían a un emperador rey de España, era seguro que tampoco iban a querer a un rey de España que también lo fuera de Francia. Había que preverlo. Era importante para todos saber cuál sería la postura del rey de España si llegaba el caso de la muerte del nuevo y jovencísimo Delfín. ¿Qué iba a hacer Felipe V? ¿Dejar la corona de España a su hijo el príncipe de Asturias y asumir él la de Francia? ¿Dejársela al hijo que estaba por nacer? ¿Atreverse a asumir las dos coronas?

Esta cuestión no sólo se la planteó la princesa de los Ursinos al rey de España, sino también al rey Luis XIV, que le escribió, sugiriéndole que regresara a Versalles. Dado que Felipe V no había renunciado a la corona de Francia, si moría su sobrino Luis, él heredaba inmediatamente el rango de Delfín y a la muerte de su abuelo, salvo renuncia por su parte, se transformaría en el rey más poderoso del continente, desequilibrando completamente Europa. La guerra que estaba en su final ahora, tendería entonces a continuar, porque ni ingleses ni austríacos ni holandeses ni prusianos querrían un monarca con tanto poder como vecino.

Las incógnitas eran muchas. Durante las siguientes semanas se especuló además con que las muertes se habían producido por veneno, de la mano del duque de Orleans, pero en realidad eso fueron sólo habladurías. Orleans no había tenido nada que ver con sus muertes. De hecho, los duques de Borgoña y su hijo mayor habían contraído una enfermedad mortal —una forma violenta de sarampión— que en ese tiempo no tenía cura. Y mientras los corrillos de las dos cortes hablaban sobre el nebuloso futuro, Luis XIV le urgía a que dejara España y se fuera a Francia, el rey de España tomaba la decisión de no ir a París de momento. No pensaba dejar el trono español, que se había ganado con mucho esfuerzo, por la posibilidad de recibir un día el trono de Francia si moría su heredero actual.

Durante todo el mes de abril siguieron dándole vueltas al asunto. María Luisa y él lo hablaron a solas, luego con la princesa de los Ursinos y de nuevo a solas, varias veces. El paso de los días y las reacciones de los embajadores de las potencias mostraban claramente que los aliados no le iban a dejar reinar sobre los dos reinos de España y Francia sin luchar. Además, aún estaba el asunto, por concluir, de la guerra en España. La emperatriz Elisabeth seguía en Barcelona, recordando los derechos del emperador al trono español, y en caso de que los aliados quisieran renovar hostilidades, ésa era una magnífica cabeza de puente desde donde volver a comenzar la lucha.

Para María Luisa Gabriela todo aquello estaba siendo demasiado. El dolor por la muerte de su hermana, las tensiones; las discusiones por la posible sucesión francesa y probablemente el debilitamiento que le provocó el embarazo, hicieron que, a finales de abril, la reina volviera a sentirse mal. Las fiebres regresaron, los dolores de cabeza también y cuando comenzó el mes de mayo, dado que veía que su salud se deterioraba progresivamente, decidió quedarse en palacio sin salir, durante un tiempo, para evitar un parto prematuro. Además, uno de los médicos nuevos que la vio dijo que lo que tenía era una forma rara de tisis, algo que asustó a la soberana, porque ese mal no tenía cura.

María Luisa Gabriela quería tener ese hijo a toda costa y rezaba para que fuera un niño sano. Las muertes de la familia real, en Francia, le habían enseñado del modo más duro la lección de que la sucesión del reino debe estar siempre bien garantizada. Ella y el rey sólo tenían al príncipe don Luis, que contaba casi cinco años, y eso no le parecía suficiente. Su deber era darle más hijos al rey. Por eso debía cuidarse y conseguir que el nuevo niño naciera en su tiempo y sobreviviera.

