1709
Muerte en Madrid
Jaque a la reina blanca
El ultimátum de los aliados
En España las cosas estaban tranquilas de momento, sobre todo porque el duque de Orleans había regresado a Francia en invierno de 1708, haciendo que las preocupaciones de los reyes de España y de la princesa de los Ursinos por sus intrigas menguaran. El invierno había sido terrible; el más frío en cincuenta años y se agradecía que acabara. Además, había habido unas terribles inundaciones en Andalucía, provocadas por el desbordamiento del Guadalquivir, que habían dado lugar a una gran mortandad en Sevilla y Córdoba, pero en Europa las cosas habían sido aún peores, porque los fríos habían sido terribles y las lluvias aún más inmisericordes, dejando regiones enteras anegadas de Francia y Alemania, lo cual iba a provocar carestía de cereal y enfermedades.
La primavera de 1709 comenzaba a anunciarse en un claro día de marzo en que el sol caía de plano sobre los tejados y cúpulas de la capital de España, en medio de unas nubes que sólo lo enmascaraban breves ratos y que se estaban deshaciendo ante el calor del astro rey. María Luisa Gabriela, que llevaba varios días preocupada por su amiga la marquesa de Santa Ana, muy avanzada en su embarazo, había acudido a su casa para verificar qué era lo que le pasaba y había ordenado que se le adelantara el cirujano de palacio y el boticario del rey, por si había algún remedio eficaz que aliviara sus molestias. Ana Frattini, que estaba de ocho meses, llevaba sin sentirse bien más de diez días y tanto su marido como su hermana Antonia y la reina estaban cada vez más inquietos por su salud, porque se esperaba el alumbramiento de su primer hijo para el mes de abril.
El mayordomo de la casa y dos criados de librea esperaban en la puerta y se abrieron los portalones de la gran casa para que pudiera entrar el discreto coche de caballos sin enseñas en que la reina había salido para ver de incógnito a su amiga. María Luisa Gabriela descendió del vehículo y se encontró con la marquesa de San Antonio, que salía a recibirla y acompañarla hasta la cámara de su hermana.
—Hola, Antonia —dijo dándole un abrazo, que su amiga recibió con gusto—. ¿Cómo está Ana hoy?
—No muy bien, majestad. Pero espero que su indisposición sea sólo una consecuencia de su avanzado estado de embarazo —dijo la marquesa de San Antonio, quitando importancia al asunto y usando el tratamiento protocolario, como siempre que había público.
Era consciente de que el mayordomo de su hermana estaba delante de ellas, oyéndolas, y no quería decir nada que pudiera dar pábulo a rumores en la casa.
—Ya comprendo. Seguro que no es nada grave —dijo la reina, siguiéndole el juego—. De todos modos, me apetecía venir a verla y, ya que he ido de visita al convento de clarisas de aquí al lado, he decidido pasarme para traerle unas yemas de las monjas, de esas que tanto le gustan, y así aprovecho para estar un rato a solas con vosotras dos, fuera de palacio.
—Seguro que Ana os lo agradecerá mucho.
—Qué tontería. Es sólo un detallito.
—¿Y vos, majestad? ¿Cómo lleváis vuestro embarazo?
—Gracias a Dios, sin muchos problemas. Parece que las náuseas y los mareos han pasado ya, lo cual me congratula porque sin duda es lo más molesto, y ahora sólo me queda esperar a que crezca dentro de mí durante unos meses más.
—Nacerá en agosto, ¿no?
—Sí. El médico del rey me ha dicho que a principios de ese mes se producirá el alumbramiento, si no se me adelanta por eso de la luna.
—La verdad es que se os ve con buena cara y rebosante de salud. Y ya se va notando la tripita.
—Sí. Ya se empieza a marcar y comienzo a sentirle moverse por dentro. Es una hermosa sensación. ¿Y tú, Antonia? ¿Para cuándo nos darás la alegría?
—De momento, nada, majestad. Creí estar embarazada hace unas semanas, pero pronto comprobé que sólo era un deseo mío, porque aunque el período se me había retrasado un tanto, regresó como si nada una semana más tarde de lo debido y acabo de volver a tenerlo.
