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1705

La cuestión del banquillo

y el nombramiento del nuevo mayordomo mayor

El acercamiento de la guerra a la Península y la presencia de los aliados en el país vecino iba a ser un revulsivo que provocaría repercusiones, incluso en palacio. De hecho, la aparente paz del Real Alcázar de Madrid, entre los grandes y los reyes, iba a quebrarse muy pronto. Las razones fueron múltiples y en realidad ajenas al hecho que provocó el conflicto, que arrancaba de la insatisfacción de los grandes por su creciente pérdida de poder. Pero las excusas que se barajaron para explicar la insatisfacción de los nobles españoles eran el mantenimiento de las costumbres francesas de los reyes en palacio, por un lado, y, por otro, la preponderancia de los servidores franceses de Felipe V y María Luisa Gabriela.

La excusa de la prepotencia de la servidumbre francesa no servía para justificar conflictos. Louvois, el jefe de la llamada casa francesa, había tenido buen cuidado de que los franceses no exageraran a la hora de obtener beneficios de su cercanía a la persona del monarca y los que lo habían intentado habían sido enviados de regreso a Francia rápidamente. Por su parte, la reina no había traído servidores propios, sino los que Luis XIV le había dado y que se habían integrado en la servidumbre, formando un núcleo francés que se negaba a adaptarse a España y sus usos y que pretendían vivir en palacio como si fuera una isla francesa dentro de otro reino.

No obstante lo anterior, algunos de ellos eran apreciados por los nobles españoles. Los más populares de los franceses eran Claude de la Roche y el marqués de Velouse. El primero era el ayuda de cámara del rey, que tenía a su cargo la «estampilla», es decir, el sello que imitaba perfectamente la firma del rey pero sin sus armas, cargo que le daba poder y prestigio. De la Roche era un hombre de bien, honesto, desinteresado y bienintencionado, que siempre procuraba llevarse bien con todo el mundo. El segundo, Hyacynthe Boutin, marqués de Velouse, era un buen hombre. Algo corto de miras pero honesto, llegaba al fondo de las cuestiones y era extremadamente sensible, casi temeroso, ante cualquier cambio. Le molestaban los continuos intentos de españolizar a los monarcas, pero no lo manifestaba. La reina también había llegado a apreciarle porque era de una lealtad a prueba de bomba y siempre estaba en buena disposición, a cualquier hora del día o de la noche, si se trataba de servir a los reyes.

También tenían buena consideración el boticario del rey, Luis Riqueur; su primer cirujano, Juan Bautista Legendre, que era hábil no sólo en su oficio, sino en el trato de las personas, y su jefe del guardarropa, Gaspar Hersent.

Otros, en cambio, como el barbero Henry Vazet, eran respetados por el poder que tenían, pero detestados, y alimentaban la tensión con los altos cargos de palacio españoles, el marqués de Villafranca, el duque de Medina Sidonia y el conde duque de Benavente, que eran en realidad los representantes de la facción española y de la grandeza en palacio. Éstos, por sus posiciones, estaban más cerca del rey, junto al duque de Osuna y al marqués de Quintana, gentileshombres de cámara que gozaban de su confianza. Por otra parte, los grandes estaban indignados con el tratamiento de alteza real que el rey había concedido a la princesa de los Ursinos, a su regreso, que la hacía subir un escalen por encima de ellos y que éstos, en su conjunto, se negaban en rotundo a darle.

Pero la tradicional pugna de los grandes con el rey y la servidumbre francesa, en realidad, sólo enmascaraba la negativa de los grandes a perder su poder, omnímodo hasta entonces. Lo que la grandeza de España deseaba era que la nueva dinastía, que ellos habían acogido en su mayoría con buena fe y tolerancia aunque con cierto escepticismo, se adaptara rápidamente al papel de la anterior, no tocando en absoluto los privilegios de la alta nobleza y manteniéndose en la misma posición de dependencia respecto de ellos de los últimos cien años. Sólo así se aseguraría el rey su fidelidad.

Ese discurso contrario a la imposición en España del espíritu reformista de Luis XIV y su absolutismo monárquico, había provocado muchas tensiones, la caída de algunos ministros, desesperados por la inmovilidad del sistema, y la negativa del mismo régimen a aceptar los cambios que se proponían, de mil modos. No obstante el equilibrio de fuerzas se iba a romper rápidamente.

