1706
Annus horribilis
para Felipe y María Luisa Gabriela
La reina María Luisa Gabriela estaba en la cama, con las contraventanas de la habitación entornadas; apenas entraban unos vagos reflejos de claridad que hacían que los cuadros y muebles de la alegre habitación que ocupaba cuando el rey no estaba en la capital no fueran sino manchas indefinibles en las paredes. Estaba convaleciente de un terrible dolor de cabeza; una de sus habituales migrañas, que cada vez se hacían peores y que las preocupaciones sobre la guerra agravaban.
Se había querido echar un rato y estaba reposando para poder recibir al rey con el mejor talante. Sabía que Felipe V iba a llegar a Madrid de un momento a otro. Le había esperado ayer, pero no llegó. Por fin iba a llegar hoy, 6 de junio, según le comunicó el correo privado que había recibido de él. Y mientras esperaba, aunque procuraba no pensar en nada, no pudo menos que recordar lo mal que estaban yendo los asuntos de la guerra. Parecía que no se conseguía hacer nada a derechas y que todo se torcía y se transformaba en un nuevo problema. Era como si un mal hado los estuviera mirando fijamente y quisiera recordarles que al fin y al cabo los reyes también son mortales y dependen del destino que se les ha trazado.
La realidad era que, desde finales del año anterior, las cosas habían ido de mal en peor. Los grandes no se habían aquietado, después del asunto del banquillo. El duque de Sessa y el conde de Lemos habían sido despojados de sus regimientos y enviados a servir a Flandes, por su desacato. Medinaceli seguía caldeando los ánimos de los demás grandes, culpando de la caída de Barcelona a los extranjeros que gobernaban el reino. Su protesta se centraba ahora en que el mando de los ejércitos y de la política estaba en manos de extranjeros y el ambiente de la capital se estaba volviendo irrespirable por la tensión que provocaba el enfrentamiento de las dos concepciones de gobierno: la moderna que se estaba intentando implantar y la tradicional de los que se resistían a que dejara de existir el caos anterior. Había pesimismo en la corte; el ambiente de los Consejos estaba enrarecido porque Amelot y la princesa estaban practicando una política de intentar mantener en lo exterior el respeto por las formas tradicionales, aunque en realidad no se contaba en absoluto con los grandes y los más belicosos de éstos, que se daban cuenta de la maniobra y se volvían más ariscos y difíciles de manejar.
María Luisa Gabriela, sin embargo, intentaba mantener el equilibrio, recibiendo a las duquesas en su gabinete todas las mañanas, yendo con ellas a las visitas de los conventos y adaptándose, en la medida de lo posible, a las costumbres anteriores que no le eran demasiado gravosas. Aun así, entre las señoras, notaba la preocupación por la situación. Se estaba creando un cierto malestar entre la grandeza y el rey que estaba creciendo por semanas y que se basaba en que su majestad no había dado su brazo a torcer ni en el tema de la guardia ni en el de las reformas del Estado, que eran absolutamente vitales para la regeneración del reino. La presencia del archiduque en Barcelona agravaba la situación y, tras un consejo secreto con la reina, la princesa de los Ursinos y Amelot, el rey había decidido acudir en persona con el ejército a liberar Barcelona. Si lo conseguía sería un duro golpe para el archiduque y se podría recuperar el territorio perdido rápidamente. Para ello había que utilizar todos los efectivos disponibles y contar con el apoyo de Luis XIV, que debía realizar un esfuerzo extraordinario para evitar que las cosas fueran a peor.
El rey de Francia estuvo de acuerdo y envió refuerzos al mando del mariscal de Noailles para reforzar el ataque de Barcelona desde el norte, con 15.000 hombres y una escuadra para sitiar la ciudad por mar. Además, concedía al rey de España el regreso del duque de Berwick, para que comandara el ejército del centro y oeste a fin de impedir la entrada de portugueses e ingleses en España, mientras él asediaba Barcelona con el resto de las tropas. Esta decisión era importante, ya que sólo así se podía neutralizar a los portugueses que amenazaban con invadir Castilla.
