15

1710

Sanar a la reina

Las victorias de Brihuega y Villaviciosa

La corte estaba en Vitoria. El rey acababa de irse de la ciudad para unirse al ejército y la princesa de los Ursinos, viendo que la reina seguía enferma y que estaba cada día más desmejorada, con fuertes dolores de cabeza, inflamación de ganglios en el cuello y fiebres, hizo venir a la ciudad a una curandera de la montaña, que muchos en la ciudad conocían y decían que tenía un extraño poder de curación, para que mirara a su majestad y propusiera un remedio para sus males.

La vieja fue llevada a la residencia de la reina, escoltada por unos hombres de la princesa, y sin que le impresionara pasar por delante de tantos señores y damas de alcurnia, se llegó hasta los aposentos de la reina, donde María Luisa Gabriela estaba echada. La anciana dulcificó su rostro ante ella y, tras tomar su mano y besarla con devoción, miró a la reina con los ojos fijos y saltones durante unos largos instantes. Luego, haciendo una tosca reverencia ante su majestad, se retiró de la cámara y le dijo a la princesa en la antesala de la alcoba que, para aliviar sus males, María Luisa Gabriela tenía que realizar un tratamiento a base de sangre de palomas blancas, de leche de burra y de mujer. También le explicó cómo debía aplicarse la sangre y la leche y luego le pidió permiso para irse, sin querer cobrar nada. Por más que la princesa insistió en darle unos ducados de oro, la vieja no los aceptó, diciendo que ella no podía cobrar dinero por sanar a la reina y se retiró deseando que su majestad se recobrara pronto.

La anciana partió y la princesa insistió en que la reina siguiera el tratamiento. Para aplicarlo, tal y como dijo la vieja curandera, había que hacerlo sobre el cuero cabelludo rasurado. Habría que afeitar la cabeza de la reina, cuya cabellera cada vez era más débil y que estaba comenzando a caérsele, a mechones, y aplicar la sangre de las palomas recién muertas sobre el cuero cabelludo, dándole un suave masaje con la sangre, para que se fueran los malos humores del cerebro de su majestad. Luego, la reina debía bañarse en una mezcla de leche de burra y de mujer, templada, y mantenerse en ella durante un rato. La operación debía repetirse durante tres días seguidos para conseguir una rápida mejoría de su majestad.

A pesar de la resistencia inicial de María Luisa Gabriela, que no creía en supersticiones ni brujerías, la insistencia de la princesa de los Ursinos y el hecho de que cada día se sentía peor, la decidieron. Lo peor era lo de la cabeza, pero pensó que, quizás, al cortar del todo su maltrecha cabellera, se fortalecería, y mientras volvía a crecer, encargó que le hicieran unas pelucas que imitaban perfectamente su pelo, en el color y en la forma, y en cuanto las tuvo preparadas, aceptó el tratamiento como un remedio extremo, dado que en los días que siguieron, la cabeza parecía que le iba a estallar a veces y, en verdad, estaba muy preocupada porque las migrañas la dejaban absolutamente fuera de circulación. También tuvo que superar las reservas de su confesor, que le decía que aquello parecía más una ceremonia pagana que un remedio de la medicina, pero la reina le dijo que, no siendo pecado, si aquella cura la sanaba, bienvenida fuera la falta de ortodoxia de la cura. Su sentido práctico de la vida siempre acababa por prevalecer sobre cualquier otra consideración, de modo que a finales de noviembre decidió llevar a cabo el tratamiento descrito.

María Luisa Gabriela aceptó, no sin repugnancia, lo del masaje con la sangre de paloma en la cabeza y con mayor agrado el baño en la tibieza de la leche de burra y de mujer, que le hicieron sentirse como una nueva Cleopatra, como les decía con humor a la princesa de los Ursinos y a la marquesa de San Antonio, que eran las que se encargaron de ayudarla en este trance tan inhabitual, para evitar habladurías que, de todos modos, se produjeron inevitablemente, ya que la leche de burra y de mujer hubo que conseguirla en la ciudad. La reina apenas tenía ninguna esperanza de que aquello funcionara, pero curiosamente, el tercer día, tal y como dijo la anciana, de modo casi milagroso, dejó de tener las terribles migrañas que la obligaban a meterse en el lecho y desaparecieron también las fiebres, que llevaban semanas sin remitir.