—No pasa nada. Acuérdate de mi caso. Seis años esperando en balde y ahora, dos embarazos en dos años seguidos.
—Sí. Ya vendrá cuando Dios quiera. Os confieso que tampoco tengo prisa. Soy muy feliz y prefiero estar disponible ahora, por si vos me necesitáis.
La reina comprendió muy bien que también quería decir que le gustaba poder estar a la plena disposición de Ana, que en verdad estaba mucho peor de lo que decían en público. El mayordomo abrió la puerta de la antecámara de su señora e iba a seguir adelante, pero la marquesa de San Antonio le dio órdenes de que las dejara solas.
—Como gustéis —dijo, y se retiró de espaldas, cerrando la puerta que daba al pasillo detrás de él.
Las dos amigas se quitaron entonces las máscaras.
—Dime, Antonia, ¿cómo está de verdad?
—Ya lo verás tú misma, Luisa, pero yo estoy muy preocupada. Se la ve muy mala. Ha perdido el color. No tiene fuerzas, vomita mucho y encima está comenzando a sentir dolores de vientre cuando el parto no debería producirse hasta el mes que viene. Y todo en poco más de una semana.
—¿No la habrán envenenado?
—¿Quién y por qué, Luisa? No hay motivo. Ana es la criatura más buena y encantadora que conozco. No tiene malicia. Se desvive por todo el mundo. Siempre está sonriendo; siempre de buen humor; siempre tiene una buena palabra o unas monedas para los afligidos; visita a los pobres; trata con cariño a todos, incluidos sus criados, desde el primero al último. No tiene enemigos…
—Pues no lo entiendo. Apenas hace diez días estábamos las tres encantadas en la recepción del príncipe Pío y ahora henos aquí sin saber qué le pasa, mortalmente preocupadas. ¿Qué ha dicho el médico que envié?
—No ha sido muy tranquilizador. Dice que no se la puede sangrar, como había ordenado el otro que la estaba viendo, porque puede debilitarla demasiado y eso adelantaría el parto, con peligro para el niño. Le ha recetado unas hierbas para que sea capaz de retener algo de lo que come, porque está perdiendo peso y eso tampoco es conveniente, y me ha dicho que le preocupa verla tan decaída.
—Parece mentira. Con lo contenta que estaba y la buena cara que tenía.
—Sí. Gregorio, su marido, está nerviosísimo. No sabe qué hacer. Se ha ido a dar una vuelta, para tranquilizarse, porque Ana ve su inquietud y eso no le conviene.
—Entremos ya, amiga mía.
—Pasa, Luisa. Se alegrará mucho de verte —dijo abriendo la puerta y dejando entrar a la reina delante, en el aposento de su hermana.
La habitación era bastante amplia. La marquesa estaba recostada en su gran cama portuguesa, doselada, de caoba, con hermosas columnas torneadas, rematadas en sobrios capiteles, que unían unos listones de madera que soportaban el rico terciopelo granate del dosel, que caía sobre el lecho unos treinta centímetros y que remataba una cinta bordada de plata. Encima de la cabecera de la cama, bajo el dosel, había colgado un rico Cristo de marfil, sobre un crucifijo de ébano.
Por las dos grandes ventanas de la estancia entraba la luz del mediodía, dejando que los rayos del sol lamieran la hermosa alfombra de cuenca amarilla y ocre y los respaldos de terciopelo de las jamugas de madera, que lucía orgullosos los escudos de los condes de Santa Ana y de Galeano, enlazados. En la pared destacaba una hermosa tabla de una virgen de la leche del Divino Morales, que Ana había comprado a un noble extremeño, y una serie de doce cuadros de vistas de Nápoles, que estaban muy bien pintados y mostraban que el conde gustaba de recordar su ciudad. Pero lo que destacaba en la habitación era un soberbio mueble italiano de madera ebonizada del siglo XVII, cuyos cajones estaban adornados con lapislázuli y piedras duras, haciendo unos hermosos dibujos.
La marquesa de Santa Ana, al ver quién era la visitante, intentó levantarse.
—Luisa, por Dios, ¿cómo se te ha ocurrido venir? Y yo aquí, en la cama, moribunda.