Felipe V partió de Madrid, en febrero de 1706, con gran pompa. Quería ir a unirse con las tropas al mando del conde de Tessé y llegar a Barcelona, acompañado de sus gentileshombres de cámara y de muchos grandes, para aclarar el enrarecido ambiente y mostrar que contaba con el apoyo de la nobleza, pero la cosa no iba a ser tan fácil. La rebeldía que anidaba en algunos corazones comenzó a manifestarse entonces. De hecho, el duque de Béjar, el de Peñaranda y el conde de Colmenar, tres de los gentileshombres de cámara, se negaron a acompañarle, desobedeciendo la orden directa del rey, lo cual mostraba cuán extendida estaba la insatisfacción y la dudosa lealtad de algunos de los que estaban más cerca de los reyes, por más que se quisiera ocultan Los tres nobles rebeldes habían entregado sus llaves de oro, sin echarse atrás, por más que el duque de Osuna y el marqués de Quintana les pidieron que recapacitaran y se plegaran a los deseos del rey. Su negativa fue tajante. Eran los primeros en mostrar abiertamente su descontento y preferían dejar sus funciones a continuar fingiendo una fidelidad al rey que ya no sentían. Luego habría más.
Mientras tanto, el duque de Berwick acudía a España, en marzo, sólo con su estado mayor. Le esperaba, en teoría, un ejército de 15.000 españoles en Extremadura. La realidad se iba a mostrar muy otra, e iba a suponer un vuelco desagradable para la causa borbónica.
El rey, por su parte, se había unido al conde de Tessé en Cataluña y comenzaban el asedio de Barcelona, en abril, con las tropas francesas de la Península, a las que se unieron las del mariscal de Noailles que entró en España por el norte, desde Perpiñán, como había prometido Luis XIV, y cubrió Barcelona por ese lado. A ellos se uniría una escuadra francesa para sitiar la ciudad por mar. El asedio parecía bien planteado y tenía visos de triunfar, a menos que los aliados se volcasen en la defensa de la ciudad.
En los primeros días del asedio se produjo la incursión del rebelde conde de Cifuentes en el campamento borbónico, una noche de abril, que le valió prestigio y fama entre los suyos, porque consiguió hacerse con la vajilla y el equipaje de Felipe V, para susto de todos, aunque la guardia del rey repelió con dureza el ataque, quedando todo en un susto. Felipe V decidió entonces dormir en un barco francés durante el asedio para evitar más incidentes.
A finales de mes, la ciudad parecía a punto de capitular. Tras un intenso asalto, los hombres de Tessé consiguieron tomar el castillo de Montjuic, un lugar esencial para llevar a cabo un sistemático bombardeo de la ciudad. Pero cuando parecía que Barcelona estaba cercana a caer, una escuadra inglesa liberó la ciudad del bloqueo por mar, obligando a la francesa a retirarse, y trajo soldados de reemplazo que permitirían a la ciudad aguantar sin problemas mucho tiempo. Tessé decidió que no se podía hacer nada y, en contra de la opinión del rey, levantó el asedio. Todo el esfuerzo no había servido para nada y había que prever que la consecuencia del fracaso de Barcelona sería la invasión del territorio castellano por portugueses e ingleses, desde el lado contrario. María Luisa Gabriela recordaba muy bien el momento de la llegada del correo, en que el rey le comunicaba con tristes palabras que, muy a su pesar, habían tenido que levantar el asedio de Barcelona y retirarse hacia Francia. Habían perdido casi siete mil hombres y dejado mucha impedimenta y municiones, porque les amenazaban desde Aragón las tropas del traidor conde de Cifuentes y de los aliados. La reina había llorado amargamente, como si le hubieran comunicado la noticia del fallecimiento de un ser querido y, en verdad, había muerto su esperanza de que el conflicto fuera breve y terminara en pocos meses. La situación se iba agravando por momentos para ellos.
