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Las muertes del emperador y el gran Delfín

La enfermedad de la reina

El año 1711 había comenzado con una excelente noticia militar, la toma de la ciudad de Gerona, que dejaba al archiduque reducido a un área de influencia muy pequeña delimitada por el triángulo de Barcelona, Tarragona e Igualada. Para todos, incluido el propio archiduque, era evidente que su situación en la Península era prácticamente desesperada y no tenía visos de mejorar.

El duque de Saboya estaba negociando una paz parcial, a espaldas de los aliados, con Luis XIV, intentando beneficiarse de sus antaño relaciones privilegiadas con el gran rey, y la reina Ana I de Inglaterra ralentizaba la guerra, comenzando a pensar en su sucesión, pero no serían los deseos de los príncipes los que decidirían la contienda. De hecho, hasta el mes de abril, la situación estaba en un callejón sin salida. No se sabía si el emperador iba a seguir apoyando a su hermano tras las severas derrotas sufridas el año anterior en España, y los ingleses estaban dudando si les convenía proseguir la guerra tal y como estaban las cosas. En lo militar, estaba en un punto muerto, aparte de que los hechos de armas daban prestigio al general duque de Marlborough, que no pertenecía a la administración «Tory» conservadora, sino a los «Whigs» o liberales, y la guerra ya resultaba demasiado onerosa para el tesoro inglés, aunque habían tomado bases estratégicas como Gibraltar y Menorca.

Pero todas estas consideraciones, como otras muchas que los actores se estaban haciendo, quedaron en nada cuando se produjo el gran golpe del destino que se encargaría de segar las aspiraciones de unos y cambiar las de otros, al crear situaciones nuevas que transformaban por completo la política en Europa. Y es que en abril de 1711 se produjeron dos muertes consecutivas que iban a cambiar el panorama europeo y que afectarían a la guerra de sucesión de modo decisivo.

La primera y más importante fue la repentina muerte del emperador José I de Austria, en Viena, sin herederos. Su fallecimiento prematuro e inesperado, en plena juventud, conmocionó las cancillerías europeas porque daba un sentido nuevo a la situación política global del momento. Su heredero y sucesor no era otro que el archiduque Carlos, que en adelante será conocido como el emperador Carlos VI, cuyas pretensiones al trono de España, si conseguía su objetivo, darían como resultado el renacimiento del intento de imperio universal de Carlos V, algo que los ingleses y holandeses no querían bajo ningún concepto.

Y para acabar de conmover los espíritus de los políticos de Europa, pocos días después de la muerte del emperador fallecía el gran Delfín Luis, padre del rey de España, de viruelas, en su residencia privada de Meudon. La muerte inesperada de este príncipe bonachón y amante del arte, del que no se esperaban grandes hechos como rey, hacía heredero del trono francés al hermano mayor del rey de España, Luis, duque de Borgoña, casado con María Adelaida de Saboya, que era muy querido por el pueblo. Valorado por todos como un príncipe de alto espíritu, encarnaba para los franceses la esperanza de un gran reinado de paz y la consolidación de la influencia francesa en Europa cuando se produjera el fallecimiento de su abuelo el viejo rey Luis XIV. Además, tenía dos hijos varones que garantizaban ya la sucesión.

La muerte de su padre también hacía que el rey de España, Felipe V, estuviera algo más cerca del trono francés, aunque eso no parecía poner demasiado nerviosos a los aliados y, de momento, no iba a ser un obstáculo para la posible negociación de la paz.

Felipe V y María Luisa Gabriela recibieron las dos noticias con cierta perplejidad. Analizaron el asunto con la princesa de los Ursinos, y los tres estuvieron de acuerdo en considerar que la muerte de José I supondría el fin del apoyo aliado al archiduque Carlos, ya Carlos VI de Austria. Ahora, los ingleses procurarían salir de la guerra lo antes posible y lo mejor parados posible. No había que olvidar que tenían bajo su dominio Gibraltar y Menorca y que estaban utilizando el peñón y la importante isla mediterránea como bases para su armada. Seguramente querrían mantenerlas a cambio de la paz. Además, estaba la importante cuestión de la sucesión del trono de Gran Bretaña. La reina Ana I, Estuardo, no tenía hijos y deseaba que, a toda costa, el trono inglés pasara a los hijos de su hermana Sofía, protestante como ella, casada con el príncipe elector de Hannover, postergando para siempre a su hermano, el legítimo rey Jacobo III, a quien todos llamaban en Europa el caballero de San Jorge, que era acérrimo católico y que ni siquiera por el trono de Inglaterra había aceptado hacerse protestante.

Ana I quería el reconocimiento de las potencias y eso incluía especialmente a Francia, lugar donde el verdadero rey de Inglaterra y Escocia vivía en el exilio y de donde habían arrancado un par de intentos de hacerle recuperar lo que le correspondía por herencia. Y para que se cumpliera su voluntad y Luis XIV le diera ese reconocimiento, estaba dispuesta a negociar una paz que no le fuera demasiado onerosa al gran rey. Ya sólo era cuestión de decidir cómo se arreglaban los asuntos territoriales pendientes, pero una cosa era evidente: a Felipe V, nadie le iba a quitar el trono de España ni el imperio americano. Otra cosa era el asunto de los territorios europeos de la monarquía española que serían, inevitablemente, el botín de guerra con el que Luis XIV podría negociar una honrosa paz para Francia que le dejara reinar tranquila y sosegadamente lo que le quedara de vida y poder irse, con la cabeza alta, tras el reinado más largo y fecundo de la historia de Francia, con un bagaje de luces y sombras que hacían de su figura la más importante del siglo XVII y clave para lo que iba a acontecer en el XVIII.

Todo esto era también evidente en la corte de España. Por eso, el deseo de Felipe V y María Luisa Gabriela era intentar en lo posible, una vez reconocido por las potencias como soberano indiscutido de España, que su herencia europea no fuera entregada por completo a la voracidad de los aliados y procurar conservar lo que pudieran de la misma.