—Sí, Ana. Ahí es donde vas a seguir. ¿Cómo te encuentras hoy? —dijo la reina acercándose hasta el lecho y tomando la mano de su amiga, mientras Antonia acercaba un poco más al lecho el sillón que había ocupado antes, para que María Luisa Gabriela pudiera sentarse.
—Muy débil, Luisa, y muy enferma. No le veo salida a lo que me pasa. Duermo mal, apenas como y siento que a veces me falta el aire, como si me quedara exhausta, sin posibilidad de respirar. Y me preocupa mucho que está comenzando a dolerme la barriga de un modo extraño y que no siento al niño moverse dentro de mí desde hace días.
—No te angusties, Ana. Seguro que el niño está bien y tú estarás mejor muy pronto.
—Dios te oiga, Luisa. De verdad, tengo un presentimiento muy malo. Hace ya dos noches que sueño con una profunda oscuridad que cae sobre mí y yo no puedo hacer nada. Entonces me despierto, dentro de mi sueño, en un extraño paisaje de luz irreal, donde todo tiene un aspecto amenazador, en silencio, y está completamente vacío. Yo corro, sin saber por qué, por un camino de tierra pesada que parece ordenarme seguir adelante, a pesar de que apenas puedo distinguirlo, porque se difumina en el oscuro paisaje. Entonces, cuando ya no lo veo más, me doy cuenta de que estoy en una explanada y siento que alguien o algo me observa, pero miro a los lados y no veo quién es. Sigo corriendo hasta llegar al centro del inmenso lugar donde se distingue una columna o algo así y entonces, al acercarme, veo a un enorme cuervo, amenazador, que no está sobre una columna sino sobre la rama rota de un árbol muerto, que debió ser gigantesco, pero cuyo tronco se ha partido a media altura, hendido por muchos rayos, quebrantada su fuerza. Y cuando nota que le he visto, entonces se arroja sobre mí y me despierto, aterrada y envuelta en sudor.
—¡Qué desagradable pesadilla! Te voy a enviar agua bendita para que los malos sueños dejen de perturbarte. Desde luego necesitas descansar.
—Luisa, tengo el presentimiento de que me voy a morir.
—¿Qué dices, criatura?
—Sí. No sé por qué, pero estoy segura. Algo me dice que no saldré viva del parto.
—No debes hablar así, hermana —dijo Antonia, yéndose al otro lado del lecho y cogiéndole la otra mano—. Ten fe, que Dios no dejará que te pase nada.
—Tengo una fe inquebrantable en Dios y en la Virgen, Antonia. Ya lo sabes. Y precisamente por eso no temo a la muerte. Y también sabes que, cuando me asalta uno de mis presentimientos, no me equivoco nunca.
—No debes pensar así, Ana. No te conviene nada —dijo la reina con dulzura—. Tu estado de debilidad te está confundiendo. Ya verás cómo todo se clarifica cuando venga el niño.
—Eres una amiga maravillosa, Luisa. Me vas a permitir que abuse de ti, una vez más. Si me pasa algo, por favor, ocúpate de mi hijo. Protégele y protege a mi querido esposo, que seguro que querrá hacer alguna tontería. Ya sabes cómo son los hombres.
—No te va a pasar nada, Ana.
—Por favor, Luisa. Prométemelo.
—Ana, te prometo que me ocuparé de tu bebé y además tú lo verás crecer a mi lado. Si es niño, haremos del joven heredero de vuestra casa todo un señor, y si es niña, cuenta con que te ayudaré á malcriarla con muchísimo gusto.
—Y yo también —dijo Antonia—. Ya que de momento no tengo hijos, me encargaré de hacer insoportables a los tuyos, hermanita.
—A ti, ni te lo pregunto, Antonia. Sé que te volcarás con mi criatura. No sabes la pena que me da dejarte aquí. Menos mal que está Luisa y tu marido.
—Me estás poniendo los pelos de punta, Ana. No sigas por ese camino.
—Hazle caso a tu hermana, amiga mía. Creo que tu humor es demasiado lúgubre.