En mayo, sabiendo que no podía postergar su decisión, el rey hizo una declaración formal, en contra de los deseos de su abuelo, renunciando al trono de Francia. Era la condición necesaria para que se abriera el camino de la paz con Inglaterra. Los españoles lo celebraron como si se tratara de una nueva victoria. Felipe V había decidido quedarse motu proprio en contra de las presiones de la corte de Francia y eso acabó de confirmarle como el rey que los españoles querían. Su declaración era un pacto definitivo, un matrimonio entre él y España. Suponía que él nunca dejaría España y España siempre le sería fiel a él.

La visión de España, unificada y uniforme, que tenía Felipe V era la de una España castellanizada, con leyes y tributos iguales para todos, que en adelante contribuirían al sostenimiento de la monarquía según sus posibilidades. El triunfo de Felipe V iba a suponer una completa modernización de España pero a costa de los particularismos regionales, aragonés, catalán y valenciano, especialmente. El camino de la paz, no obstante, quedaba abierto.

Pero antes de la misma paz, a principios de junio de 1712, lo que preocupaba a la corte de Madrid y reclamaba toda su atención era el inminente nacimiento del nuevo vástago de los reyes. Había un gran nerviosismo en palacio. El rey estaba preocupado; la reina estaba intranquila y la princesa de los Ursinos intentaba que todo transcurriera con normalidad, lo cual era una labor titánica, en la cual recibía la inapreciable ayuda del condestable duque de Frías, mayordomo mayor de palacio del conde duque de Benavente, sumiller de Corps, y del duque de Medina Sidonia, caballerizo mayor. Se notaban los nuevos aires en la falta de fricción de los engranajes de palacio. Los grandes habían asumido, por fin, la libertad del rey y se adaptaron a su nuevo papel. Al fin y al cabo, seguían siendo los señores territoriales de unos inmensos dominios y la monarquía de Felipe V les iba a beneficiar, aunque de modo diferente que la de los Austrias.

Dos días antes del nacimiento del nuevo infante, se producía una doble boda en palacio que aliviaba la tensión de la espera. La sobrina de la princesa de los Ursinos, la bella joven Anna Lanti della Rovere, se casaba con el duque de Havré, y el marqués de Crevecourt se casaba con la hija del príncipe de Santo Buono. Las dos jóvenes serían tratadas como damas de palacio y el matrimonio se celebraría en los aposentos de su majestad, lo cual era todo un honor que les hizo la reina graciosamente, en atención a sus parentescos. La víspera de la doble boda, tras la firma de los contrayentes que se había hecho en las habitaciones privadas de la princesa de los Ursinos, el rey y la reina honraron a los novios, firmando de su puño y letra los contratos matrimoniales.

El domingo, día 5 de junio de 1712, a las seis de la tarde, se casaron las dos parejas en los apartamentos de la reina, que asistió a la boda echada sobre un canapé porque estaba muy próxima a dar a luz. Presenciaron el enlace muchos grandes de España. Tras la ceremonia, oficiada por el cardenal Del Iudice, las dos jóvenes tomaron posesión de la «Almohada» que les correspondía como esposas de grandes de España y luego se celebró un banquete, seguido de baile, en los apartamentos de la reina que concluyó pronto, para no fatigar a María Luisa Gabriela en exceso.

Apenas cuarenta y ocho horas después de las dos bodas, la reina se puso de parto, el día 7 de junio. La princesa de los Ursinos, como camarera mayor, tenía todo perfectamente organizado. Allí estaban los médicos, las parteras y los representantes del rey de Francia, los embajadores y grandes, para el alumbramiento. La marquesa de San Antonio se había ofrecido a ayudarla y se había ocupado de la reina hasta el último momento, dándole ánimos y tranquilizándola.

Las primeras contracciones comenzaron por la mañana temprano y el parto fue bastante fácil, para alivio de todos. Muy pronto se pudo oír el llanto de la criatura. El niño, pues era otro varón, nació sano y tras verlo y comprobar que estaba bien, la reina y el rey se sintieron, primero, muy aliviados de los miedos sufridos y luego se llenaron de felicidad porque todo había ido como debía. El infante se llamaría Felipe Pedro, tomando el nombre de aquel hermano que había fallecido al poco de nacer. Como el primogénito, fue mostrado a los embajadores y grandes de España, en una gran bandeja de plata abombada, y luego al pueblo que había acudido a la explanada de Oriente, de palacio, al oír las salvas de artillería que anunciaban a Madrid el nacimiento de otro varón.

