1708
La boda de las marquesas
y el asunto de Orleans
Los dos jóvenes tenientes, condes de Galeano y San Carlos, habían sido licenciados de sus regimientos, con honor, para poder casarse con las marquesas de Santa Ana y San Antonio. Al no poder ir a Italia, por prohibición expresa de la reina de salir de las fronteras peninsulares, habían escrito a su padre disculpándose por no poder ir a pedirle su permiso en persona y pidiéndole su bendición para el enlace.
El viejo príncipe de Castelferrato, don Lanceloto Castelli, al recibir la carta de sus hijos se había puesto muy contento. Era un gran honor para su casa enlazar con dos grandes de España que eran las mejores amigas de la reina María Luisa Gabriela y, sintiendo que aquél era el último acto importante que se iba a producir en su familia, estando él aún vivo, toda vez que su primogénito ya se había casado un par de años atrás, no había podido resistirse a la idea de ir a Madrid desde su Nápoles natal para estar presente en la boda de sus dos hijos, Gregorio y Rinaldo, con las jóvenes damas, a las que además tenía ganas de conocer en persona, porque las descripciones de sus hijos eran de lo más favorables y prefería confirmarlas por sí mismo sin el tamiz de la ilusión que provoca el enamoramiento.
Además, él era un firme partidario de la nueva dinastía de los Borbones y estaba muy molesto con la traición de algunos nobles napolitanos que habían entregado el reino de Nápoles al archiduque Carlos, sin luchar, por intereses personales que habían engrandecido sus patrimonios. Por eso, había dejado a su primogénito Lanceloto, marqués de Capizzi, al mando de sus asuntos napolitanos y había partido, con buenos vientos, hacia España, deseoso de estar en la corte de los que consideraba sus verdaderos reyes.
El viaje había sido bueno, a pesar de lo avanzado del invierno. Habían tenido suerte y no hubo ningún temporal que incomodase su navegación. Desde Valencia se había dirigido por tierra hacia Madrid. Allí había sido recibido, en su casa de la capital, con mucho afecto, por su pariente, el también anciano conde de Canilleros, que había aprovechado la ocasión de la boda de sus sobrinos italianos para ir desde sus posesiones extremeñas hasta la corte. Para él era un gran placer, que le hacía recordar su juventud, volver a estar con su primo, el príncipe de Castelferrato, con quien había intimado en las lejanas campañas de mediados del reinado de Carlos II y con quien mantenía su vieja amistad viva, por correspondencia, desde hacía años. Ellos eran hombres de otro tiempo, pero habían sabido adaptarse al presente y apoyaban con sus últimas fuerzas la nueva dinastía.
El viejo príncipe había encontrado tan encantadoras como le decían sus hijos a las dos jóvenes damas saboyanas, que habían acudido con ellos a presentarle sus respetos en cuanto supieron que había llegado. La belleza, el candor, la inteligencia y el humor de las dos marquesas le gustaron casi inmediatamente y, durante las semanas anteriores a la boda, las dos marquesas tomaron como costumbre la visita diaria de su futuro suegro, que, carente de esposa desde hacía años y sin hijas, recibió las atenciones de sus futuras nueras casi con asombro y muy pronto se hizo tan defensor de ellas que sus propios hijos decían que más parecía el padre de las jóvenes que de ellos, por tanto como miraba por ellas.
También tuvo el honor de ser recibido por sus majestades y el viejo príncipe disfrutó de la audiencia privada que le concedieron, y la guardó en su corazón como uno de los mejores momentos de su vida. Venir a España le había devuelto la felicidad que el Nápoles partidario de Carlos III le había hurtado. Y mientras el viejo señor disfrutaba con su pariente el conde de Canilleros y con las visitas de sus hijos y nueras de unos agradables días, los preparativos de la boda que se iba a celebrar el 11 de febrero de 1708, en la capilla del Real Alcázar de Madrid, tenían muy ocupadas a las dos hermanas Frattini, que iban de un lado a otro, encargando sábanas bordadas para su ajuar, preparando las hermosas casas que les había regalado el rey, y recibiendo regalos y visitas, porque su popularidad en la corte estaba en alza, dada su cercanía con la reina.