—No lo creáis así. Yo sólo estoy intentando expresar lo que siento por dentro. Vosotras dos sois, junto a esta criatura que llevo dentro y que tanto me preocupa y mi esposo, las personas que más quiero en el mundo y por eso, ahora que aún puedo, quiero deciros…
—De verdad, Ana. Me estás comenzando a preocupar muy en serio con tu discurso.
—No es mi intención, Luisa. Sólo que siento que se me está yendo la vida, como si fuera un odre que tuviera un agujero por un lado que no se puede reparar y se estuviera vaciando a toda velocidad. Pues así me siento, como si mi fuerza vital se estuviera agotando muy deprisa.
De repente, la cara de Ana Frattini se transformó en una mueca de dolor. La marquesa no dijo nada, pero se contrajo con un espasmo de dolor y cerró los ojos durante un instante. Luego, cuando los volvió a abrir, había en ellos una expresión muy inquietante, como de delirio.
—Antonia, ve a buscar al médico —dijo la reina.
La marquesa de San Antonio salió aprisa de la habitación en busca del galeno.
—¿Qué sientes ahora, Ana?
—Siento un dolor que crece dentro de mí, que se extiende por todos lados y me paraliza y acaba con mi resistencia. Dios mío, Luisa, perdóname por este triste espectáculo.
—Ana, no digas sandeces. Soy tu amiga y me alegra estar aquí contigo. Sigue hablándome. Procura no pensar en el dolor.
—No puedo. Es como un cuchillo ardiente; como un fuego que me quema por dentro. ¡Cuida de los míos, Luisa! ¡Por favor! —dijo, y perdió el sentido.
Antonia había regresado con el médico, que al ver que la marquesa de Santa Ana se había desmayado, le tomó el pulso y la miró con preocupación y luego levantó las sábanas para palpar la barriga, pero cuando la joven quedó a la vista, comprobó que estaba sangrando por abajo.
—Marquesa, ordene, por favor, que venga una comadrona, ¡rápido!
Antonia tiró de un cordón al lado de la cama, y el mayordomo, que debía de estar al otro lado de la puerta, escuchando preocupado, entró en un momento.
—Fermín, vaya a buscar a una comadrona. ¡Rápido! El parto de la señora marquesa se está adelantando.
—La Eufemia está en la cocina, señora marquesa. Había pasado a interesarse por la señora.
—Pues, en buena hora. Vaya usted a buscarla y que venga rápido. Y dígale a la doncella de la señora que también venga con ella, para asistirla.
El hombre salió corriendo a ocuparse del encargo, con un gran susto en el cuerpo. Aquello no era una buena noticia. Era demasiado pronto para que el niño viniera al mundo. Aún faltaba más de un mes para que la señora marquesa saliera de cuentas. Algo no iba bien.
Al cabo de pocos minutos regresaron. La reina se había apartado, a un lado, y sentado detrás de un biombo bajo, desde donde podía ver el lecho sin molestar, y había cubierto su rostro con un velo, para que la impresión de ver a su majestad en la habitación no distrajera a la partera, que debía actuar a toda velocidad.
María Luisa Gabriela veía, como en un sueño, tras el velo, a la mujerona entrada en carnes que había quitado toda la ropa de la cama y que estaba palpando el vientre de Ana Frattini, con mano experta.
—El niño viene muerto y está envenenando a la madre —dijo la Eufemia con voz tensa. Antonia Frattini se sentó en el sillón, de la impresión—. Hay que sacarlo cuanto antes. —Y poniendo manos a la obra, se esforzó para intentar sacar a la criatura del vientre de la señora.
El cirujano y ella estuvieron sobre la marquesa de Santa Ana, durante mucho rato. El feto venía al revés, tenía dos vueltas de cordón al cuello, lo que probablemente lo había estrangulado hacía algunos días, y estaba comenzando a descomponerse dentro de la marquesa. De ahí, los dolores que ésta había sentido y su creciente debilidad. Normalmente, cuando esto pasa, el cuerpo de la madre reacciona y provoca el parto, eliminando así el peligro de envenenamiento, pero en este caso no había sido así. La reina no quería mirar la carnicería que el cirujano y la partera estaban realizando para sacar cuanto antes la criatura muerta e intentar salvar a Ana, pero se veía que estaban teniendo dificultades.