La reina podía descansar tranquila y el rey también. Ambos habían temido, en lo profundo de sus seres, que el niño no saliera bien. La muerte del anterior infante al poco de nacer, las fiebres de la reina durante los dos últimos meses y las malas noticias de la familia real, les habían tenido tensos y asustados, pero no habían querido ni mencionar ese temor en voz alta, por no darle vida.

Esta vez, María Luisa Gabriela pudo levantarse muy pronto del lecho tras el parto. Las fiebres que había tenido remitieron y se sintió pronto mejor. Le encantaba ir a los aposentos de sus hijos. A ver cómo estaban, Luis, el mayor, que adoraba a su madre, estaba encantado de sus visitas y procuraba retenerla el mayor rato posible. El nuevo infante Felipe se criaba sin problemas, bien alimentado por el ama de cría santanderina que habían elegido para él, que era una joven sonrosada de aspecto muy saludable.

Pronto pudieron ver los reyes que el príncipe Luis estaba encantado con su hermanito. Para él, Felipe Pedro era como un juguete y complacía a los reyes verle jugar con él, aunque no le dejaban sostenerlo, por más que lo pidiera. A veces, los dos se miraban y comprendían en silencio que estaban pensando en sus pobres hermanos, los fallecidos duques de Borgoña. Hacía muy poco tiempo, a principios de año, ellos también habían sido una familia feliz, con dos hijos hermosos y sanos, y ahora yacían en silencio, en los mausoleos destinados a los príncipes de Francia. Ironías del destino.

La muerte de su hermana había hecho a María Luisa Gabriela dar gracias a Dios, cada día, por la vida que tenía. Incluso las fiebres y la enfermedad se le hacían más llevaderas ahora. Al fin y al cabo, ella estaba viva y los días que se sentía bien, seguía disfrutando del amor de su esposo y sus hijos, de sus fidelísimas amigas, del amor de sus súbditos y de las hermosas flores de sus jardines. El del Campo del Moro, que habían plantado con esmero para ella, y el del palacio del Buen Retiro, que cada vez le gustaba más.

María Luisa Gabriela estaba aferrándose a la vida, con uñas y dientes. Para ella, en adelante, cada día que seguía viva era un triunfo; cada día que le ganaba a la fiebre, al dolor, al malestar, era una esperanza. Llevaba años enferma y aunque fuera de ese modo, a trancas y barrancas, quería seguir viviendo. Le encantaba ver crecer a su hijo el príncipe de Asturias, que era un niño fino y espigado, de rostro inteligente, que la miraba con sus ojos inquisitivos y al que le encantaba preguntarle las cosas más insospechadas, jugar con ella y arrojarse a sus brazos, inesperadamente, en contra de todo protocolo. La reina quería seguir viviendo para verle montar a caballo, jugar con espadas, a los aros, al escondite y a todos los juegos que la imaginación de los niños es capaz de inventar. No se quería perder nada de eso y, para conseguirlo, se sentía capaz de presentarle batalla incluso a la misma muerte. Desde luego, no pensaba dejarse ir sin más. Si la segadora de vidas quería llevársela a ella también, tendría que luchar para conseguirlo.

En junio, poco después del alumbramiento del infante Felipe Pedro, moría en Vinaroz el gran general duque de Vendôme, de una apoplejía, tras una buena comilona. Su fallecimiento no cambiaba nada, ya que la guerra estaba prácticamente parada, estando pendientes todos de las negociaciones que habían comenzado a principios de año en la ciudad holandesa de Utrecht, donde se había reunido una conferencia de naciones para la paz.