Los ganglios seguían estando ahí, aunque menos abultados y no la molestaban apenas. Desde el día siguiente a la conclusión del tratamiento, pudo hacer una vida normal, lo cual las asombró a las tres. La princesa de los Ursinos y su amiga la marquesa de San Antonio se maravillaban de la completa recuperación de la reina y se alegraron mucho porque, en verdad, María Luisa Gabriela había pasado una temporada muy mala y los médicos ya no sabían qué hacer con ella, sin conseguir ningún resultado ni lejanamente parecido a lo que había logrado la cura con sangre de paloma y leche de la anciana.

El mes de diciembre entró con fríos vientos y cielos despejados, que provocaron severas heladas nocturnas en el norte de Castilla, pero la reina, contenta con su mejoría, salía a pasear por la ciudad acompañada de la princesa de los Ursinos o de su amiga la marquesa de San Antonio. A veces en coche, a veces a caballo, bien protegida del frío viento, que le encantaba que le hiriese el rostro, devolviendo el color sonrosado a sus mejillas, dejando que el pueblo la viera con su sonrisa eterna, siempre mostrando afabilidad y tranquilidad.

Pero eso era sólo por fuera. La procesión iba por dentro. Estaban en un momento decisivo de la guerra. La temporada de invierno estaba encima y pronto habría que suspender las hostilidades por el frío del invierno. Por eso, cada día, esperaban que llegaran las noticias del ejército. Esperaban que pronto se produjera un enfrentamiento armado, porque tanto el duque de Vendôme, al mando del ejército de las Dos Coronas, como los anglo-imperiales lo deseaban. Sólo el mal tiempo podía impedirlo y en Vitoria esperaban que esto no sucediera porque una victoria de última hora serviría para limpiar todo lo nefasto de la campaña de 1710, que había sido como un recordatorio de las derrotas de 1706 para los reyes de España pero con el agravante del abandono de Francia.

El día 9 de diciembre, la reina se despertó inquieta y sobresaltada. Se levantó de golpe, sin esperar a que vinieran a vestirla la princesa y Antonia y se puso a rezar en su oratorio portátil, que tenía una hermosa tabla de la Virgen con el niño de Carolo Crivelli, un magnífico pintor italiano que le encantaba mirar por la ternura de su gesto y que le provocaba una gran devoción. Luego, cuando llegó la princesa acompañada de la marquesa de San Antonio, oyeron misa en el oratorio de la casa y comulgaron las tres, y sólo después se pusieron a desayunar.

María Luisa Gabriela estuvo ausente e inquieta todo el día. Presentía que algo estaba pasando y pensaba que pronto iba a llegar un mensajero con noticias del frente, pero como pasaron las horas y el emisario no acababa de llegar, decidió salir a montar un rato, para calmarse, y Antonia Frattini, que también estaba nerviosa, se ofreció a acompañarla.

La reina aceptó encantada. Su amiga, la marquesa de San Antonio, estaba mucho más animada ahora. Después de la conversación que tuvo con ella en Madrid tiempo atrás, parecía haber reaccionado conforme esperaba de ella y había vuelto a arreglarse y a ponerse hermosa, como antes, y había regresado a palacio, donde acompañaba a la reina en muchas de las ocupaciones que eran ajenas al gobierno, como las visitas de conventos, de asilos y de iglesias y las veladas de canto, las obras de teatro italiano y los pequeños conciertos de cámara, así como los saraos de las grandes casas de la capital. No obstante, durante un tiempo, había parecido que todo lo hacía de un modo mecánico, como si en realidad nada le importara, aunque procurara disimularlo.