Ana estaba perdiendo mucha sangre. La hemorragia no paraba y además no había recobrado el sentido. De repente, el trajín alrededor de la cama cesó tras un tiempo que ni la reina ni la marquesa de San Antonio sabían si había sido mucho o poco, impactadas como estaban por el terrible espectáculo.
—La señora marquesa de Santa Ana ha muerto, desgraciadamente —dijo el cirujano mirando a la reina compungido.
María Luisa Gabriela se quedó muda. No podía decir nada. Bajo su velo, su tez se había tornado muy pálida. No podía creerlo. ¿Cómo era posible que Ana se hubiera muerto así, tan de repente?
—Dios mío —sollozó Antonia, reaccionando y levantándose a cerrar los ojos de su hermana, que se habían quedado abiertos, sin vida, mirando al dosel de su lecho—. ¡No puede ser! Mi querida hermana muerta. ¿Qué voy a hacer yo ahora?
La reina se levantó con toda su dignidad y ordenó a los servidores que salieran.
—Llamen a un cura, rápido —dijo—. Que venga con urgencia con los santos óleos y agua bendita.
El cirujano tapó el cuerpo con delicadeza antes de salir. El bello rostro de la marquesa de Santa Ana estaba sereno.
La reina se acercó hasta Antonia Frattini y la abrazó con profundo cariño.
—Ella está en paz, amiga mía. Nos ha dejado con la palabra en la boca, como siempre —dijo, mientras dos gruesas lágrimas caían por su rostro.
—¿Qué voy a hacer sin ella? ¡Qué horrible tragedia! Me asusta pensar en la reacción de su marido.
—Yo se lo comunicaré en persona, Antonia. Así se verá obligado a la serenidad, pero es un golpe que no va a ser fácil de encajar para ninguno de nosotros. Encendamos unos cirios para que iluminen el camino de los ángeles hasta aquí para que venga a buscar a Ana, que era uno de ellos en la tierra, y luego recemos un rosario a la Virgen, que nos ayude a nosotras a aceptar esta terrible pérdida.
* * *
La muerte de Ana Frattini había sido un duro golpe para la reina. Su esposo, el conde de Galeano, había pedido reincorporarse a la guardia o incorporarse al ejército. Pensando en lo que mejor le podía ir, se le había concedido el mando de un regimiento en el ejército que comandaban el marqués de Bay y el conde de Montemar, en la frontera portuguesa, para que pudiera alejarse de Madrid un tiempo. El joven conde estaba realmente destrozado por el golpe de perder al mismo tiempo a su esposa y a su hijo y María Luisa Gabriela pensó que quizás, al poner un poco de distancia entre él y la capital y corte, le ayudaran a asumir mejor su dura pérdida.
Tras el fallecimiento de Ana, la reina estuvo más unida que nunca a Antonia, la hermana superviviente. Juntas lloraron la pérdida de la encantadora marquesa de Santa Ana, que dejaba un vacío muy grande que nada era capaz de llenar. La princesa de los Ursinos también le había mostrado a Antonia Frattini su simpatía y su aprecio en aquellos duros momentos, ocupándose de que la marquesa de San Antonio no se quedara en casa cuando la reina no podía estar con ella y manteniéndola ocupada en diversos actos de caridad, donde al menos Antonia no pensaba durante unas horas en la tragedia familiar. Y si esos momentos eran duros para ella, también lo eran para España, pero por motivos diferentes.
El rey y la reina estaban llenos de preocupaciones porque había peligro en el ambiente. Felipe V y María Luisa Gabriela sólo tenían como motivo de contento el que Luis XIV hubiera comprendido que las sospechas de su nieto, el rey de España, de que el duque de Orleans conspiraba contra él para hacerse con el trono tenían cierto fundamento y había preferido no enviar a Orleans a España en 1709 y evitarle así la tentación de conspirar. Pero ahora la conspiración de Orleans era casi un asunto menor. Lo complicado del gobierno de la nación que se resistía en muchos lugares, como Aragón y Valencia, a los cambios que estaba imponiendo, la política centralista de la nueva dinastía y las terribles noticias del frente europeo, en que los franceses temían una invasión general del reino, no habían ayudado nada a devolverles el buen humor ni la tranquilidad.