Y mientras el rey de España tenía que bordear los Pirineos franceses para volver a entrar en sus reinos por Navarra, el duque de Berwick pasaba revista a sus teóricos 15.000 soldados y veía con gran preocupación y malestar que estaban mal armados y que la mayoría apenas había recibido los rudimentos de una instrucción militar. Inmediatamente comprendió que aquello era un ejército fantasma que no podría resistir ni un asalto de una tropa profesional y escribió preocupado a Amelot, comunicándoselo. No tenía fuerzas que oponer a la invasión que se iba a producir indefectiblemente por un ejército de más de 25.000 hombres bien preparados y adiestrados.
En una lacónica carta que Amelot leyó a la reina y a la princesa les decía que, ya que España no contaba con ningún ejército con que oponer resistencia a una invasión, los portugueses e ingleses iban a entrar en suelo español, sin que nadie los detuviera, cuando lo decidieran. Él no podía enfrentárseles en el campo de batalla porque no contaba con medios para hacerlo. María Luisa Gabriela convocó entonces a Orry y a la princesa, junto a Amelot. Tenían que ver qué se podía hacer para paliar la situación. La respuesta fue como un mazazo para ella.
No se podía hacer absolutamente nada. No había tropas que enviar, ni armamento, ni dinero, ni posibilidad de conseguirlo de modo inmediato. Las rentas del Estado estaban demasiado entrampadas todavía. Entonces, viendo lo desesperado de la situación, la reina decidió el empeño de sus joyas personales y las de la corona para socorrer a Berwick. Pero como en España no había quien pudiera comprarlas, había que enviar a París a alguien para que las empeñara y consiguiera el dinero. Era una medida desesperada y la princesa le pidió que lo reconsiderara, pero la reina insistió. Ante la necesidad de la guerra, lo demás no era importante. La princesa tenía razón. Aquello no iba a servir de nada. No había tiempo. Las tropas del marqués de las Minas y el general conde de Galway traspasaron la frontera española y tomaron la villa extremeña de Alcántara el 18 de abril, Brozas el 19 y Garrovillas el 22, y desde estos enclaves estratégicos pasaron a ocupar el norte de Extremadura, cuya ciudad principal, Plasencia, cayó el 28 del mismo mes. Nadie había salido a hacerles frente.
En mayo, los portugueses, que no podían creerse que estaban conquistando el territorio castellano sin oposición, tomaban primero Béjar y luego la importante Ciudad Rodrigo y, según las más recientes noticias que había recibido la reina, Salamanca estaba a punto de caer en sus manos. ¿Hasta dónde iban a llegar? Evidentemente, parecía que hasta Madrid, a expulsarles de la corte.
Una llamada a la puerta de su alcoba la distrajo y la devolvió al momento presente. Era la princesa de los Ursinos, que le anunciaba la esperada llegada del rey. Como un resorte, María Luisa Gabriela se levantó del lecho. Pidió a la princesa que la ayudara a arreglarse un poco para que el rey la encontrara presentable. Se miró al espejo detenidamente y no le gustó lo que veía. Su rostro, habitualmente risueño, estaba ojeroso y tenso.
—Os voy a dar un toque de color, majestad —dijo la princesa, comprendiendo lo que la reina deseaba.
—Os lo agradezco, Ana María. No quiero que el rey me vea con esta cara.
La princesa se puso manos a la obra y en pocos minutos, usando con mano sabia un pincel, consiguió camuflar las ojeras y luego le dio un toque de polvos por allí y otro por acá, hasta que quedó satisfecha. Finalmente, se entretuvo arreglando un poco los rizos de la reina para que cayeran con más gracia hacia los lados y le puso un prendedor con una hermosa perla gris al frente. Al acabar, contempló su obra y comprobó que María Luisa Gabriela tenía mucha mejor cara.
—Et voilà! Su majestad está impecable.
—Sois maravillosa, Ana María. Lo mismo valéis para el consejo de gabinete que para disimular mi mala cara.
—Así debe ser. Para eso estoy a vuestro servicio. Me alegra que el rey esté de nuevo en Madrid. Seguro que la llegada de su majestad os devolverá la alegría.
—¡Ojalá sea así, amiga mía! Pero me temo que mi preocupación es por la situación que atravesamos. ¿Creéis que podremos mantenernos en Madrid?