La ocupación de Madrid por el archiduque que había provocado el previo movimiento de la corte a Valladolid, parecía haberla vuelto a la vida de golpe; como si salir de Madrid hubiera sido el mejor modo de superar el drama de la muerte de Ana y su bebé, y la reina, que había visto producirse el cambio de un día para otro, se sentía contenta al ver que de nuevo era su amiga de siempre, aunque en el fondo se le hubiera quedado un punto de tristeza que nunca iba a perder.

Su esposo, el conde de San Carlos, había pedido al rey, en Valladolid, incorporarse al ejército junto a su hermano, el valiente conde de Galeano, y se le había dado el mando de un regimiento de caballería. Así pues, la marquesa de San Antonio tenía un especial interés en conocer las noticias del frente, por la suerte de las armas del rey y por la de su esposo. Por eso, comprendiendo perfectamente el nerviosismo de la reina, que compartía, estuvo encantada de salir a montar con ella. Estuvieron primero dándose una galopada que las hizo entrar en calor, en la fría pero soleada tarde, y luego continuaron al paso. Las seguía de cerca una escolta de una docena de jinetes de la guardia real, que —bien entrenados— nunca se separaban de la reina más que el espacio suficiente para permitirle una conversación privada.

María Luisa Gabriela se había quedado meditativa de repente. Las noticias de Madrid, recibidas esa misma mañana, la habían sorprendido. El duque de Híjar, que había sido antaño fiel partidario de Felipe V, había desertado y su esposa se iba con él, a servir a Elisabeth, la mujer del archiduque.

—¿En qué piensas, Luisa? Te veo muy ensimismada —dijo, hablándole con la familiaridad que usaban, cuando nadie las oía.

—Estoy muy dolida con la duquesa de Híjar. Creo que aún no he podido digerir las noticias que me ha enviado el conde de Gramedo.

—Ya lo imagino. Sé que desde que llegaste a Madrid había sido una de tus más queridas amigas y su madre, la duquesa de Terranova, y su hija, la princesa de Monteleón, son de las personas que más te quieren. Además, se lo he oído a ambas en numerosas ocasiones y las he visto alabarte del modo más leal, incluso cuando no me veían.

—Te diré que apenas lo puedo creer. ¿Cómo es posible esta traición? Su esposo ha sido general del rey y comandó las tropas que invadieron Portugal en 1704 por el norte. No entiendo qué puede haberle pasado para desear dejarnos.

—Me temo que será el asunto de los fueros aragoneses, Luisa. Los decretos de Nueva Planta de 1707 que abolieron el consejo y los fueros del reino, han malquistazo a muchos nobles, porque para ellos la equiparación a Castilla supone la pérdida de privilegios que les son muy caros.

—Su lealtad debería estar por encima de consideraciones económicas, Antonia. Son grandes de España y esperamos de ellos grandeza.

—Así debería ser, Luisa, pero del dicho al hecho… De todos modos, te confieso que a mí también me ha sorprendido que ella se marche con su esposo. Creo que en realidad nos ha sorprendido a todos su conducta. De hecho, muchos de los que se han pasado al archiduque lo han hecho solos, porque sus familias han seguido siéndoos leales.

—Tendré que sobreponerme a mi decepción. Cosas más graves hemos vivido.

—Sí. Es cierto. Sólo espero que la guerra acabe pronto, ahora que de nuevo contamos con el apoyo del rey de Francia, y podamos estar tranquilos, sin más sobresaltos. Son ya demasiados años de dudas, de zozobras, de cambios. Muy pronto hará diez años que tu esposo, el rey, se sienta en el trono de España y que aún se lo estén intentando quitar es algo absurdo, casi un acto de empecinamiento. ¿No se dan cuenta los aliados de que no van a conseguirlo nunca? Deberían asumirlo de una vez y buscar la paz, porque tantos años de guerra no benefician a nadie.