Las costureras que estaban acabando sus vestidos estaban tan nerviosas como ellas. No querían cometer ningún error con las riquísimas telas de brocado de seda, en blanco y plata la una, y en blanco y oro la otra, que les había regalado la reina a sus amigas. Trabajaban muchas horas con gran entusiasmo en los bordados porque deseaban que las dos encantadoras marquesas pudieran lucir unos vestidos que dejasen boquiabiertas a todas las grandes señoras que iban a estar presentes.
María Luisa Gabriela estaba completamente volcada con sus dos amigas. Quería demostrarles su profundo afecto y su agradecimiento por tantos años de amistad en los buenos y en los malos momentos y, aparte de amadrinar el enlace, les iba a ofrecer el banquete nupcial y la fiesta que seguiría, en el Buen Retiro. La princesa de los Ursinos, que también apreciaba a las jóvenes amigas de la reina, con quienes había congeniado muy bien, les había regalado dos mantos de encaje de Malinas verdaderamente regios. Éstos irían prendidos de sus tocados, que coronaban dos espléndidas diademas de diamantes compradas al mejor joyero de Nápoles, que habían sido un regalo de su futuro suegro, el príncipe de Castelferrato, y acompañadas de sendas magníficas pulseras de brillantes y pendientes a juego. El viejo señor, que además de ser muy rico era muy generoso, no escatimaba en nada y quería estar a la altura de las circunstancias y que sus hijos pudieran mantener la cabeza bien alta el día de su enlace.
La alegría contagiosa de las dos marquesas hacía que el buen humor que éstas derrochaban se sintiera en todos los rincones de palacio. Además, las cosas iban bien en la guerra, y en Madrid la grandeza había bajado un tanto la cabeza, después del destierro del conde de Palma y del marqués de Carpio, haciendo una tregua en su enfrenta miento con la corona, y las cosas parecían estar retornando a su cauce. La única mancha en la felicidad de ese tiempo, en palacio, era la inminente partida de Berwick, que no había podido ser pospuesta por más que el rey y la reina insistieron en que se quedara para seguir con las operaciones militares en España. Luis XIV le había mandado llamar a Francia, para que el vencedor de Almansa luchara por las fronteras francesas, que pronto iban a estar tan amenazadas como el año anterior lo estuvo la misma corona de Felipe V. También les molestaba el hecho de que Felipe de Orleans se iba a quedar al mando de los ejércitos franco-españoles, cosa que no gustaba en absoluto a los reyes, aunque por consejo de la princesa de los Ursinos disimularan ese disgusto, hasta que hubiera pruebas fehacientes de que su primo conspiraba contra el rey, queriendo usurpar su corona.
De todos modos, de momento, podía decirse que no había serios problemas militares en España. El archiduque estaba en Barcelona, y su hermano, el nuevo emperador, José I, había hecho una paz parcial con Francia, a espaldas de los aliados, en el frente italiano que había permitido a Luis XIV atacar el otro lado del Rin para intentar recuperar Baviera, el electorado de su yerno, el otro abuelo del rey de España, ocupada por los austríacos. Quería aprovechar el efecto moral de la victoria de Almansa que había tenido repercusiones en toda Europa, y tranquilizar la presión de todos los frentes de los aliados sobre las fronteras de Francia.
De cualquier manera, aunque en la corte de Madrid nada sabían de esto y parecía que las cosas marchaban bien y que todo estaba encarrilándose para las dos coronas de Francia y España, en Europa los ingleses y holandeses querían forzar al nuevo emperador a un acuerdo secreto que llevara a Francia contra las cuerdas, presionando a Luis XIV desde el norte, el Franco Condado y el Delfinado y Saboya. Los aliados querían recuperar el terreno y el prestigio perdidos en España y en otros frentes, y eso debía realizarse lo antes posible.