La princesa la miró con seriedad a los ojos y le respondió:
—Sabéis que no, señora. Es mejor que aceptéis que vamos a tener que partir del alcázar muy pronto.
—Me temo que así va a ser.
—Sí. Es lo que debemos hacer. Dejar Madrid lo antes posible. Está claro que los portugueses no van a parar hasta tomar la capital. Es lo más lógico. Y vos debéis iros, cuanto antes. Ahora que viene el rey, podréis decidir adónde ir, pero no podemos tardar en partir. Pero aunque debamos dejar la ciudad, no olvidéis, como parece que estáis haciéndolo, que aunque ingleses y portugueses tomen Madrid, contáis con la lealtad de vuestros súbditos de la capital y de los castellanos, y eso es mucho. Portugueses e ingleses nunca podrán mantenerse en la capital de España, si no es por las armas. Podrán tomarla, eso sí, pero serán dueños del terreno que pisen, nada más. El pueblo os quiere a vos y al rey y eso es lo importante. Castilla sigue siendo vuestra, de corazón.
—No sabéis el bien que me hacen vuestras palabras, Ana María. Tenía una gran zozobra y no veía un resquicio de luz por ningún lado.
—Pues me alegra habérosla proporcionado porque, además, es muy cierto. El pueblo de Madrid os idolatra y nunca querrán a nadie más que a vos. Sois su reina para lo bueno y para lo malo.
—En verdad, me siento algo mejor, aunque la preocupación por la situación que atravesamos no me deja descansar ni un minuto. A ver si el rey nos dice algo que despeje un poco el oscuro panorama que tenemos delante de nosotros. Tengo tantas ganas de estar con él y de perderme en sus brazos…
—Y esperemos que, de uno de vuestros abrazos, nazca pronto un heredero, majestad. Sería tan importante para el reino y para asentaros en el trono en estos momentos…
—Sí. Lo sé. También eso me preocupa mucho. Hace ya casi cinco años que nos casamos y todavía no me he quedado encinta. ¿Será acaso un castigo de Dios?
—No digáis tonterías, majestad. No os reconozco hoy. Estáis de un humor lúgubre y habláis como una de esas beatas de la corte.
—Tenéis razón. Debo procurar contenerlo, como sea. No quiero que el rey me vea así.
—El rey es vuestro esposo y os ama como sois. Eso no debe preocuparos. En fin, voy a ir adelantando preparativos, porque eso de que nos vamos es seguro. No creo que podamos mantenernos en Madrid ni hasta fin de mes.
—No me gusta nada eso que decís.
—Ni a mí, majestad, pero debemos asumir las cosas como son. Sólo así podremos hacerles frente. ¿Me dais vuestra venia para retirarme?
—Id con Dios, Ana María. Yo esperaré aquí a mi esposo. A ver si entre sus brazos recupero la alegría.
La princesa de los Ursinos se retiró de la cámara. Al acercarse al fondo de la antecámara, oyó los pasos que anunciaban otra visita. Segura de que era el rey, se metió en un pequeño gabinete ciego, a un lado, para no encontrarse con él y no entretenerle. La puerta de la habitación contigua se abrió y el rey pasó de largo, sin mirar. Tenía prisa en llegar hasta María Luisa Gabriela.
La llegada del rey a la capital no había supuesto ningún cambio para mejor. Salamanca cayó en manos aliadas el 7 de junio y, con ello, el camino de Madrid quedaba abierto a los aliados. Berwick se retiraba con sus hombres, sin combatir, delante de los portugueses e ingleses y el rey decidía la evacuación de la capital el 20 de junio. Todos, en palacio, estaban muy cariacontecidos y ocupados, preparando los equipajes para dejar la ciudad.
La reina partió del alcázar con los miembros de los Consejos y la princesa de los Ursinos y escaso acompañamiento, sólo un par de damas y las hermanas Frattini, hacia Guadalajara, donde recibieron la terrible noticia de la caída de la base naval de Cartagena, la plaza más importante que le quedaba a Felipe V en el Mediterráneo, por la traición del conde de Santa Cruz, almirante mayor de Galeras, que se la había franqueado a los aliados para el archiduque Carlos.