—Eso es precisamente lo que no quieren hacer; ni asumir que Felipe V es rey de España, ni buscar la paz. Sólo la derrota militar más aplastante los echará del reino y no olvides que además el emperador tiene puesto el ojo en los territorios italianos de la monarquía española que ahora están bajo su poder, en parte, gracias a mi padre el duque de Saboya, cosa que nunca conseguiré perdonarle. Por más que mi esposo el rey insista en que separe los asuntos de la guerra de los familiares, no puedo ni quiero hacerlo. Si Saboya hubiera luchado al lado del rey de Francia, seguramente aún tendríamos Milán, Nápoles y los ducados italianos, y probablemente Felipe y yo no estaríamos con tantos problemas en España.

—Eso no lo podemos saber, Luisa. No creo que debas olvidar que tu padre es tu padre.

—Pues lo siento, Antonia, pero yo lo veo así y mi hermana María Adelaida opina exactamente igual que yo. En una de sus cartas me ha dicho que hace meses que no se habla con él y mi madre está muy enferma, yo creo que de vergüenza, por culpa de su traición al compromiso doble que tenía con Luis XIV. No me vale como excusa su ambición. Nunca me valdrá. Ha actuado como un mercenario, no como un príncipe, y aunque en Italia sea toda una honrosa tradición romper los compromisos por el interés particular del momento, a mí me ruboriza y me duele en lo profundo del alma que él lo haga.

—Esperemos que la pronta victoria del rey haga que todo se ponga en su sitio —dijo la marquesa intentando cambiar la conversación, porque veía que la reina estaba muy dolida con su padre y Antonia no tenía ningún argumento en contra de los de la reina; de hecho, en lo profundo de su ser, pensaba igual que ella, aunque se había guardado muy mucho de manifestarlo. Sólo su esposo conocía esos sentimientos y él era un hombre discreto que no hablaba nunca sobre lo que opinaba su esposa, al respecto de ningún asunto importante. Sabía que muchos estaban pendientes de cosas como ésa, porque estando tan cerca de la reina, era un modo de acercarse al trono y por ello, aunque le preguntaran, nunca respondía, sino con evasivas.

—¡Ojalá que nuestras armas venzan pronto, amiga mía! Rezo todos los días por ello. De hecho, te confieso que hoy llevo todo el día inquieta, como si estuvieran luchando ya.

—Me había parecido notarlo. ¿Y qué sientes, Luisa?

—Tengo la sensación de que algo importante ha pasado y por eso estoy nerviosa e inquieta, desde por la mañana temprano.

—Ana era igual. A veces decía lo mismo que tú estás diciendo ahora y luego, en efecto, se demostraba que tenía razón. ¿Y crees que hemos ganado, Luisa?

—No te lo puedo decir. Mi corazón lo desea de tal modo que me sería muy difícil decirte algo que no esté mediatizado por mi ansia de victoria.

Las dos se quedaron un momento en silencio, mientras se dirigían de nuevo hacia los muros de la ciudad. Entonces oyeron unas voces que se hacían griterío.

—¿Qué dicen las voces? ¿Las entiendes, Antonia?

Las dos detuvieron sus caballos y se quedaron escuchando el griterío, que se iba haciendo mayor, conforme se acercaba.

—¡Victoria! ¡Victoria!

—¿Los oyes, Luisa? Gritan victoria.

—Vamos hacia ellos, Antonia. Dios quiera que eso sea cierto.

La reina, seguida de la marquesa de San Antonio, espoleó su caballo y entró en la ciudad. Una multitud la rodeó, con caras alegres, dando vivas a la reina y al rey y atronando los aires con el mismo grito de victoria. La reina se fue haciendo paso con cuidado, entre la multitud vociferante que quería tocar su manto. La guardia, de modo rápido y profesional, tomó sus posiciones delante y a los lados, aunque María Luisa Gabriela les ordenó que no molestaran el entusiasmo de la población y que dejaran mantenerse cerca al pueblo. Le gustaba sentir que los castellanos disfrutaban de los triunfos de sus reyes y lo celebraban con alegría. De hecho, contagiada por el entusiasmo, acabó gritando con ellos el mismo canto y recibió una calurosísima ovación cuando, llegada al palacio que la alojaba, del conde de Treviño, se dio media vuelta e hizo un signo de victoria con el brazo derecho. Al entrar en el zaguán de la casa, la esperaba la princesa con un pliego en la mano. Era del rey. Seguida por la marquesa de San Antonio, entró en el patio del palacio y rompió el sello. Luego leyó en voz alta la carta del rey.