La princesa de los Ursinos, que era mucho más realista que el rey, le fue preparando para lo peor. Luis XIV necesitaba territorios con que negociar la paz. No iba a entregar los de Francia, y además era justo, porque el coste de la guerra de sucesión española, que le había dado el trono, había sido asumido en su mayor parte por Francia, ya que las finanzas españolas, en permanente bancarrota y totalmente exhaustas, nunca hubieran podido hacer frente a la guerra. Además —pensaba la princesa de los Ursinos—, el imperio europeo de España había sido un lastre terrible que, durante dos siglos, no había hecho sino drenar los enormes recursos de la monarquía, humanos y económicos. Los reyes de la casa de Austria, comenzando por el emperador Carlos V, habían tenido que luchar, denodadamente, contra el resto del mundo para mantener la herencia de Felipe I de Habsburgo, el marido de Juana la Loca, que a España sólo le había dado prestigio y un poder más aparente que real. Si se analizaba en frío la situación, la inmensa riqueza americana que debía haber cubierto de oro a España y haber hecho de los reinos españoles los más prósperos del mundo, en realidad había hecho ricos a los banqueros holandeses del emperador Carlos V y a los flamencos de Felipe II y empobrecido a Castilla, con inflación y encarecimiento de precios, muerte de sus industrias y un enorme despoblamiento, debido a la emigración a los nuevos virreinatos americanos y a la constante leva de soldados para los famosos e invencibles tercios que fueron el terror de Europa hasta que los franceses los derrotaron en Rocroi.

El deseado oro de las Indias españolas había provocado la riqueza de las provincias del norte, luego holandeses y flamencos, y se había dilapidado en las guerras de religión europeas, en que el emperador Carlos V, aprovechándose de que también era Carlos I de España, se arrogó el papel de unificador de la cristiandad a costa de la riqueza de la sufrida Castilla, que financió incluso el concilio de Trento, del que salió fortalecida la religión católica, con el movimiento de la Contrarreforma, pero dejó empobrecida a España.

La conclusión a la que llegaba la princesa de los Ursinos era que no había que luchar por ese imperio europeo que tanto había costado ya a España. Más bien había que intentar sacar los mayores beneficios posibles de su desaparición. Felipe V y María Luisa dudaban mucho y, por más que la princesa insistía, no lo veían claro, pero la realidad era que las pérdidas de Flandes, Luxemburgo y los Estados italianos de la monarquía eran prácticamente inevitables. Si Francia no se los entregaba a los españoles, y no lo iba a hacer, Felipe V, solo, con sus recursos propios, no podía tomarlos por la fuerza. El ejército estaba mejor, gracias a la guerra y la formación recibida de los franceses, pero no había una armada importante que pudiera transportarlo y ayudar a la toma de las ciudades marítimas de Italia. Y el hecho de que eso fuera conocido de todos hacía aún más difícil la recuperación de los reinos italianos y de las islas, tanto Cerdeña como Menorca.

Y mientras especulaban con la paz futura, durante el mes de mayo, como consecuencia de la muerte del emperador, los asuntos de la guerra en España habían quedado parados. Los austríacos deseaban que su nuevo emperador dejara Barcelona lo antes posible y embarcara rumbo a Viena, pero Carlos VI se resistía a partir, comprendiendo que si lo hacía ahora, eso equivalía a reconocer que España era para Felipe V, de facto. Además, estaba claro que el pequeño territorio peninsular que estaba bajo su dominio no iba a poder mantenerse sin el concurso de los aliados. Austria tampoco tenía recursos para seguir con una guerra que estaba tan lejos de su territorio sin el apoyo de la marina británica, contra Francia y España, que en realidad podía derivar si los asuntos militares se complicaban, con la completa recuperación de las posesiones italianas de España por Felipe V.

Y de hecho, esto no era algo tan imposible. El nuevo emperador fue informado de que en Nápoles se estaba produciendo una revuelta contra los imperiales, a la muerte de José I, que había dado lugar a duras represalias contra los nobles, fieles al rey Felipe V. En la revuelta, el anciano príncipe de Castelferrato había usado de todo su prestigio para provocar un vuelco en las conciencias de los napolitanos y se habían creado dos facciones que habían entrado en lucha, dando lugar a muchas muertes, lo cual había preocupado a Carlos VI y dado nuevas esperanzas a Felipe V, que sólo podía verlo desde la distancia, porque no tenía soldados ni barcos que enviar.

La marquesa de San Antonio tenía a la reina puntualmente informada de cuanto acontecía en Nápoles, de primera mano. De hecho, las cartas de su suegro, el príncipe de Castelferrato, la asustaban mucho porque mostraban que el anciano señor había encontrado una causa por la que parecía querer entregar la vida y Antonia temía, cada día más, recibir las nuevas de Nápoles, porque parecía que la rebelión estaba siendo muy sangrienta y porque sabía que, si algo le pasaba al anciano príncipe, no habría fuerza que impidiera que su esposo, el conde de San Carlos, y su cuñado, el conde de Galeano, acudieran a Nápoles a vengarlo.

Y en efecto, la temida noticia llegó con una escueta y triste carta del hermano del príncipe, don Gregorio Castelli. En ella, el buen señor les contaba con dolor que el hermoso palacio de Castelferrato en Nápoles había sido quemado hasta los cimientos, con todo su contenido, y que el marqués de Capizzi, el hijo primogénito del viejo príncipe, había muerto intentando impedirlo y que el anciano príncipe estaba agonizando, tras haber recibido también un disparo en la cabeza, en su casa. Antonia comunicó a la reina, en medio de lágrimas, que su esposo y su cuñado deseaban recibir la licencia del ejército, ahora que las operaciones militares estaban paradas, para acudir a enterrar a su padre y vengar el honor de la familia. Y aunque anhelaba con todo su corazón que la reina se lo impidiera, sabía que no podía pedírselo a su amiga. Si lo hacía, mantendría a su esposo en España pero le perdería para siempre, porque para él el honor de la familia era lo primero y las ofensas de sangre eran algo que sólo la misma sangre podía lavar. Antonia tendría que aceptarlo, como lo hacían todas las esposas de los napolitanos.