El regreso de la princesa de los Ursinos, en agosto de 1705, con energías renovadas y dispuesta a quebrantar definitivamente la resistencia pasiva de los grandes al establecimiento de una corte a la francesa, en que el rey fuese dueño y señor de su palacio y de sus Estados, apoyándose en el nuevo embajador de Francia, Amelot, iba a provocar una guerra en palacio de cuyo resultado dependería el futuro. Y esta pugna fue denominada por la reina María Luisa Gabriela «la guerra del banquillo».

El asunto arrancaba del intento, varias veces frustrado, desde la llegada del rey, de establecer una guardia de Corps, seleccionada entre los mejores soldados, que fuera de la absoluta confianza del monarca y que protegiera su persona y obedeciera sólo sus órdenes. Esto, que parecía tan sencillo, en la práctica era algo que los grandes no querían admitir bajo ningún concepto. La razón era simple: al crearse un cuerpo que sólo estaba a las órdenes del rey, su persona dejaría de estar bajo el control de los grandes, como lo había estado durante los últimos tres reyes de la casa de Austria, Felipe III, Felipe IV y Carlos II, en que los monarcas eran prisioneros virtuales de los nobles, dependiendo de ellos para todos los actos de su vida, desde la mañana hasta la noche. De hecho, el rey Felipe V había superado ya la parte más incómoda de ese encierro, gracias a que la princesa de los Ursinos se había confabulado con los soberanos para hacerse con una de las llaves de oro que los gentileshombres de cámara custodiaban celosamente, y había hecho tres copias de la misma, una para el rey, otra para la reina y otra para ella misma, rompiendo el viejo protocolo. Eso permitía a Felipe V y a María Luisa Gabriela salir y entrar en sus habitaciones cuando querían, porque antes, una vez cerradas las puertas por la noche, por el gentilhombre de cámara de servicio, la puerta permanecía cerrada y el rey no podía salir de sus apartamentos porque no tenía medio de hacerlo, como no fuera descolgándose por una ventana o echando abajo la puerta, cosas ambas impensables.

María Luisa Gabriela y el rey se habían negado a permitir ese encierro y los gentileshombres de cámara, disminuidos de veinticuatro a seis por la primera reforma del cardenal Portocarrero, habían hecho la vista gorda ante el hecho evidente de que el rey entraba y salía de sus habitaciones cuando lo deseaba. Aunque nadie había dicho nada abiertamente, ese asunto había provocado una cierta tensión entre los grandes y el rey que éstos, no obstante, disimulaban. Otras cuestiones importantes como la pérdida de funciones del Consejo de Estado que ya no tenía peso en las decisiones de gobierno, la disminución de la importancia y del número de miembros de los otros Consejos, el de Castilla, Aragón, Indias, Órdenes, etc., eran aldabonazos y amenazas al poder de la antigua clase dominante, que a pesar de los intentos de reducirlos a un papel más adecuado a los tiempos actuales, seguían intentando resistirse a perder peso.

En este tira y afloja, la gota que haría rebosar el vaso de la tolerancia de la grandeza sería la reorganización y el establecimiento definitivo de la guardia de Corps, en 1705. Todo comenzó cuando el nuevo embajador Amelot, con su gran firmeza de carácter, aceptó el reto de concluir el trabajo que habían dejado a medias sus antecesores, el conde de Marcin, el cardenal d’Estrées y el duque de Gramont, ante los obstáculos que se les habían opuesto. Ahora que la guerra iba a hacerse peninsular, era prioritario dar una forma definitiva y una eficacia real a la guardia de Corps que garantizase la seguridad del rey y la reina, les hiciese dueños de sus palacios y les protegiera en cualquier circunstancia, en la paz o en la guerra.

El proyecto de guardia que arrancaba de 1702 estaba a medias, como hemos dicho. En 1705 habían sido reclutados parte de sus efectivos en diversos lugares. Hubo casos como el del conde de Ursel, que, viendo que no le llegaba el dinero público, había levado, a su cargo, los hombres de la compañía Walona, que recibieron formación de mosqueteros del rey como los franceses; el mando de esta compañía había pasado luego al marqués de Leyde, para acabar siendo del príncipe de T’Serclaes. El príncipe de Popoli había levado los suyos en Nápoles, pero estaban pendientes de recibir instrucción. Las dos españolas por completar y formar serían comandadas, respectivamente, por el conde de Aytona y el conde de Lemos.