Mi amada reina:

Tengo el placer de escribirte estas líneas para comunicarte que en el atardecer del día 8 de diciembre de 1710, rodeando a las tropas inglesas del general Stanhope que se guarecían tras los muros de Brihuega y en la mañana del día de hoy, tras darles dura batalla, que comenzó a las ocho de la mañana, con el fuego de nuestros cañones hiriendo la débil defensa de los muros de la villa, viendo los muchos muertos que les estábamos provocando desde lejos, sin peligro alguno para los nuestros, y sabiendo que era inútil una resistencia armada, en que lo único que podía conseguir es ser aniquilado, Stanhope ha capitulado, con todo su ejército, sufriendo más de quinientas bajas y dejándonos cinco mil prisioneros.

Todo esto ha sido posible gracias a un acto de necedad del archiduque hace algunos días, cuando, desconocedores de lo cerca que estábamos de ellos, ordenaron la separación de las dos mitades del ejército por naciones, para hacer unas maniobras, pensando volverse a juntar después, cosa que ya nunca podrán hacer porque los ingleses han sido derrotados por completo.

Vamos ahora detrás de las tropas de Starhenberg, que creemos que aún no conoce la capitulación de Stanhope en Brihuega y que está acudiendo a la llamada de sus mensajeros, a los que dejamos pasar, esta madrugada, por nuestras líneas, sin darles caza, antes de la victoria. Es seguro que intentará rescatarle de su comprometida situación y nosotros, aprovechándonos de ello, les atacaremos en Villaviciosa. Reza mucho por nosotros, esposa y reina mía, porque si triunfamos sobre ellos, mañana, día 10 de diciembre de 1710, nuestra victoria final estará mucho más cercana.

Lo firmaba: Felipe, Rey.

María Luisa Gabriela entró en un frenesí de actividad, seguida de la princesa de los Ursinos y de la marquesa de San Antonio. El obispo de la ciudad, las monjas de los conventos, las damas de la corte, todos rezaron esa noche por el triunfo del rey. Había en el aire una alegría que se comunicaba de unos a otros y, a la par, una tensión que parecía eléctrica. Por fin habían cambiado las tornas y las armas del rey cosechaban un importante triunfo. Esa noche fueron pocos los que durmieron, en Vitoria. La noticia de la batalla decisiva que se estaba librando el día 10, fue el comentario general de la ciudad. Nadie trabajó ese día. Todos estaban pendientes de las puertas de la ciudad y de la llegada del mensajero, que traería las noticias del resultado de la batalla. Pero pasó la mañana sin noticias y a ésta siguió la tarde y después llegó la noche y continuaba sin llegar ningún mensajero del frente. De la alegría que había presidido la corte y la ciudad, durante el día, se pasó a la duda y la preocupación. Casi a medianoche llegó un mensajero del rey, reventando el caballo, con un escueto mensaje que calmó los ánimos de María Luisa Gabriela y de la corte:

La batalla ha comenzado por la tarde. Esperamos en Dios poder ganarla. Seguiremos combatiendo hasta que acabemos por completo con ellos, aunque se haga de noche. En cuanto se sepa algo definitivo, enviaremos noticias.

La nueva de que la batalla estaba librándose todavía se extendió por la ciudad y tampoco esa noche hubo mucho descanso, porque todos sabían que en la madrugada llegaría un mensajero con las buenas o las malas noticias del frente.

A las cuatro de la madrugada llegó el nuevo mensajero. Los cascos de su caballo, mientras avanzaba hacia el palacio donde estaba la reina, alertaron a los que vivían en los aledaños de la calle principal de que pronto habría nuevas. La reina estaba vestida, esperándolo, con la princesa de los Ursinos y la marquesa de San Antonio bordando a su lado. El soldado entró, arrodillándose ante la reina y diciéndole que el rey había conseguido un gran triunfo, ante su mirada inquisitiva, mientras le tendía un pliego con el sello personal del rey.