María Luisa Gabriela comprendió lo profundo del drama de su amiga. Nápoles era, en verdad, el último sitio al que le gustaría enviar a alguien que amaba y menos aún en la situación presente, siendo los dos condes, el uno esposo y el otro viudo de dos grandes de España y coroneles del ejército de Felipe V. Sólo un milagro podía evitar su muerte violenta en ese reino, donde los enemigos de la corona española tenían de nuevo el poder y lo estaban ejerciendo con la mayor dureza.

El rey les dio la licencia, con pena, comprendiendo que la partida de los dos jóvenes condes era casi una despedida definitiva. Ellos también lo sabían, pero estaban dispuestos a morir por sus principios y su honor. Desde luego, procurarían vengar a su padre y a su hermano antes de entregar la vida. Eso era lo que les guiaba: el deseo de matar a los asesinos del príncipe de Castelferrato y del marqués de Capizzi. Ya sabían quiénes eran. La última carta de su tío, don Gregorio, les decía que el artífice de la muerte de su padre y hermano era el duque de Cathólica, un gran señor, con dos hijos muy belicosos, que antaño habían sido buenos amigos de la familia y defensores del dominio español de Nápoles, pero que se habían pasado en la guerra al bando imperial y ahora, en la rebelión, habían sido los jefes de la facción defensora de Carlos VI.

A mediados de mayo partieron los dos condes con destino a Valencia, desde donde iban a embarcar hacia Nápoles. La marquesa se quedó muy triste, pero pronto sus preocupaciones se doblaron, cuando su amiga, la reina María Luisa Gabriela, que llevaba dos meses muy delicada de salud, se puso peor y de nuevo comenzó a sufrir terribles migrañas, fiebres e inflamación de ganglios, pero esta vez la sangre de paloma y los baños de leche de burra y de mujer no sirvieron de nada.

El rey estaba también muy preocupado por la salud de la reina que cada día era peor y la visitaba muy frecuentemente; después de la misa, del despacho y de la comida, procuraba entretenerla contándole anécdotas del día para hacerle más llevaderos sus dolores. Seguía durmiendo con ella cada noche, a pesar de su enfermedad, cosa que ellos veían como algo normal, ya que las fiebres de la reina no parecían ser contagiosas y el rey se acostaba en su misma cama y hacía el amor con ella todos los días, sin haber contraído su mal, desde que las fiebres aparecieron con el segundo parto hacía ya casi dos años.

La princesa de los Ursinos y los miembros de la corte estaban habituados a esta proximidad íntima de los reyes, pero no era ése el caso del embajador francés, duque de Noailles, quien consideraba algo inapropiado y peligroso que el rey se acostara con la reina, mientras ella estaba enferma. Aguantó un tiempo sin decir nada, pero un día ya no pudo contenerse más, y durante una de sus audiencias privadas, aprovechando la confianza que creía tener con Felipe V por ser un viejo amigo del fallecido padre del rey, se atrevió a sugerirle, en tono de confidencia, que tomara una manceba entre la servidumbre de la reina para aliviar a ésta de la necesidad de cumplir sus deberes maritales. No sabía el duque francés en que avispero se había metido al tocar ese asunto prohibido, pero pronto iba a comprenderlo.

—¿Cómo os atrevéis a hacerme tal sugerencia, embajador? —le dijo el rey, indignado, marcando el tratamiento formal como hacía cada vez que algo le molestaba.

—Sólo lo hago por el bien y la salud de su majestad, la reina —insistió Noailles.

—De la salud y el bienestar de la reina, el mayor interesado y quien más se preocupa somos nos, duque. No necesitarnos consejos de nadie al respecto y por eso no los pedimos y nos molesta recibirlos.

—Pero, majestad, la mancebía es algo normal que siempre ha acontecido. Vuestro propio abuelo…

—No sigáis por ese camino, duque —dijo el rey, con tono helado, sintiendo por dentro una rabia profunda—. Nos somos muy distintos de nuestro abuelo. Vuestra proposición nos parece profundamente indecorosa. Nos guiamos siempre por los principios de la religión católica y por el profundo amor que tenemos a la reina, y nos negamos a quebrantar los primeros y a mancillar la pureza del segundo. Le hemos sido, le somos y le seremos absolutamente fiel a la reina hasta el día de su muerte y cualquiera que procure que nos quebrantemos ese voto, que es el más importante en nuestra vida, nos ofende como persona y como rey de España.

—En ningún caso pretendía ofenderos, majestad —dijo el duque de Noailles, sorprendido al darse cuenta de que el rey estaba demasiado serio.

—Pues lo habéis hecho. Podéis retiraros, ahora. No tenemos nada más que deciros, embajador. —Y esperando que el duque comprendiera que estaba furioso con él por su osadía, le dio la espalda, con toda conciencia, hasta que salió de la sala de despacho.

Inmediatamente después de salir el duque de su gabinete, Felipe V escribió una rápida carta al rey de Francia pidiéndole que llamara a Noailles a Versalles, porque no deseaba tenerle más como embajador en España y luego, tras ordenar que saliera inmediatamente, se dirigió hasta los aposentos reales, donde halló a la reina en el lecho, pero de mejor ánimo y sin dolor de cabeza, lo cual le llevó a relatarle con todo detalle la audiencia del duque de Noailles.