Y mientras tanto, el invierno mostraba toda su crudeza, tanto en España como en Europa, con unos grandes fríos que hacían que los generales se ocuparan de que sus tropas estuvieran bien guarnecidas en sus cuarteles de invierno, para poder continuar la guerra en la primavera. Por un tiempo breve, los reyes se permitieron dejar de lado las altas preocupaciones de Estado, en los días previos a la boda de Ana y Antonia Frattini. También se merecían un descanso.
La reina, llena de ilusión, acompañó a las dos marquesas a las últimas pruebas de los vestidos, y la princesa de los Ursinos la ayudó en persona a supervisar los últimos preparativos del banquete. Dado el terrible frío que hacía, se había dispuesto que se caldearan la capilla real, el comedor y el gran salón donde iban a celebrarse las diferentes partes del enlace, durante tres días con unos enormes braseros de carbón. La reina dispuso que se utilizara una vajilla suya con las armas de Saboya y Orleans, en el gran comedor donde se iba a celebrar el banquete, en el palacio del Buen Retiro, que era algo menos frío que el Real Alcázar, y encargó que se trajeran de Andalucía algunas hermosas flores blancas para la capilla y de colores para llenar los ricos jarrones con que pensaba decorar el gran salón de baile.
Por fin llegó el día de la boda. Todo estaba perfectamente preparado. Los dos jóvenes vestían el uniforme de caballeros de Santiago, blancos, con la cruz roja característica, que el rey les había otorgado y que hubieran emocionado a su fallecido abuelo, el primer príncipe, que también había sido caballero de Santiago y que lo tuvo siempre a mucha honra.
La ceremonia fue hermosa. Los reyes apadrinaban a los contrayentes y estaban en sus tronos, a un lado del altar. Los novios, el conde de Galeano y el de San Carlos fueron al altar del brazo de la princesa de los Ursinos y de la anciana duquesa de Terranova, en nombre de la reina. Las dos novias, las marquesas de Santa Ana y de San Antonio, fueron conducidas al altar por el viejo príncipe, al que se le pidió que representara al rey en ese honroso acto.
Don Lanceloto Castelli, tras dejar a las novias frente al altar, pudo disfrutar del enlace desde un lugar preferente, a un lado de los contrayentes. Estaban, entre otros, el conde duque de Benavente, los duques de Osuna, de Veragua, de Infantado, de Escalona, de Popoli, de Medina Sidonia, de Medinaceli, de Uceda, de Lécera y de Abrantes; el príncipe de Monteleón, el príncipe Pío, marqués de Castel-Rodrigo, el de Astorga y el de Atienza; el conde de Altamira, el de Alcudia y el de la Corzana.
Ofició la ceremonia el cardenal Portocarrero, que de nuevo gozaba del favor de los reyes y estaba ya en su declive por su venerable edad. Cantaron las bellas voces de la capilla real piezas de autores italianos y españoles; cerró la ceremonia la preciosa Ave María de Vitoria.
El traslado al palacio del Buen Retiro se realizó en numerosas carrozas. Los reyes cedieron una muy hermosa a los novios, para que pudieran ir las dos parejas juntas y el cortejo fue admirado por los habitantes de la capital, que bordeaban el camino para saludar a los reyes y a los novios y ver la riqueza de los grandes en medio del frío, aunque al menos no hacía viento y el día, que había amanecido nublado, se había abierto por completo, mostrando el cielo un azul frío y puro, de gran luminosidad, que dio lucimiento al cortejo.
Tras entrar todos los invitados en el palacio del Buen Retiro, el mayordomo de la reina, conde de la Corzana, les indicó que se dirigieran al gran comedor, que estaba preparado para recibir a los invitados. Aquello era una novedad, porque no se hacían fiestas en el Buen Retiro desde el reinado de Felipe IV y muchos de los invitados no conocían sus estancias o las habían visto sólo en una o dos ocasiones tiempo atrás, por lo que miraban el lugar con curiosidad.