Amelot se puso manos a la obra y sin aceptar ninguna oposición dio las órdenes oportunas para completar sus efectivos y dotarlos adecuadamente. Una vez reclutados todos sus miembros, la compañía estaría compuesta por dos regimientos, uno francés y otro español, que formarían parte del ejército y asistirían al rey en el campo de batalla, y por cuatro compañías de guardias, dos españolas, una Walona o flamenca y otra italiana, elegidas entre veteranos y mozos de la mejor calidad en los diferentes reinos de la monarquía española que protegerían al rey en palacio por fuera y por dentro. La guardia de Corps recibió un cuartel para su asentamiento propio, cuyo proyecto se encargaría al arquitecto Pedro de Rivera, en la calle del conde duque. Allí se formarían los guardias, vivirían y estarían al mando de sus capitanes cerca de palacio, y su única función era la defensa del rey y de la reina.

Conforme se dieron las órdenes de recluta y se comenzó la edificación del gran cuartel, ya surgieron los problemas. El mayordomo mayor de palacio, marqués de Villafranca, protestó ante el rey cuando el embajador francés le comunicó que él no tendría la guardia a su cargo. Villafranca aducía que él era el jefe de la guardia de palacio, la antigua compañía que lo protegía, y por tanto le correspondía el mando de la guardia. Le salieron sus maneras de viejo general y virrey que había sido antaño de los reinos italianos y su insistencia fue un obstáculo muy duro, pero Felipe V no pensaba ceder. Lo que Villafranca pedía era imposible concederlo y totalmente contrario al propósito de su creación, y el mayordomo mayor de palacio lo sabía perfectamente. La guardia de Corps nacía precisamente para evitar los excesos de poder de los cargos de palacio sobre el rey, no para incrementarlo.

Amelot ni se inmutó ante sus protestas. Mientras respondía por escrito a sus alegatos, ordenaba que las obras del cuartel se aceleraran y que los hombres fueran adiestrados lo más rápidamente posible. Para dar mayor realce a la creación del cuerpo, la reina fue la madrina del primer regimiento español de guardias de Corps, lo cual era un modo de mostrar que el proyecto contaba con el pleno apoyo de los reyes. De hecho, María Luisa Gabriela estaba encantada con la energía de Amelot y su capacidad resolutiva. La princesa de los Ursinos le había hablado muy bien de la capacidad del embajador y ella estuvo encantada de colaborar con el proyecto que les iba a dar por primera vez libertad en su propia casa y una sensación de seguridad que le iba a permitir dormir tranquila; porque desde la conspiración de Cifuentes el año anterior, la reina se sentía insegura, aunque no lo mencionaba en voz alta, sabiendo que otros podían pretender atentar contra ellos.

El mes de junio comenzó con la muerte del mayordomo mayor, marqués de Villafranca. La importancia del cargo que dejaba vacante el viejo señor creaba muchas expectativas, pero los reyes de acuerdo con la princesa de los Ursinos iban de momento a posponer el nombramiento del que le iba a sustituir unos meses, toda vez que había presiones de toda índole, tanto en España como en Francia, de los nobles que deseaban ocupar ese cargo que debía recaer, con toda seguridad, en uno de los grandes más importantes, para mostrar al mundo que la grandeza de España estaba con el rey. Lo malo era que el que más presionaba para conseguir el cargo era el duque de Alba de Tormes, embajador del rey de España en Francia, que tenía el apoyo de Luis XIV y del padre del rey, el gran Delfín que le apreciaba mucho. También le apoyaba una parte importante de la grandeza, por ser uno de los más inteligentes e importantes entre ellos. Por eso había que moverse con cuidado al tocar ese peliagudo asunto y mientras tanto, en Madrid, seguían fraguándose conspiraciones que ponían en peligro la vida de los reyes, en uno de los momentos en que los proaustríacos se estaban mostrando más activos.

La princesa de los Ursinos tenía a sus espías escuchando en los mentideros de la villa, en las tabernas y en las iglesias, las cofradías y los palacios, y en estos últimos lugares fue donde se destapó una nueva conspiración. La reina tuvo un sobresalto importante cuando la princesa les comunicó a mediados de junio que acababa de descubrir otra conspiración cuya gravedad estribaba en que la dirigía el marqués de Leganés, grande de España, antiguo capitán del Real Alcázar y jefe de una de las más antiguas e influyentes familias del reino. Su consternación la llevó a interpelar directamente a la princesa, deseando saber el alcance de la conjura.