María Luisa Gabriela también se indignó con el embajador francés, cuando el rey fue contándole lo que le había dicho, palabra por palabra. Lo que Noailles no podría entender nunca, probablemente porque escapaba de la mayoría de las personas de alta cuna, acostumbradas a hacer siempre «lo conveniente», según el modelo de Versalles, era que la reina amaba profundamente al rey y le gustaba que el rey la deseara, igual que siempre, y que le hiciera el amor cada noche, a pesar de que estaba enferma. Incluso cuando se sentía peor, María Luisa Gabriela le recibía en el lecho con amor y le abrazaba con sus mermadas fuerzas, sintiendo que cumplía con su deber de esposa. A la par, saber que satisfacía al rey, que seguía disfrutando de sus encuentros sexuales con ella, como siempre, la hacía sentirse menos culpable por su mala salud. Que el rey siguiera queriéndola y respetándola, como el primer día, con o sin enfermedad, le daba ánimos y vida. Para ella, el amor de Felipe V era su norte y en esa dirección estaba orientada toda su vida. Por ese amor había luchado en los momentos malos, sin desfallecer, y seguiría haciéndolo hasta que se le acabaran las fuerzas. Por eso, el caso de Noailles les ofendió tanto a los dos; porque se había entrometido en la esencia misma de su unión. Y María Luisa Gabriela era muy resolutiva cuando algo la ofendía. Siempre procuraba cerrar el asunto de modo definitivo y lo antes posible.

—Os ruego que escribáis a vuestro abuelo pidiéndole que le retire de Madrid —dijo al rey, sintiendo una rabia creciente dentro de su pecho.

—Ya lo he hecho, Luisa. En cuanto salí del despacho, escribí a mi abuelo, pidiéndole que lo llamara, sin darle más explicaciones. No quiero volver a verle.

—Pues yo tampoco. Que no se moleste en intentar visitarme porque no le recibiré nunca más. ¡Qué falta de pudor! ¡Qué falta de cortesía hacia nosotros! No puedo entenderlo.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo. Noailles no nos entiende y lo peor es que se cree que sí. Por eso, como no debemos tener un embajador que se equivoque tanto con nosotros, lo mejor es que mi abuelo nos envíe a otro. Espero que el gran rey nos encuentre a alguien que esté más en la línea de Amelot. Ése sí que fue un gran embajador y un excelente servidor de la monarquía.

—Qué pena que no regrese a Madrid, esposo mío. Pedídselo al rey, vuestro abuelo.

—Creo que no nos lo concederá. Parece que el buen hombre está muy contento en su nuevo destino.

—¿De verdad creéis que no querría regresar a España?

—Pienso que considera cumplido su tiempo aquí. Además, en realidad, si lo pensamos un poco, quizás sea mejor no tener un ministro francés tan poderoso, por popular y querido que fuera antaño. No hay que olvidar que los españoles en realidad no gustan de ser gobernados por extranjeros, aunque éstos lo hagan bien. Creo que con la princesa de los Ursinos, como influencia francesa en España, basta por el momento.

—Espero que Ana María no os haya ofendido. Lo sentiría mucho.

—No, en absoluto, Luisa. Cada día confío más en ella y en su increíble olfato político. La princesa de los Ursinos es realmente muy útil para nos, porque nos hace ver cosas que, de otro modo, quedarían ocultas. Tiene buen ojo, excelente criterio y una cualidad que considero absolutamente infrecuente.

—¿Cuál es esa cualidad que tanto valoras en ella, mi rey?

—La de no desear figurar. Prefiere sugerir y que nosotros hagamos. Así es como actúa siempre y ése es el modo más conveniente para el prestigio de la corona. Le gusta ejercer el poder, pero desde la sombra, y por eso Ana María nos es esencial, pero fuera de ella podemos prescindir del resto. Algunos de los nuevos secretarios son buenos ministros, sobre todo el marqués de San Felipe y Macanaz, pero ni de lejos tienen la sabiduría y la intuición política de la princesa. En verdad, es una gran suerte para nosotros tenerla a nuestro lado y me alegra mucho que me insistieras para que pidiera a mi abuelo su retorno. En estos años nos ha librado de muchos males; probablemente, muchos más de los que imaginamos.

—Yo siempre lo he sospechado. A veces, he pensado que me ocultaba cosas para no preocuparme, pero sé que lo hace por mi bien. Confío plenamente en ella. Desde el principio así fue y no te puedes imaginar cómo se portó conmigo en Burgos: cuando no teníamos dinero, ella empeñó sus joyas, su vajilla, a mis espaldas, para que yo pudiera vivir con dignidad. Sólo por Antonia me enteré de todo eso. Ana María es una gran dama y, además, tiene muchas de las cualidades de un hombre de Estado.

—Y su red de espías es realmente buena. Sólo el descubrimiento de las conspiraciones de nuestro primo, el maldito duque de Orleans, que Dios, confunda por su perfidia, y la del duque de Medinaceli hace que valga su peso en oro.

—No te olvides, esposo mío, de la del marqués de Leganés o la anterior, del conde de Cifuentes, ese maldito traidor que tanto ha luchado contra nosotros en el bando del archiduque.

—No olvido nada, Luisa. Por eso, Ana María también tendrá su recompensa en la paz. Voy a conseguir para ella un pequeño territorio en la frontera de Flandes con Francia, como principado independiente. Creo que se lo ha ganado a pulso, con sus servicios a la monarquía española y su devoción a tu persona.

—Me parece una idea excelente, Felipe. Además, eso conseguirá halagar su ambición; porque probablemente, un principado soberano es una de las pocas cosas que, en verdad, pueden hacerle ilusión a la princesa de los Ursinos. No he visto a nadie tan capacitado como ella para reinar. Te confieso, entre nosotros, que no sé cómo tu abuelo, que la conocía desde hace tantos años, no se enamoró de ella. Debería haberse casado con ella, en segundas nupcias, en lugar de ese matrimonio secreto, morganático y casi vergonzante con madame de Maintenon. Ana María le da mil vueltas a la consorte secreta de tu abuelo, que, además, tiene un origen bastante humilde.

—Era la viuda de un poeta no demasiado notable; un tal Scarron.

—En cambio, Ana María, es de las mejores familias de Francia, hija y hermana de un duque, y de una inteligencia, una prestancia y un encanto absolutamente fuera de lo normales.

—La Maintenon es también una persona inteligente y muy guapa. Y ha sabido aprender a manejar la grandeza y a tolerar los desvíos de mi abuelo.