La bancarrota francesa en la primavera de 1709 y la situación política y militar estaban llevando a Luis XIV a no poder seguir apoyando a España y así lo había escrito a su nieto, dando lugar a una severa preocupación en la corte. Era evidente que no sólo los problemas económicos motivaban esta decisión, sino que los aliados estaban detrás de eso. Las negociaciones de La Haya, que habían recibido a los emisarios del rey de Francia con prepotencia, habían llevado a Luis XIV a una situación complicada que, de momento, estaba dando como resultado posible la retirada de las fuerzas francesas de la Península, como paso previo a la búsqueda de la paz.
Pero ¿iban a aceptar los aliados a Felipe V en el trono, una vez derrotado Luis XIV? María Luisa Gabriela, Felipe y la princesa de los Ursinos sabían que no. Probablemente pretenderían que el rey de Francia forzara a su nieto a abdicar y, adelantándose a la petición, el rey de España le había escrito una carta muy firme. Le decía:
Dios ha puesto la corona de España sobre mi cabeza; no la abandonaré mientras tenga fuerzas. La mantendré mientras tenga una gota de sangre en mis venas. Se lo debo a mi conciencia, a mi honor, al amor que recibo de mis súbditos.
Nunca abandonaré España, mientras tenga vida; antes bien, perecería luchando por cada trozo de su suelo, a la cabeza de mis tropas.
Era una declaración formal de intenciones y suponía que Felipe V y María Luisa Gabriela habían madurado, se sentían reyes de España y se quedaban en sus reinos, pasara lo que pasara, con o sin el apoyo del rey de Francia, contando incluso sólo con sus súbditos. Y la verdad era que, en la primavera de 1709, en España la guerra aún iba bien. En abril, los ingleses habían capitulado en Alicante, entregando la fortaleza a las tropas de Felipe V y retirándose en sus naves y, en mayo, el marqués de Bay derrotó severamente a los portugueses en la frontera extremeña.
El conde de Galeano, coronel de un regimiento de caballería, había estado especialmente valiente y había contenido el avance de un escuadrón de la caballería portuguesa, atacándoles frontalmente y derrotándoles severamente, lo cual había facilitado la victoria de las tropas de Felipe V. En el combate, había mostrado un valor casi temerario y había sido herido dos veces, pero una vez vendadas sus heridas, había retomado su lugar, al mando de su regimiento, y continuado acosando al enemigo hasta la definitiva victoria. Se había destacado tanto, que el propio marqués de Bay había escrito al rey, alabando la conducta del joven coronel.
De todos modos, esas victorias no les llevaban a errores. Amelot, la princesa de los Ursinos y los reyes de España sabían que el peligro que se cernía sobre el trono de los Borbones españoles venía de fuera, no del reino. El deseo de los aliados de sacar el mayor partido de la derrota militar de Francia iba a unirse a lo comprometido de su situación financiera y al deseo de Luis XIV de conseguir la paz como fuera. Y la espada de Damocles que pendía sobre España ahora era una rendición incondicional del rey de Francia ante los aliados, en La Haya, donde se estaba negociando la posible paz. En junio, Luis XIV anunciaba a Felipe V, de modo lacónico, que se veía obligado a retirar las tropas francesas de la Península. Los temores de la corte de Madrid comenzaban a hacerse realidad. ¿Podrían sostenerse en el trono de España sin ayuda de Francia?
Ahora las cosas ya no eran como en 1701. Los reyes llevaban ocho años en España y habían pasado por muchas experiencias, buenas y malas. Ni él era ya el rey adolescente de diecisiete años, ni ella la reina niña de catorce, de ese entonces tan lejano. Ahora Felipe V, con veinticinco años, era un rey asentado en su trono que había peleado por él en Italia y en España al frente de sus tropas, con valor, y que era querido por su pueblo y María Luisa Gabriela, con veinte años, era la reina más querida por los castellanos desde Isabel la Católica, lo cual era mucho decir. Y Luis, el hijo de ambos, era español y ya había sido jurado como príncipe de Asturias y de Viana, y venía otro en camino.