Con el espíritu desbordando alegría por la noticia, le dio permiso para retirarse, no sin antes regalarle un anillo con un hermoso camafeo, que se quitó de un dedo, por traerle esa buena nueva. El soldado, que atesoraría siempre su regalo, salió de la estancia marcha atrás, y procedió a dar la buena nueva a quien lo quisiera oír.

Mientras, la reina abría el pliego. La batalla de Villaviciosa había sido un éxito completo. Leyó en voz alta. Se podía celebrar una gran victoria porque lo había sido. La noticia se fue extendiendo por palacio, a toda velocidad, mientras la reina seguía leyendo la carta. Los veinte mil hombres del rey lucharon con los catorce mil del archiduque.

Se habían colocado frente a frente, los imperiales, de espaldas a Villaviciosa, con los cañones en una colina. Entonces, el ala derecha, comandada por el rey a caballo, había acudido a batir las baterías, que no habían podido resistir el inesperado ataque y quedaron calladas para luego seguir, triturado al ala izquierda imperial. Este logro, al principio de la batalla, había desequilibrado las fuerzas imperiales, que además eran bastante inferiores en número a las del rey Felipe V. No obstante, el ala derecha imperial atacó duramente el ala izquierda del rey y se enzarzaron en duro combate, en el que ni uno ni otro conseguían avanzar y se encarnizaron en la lucha de modo muy obstinado, sin ceder ni uno ni otro un solo palmo de terreno, durante horas. El centro de los imperiales luchó bravamente, pero no había podido resistir el embate de la poderosa infantería francesa de Vendôme, que casi la doblaba en número, y tras unas horas de dura lucha, comenzó a dar señales de ceder, cuando se acabaron los batallones de reserva, y cerca de la medianoche, iluminados por grandes antorchas que desde el anochecer se encendieron e iluminaron la lucha, en el campo de Felipe V, hubieron de retirarse, aunque lo hicieron de modo ordenado, sin huir. Entonces también claudicó el ala derecha imperial, cediendo el terreno y dejando un gran número de muertos en el campo de batalla.

Aprovechando la oscuridad, escaparon el archiduque y Starhenberg en dirección a Barcelona, dejando a Felipe V y al duque de Vendôme como felices dueños del campo de batalla. El mariscal austríaco sólo había conseguido salvar la mitad de su brillante ejército de 14.000 hombres, quedando el resto muerto o prisionero en manos del rey de España. La situación del archiduque Carlos había dado un vuelco completo. Siete mil hombres eran todos los que le quedaban, para defender Aragón y Cataluña. Su posibilidad de triunfar en la guerra se esfumaba tras las derrotas de Brihuega y Villaviciosa y además, en Brihuega, el propio general Stanhope había sido hecho prisionero. El desastre para sus pretensiones no podía ser mayor.

La reina María Luisa Gabriela ordenó el repique de las campanas de la catedral de Vitoria. A las cuatro y media de la mañana del día 11 de diciembre de 1710, todos los que habían podido conciliar el sueño esa noche en la ciudad se despertaron sobresaltados. El repique alegre de las campanas de la catedral, que pronto fue seguido por el del resto de las iglesias de Vitoria, les decía, sin palabras, que el rey Felipe V había conseguido la ansiada victoria. Pocos minutos después, las calles de la ciudad estaban llenas de gente y en medio de la algarabía y el bullicio se agolpaban frente a la puerta del palacio donde estaba la reina. El balcón estaba abierto y a pesar del frío, pues estaba helando de modo muy severo, la reina salió a dar a los ciudadanos de Vitoria el parte de guerra.

Hubo vivas a la reina, al rey y al príncipe de Asturias, y los habitantes de la ciudad vieron el amanecer de ese día, poco después, en medio de las celebraciones que se sucedieron. Las dos victorias eran tan importantes que cambiaban por completo el panorama de la guerra y eso, además, repercutiría, inevitablemente, en la campaña de Francia en Europa.