—Sí. La verdad es que tu abuelo va dejando hijos por todos lados. ¿Cuántas mujeres pueden vanagloriarse de tener un hijo suyo?

—Bastantes, desde luego. En eso no me parezco nada a él.

—No sabes lo que me alegra. Me moriría si me fueras infiel.

—Eso no acontecerá, Luisa. Ya lo sabes.

—Sí. Lo sé y eso me conforta en mi enfermedad.

—¿Qué me decías al respecto de mi abuelo y la princesa de los Ursinos? —dijo el rey, recuperando el tema de conversación anterior, al ver que la reina se estaba poniendo algo melancólica.

—En fin, que me alegra mucho que Luis XIV se la dejara escapar. Así hemos podido tenerla nosotros en España. De verdad, Felipe, a veces creo que le debo todo mi prestigio. Me ha aconsejado tan bien, cuando tú no estabas: cómo tratar a los ministros; cómo vestirme en cada ocasión; qué decir, cómo hacerlo, cómo hablar al pueblo, cuándo hacerlo. Yo era una reina niña, sin experiencia de la vida, y ella me ha ayudado a ser una soberana muy querida de su pueblo. Eso, mi amado esposo y señor, no hay con qué pagarlo.

—Sí, Luisa. Es cierto que la princesa te sirve bien. Está claro que aquí ha encontrado su lugar ideal, a tu lado. Tiene todo el poder que le da su inteligencia despierta y el que sepamos valorarla. Por eso está tan cómoda contigo; pero no te minusvalores. Tu carisma es tuyo; tu gracia, tuya, y tu enorme corazón también es tuyo. Eso es lo que te hace ser una gran reina; lo demás es circunstancial.

—Te agradezco el cumplido, Felipe. Es muy hermoso, más viniendo de ti, a quien quiero con todo mi corazón. De todos modos, siendo realista, te confieso que no podría pasar sin ella. Aparte de ti, mi rey, sólo Ana María y mi amiga Antonia Frattini son capaces de animarme en mis peores momentos y últimamente, por desgracia, tengo muchos.

—Pues creo que va siendo hora de cambiar de aires. ¿No querías hacer unas nuevas obras en nuestras habitaciones del alcázar? Pues que se hagan. Acaba de llegar una nueva remesa de plata de las Indias y reservaremos un poco para que tú estés más cómoda. Te lo mereces, después de tantos años de sacrificios, y si te parece, iremos a pasar el verano a Corella. Lo he consultado con los médicos y me han dicho que el aire de la montaña te irá bien. Si te apetece y das tu visto bueno, la semana que viene saldremos de Madrid y nos dirigiremos a Navarra.

—La verdad es que me apetece el cambio de aires, pero me siento tan débil, Felipe. El viaje me asusta.

—No te preocupes por eso, Luisa. Ordenaré que preparen la más cómoda de las carrozas, con un elevado y confortable lecho para ti. Así, podrás ir echada mientras ves el paisaje, sin fatigarte. Y además, te acompañarán tu amiga Antonia y la princesa de los Ursinos para animarte y cuidarte. Y yo iré a caballo, a tu lado. Será un movimiento de toda la corte, como antes hacían los reyes, nuestros antepasados.

—No sabes cómo me emociona el modo en que me cuidas, esposo mío.

—Es mi placer y mi deber, Luisa. Lo juré ante el malhumorado Patriarca de Indias. ¿Te acuerdas?

—¿Cómo me voy a olvidar? Y pensar que te dejé en la puerta de la habitación esa noche. ¡Qué niña malcriada! ¡No entiendo cómo me lo toleraste! Debiste echar la puerta abajo y darme una lección.

—¡Dios mío! Eres más severa que yo. Parece que aquello fue hace cien años. Hemos vivido tantas cosas; tantos momentos felices y tantos momentos duros… Pero aquí seguimos, al pie del cañón. ¿No te vas a rendir ahora, verdad, Luisita?

—Sabes que no, Felipe. Mientras tenga un ápice de fuerza, lucharé para recuperarme. Quiero seguir a tu lado muchos años; ver crecer a nuestro hijo y darte otros más.

—Me alegra oírlo. Hazlo por ti y también por nosotros. Te quiero y te necesito y no desearía que me dejaras solo. El trono sería un lugar muy solitario sin ti.

—No lo pienses siquiera, mi señor. Me voy a poner bien. Te lo prometo.

—Es palabra de reina. La tienes que cumplir.

—Así lo haré, majestad. ¿Queréis honrar ahora el lecho de esta pobre enferma? —dijo coqueta.

—No me lo tendrás que proponer dos veces, Luisa. Será un placer.

Y tras ordenar que nadie los molestara, los reyes de España estuvieron demostrándose el uno al otro que el embajador de Francia se equivocaba de modo rotundo cuando había propuesto al rey que tomara una amante. El rey de España no necesitaba más amante que su esposa.

* * *

En junio, la corte entera se fue a Corella. El embajador francés duque de Noailles no volvió a ser recibido por el rey ni por la reina, ante su asombro. Se buscó una excusa plausible para justificar su retirada, que se produjo lo más rápidamente que se pudo, para evitar lo falso e incomodo de su posición, porque los reyes de España no querían volver a verle.

En Corella, tras unas semanas de buena alimentación, paseos, baños y aire puro de montaña, la reina se iba encontrando mejor. Poco a poco, día tras día, su rostro recobró el color sonrosado tan característico en ella; subió algo de peso y su humor mejoró notablemente, al tiempo que los dolores de cabeza cesaron, para alegría del rey y de la corte.