El banquete fue servido por la cocina real, y fue un prodigio de equilibrio entre lo tradicional español y la comida francesa, que seguía siendo la que preferían los reyes; pero la mezcla de las dos se había hecho ya no sólo costumbre, sino casi un arte. El ambiente era distendido y después del almuerzo se dirigieron al Gran Salón, donde los músicos les recibieron con unas hermosas piezas de aires italianos.
Algunos de los invitados habían visitado antes en alguna ocasión el Gran Salón, también llamado Salón de Reinos, porque en lo alto de sus elevados techos estaban los escudos de todos los reinos de la monarquía española. En sus paredes, los invitados pudieron contemplar los magníficos retratos ecuestres de Felipe IV y su familia, por Diego de Velázquez, así como los cuadros de batallas, entre los que estaba la famosa rendición de Breda, y una serie del pincel de Zurbarán llamada Los trabajos de Hércules, que estaba a mayor altura. La rica decoración del salón la completaban diez hermosos leones de plata, del orfebre Juan Calvo, excelentemente ejecutados. Éste era el lugar más famoso de ese palacio, por sus grandes dimensiones y donde la reina había querido que se celebrara la fiesta para sus amigas. Los reyes que tenían unos tronos colocados sobre un estrado, al fondo del salón, abrieron el baile, siendo muy aplaudidos por los invitados y luego danzaron los novios y los demás invitados les siguieron. La fiesta fue perfecta, tal y como la reina había deseado. Todo salió bien y no hubo ningún incidente que lamentar. María Luisa Gabriela así lo comprendió y, llegada la hora, decidió retirarse no sin antes despedirse de sus dos amigas, ya casadas, que, viendo que la reina las buscaba, se acercaron a donde estaba.
—Majestad, muchísimas gracias por todo —dijo Antonia, que en público siempre usaba el tratamiento debido—. Nunca podremos olvidar cómo os habéis portado con nosotras en este día tan especial, que vos habéis hecho único. Lo digo en nombre de las dos.
—¿Y yo qué? —dijo Ana con desenfado, aunque se sentía muy conmovida por dentro—. ¿Es que no tengo voz para dar las gracias por mí misma? Siempre tienes que hablar en mi nombre, Antonia, incluso ahora que soy ya la respetable condesa de Galiano. Pues no te lo permito. Majestad, yo también quiero daros las gracias, en mi propio nombre y en el de esta manipuladora de hermana que tengo.
—Veo que el cambio de estado no os ha afectado en nada, amigas mías —dijo la reina sonriendo—. Me alegra que os haya gustado todo. Ha sido organizado con todo mi cariño para las dos. Sólo quiero desearos que seáis tan felices en vuestros matrimonios como lo soy yo en el mío y que pronto me deis la alegría de que estáis embarazadas.
—Dios mío, majestad. Aún no estoy acostumbrada a ser una mujer casada y ya me estáis haciendo madre —dijo Ana, con humor—. Dejadme que me vaya acostumbrando.
—No te preocupes, Ana. El matrimonio es un estado maravilloso —dijo la reina en voz baja, comprendiendo que en su amiga había algo de aprensión—. Seguro que tu marido sabrá hacerte feliz. No tengas miedo de él esta noche. Sólo entrégate a él y déjale que le guíe.
—¿De verdad que no se pasa mal? —dijo Antonia, por lo bajo.
—No os preocupéis. De verdad, quitaos el miedo de la cabeza. Vuestros maridos sabrán cuidaros. Ya hablaremos de esto mañana y veréis cómo tenía razón.
—¡Eso espero! —dijo Ana, y Antonia corroboró con un gesto.
La reina se echó a reír.