La terrible noticia ofuscó a la reina, que se encerró en sí misma, y las hermanas Frattini y la princesa tuvieron que emplearse a fondo para conseguir que saliera de un mutismo que no le convenía nada. Con mucho esfuerzo lo consiguieron. María Luisa Gabriela reaccionó entonces. Mostrando la fuerza de su carácter, recobró el espíritu y decidió que iba a luchar hasta el fin por el trono de su esposo. Si los aliados les derrotaban en la Península, lucharían desde América, pero no iban a rendirse ante la adversidad. Su cambio de humor fue como un bálsamo para todos. Una luz nueva iluminó su rostro, que, en adelante, no volvería a mostrar señales de desánimo.
Había que seguir huyendo. En Guadalajara tampoco podían quedarse, ya que el ejército anglo-portugués estaba demasiado cerca. Además tampoco había dinero ni para pagar el servicio. De allí pasaron a Burgos, donde la reina, acompañada sólo por la princesa y las hermanas Frattini, iba a pasar unos tiempos muy duros. María Luisa Gabriela siempre recordaría Burgos como el lugar donde mayor necesidad había pasado en toda su vida. La noche de la llegada, una vez examinado el equipaje, vieron que además se habían perdido los carros con el mobiliario básico.
La fortaleza de Burgos donde decidieron quedarse, de momento, no contaba con ninguna comodidad para la reina y sus dos damas. Dado que no había ni camas adecuadas, se hicieron venir varios colchones de la casa del condestable. En ellos, con modestas sábanas prestadas, durmieron la reina, la princesa y sus dos amigas, porque aparte de ellas y una criada, estaban solas. Las dificultades monetarias que atravesaban habían impedido pagar los atrasos que se debían a la servidumbre, y ésta la había abandonado cuando comprendió que la reina no tenía joyas ni dinero, y que su mismo trono peligraba.
La deprimente cena de aquella primera noche, bajo la luz de unos candelabros de plata que alumbraban un escaso trecho del oscuro comedor improvisado, fueron dos huevos para cada una, sin acompañamiento, y al día siguiente la cosa no mejoró en absoluto. No hubo cortesías por parte de las autoridades locales, ni ofrecimientos de asistirlas por parte de los nobles de la ciudad. Estaban solas, con sus recursos. La princesa, tomando cartas en el asunto, vendió sus joyas para comprar vituallas y algunas cosas básicas, mientras la situación se arreglaba. La soledad de aquellos meses de noticias malas que se sucedían unas a otras, donde sólo quedó la firmeza del apoyo de la princesa de los Ursinos y de sus dos amigas, que también empeñaron las alhajas que habían traído de Saboya y que eran todo su patrimonio, para darle algo de confort a la reina, le llegó al alma y le hizo adquirir una visión diferente de la vida. Fueron muy duros sus momentos de soledad, de pensamientos profundos, de decepciones amargas. Mientras la estrella del archiduque parecía ascender, eran muchos los que procuraban estar al lado del nuevo poder y María Luisa Gabriela saboreó el dolor de la derrota. Sintió la humillación del vencido hiriendo su alma y, a pesar de la penuria y de las dificultades, supo salir con bien de la prueba.
Mientras la reina pasaba por su purgatorio particular en Burgos, el rey se unía con las tropas de Berwick, llevando consigo los 3000 hombres de los regimientos de la guardia. Ni siquiera entonces consideró el duque de Berwick la posibilidad de combatir. La causa de Felipe V estaba en su momento más bajo y en verdad parecía que la estrella del archiduque se elevaba a su cénit, apoyado por la fortuna y la traición. Así lo demostraron un grupo de grandes rebeldes, nada menos que el duque de Béjar, el de Peñaranda y el conde de Colmenar, los antiguos gentileshombres del rey, que habían dejado sus funciones, en febrero, que aprovechando la cercanía de los anglo-portugueses acudieron a pedirles que tomaran la capital en nombre de Carlos III, y en su embajada les acompañaron el marqués de Carpio y el conde de Palma, para confirmar que Madrid les abriría sus puertas sin luchar. Los generales aliados aceptaron el regalo y tomaron la capital sin disparar una bala. Las tropas aliadas entraron en Madrid en medio de un silencio sepulcral y hostil. Las ventanas y contraventanas estaban cerradas a su paso hacia el alcázar y hubo escasos curiosos que miraran las tropas. Las Minas y Galway pudieron sentir que estaban en territorio borbónico y el pueblo de la capital se lo demostraría de mil modos durante la ocupación. Los soldados no podían ir solos por las callejas de Madrid sin ser asaltados y muertos por embozados; los comerciantes vendían género estropeado y en mal estado y las mismas prostitutas de la capital se habían propuesto enfermar a los que acudieran a buscar sus servicios, envenenando sus bebidas.