En julio, cuando estaban disfrutando una temporada apacible y agradable, llegó la terrible noticia de la muerte de los dos hermanos Castelli, que acabó con la intranquila espera de la marquesa de San Antonio, que, de ese modo tan frío, se enteraba de que acababa de quedarse viuda. La carta la escribía el hermano del príncipe, don Gregorio Castelli, que milagrosamente parecía haberse quedado fuera de la espiral de violencia que había acabado con toda su familia. Los condes de Galeano y de San Carlos habían sido muertos en dura lucha, espada en mano, tras haber acabado con la vida del duque de Cathólica y de sus dos hijos, a manos de los parientes de éstos. Curiosamente, Antonia se tomó la noticia con bastante estoicismo. Organizó un funeral por su esposo y por su cuñado y se vistió de luto riguroso, pero su rostro tenía una expresión serena, que llamaba la atención porque nadie la había visto hacer un gesto ni un aspaviento en público. Salvo cuando estaba con la reina, iba con el rostro cubierto con un velo, como si quisiera alejar el mundo de su persona y dejó de asistir, como era costumbre, a todos los actos lúdicos, sin que pareciera costarle ningún esfuerzo. María Luisa Gabriela la interpeló directamente, no acabando de creerse que estuviera bien. Le preocupaban los excesivos silencios de su amiga, que cada vez hablaba menos. Por eso, un día, decidió salir a pasear sola con ella para hablar sin testigos.

—Dime de verdad cómo estás, querida amiga. Sabes que no debes ocultarme nada —dijo la reina mirándola fijamente a los ojos y escudriñando su rostro.

—Pues la verdad, Luisa, es que me pasa algo muy raro —respondió la marquesa de San Antonio, manteniendo sin dificultad la mirada de sus claros ojos azules sobre los oscuros de la reina.

—Explícate, Antonia. Deseo comprender lo que sientes.

—Pues verás, Luisa. Sé que, en lo profundo de mi corazón, yo ya había asumido que Rinaldo, mi esposo, iba a morir desde el día que se marchó. No me preguntes por qué, pero lo sabía. Cuando le besé y le miré a los ojos, en ellos vi danzar la muerte. Y lo que es más, te puedo decir que también él lo sabía perfectamente y lo aceptaba. Las reyertas familiares italianas, por lo que a mí me había contado al respecto de las de otros amigos o parientes, siempre acaban con la muerte de toda una familia, hasta el último vástago directo. Parece que la obligación de vengar la ofensa pasa de padres a hijos y nietos, y así sucesivamente, hasta que uno de los linajes consiga acabar del todo con el otro. Y por eso, porque me he sentido viuda desde hace ya dos meses, no me has visto sufrir tanto. Mi serenidad arranca del hecho de que había asumido ya que él iba a morir y que nunca más iba a volver a verle. Pero me consuela el hecho de que le he querido mucho y ese amor lo guardo para siempre en mi corazón.

—Debe ser terrible, Antonia. Lo siento por ti, porque has perdido un buen esposo y por ellos, todos los Castelli, porque eran gente de bien. Me duele que una familia como ésa haya tenido que extinguirse por esta maldita guerra. El príncipe era alguien especial y sus hijos, todos tenían carácter. Y ahora, por culpa de una venganza, hete aquí, viuda y sin descendencia.

—Eso no me importa, Luisa —dijo con voz serena—. Lo he pensado mucho y si los hijos no han venido, es probablemente porque no debían hacerlo. Yo acepto mi situación y me resigno. No volveré a casarme.

—¿Qué dices? Eres muy joven. Hay muchos españoles que te pretenderán.

—No. De verdad. No quiero hacerlo. Soy mujer de un solo hombre y tuve a uno que lo era de verdad. No podría entregarme a nadie más. Sólo de pensarlo, me dan escalofríos. Me quedaré a tu lado mientras tú lo desees, cuidándote mientras estés enferma, y luego, cuando te repongas del todo, si te parece bien, me gustaría entrar en un convento y pasar allí, en oración por mi esposo, mi hermana y por todos vosotros, el resto de mis días.

—Creo que eso es algo demasiado serio y definitivo para que actúes sin haberlo meditado profundamente, Antonia. Aún estás muy afectada por el golpe de la pérdida de tu esposo y no creo que sea el mejor momento para tomar una decisión como ésa.

—Puede que tengas razón, Luisa. Dejaremos correr un poco el tiempo. De todos modos, de momento, creo que me necesitas todavía. Para mí, ahora, eso es lo único importante. Una vez muertos mi esposo, mi hermana y su hijo, sólo me quedas tú; el resto del mundo es sólo vanidad, y a mí la vanidad hoy por hoy me sobra.

—En verdad, Antonia, tus palabras suenan serenas y siento que tu espíritu lo está también, como cuando uno alcanza a vislumbrar la respuesta de una cuestión que se nos resiste mucho; pero será mejor que esperemos un poco, para que tu decisión madure. Yo te necesito, en efecto, a mi lado y me temo que mientras viva no dejaré de hacerlo, así es que tu decisión tendrá que posponerse por un tiempo.

—Todo el que sea menester, si es por ti, Luisa. Y desde luego, te confieso que me sorprende la enorme paz interior que siento y no sabes lo que la agradezco. Mi sentir de ahora no tiene nada que ver con el terrible dolor que me desgarró el alma cuando murió la pobre de mi hermana Ana y mi sobrino. Entonces no encontraba sosiego ni paz, ni de noche ni de día, y me consumía un dolor que arrancaba de mi incapacidad para comprender por qué había pasado algo así a una persona como ella. Ahora, la cosa es muy diferente. Siento que mi esposo ha entregado su vida con honor, cómo vivió por algo en lo que creía. Pienso que fue feliz conmigo, como yo lo fui con él, y eso es más de lo que muchos tienen en toda su vida.

—Claro que te quiso mucho, Antonia —dijo la reina, alegrándose no poco de haberle ocultado en su día, para evitarle sufrimientos innecesarios, la aventura que su esposo tuvo con la cantante italiana—. El conde de San Carlos siempre te amó. Eso no lo dudes nunca.

—No lo hago. Por eso me siento tan en paz conmigo misma. Intenté ser una buena esposa y él también fue un buen marido. Nos amamos, aunque no tuvimos hijos; ésa es mi pena. Ahora me quedan los recuerdos, y de ellos viviré. En adelante, lo único que me interesa es tu completa recuperación, Luisa; tu felicidad y ver crecer al príncipe de Asturias y al resto de hijos que Dios tenga a bien enviarte, a tu lado, si me quieres contigo.