—Desde luego, menudas mojigatas estáis hechas. ¿Queréis a vuestros esposos? Pues ha llegado la hora de demostrarlo de un modo más íntimo. Bueno, me voy para que podáis retiraros. Que seáis muy felices; de verdad, os lo deseo de corazón.
—Ya lo somos, majestad —dijeron las dos casi al unísono, y se inclinaron en profunda reverencia ante María Luisa Gabriela. También se despidieron del rey, que se acercaba a recoger a la reina para regresar al Real Alcázar.
—Muchas gracias, majestad. No tenemos palabras…
—No las merece, marquesas. Es lo menos que podemos hacer por las mejores amigas de la reina. Os deseamos un feliz matrimonio.
Las dos hermanas hicieron otra reverencia, mientras sus esposos venían apresuradamente a despedirse del rey.
—Las dejo en vuestras manos, caballeros. Portaos bien con ellas —dijo, mirándoles con una sonrisa.
—Procuraremos estar a su altura y hacerlas muy felices, majestades. Os lo prometemos.
—Más os vale, conde —dijo la reina, con tono risueño—. Si no, os las veréis conmigo.
—Procuraremos que no os lleguen quejas, majestad —dijo el conde de Galeano—. Intentaremos ser dignos de estos dos ángeles.
—Pues entonces nos vamos ya, que se va haciendo tarde. ¡Que tengáis una buena noche! —dijo con una sonrisa María Luisa Gabriela, y se retiró, dejando allí a las dos parejas mientras se despedían de los otros invitados que acudieron en masa a despedirles.
La princesa de los Ursinos se quedó un rato más esa noche. También ella las felicitó y les deseó la mayor felicidad. Parecía estar muy a gusto en la fiesta y estuvo hablando mucho rato con el viejo príncipe de Castelferrato y el conde de Canilleros, que estaban ya haciendo planes para la visita de las posesiones extremeñas de este último, en la villa de Brozas, antigua encomienda mayor de la orden de Alcántara, lugar de nacimiento del famoso Nicolás de Ovando, primer gobernador de Indias, y donde poseía un hermoso palacio. Las dos jóvenes parejas se despidieron de los dos viejos señores, que les dieron sus bendiciones y fueron saliendo del gran salón para ir a sus respectivas casas en el centro de Madrid.
Durante los días siguientes no se vio a los marqueses de San Antonio ni a los de Santa Ana por la capital. Habían disfrutado cumplidamente de sus respectivas noches de bodas y estaban de luna de miel, conociéndose más y gozando de sus amores, en sus casas, ajenos al mundo exterior, que tampoco quiso molestar su intimidad.
La reina estaba encantada al no recibir ninguna noticia. Imaginó que ambas eran felices y esperó con paciencia a que salieran de sus respectivas nubes de felicidad para hablar con ellas.
—No hay noticias de ellas; eso son buenas noticias —dijo a la princesa de los Ursinos, y ésta asintió.
—Seguro que lo están pasando bien. Son jóvenes y se aman, como vos deseabais, majestad.
El asunto de la boda de las marquesas quedaba zanjado con éxito. Ahora había que regresar a la realidad de lo cotidiano. Los asuntos de Estado no podían esperar. Las finanzas seguían siendo el peor caballo de batalla de los ministros españoles, que continuaban intentando mejorar la maltrecha hacienda, y la reubicación del estado se estaba produciendo con los decretos de Nueva Planta que reformaban los consejos, disminuyendo sus miembros y haciéndolos más ágiles y manejables. Los nobles de Aragón estaban revueltos por la disolución de su Consejo, comenzando por su presidente el conde de Aguilar y siguiendo por los duques de Montellano y de Montalvo, y había que tranquilizarles.
A finales de febrero, el mariscal, duque de Berwick, partía hacia Versalles, cediendo, antes de hacerlo, al hijo único de su primer matrimonio con Honora de Burgh, Jacobo Fitz James Stuart, el ducado de Liria y Xericá. Su hijo se quedaría en Madrid, donde iba a contraer matrimonio con una dama española, ocupándose de sus asuntos y propiedades en España. Las operaciones militares en España quedaban definitivamente al mando del duque de Orleans.