Y en ésas, llegó el mes de julio. Faltaba todavía un mes para el final del embarazo de la reina, cuando probablemente, como consecuencia de todas las preocupaciones de la situación de España, al levantarse la mañana del día 2 de julio, María Luisa Gabriela sintió unas contracciones inesperadas y se preocupó, porque el parto no estaba previsto hasta principios de agosto. Inmediatamente le asaltó el recuerdo de su amiga Ana. Hacía ya casi cuatro meses de la muerte de Ana Frattini y María Luisa Gabriela seguía recordando aquel día como si fuera ayer. La proximidad de su parto también prematuro le hacía temer algo malo. Intentó desechar ese pensamiento, sabiendo que no le convenía nada, y llamó a su camarera mayor, para que la asistiera.
La princesa de los Ursinos llegó acompañada de Antonia Frattini, algo sorprendidas por la temprana llamada de María Luisa Gabriela, pero al ver su rostro descompuesto y preocupado, comprendieron inmediatamente que algo no marchaba bien y, cuando supieron de qué se trataba, las dos tuvieron la misma asociación de ideas que había tenido la reina, pero no lo dijeron.
La princesa salió a ordenar el zafarrancho necesario y Antonia la acompañó y animó hasta que regresó la princesa con el médico y las comadronas. El conde de la Corzana, mayordomo de la reina, había recibido la orden de ir a avisar al rey y a los grandes de servicio lo que estaba aconteciendo y se mandaron emisarios a los que no estaban en palacio para que acudieran si lo deseaban. El rey regresó a los aposentos reales, después de su confesión y su misa diaria, acompañado por el embajador Amelot.
La reina iba, en efecto, a dar a luz. El parto no fue demasiado difícil. Apenas un par de horas después de comenzar las contracciones, nació un niño endeble pero vivo. De nuevo, era un varón y vino al mundo antes que llegaran a palacio la mayoría de los que tenían derecho a ver su nacimiento, de modo que hubieron de verlo ya vestido, porque por orden del médico se lavó y se vistió al niño enseguida, para evitar que perdiera calor, toda vez que era muy pequeño y poco pesado.
La reina respiró tranquila al ver que el niño estaba vivo y que había llorado, y se durmió, exhausta por el esfuerzo. El médico habló en privado con el rey y con la princesa de los Ursinos y les dijo que, debido a su prematuro nacimiento —se había adelantado cuatro semanas—, su vida corría serio peligro. Entonces Felipe V decidió bautizarlo con urgencia, y así se hizo, en la capilla real, vertiendo el agua en su cabeza el padre Robinet e imponiéndole los nombres de Felipe Pedro.
María Luisa Gabriela no se recuperó bien del alumbramiento. A los dos días le comenzaron unas fuertes fiebres posparto, que la hacían temblar de frío a pesar del calor de la estación veraniega, y que los médicos no lograban cortar por más que aplicaron todos los remedios conocidos. Días después, las fiebres se le complicaron con la aparición de unos abultados ganglios cervicales, en la parte trasera del cuello, que le molestaban mucho y la afeaban. Ella, siempre tan coqueta, y deseosa de seguir estando hermosa para el rey, incluso en medio de la fiebre, los ocultaba, anudándose pañuelos al cuello para que no se notaran. Sentía como si fuera la reina blanca del ajedrez y la muerte, asumiendo el papel de la reina negra, le estuviera dando un primer jaque, como probándola. Pero ella pensaba enrocarse y resistir. No se iba a rendir fácilmente.
El infante Felipe Pedro murió el día 9 de julio, pero la reina no recibió la noticia hasta el día 21, de boca del rey, porque todos habían estado demasiado preocupados con su salud y no querían que enterarse del fallecimiento de su nuevo hijo la debilitara o deprimiera. Sólo al verla fuera de peligro, se lo dijeron y María Luisa Gabriela se lo tomó con gran entereza, para admiración de todos. Asumió que la muerte de Felipe Pedro había sido por voluntad del Señor y se dedicó a rezar por el alma de su hijo, pasando muchas horas en la capilla durante los siguientes días, mientras iba recuperándose poco a poco de su debilidad y seguía preocupada porque los ganglios de su cuello no acababan de desaparecer y continuaban molestándola.