—¿Cómo es posible que Leganés sea un conspirador, princesa? —le espetó en cuanto la princesa de los Ursinos llegó a sus aposentos, sin darle tiempo ni a saludarla—. Pero si he estado con él hace pocos días, en casa del duque de Osuna. Fue tan encantador. Incluso me pidió un baile.

—Pues lo es, majestad. No os he dicho nada antes porque no tenía pruebas contra él, pero lo teníamos vigilado de cerca, especialmente cuando estaba cerca de vos o del rey. Por fin, anoche, cogimos a uno de los sicarios que trabajaban para él y que estaba repartiendo instrucciones para un atentado contra vuestras reales personas. Aún no sabemos si querían mataros o sólo capturaros. Además pretendía la prisión de mi pobre persona y las del embajador Amelot, el duque de Escalona, el de Osuna, el marqués de Quintana y los nobles más afectos al rey.

—De nuevo me asustáis. Leganés conocía perfectamente el palacio y hubiera podido intentar algo por los corredores y pasadizos secretos.

—No, señora. De eso podéis estar segura. La presencia de la guardia en palacio les debe haber hecho pensar que debían intentarlo en otro lugar. La documentación prueba que la intención de los conspiradores era capturarnos a todos cuando nos dirigiéramos a la recepción del príncipe Pío, la semana que viene. Inmediatamente después, se prendería a todo el resto de los nobles fieles a vuestras reales personas. De ese modo se hubiera acabado la guerra antes de comenzarla.

—No me deis más detalles. No quiero saberlos.

—Hacéis bien. Mejor es que ignoréis la bajeza del marqués. La verdad es que, aunque ha confesado que la dirigía, no hemos sido capaces de hacerle decir quién más formaba parte de la conspiración. Es un grande de España y, como sabéis, por esa razón no le podemos someter a tortura.

—¡No! ¡Por Dios! Sería peor el remedio que la enfermedad. Todos se pondrían de su lado.

—Aunque sea un traidor. Sí, lo sé, majestad. Por eso nunca sabremos el alcance de la conjura, aunque sería vital para nosotros saber quiénes le apoyan. Eso sí, al menos la conspiración nos da la excusa para completar el despliegue de la guardia de Corps, cuyos efectivos han sido ya completados y adiestrados a espaldas de los grandes.

—Me parece perfecto, Ana María. Me siento mucho más segura caminando entre mi pueblo de Madrid, que sé que me quiere de corazón, que en mi propia casa, en el Real Alcázar.

—Espero que pronto, también aquí, os sintáis muy bien. Podéis estar segura de que, en un mes, las cuatro compañías con sus capitanes estarán a vuestro servicio y los conspiradores tendrán que pensar en otra cosa porque no les va a ser fácil acercarse a vuestras reales personas.

—¿Y qué habéis hecho con el marqués?

—Amelot y yo hemos pensado que lo mejor era sacarlo de Madrid, donde no pueda hacer más daño. Se le ha enviado, fuertemente escoltado, a Pamplona. Allí no tiene parientes ni amigos.

—Pero se le permitirán las visitas de quienes deseen verle. No olvidemos que es un grande, princesa.

—Se hará como decís, majestad. Así nadie podrá decir que no se le trata con el respeto debido a su rango, aunque en Francia una conspiración como la que planeaba le habría costado la cabeza. Luis XIV no se lo habría pensado dos veces y habría ordenado su inmediata ejecución.

—Las circunstancias de España no lo permiten.

—Lo sé, majestad. No hay que hacer del marqués un mártir, sino llevarlo a donde deje de ser peligroso. Hemos ordenado que lo trasladen doce hombres de la guardia. Así es seguro que no escapará, como lo hizo meses atrás el maldito y enredador conde de Cifuentes, que está soliviantando Aragón. Y para mayor seguridad, en un par de meses enviaremos a Leganés a Francia. No podemos dejar que nobles de su importancia sean traidores al rey y sigan libres.