Aprovechando la relativa calma del momento, la princesa de los Ursinos recomendó a los reyes, con el apoyo de Amelot y de Melchor de Macanaz, eficaz ministro español, la convocatoria de unas cortes generales de los reinos peninsulares, para el juramento del príncipe Luis. Era un modo de continuar ganando adeptos, por medios políticos, que fue inmediatamente secundado por la corona. Se hizo la convocatoria de Cortes a las ciudades de Castilla y Aragón para el juramento del heredero, ante la furia y la impotencia del archiduque Carlos, que veía cómo Felipe V se afianzaba cada día un poco más en la corona y que él no podía hacer nada, ya que no contaba con fuerzas sino para mantener las plazas que estaban en su poder, y aun esto con dificultad.
Su preocupación se haría mayor cuando supo que habían acudido a Madrid los representantes de todas las ciudades con derecho a voto en Cortes de Castilla, más la mayoría de las de Aragón, incluyendo Zaragoza, Huesca y Teruel, las tres ciudades más importantes para la jura. Eran más de doscientos delegados y autoridades los que el día 7 de abril de 1708 juraron solemnemente a don Luis Fernando de Borbón y Saboya como príncipe de Asturias y de Viana, título éste del heredero de la corona de Aragón, y a la breve ceremonia siguió un ágape para los delegados.
Los reyes de España estaban sabiendo aprovechar tan bien los momentos de sosiego como la onda expansiva del triunfo militar, para continuar afianzándose en el trono. Por eso, lo que menos deseaban en ese momento era tener que librar una sorda batalla en campo propio, como parecía que podía suceder si el duque de Orleans, que comenzaba a mostrar más abiertamente sus pretensiones, seguía por el camino de la conspiración.
La princesa de los Ursinos, a través de su red de informadores, se había hecho con una carta del duque al marqués de Villarroel que, si no era sediciosa, poco le faltaba y donde el duque se permitía hacer comentarios acerca de su primo el rey que eran de una ligereza cuando menos inadecuada para alguien que comandaba sus ejércitos. Cada vez se veía más a las claras que lo que Orleans deseaba era una corona. Se consideraba mejor dotado que el rey de España para reinar, y sin tener en cuenta que no tenía derecho a ello, y que era primo hermano, además, de la reina, estaba comenzando a hollar un camino que le llevaba a terrenos peligrosos.
En los meses siguientes, la vigilancia de la princesa dio nuevos frutos. Se hizo con nuevas cartas del duque, dirigidas a algunos grandes, en que sus proyectos de fondo comenzaban a traslucirse. Y además hubo algunos, como el leal duque de Escalona, que pidieron audiencia privada con el rey para decirle en secreto que el duque de Orleans había acudido a casa de su hijo, él virrey de Aragón, conde de Santisteban de Gormaz, y que le había dirigido unas más que dudosas palabras que rozaban la traición y que, ante la frialdad del virrey, luego había mantenido su sangre fría y había contemporizado y bromeado, cambiando de tema. En su orgullo desmedido, Orleans se atrevió incluso a escribir a la princesa de los Ursinos, recordándole su vieja amistad parisina y diciéndole que siempre la apreciaría y que consideraba que sus servicios a la corona eran esenciales en toda ocasión y lugar, cosa que era igualmente interpretable de modo ambiguo y poco favorable al duque.
La situación era tan desagradable que el rey pidió a su abuelo que revocara el nombramiento de Orleans y lo llamara a Francia, por las razones secretas que le comunicaba. Pero Luis XIV no podía hacerlo en ese momento. Los aliados habían realizado una nueva ofensiva contra Francia y tras los intentos franceses de neutralizarlos, con la eficaz intervención de Berwick en la fortificación de las fronteras, la situación seguía como antes, con el peligro de una invasión aliada que se cernía, mientras que la situación financiera de Francia, que llevaba sosteniendo la guerra en Europa y la de España, comenzaba a ser también dramática.