—Para mí nada puede ser mejor. Sólo en ti y en Ana María confiaría mi vida.

—En buenas manos la dejarías, porque yo te la ofrecería con todo el amor si la necesitaras.

—Soy muy afortunada. Dios me ha dado un excelente esposo, un hijo precioso y dos grandes amigas; si no fuera por mis males, no podría ser más feliz.

—Los males que te aquejan se curarán, Luisa. Ten fe. Yo rezaré para que la Virgen se los lleve para siempre y te sane por completo.

—Tengo mucha fe, Antonia. Pero a veces, cuando son tantos y tantos días con fiebres, con insoportables dolores de cabeza, con náuseas y vómitos, con mareos, que no me dejan levantarme, te confieso que me entran ganas de rendirme.

—No lo hagas, por favor. El rey te necesita; tu hijo el príncipe, también.

—De momento, aguanto y lucho. Ahora me siento de nuevo bien. Y con la mejoría, me vuelve el buen humor, la ligereza de espíritu, el deseo de disfrutar de la vida; pero cuando mi vida se transforma en una corona de dolor que me oprime constantemente la cabeza, me aplasta en el lecho y no me permite ni abrir los ojos, entonces te aseguro que no se cambiaría por mí, con todo lo que tengo, ni la más humilde de las pastoras, porque te aseguro, amiga mía, que estoy pagando por el privilegio de sentarme en un trono como pocas reinas lo hicieron antes que yo, con lágrimas de sangre, ahogadas en la soledad de la alcoba real, para que nadie las pueda ver; para que nadie pueda sospechar que la reina de España, a veces, no puede ni con su alma. Y aun así, sigo resistiendo y me sobrepongo, una y otra vez. Pero ¿hasta cuándo podré resistir?

—Mi querida Luisa, hasta que Dios lo disponga. Cada cual llevamos nuestra carga. Yo llevaré la mía con dignidad, casi con agradecimiento, sabiendo, después de lo que me acabas de decir, lo pesada que es la tuya. Y no tengo ni que decirte que si necesitas mi hombro para llorar y mi brazo para apoyarte, cuando te flaqueen las fuerzas, tuyos son. A cualquier hora del día o de la noche, para lo que sea menester, mi persona está a tu servicio.

—Me emociona tu generosidad.

—Dirás mi egoísmo, Luisa. No tiene ningún mérito darse a quien uno quiere de veras. Es un gran placer, el mayor que una puede tener. Meritorio es lo que hacen los monjes franciscanos que vimos en aquel hospital, que curan a los enfermos, llagados y vagabundos; hay mérito en los que se entregan a quienes no conocen o a aquellos que, incluso, les odian. Ésos sí que son dignos de encomio. Yo no. Sólo soy una pobre y débil mujer, a la que el destino ha golpeado duramente, pero que tiene la amistad de una gran reina.

—¡Para ya, Antonia! ¡Yo te quiero tanto como tú a mí! Me alegra haber tenido esta conversación contigo.

Creo que a las dos nos ha venido bien abrir el fondo de nuestros corazones.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo. Luisa.

—Y ahora disfrutemos del día, que es precioso. Andemos un poco y respiremos este aire tan rico, que es de pura vida, amiga mía —dijo tirando de Antonia y llevándola hacia el bosque cercano.

* * *

Los meses del verano pasaron deprisa. La reina se sentía bien en aquel lugar. Habían desaparecido los dolores de cabeza y los mareos durante las últimas semanas y hasta los ganglios del cuello se habían desinflamado casi por completo. En septiembre, además, llegó a Corella una noticia que hizo que los reyes se pusieran de excelente humor: el emperador Carlos VI había abandonado por fin Barcelona para ir a coronarse emperador de Austria y, aunque había dejado en la ciudad a su esposa la emperatriz Elisabeth con el conde de Starhenberg, aquello sonaba a retirada, por más que estuvieran intentando disfrazarlo.

La noticia fue un espolonazo de actualidad en la vida idílica que estaban llevando en la localidad navarra. El rey decidió entonces, de acuerdo con María Luisa Gabriela, que era el momento de retornar a la capital. No había que olvidar que aún seguían en guerra, aunque ésta estuviera dormida, y que había que preparar la paz y reconquistar lo que quedaba de Cataluña, ahora en manos de la emperatriz. No obstante, el retorno a Madrid se preparó sin prisas.

En octubre, los reyes salieron de Corella con toda la corte. En lugar de entrar directamente en la capital, se dirigieron a Aranjuez, disfrutaron de un par de semanas de intimidad, mientras se concluían las obras que estaban teniendo lugar en sus aposentos del Real Alcázar. La corte con la princesa de los Ursinos al frente, retornó a la capital y Madrid recobró la normalidad, que sólo esperaba para sentirse completa que Felipe y María Luisa Gabriela regresaran a su ciudad.

Pero los reyes estaban disfrutando de unas semanas muy especiales para ellos. La recobrada salud de la reina les había permitido renovar muchos de sus antiguos juegos, en el escenario de aquel palacio hermoso que habían conocido, en la única entrevista mantenida con la reina viuda, Mariana de Neoburgo en 1703, y que ahora les prestaba cobijo. Era muy cómodo porque estaba tan cerca de Madrid, que si era necesario podían llegar en muy poco tiempo y, a la par, eso les permitía relajarse y disfrutar del principio del otoño en ese paraje idílico bañado y enriquecido por el Tajo.

El rey hizo que le llevaran allí la hermosa barca dorada que había encargado a un excelente taller después de la primera visita al palacio. María Luisa Gabriela se quedó encantada al verla por primera vez. Estaba ricamente tallada, al más puro estilo Luis XIV, con elegantes volutas que se retorcían y resaltaban de un modo estudiado, produciendo una sensación de gran belleza. Los asientos de la parte de atrás eran confortables y estaban acolchados, para hacer menos incómodo el sentarse sobre la madera, y los habían tapizado en una hermosa seda azul borbón. También había almohadones para los pies, que hacían confortables los largos paseos que los reyes gustaban de hacer, conducidos por un barquero, y gozando en silencio, de la mutua compañía, del ruido suave del agua, de los cantos de los pájaros, del ruido de la brisa suave y fresca y del salto ocasional de las carpas, intentando capturar algún insecto incauto que volaba demasiado cerca de la superficie del río.