La muerte del infante provocó la desaparición del resto de alegría que quedaba en palacio en ese tiempo. El verano de 1709 fue opresivo y duro, como si el fantasma del niño provocara una tristeza que caía sobre todos, como un velo de melancolía. Además, no había dinero en España ni en Francia, aunque las finanzas españolas estaban bastante mejor y comenzaban a dar fruto las reformas de la hacienda permitiendo al menos que los ingresos cubrieran los gastos ordinarios, aunque los extraordinarios de la guerra seguían estando por encima de las posibilidades presentes. Para agravar el asunto, la princesa de los Ursinos descubrió una nueva conspiración que pretendía asesinar a los reyes, a la salida de palacio, durante una procesión. Se ordenó tirar de los hilos de la conjura a los alcaldes de corte, quienes sabían hacer bien su trabajo. Torturaron a conciencia a los esbirros capturados, que iban a llevar a cabo el magnicidio. Éstos eran dos desertores del ejército del rey y, en el potro, confesaron que los que los habían contratado eran dos secretarios del duque de Orleans: Regnault y Flotte.
La princesa de los Ursinos, que seguía muy de cerca el asunto, lo comunicó inmediatamente a la reina y al rey. Por fin había algo más que sospechas de las intenciones de Orleans. Con toda discreción, se procedió a la detención de los dos secretarios, que fueron interrogados sin miramientos, pasando también por el potro, donde el verdugo de la capital se ensañó con ellos. Lo que confesaron bajo tortura dejó muy cabizbaja a la princesa.
Había en efecto una conspiración en la que participaban varios grandes de España cuyos nombres los dos no conocían, pero sí el hecho de que la encabezaba un noble aragonés, el marqués de Villarroel, que además era coronel del ejército del rey. Se dio la orden para su inmediata y discreta detención y que se procediera a su interrogatorio, pero el noble aragonés, aprovechando un descuido de los carceleros, en Zaragoza, teniendo como tenía prevista la contingencia de ser descubierto, consiguió escaparse con la ayuda de sus hombres y se pasó al territorio del archiduque Carlos, al que en adelante serviría.
Para acabar de provocar malestar en la corte, se produjo la temida llamada de regreso a Francia de todos los generales y funcionarios franceses. La claudicación de Luis XIV frente a los aliados suponía un duro golpe para Madrid, porque se iba a ir Amelot, el artífice de las principales reformas de los últimos cinco años que había sido un excelente ministro de los reyes de España, un gran colaborador de la princesa de los Ursinos y que, sin duda, desde el duque de Harcourt, era el enviado francés más querido por los castellanos. La única que se iba a quedar, ya de modo definitivo, al servicio de la reina era la princesa de los Ursinos. Ana María de la Tremoïlle había ligado su suerte a la de sus reyes, para bien o para mal. Uno a uno, fueron haciendo sus equipajes y dejando España. Uno de los últimos en partir fue el embajador Amelot con sus subordinados. El pueblo de Madrid le despidió con una muestra de afecto que le agradó y le sorprendió por lo inesperado. El buen ministro se iba con la cabeza bien alta, dejando un Estado en fase de reorganización, con la reestructuración de sus organismos muy avanzada, y al que faltaban sólo unos años de realizaciones para alcanzar la eficacia que se pretendía de un Estado centralizado y moderno, a costa de los particularismos regionales.
El rey, comprendiendo que no podía quedarse quieto en Madrid, mientras abandonaban el reino los franceses, decidió unirse al ejército del norte, para estar en el lugar que se consideraba más peligroso y más probable para un posible recrudecimiento de las hostilidades. El mariscal, conde de Montemar, llegó desde Portugal para acompañarle hasta unirse con las tropas del marqués de Villadarias. Felipe V sólo podía contar ya con sus generales españoles.
En ese ambiente enrarecido se produjo la derrota de Villars en Malplaquet, en Flandes, donde los franceses perdieron la batalla ante la enorme superioridad enemiga. La victoria no guardó proporción con las severas pérdidas aliadas, pero forzó a Luis XIV una vez más a intentar una paz con grandes concesiones.