—Ésa me parece una buena decisión, princesa. Y podemos ganarnos a su sobrino, el conde de Altamira, que nos es afecto, prometiéndole los bienes de su tío.

—Eso tendrá que aprobarlo el rey, majestad, pero yo también creo que es lo más lógico. Altamira, como el hijo del almirante rebelde, os es fiel y debéis recompensar su fidelidad, de modo que los otros grandes vean que su patrimonio peligra si no son leales.

—Sí, pero sin exagerar. Noto mucha tensión en el aire. Los grandes no ven con buenos ojos el gasto en regimientos de guardias de Corps.

—Mejor llamadlo por su nombre, señora. Los grandes detestan la idea de que los reyes de España sean señores de sus palacios y sus reinos, y ven con muy malos ojos que en el futuro no tengan que depender de ellos hasta para la mínima cosa, como solían.

—Quizás tengáis razón.

—Os aseguro que la tengo por completo, majestad. Ya veréis cómo surgirá un conflicto, por cualquier cosa, la menor nimiedad, cuando los guardias entren a servir en palacio. Será su modo de intentar evitar la independencia del rey.

—¿De verdad lo creéis, princesa?

—Esperad y lo comprobaréis vos misma, señora.

—Espero que os confundáis. No es buen momento para una pugna con los grandes. El archiduque Carlos está cerca.

—Precisamente por eso lo harán, porque ellos también creen que no es buen momento, y así intentarán que el rey dé marcha atrás y licencie a los guardias. Cuento con vos, majestad, para que no se lo permitáis. La guardia es vital para vuestra seguridad. No flaqueéis, aunque os presionen.

—No lo haré. Vos, como yo, consideráis que es importante, y te aseguro que la guardia se mantendrá, digan lo que digan los grandes. De hecho, comienzo a no fiarme casi de nadie, salvo de vos y de unas cuantas amigas.

—Tampoco hay que exagerar en la desconfianza, majestad. Muchos os son afectos. El problema es que hay unos cuantos, los menos, que están furiosos porque no tienen un papel en el gobierno, porque han perdido el poder que antes ostentaban sin freno, y ya no tienen ni voz ni voto en el manejo de los asuntos públicos.

—Sí. De eso ya hemos hablado muchas veces.

—Así es, majestad. Pero no se les puede devolver un poder que no han sabido utilizar en el pasado, sino en su beneficio.

—El guante blanco ha funcionado hasta ahora y esperemos que siga haciéndolo. El rey no puede enfrentarse a la grandeza, y menos estando en guerra. Sería una baza demasiado buena para que el archiduque no la utilizara.

—En eso tenéis toda la razón. Amelot y yo lo sabemos, pero vuestra seguridad es lo esencial. Si no tenéis seguridad, no hay posibilidad de reorganizar la corte. Sólo desde la seguridad y desde el dominio de vuestra casa, se podrán realizar los cambios que ya llevan obstaculizando los grandes desde hace demasiado tiempo.

—Pues haced lo que debáis. Ya sabéis que contáis con mi pleno apoyo y el del rey.

—Sólo en esa seguridad actuamos, porque en verdad es difícil mover la roca que los grandes han puesto sobre la corona. Ahora me retiro, señora. Os dejo con vuestras amigas las jóvenes saboyanas, que son realmente encantadoras.

—Me han dicho que se han hecho amigas de vuestra sobrina, princesa.

—Sí. Parece que han congeniado bien con Ana. Por cierto, majestad, creo que deberíais ir pensando en darles estado. Hay que casarlas con alguien de cierta relevancia.

—También yo lo creo pero, de momento, las dejo tranquilas para que conozcan a la mayor cantidad de gente posible. A ver si conseguimos que se enamoren de alguien que sea adecuado para ellas.

—Yo soy más partidaria de una boda organizada por vos, majestad. Seguro que sería perfecta. El amor viene después.

—Vos sois demasiado sabia, princesa. Habla la experiencia por vuestra boca. Ellas son muy jóvenes. Creen en el amor y os confieso que a mí me gustaría que lo encontraran, como lo hice yo.

—Sería bonito, sin duda, pero muchas veces es poco práctico. En fin, majestad, con vuestra venia, me retiro.

—Partid con Dios, princesa, y decidles a las hermanas Frattini que pueden pasar, si están en la antesala.

—Así lo haré, señora —dijo haciendo una leve reverencia y retirándose de espaldas, con los mejores modales cortesanos.