Felipe y María Luisa Gabriela gustaban también de visitar los jardines, donde algunos rosales estaban dando una segunda floración, tras los calores del estío, antes de la llegada de los fríos, que en ese año estaban posponiéndose, como si quisieran permitir a los reyes disfrutar de unos últimos días de temperaturas suaves. A veces, cuando el rey se ocupaba de asuntos de Estado, la reina salía con la marquesa de San Antonio a pasear, mientras los árboles comenzaban a dejar caer, perezosos, las primeras hojas que anunciaban su descanso vegetativo.

Aquellos días de serenos paseos por los jardines de la isla, de meriendas campestres, alternados con recorridos inesperados por todos los rincones del palacio, para escudriñar sus secretos y descubrir hasta el último de sus tesoros, fueron un regalo del cielo para los reyes y sus personas más allegadas. El otoño con sus luces vagas y sus resplandores rosados y azules, al atardecer, que anuncian el acortamiento de los días, parecía mecerles en una bruma inmaterial, donde la felicidad perfecta era casi posible. Y el amor de los reyes, firme y entregado, apasionado y joven, les haría engendrar, en aquellos días de paz, un nuevo vástago.

La lluvia de finales de octubre regó de nuevo las sedientas planicies de Castilla, que la esperaban impacientes y resecas, tras el largo estío, y en pocos días, obedeciendo la llamada de los duendes del otoño, los feraces campos se olvidaron de las gamas de amarillos y ocres, que habían regido el paisaje del verano, para teñirse de verde; verde de hierba joven; de brote nuevo; verde de trigo, de esparraguera salvaje, de avena loca, de zarcillo de fresa; verde de vida y de esperanza.

Sabiendo que no podían prolongar durante más tiempo su estancia en Aranjuez, tras el mensaje de la princesa de los Ursinos de que todo estaba preparado en Madrid, decidieron regresar, llenos de alegría. La reina entró primero en la ciudad, con sus damas, y fue recibida con el cariño de siempre, con ovaciones, piropos y gran gentío, pero la entrada en Madrid del rey, el 16 de noviembre, fue el acto más emotivo que éste jamás había presenciado.

Los madrileños estaban verdaderamente orgullosos de él y querían demostrarle lo que sentían, en vivo, con ruido y algarabía, luces y vivas que atronaron los aires fríos de la capital, que el calor de los corazones incendiaba. Felipe V, el rey animoso, entró a caballo, en blanco palafrén, con el collar del Toisón de Oro al cuello y banda azul y la cruz de la orden del Espíritu Santo. Era un rey apuesto, joven y fuerte, triunfante en la guerra y señor de la futura paz; el rey que todos querían y que se había ganado su corona con mucho sufrimiento. Tardó horas en llegar desde la Puerta de Toledo hasta el alcázar, porque no le dejaban pasar de puro gentío que se acumulaba para verle, saludarle y festejarle y, por una vez, él, que era de natural tímido, aunque no lo pareciera, y poco dado a los alborotos y ruidos fuertes, a su alrededor, se dejó llevar por el entusiasmo y disfrutó del recibimiento, tanto como su pueblo.

Los meses de noviembre y diciembre pasaron deprisa, como siempre que hay un tiempo de bonanza tras una tempestad. En el Real Alcázar de Madrid, los reyes se sorprendieron de las novedades que la princesa les tenía preparadas, que afectaban fundamentalmente a los apartamentos que daban al patio del rey. Las obras, encargadas por la princesa, habían hecho que el conjunto de habitaciones lóbregas y oscuras, del lado del patio de su majestad, previas a la sala de audiencias del rey, se hubieran transformado casi de modo milagroso en una hermosa serie de antesalas, decoradas a la francesa, con mobiliario venido de París, de factura impecable. Estas habitaciones nuevas comunicaban directamente la sala de audiencias del rey con la sala de los grandes.

Felipe V y María Luisa Gabriela alabaron el resultado de las obras que mejoraban los apartamentos reales y la princesa de los Ursinos se mostró muy ufana del resultado, porque había sido muy complicado rehacerlo todo y en tan poco tiempo. Además, los había dotado de un espléndido suelo de madera, una verdadera innovación en el alcázar y en España, donde los suelos de los palacios seguían siendo en gran medida de barro cocido o de mármol, en las zonas más nobles. Esta innovación, tan del gusto francés, dio a las habitaciones del alcázar un aire más cosmopolita y sería luego muy imitada, por su belleza y calidez.

A pesar del invierno, la reina reanudó sus paseos, las visitas de conventos, las fiestas y los saraos. El rey daba sus audiencias, consultaba todo con la reina y la princesa de los Ursinos y disfrutaba del gobierno de sus Estados, que cada vez iban mejor, ya que se estaba consiguiendo el equilibrio de ingresos y gastos del Estado por fin, lo cual permitiría no estar siempre al borde de la bancarrota y dependiendo de las remesas de plata de Indias.

Madrid era una ciudad llena de vida y muy activa, sobre todo tras el regreso de la corte. Parecía que, por fin, los reyes podrían disfrutar de las fiestas navideñas de 1711, en paz, en el Real Alcázar de Madrid. Y, además de paz, tuvieron alegría, porque en navidades el nuevo embarazo de la reina se hizo público y la noticia fue como un regalo de Navidad para los reyes y alegró los hogares de los castellanos. Era bueno que María Luisa Gabriela estuviera de nuevo encinta. Los reyes deben tener una familia suficiente, para evitar a los reinos problemas como los que habían llevado a la guerra de sucesión de la corona de España, y un buen número de infantes era la mejor garantía de continuidad, para los tiempos de paz que ya no podían tardar en llegar.