En los días siguientes a la toma de Madrid se produjeron una serie de hechos cuyo conocimiento dolió mucho a la reina, que recibía las desoladoras noticias en Burgos. El cardenal Portocarrero, que se había mantenido en Toledo desde las desavenencias de fines de año anterior con Amelot y la princesa de los Ursinos, había celebrado un tedéum por la entrada de los aliados en Madrid y había proclamado al archiduque como rey, en la plaza Mayor. Era una puñalada más. Y mientras todo esto acontecía, el rey Felipe V estaba con Berwick en Alcalá de Henares, escondido, sin poder atacar, porque aún no tenían fuerzas suficientes para ello.
En el bando contrario, el archiduque se dirigía en loor de multitudes a Zaragoza, ciudad que había caído en sus manos a finales de junio, y donde fue aclamado a mediados de julio como rey. Aragón también estaba ya en manos de Carlos III. La situación de Felipe V comenzaba a ser desesperada. Si descubrían que estaba tan cerca y le capturaban, todo habría acabado.
Pero los aliados no lo intentaron siquiera. Confiados y contentos con la enormidad de lo conseguido con tan poco esfuerzo, el marqués de las Minas y el conde de Galway esperaban la llegada del archiduque en Guadalajara, para que hiciera una entrada triunfal en Madrid. Pero ésta finalmente no tuvo lugar, porque el archiduque Carlos recibió las noticias de la inminente llegada a España de un nuevo ejército francés que se iba a unir al de Berwick, y pensó que era demasiado arriesgar ir hasta el centro, cuando tenía Aragón, Cataluña y Valencia seguras. Era un terrible error. Debía haber intentado maximizar su triunfo antes de la llegada de los franceses y haberlos rechazado cerca de la frontera, pero no lo hizo así.
Afortunadamente para Felipe V, los nuevos 15.000 soldados enviados por el rey de Francia fueron decisivos en esas horas tan oscuras y tan desesperadas porque impidieron el absoluto control de la Península por parte de los aliados. Entrando por Navarra, llegaron hasta el centro, fortaleciendo el débil ejército que mandaba el duque de Berwick. Al unirse los veteranos franceses de Flandes con los soldados españoles de Berwick, que seguían recibiendo instrucción, en el centro, compusieron por fin una fuerza importante, que iba a permitir un respiro en la terrible marcha de los acontecimientos bélicos que tenían en jaque permanente al rey y a la reina desesperada en Burgos.
María Luisa Gabriela pudo por fin comenzar a alimentar una esperanza en medio de la oscuridad cuando el rey le escribió diciéndole que de nuevo tenían un ejército que les podía permitir recuperar Castilla y, probablemente, cortar las comunicaciones de los aliados con Portugal. No obstante, el durísimo y caluroso verano de 1706 pasó sin que hubiera batallas. Los generales anglo-portugueses dudaban. No sabían si quedarse y defender Madrid contra las tropas de Berwick o si retirarse. Considerando que aquello era un albur que podía poner en riesgo los éxitos anteriores, los anglo-portugueses decidieron retirarse de Madrid. Sabían que Castilla era para ellos una trampa mortal porque, en cuanto se separaba un número de soldados del grueso del ejército, eran masacrados por los campesinos, o los aldeanos, creándose en el ejército aliado un miedo a las expediciones de exploración o de búsqueda de suministros, que benefició mucho a Berwick y a Felipe V. El tiempo pasaba y esta vez corría a favor del rey Borbón. Además, en estos momentos de dificultades, Andalucía se volcó con el rey Felipe V, reuniéndose 4.000 caballos y 14.000 soldados, a costa de las ciudades y los nobles del reino que se unieron pronto a Berwick. Con la inmensa alegría de la ciudadanía, el 4 de octubre de 1706 los reyes podían regresar a la capital. La reina viajó deprisa, contenta, con ganas de llegar a Madrid. Estaba más delgada; su rostro se había tornado más majestuoso y quizás algo más duro. El silencio de Burgos la había hecho reflexionar mucho y había comprendido mucho mejor lo que producían las mudanzas de fortuna y lo que se puede esperar de los que medran alrededor del poder. Lo pasado había sido como una pesadilla, pero no quería olvidarlo. En adelante siempre lo tendría muy presente.