En junio, como si fuera un inocente y leal general del rey Felipe V, el ambicioso e intrigante duque de Orleans sitiaba Tortosa, en Cataluña. Su genio militar indudable y su afán de victoria le llevaban a cerrar el cerco del territorio dominado por Carlos de Austria.
En ese mismo tiempo se produjeron cambios en el ejército austríaco en la Península, el mariscal Starhenberg fue nombrado comandante supremo de las tropas en la Península, y el cansado y derrotado conde de Galway fue sustituido por Stanhope, que como primera empresa se proponía liberar a Tortosa del cerco. El intento anglo-imperial fracasó porque la plaza caía en poder del duque de Orleans, el día 11 de julio de 1708, y según llegaron noticias a la corte de Madrid, el siempre tan comedido archiduque perdió la compostura y gritó su furia a los ministros de su consejo en Barcelona, mientras en Madrid los reyes podían sonreírse ante los problemas de su rival. Ello no obstante, aún no estaba dicha la última palabra. Había demasiados intereses y territorios en juego.
En agosto llegaba a Barcelona la prometida del archiduque, la bella Elisabeth von WolfenBüttel, que era de sangre tan alemana como el archiduque, y se celebró su boda por el arzobispo de Barcelona, intentando hacer, a imitación del bautizo del príncipe de Asturias del año anterior en Madrid, un acto de propaganda, con grandes celebraciones.
Y si bien eso no despertó nuevas lealtades, lo que sí fue cierto es que la gran flota inglesa que llevó a la prometida del archiduque a Barcelona aprovechó el viaje para conquistar la isla de Cerdeña en agosto y, en septiembre, la isla de Menorca, que quedaría como botín inglés durante algunos años, pues era una plaza estratégica tan importante y mucho más grande que el peñón de Gibraltar.
La toma de las islas, como la de algunas del Caribe, ponía de manifiesto uno de los mayores problemas de las Dos Coronas, la debilidad de su flota. A los virreinatos de América se había dado la orden de que defendieran con sus recursos los territorios del imperio y, en gran medida y con muy pocas pérdidas, el imperio americano entero se mantuvo por sí mismo fiel a Felipe V, con las dos escuadras españolas que protegían aquellos territorios de las incursiones de corsarios ingleses y holandeses, sin que hubiera severas pérdidas territoriales.
El final del año comenzó a teñir de sombras el futuro. Francia estaba exhausta. Además, los aliados conseguían dar un golpe muy doloroso a Luis XIV, al conquistar la importante ciudad de Lille, lo cual dejaba abierto el camino de París. Sólo un pequeño número de guarniciones separaba a los aliados del triunfo definitivo. El frío terrible que cayó sobre Europa, en el peor invierno que se recordaba en todo el larguísimo reinado de Luis XIV, de momento, sirvió para contener el avance enemigo, pero prometía hambre para el año siguiente por la pérdida de cosechas.
En la corte de Madrid, María Luisa Gabriela y Felipe V tenían el gusto de saber que la reina estaba embarazada de nuevo, cosa que fue celebrada como un hermoso regalo de Navidad, pero a pesar de esa alegría tan íntima seguían con creciente inquietud el avance de los acontecimientos que ensombrecían el panorama europeo. Sólo en la España peninsular las cosas iban bien para los Borbones, aunque se estaba viendo que Luis XIV estaba al borde de la capitulación.
Los aliados, comprendiéndolo, se prepararon a negociar y pensaban exprimir todo lo posible al anciano rey, que aún resistía, como un titán, el embate de todos sus enemigos al mismo tiempo y por todos lados, en tierra y mar. La pregunta era: ¿hasta cuándo resistiría su corazón? ¿Hasta cuándo lo haría Francia?