Al llegar al alcázar, incluso las más lóbregas estancias le parecieron a la reina agradables. Aquélla era su casa y ya la sentía como propia. Pero sobraban muchas cosas y muchas personas. Había llegado el momento de realizar un gran barrido que se iba a llevar por delante lo que sobraba de la corte. Para empezar, no se volvió a llamar a las damas de compañía que la habían abandonado y se les retiró además su derecho a entrar en palacio; también se licenció a las meninas y a los enanos de la corte; con ellos se iban los elementos más visibles que quedaban de los antiguos Austrias en el alcázar. En adelante, la reina tendría otro tipo de damas, serían señoras de mayor rango, de más alta cuna, como acompañantes, tal y como las tenían las reinas de Francia. Y desde luego, sus dos amigas, que se lo habían dado todo, recibirían los títulos de marquesa de Santa Ana y marquesa de San Antonio, con grandeza de España, y se les proveería estado de las rentas que se iban a expropiar a los traidores que habían abandonado a los reyes en su momento de necesidad. Iba siendo hora de poner cada cosa en su sitio.
El cardenal Portocarrero a pesar de su desvío fue perdonado, en atención a todos los bienes que había hecho al rey en el pasado, pero la reina viuda, Mariana de Neoburgo, no. Su actitud ante la llegada de las tropas anglo-portuguesas a la capital había sido de gran alegría y su celo proaustríaco había provocado las iras de los toledanos, que la tuvieron asediada en su palacio al ver que algunos nobles de la ciudad se habían decantado por el archiduque por culpa suya. Su conducta había sido imperdonable y no había razón para que permaneciera en el reino por más tiempo. El rey, por incitación de la princesa de los Ursinos, dictó la orden de su exilio y ordenó al duque de Osuna que la acompañara hasta Bayona, donde tenía órdenes de dejarla acomodada y bien vigilada. Mariana de Neoburgo no volvería a ser una molestia en adelante.
Los grandes y nobles que habían traicionado la causa de Felipe V fueron o desterrados o aprisionados en función de sus actividades durante los meses de ocupación de la capital por las tropas del archiduque, y además, se tomaron las medidas más drásticas para incrementar la eficacia del gobierno. No había sonrisas en la corte. El malestar se podía sentir por doquier en palacio. El año había sido terrible en todos lados para la causa de las Dos Coronas. En Italia, el triunfo del príncipe Eugenio en la batalla de Turín, con la colaboración del duque de Saboya, contra el duque de Vendôme, había provocado la pérdida de Milán y la evacuación de los ducados de Modena y Toscana por parte de los franceses. En 1706, la mayoría de las posesiones italianas de la corona de España, menos Nápoles y Sicilia, habían caído en poder del emperador y en el norte de Europa, en Flandes, las cosas aún eran peores porque el duque de Marlborough había vencido de modo rotundo en la sangrienta batalla de Ramillies a las tropas de Luis XIV. La derrota había supuesto la caída en manos de los aliados de las importantes ciudades de Amberes —el principal puerto comercial de los Países Bajos españoles— y de Ostende, que sería seguida de la toma de Malinas y Bruselas, la capital de los mismos. Era una verdadera debacle que ponía al rey de Francia contra las cuerdas en todos los frentes.