Desde luego, la princesa de los Ursinos estaba cada día más radiante, pensó la reina al verla salir con su magnífico porte y su perfecta elegancia. Desde que Ana María había regresado de Francia, se la veía con una energía y una fuerza que llamaban la atención; incluso estaba más guapa. María Luisa Gabriela estaba contenta. Al tenerla a su lado, se le había quitado un tremendo peso de encima. Ahora, de nuevo, sabía lo que pasaba a su alrededor.

* * *

La instalación de la guardia de Corps en el Real Alcázar parecía haberse realizado con tranquilidad. Los capitanes de las compañías se mantuvieron en su lugar y comenzaron a prestar servicio. Sólo cambió el de una de las dos compañías españolas, el conde de Aytona, que dejó su cargo para cederlo al duque de Sessa. La reina llegó a pensar que la princesa de los Ursinos había exagerado la animosidad de los grandes ante la presencia de las cuatro compañías en palacio. Al fin y al cabo, las compañías las mandaban cuatro grandes de España, por lo que no debía ser un problema para ellos. Lo que estaba claro es que tanto el rey como ella se sentían mucho más seguros. Entonces, cuando menos se lo esperaban, estalló el conflicto. El capitán de la guardia debía seguir al rey a todos lados y acompañarle y quedarse de pie, detrás de él en todas las ocasiones, incluyendo las comidas y la capilla.

El «casus belli» —el detonante— del conflicto fue un banquillo colocado a las espaldas del rey, en la capilla, para el capitán de la guardia valona. Felipe V le había dado la grandeza de España al príncipe de T’Serclaes y recordó el privilegio de los grandes de sentarse en la capilla y, por ello, ordenó que se colocara un banquillo detrás del asiento real, donde el príncipe se pudiera sentar. Los grandes utilizaron este hecho para protestar indignadamente, diciendo que ese banquillo era como colocar al jefe de la guardia un escalón por encima de los demás grandes, y además suponía poner un obstáculo entre el rey y los grandes porque en la capilla los grandes tenían el privilegio de poder sentarse, en presencia del rey, en un banco habilitado para ellos.

El rey intentó calmar los ánimos, convocando a los grandes a una audiencia en sus apartamentos privados, pero no hubo nada que hacer. Sólo fueron unos pocos y con mal ánimo. Pretendían del rey que el príncipe fuera a sentarse en el banquillo de los grandes, con ellos, lo cual era totalmente incompatible con su función ya que, como capitán de la guardia, no debía alejarse en ningún momento de la persona de Felipe V. La princesa de los Ursinos miró a la reina en medio de la discusión y las dos se comprendieron en el acto. Acababa de estallar la guerra del banquillo. La reina pidió al rey con la mirada que no siguiera intentando tranquilizarles. Sabía que todo iba a ser inútil porque en realidad, lo que los grandes querían, era que la guardia de Corps dejara de interponerse entre el rey y ellos.

Más tarde, cuando los grandes se retiraron de los aposentos privados de sus majestades, los reyes se quedaron con la princesa y con Amelot. Como la cuestión era muy grave, decidieron que el rey debía convocar a todos los grandes de modo informal en la capilla para explicarles que la innovación no suponía ningún privilegio específico para el capitán, sino simplemente un acomodo de sus funciones a su rango. Ni que decir tiene que la princesa imaginaba que los grandes se rebelarían de nuevo, y que opondrían toda clase de consideraciones al hecho y que en realidad pretenderían que el rey disolviera la guardia o la adaptara a las pretensiones de la grandeza. Así se lo dijo a los reyes y así sucedió, paso por paso.

La convocatoria a los grandes se decidió para el día 20 de agosto, en la capilla del Real Alcázar. María Luisa Gabriela decidió no ir al acto, para quedarse en la retaguardia y poder mediar, llegado el caso de un enfrentamiento demasiado frontal entre los nobles y el rey. Fue entonces cuando se vio el verdadero alcance del descontento de los grandes. Los desaires comenzaron cuando el duque de Medinaceli se dirigió al presidente del Consejo de Castilla con mal tono para decirle que «podía ir preparando castillos para enviarles allí presos, porque irían con más gusto a la prisión que a la capilla». A pesar del desplante, que se hizo famoso en Madrid, al final Medinaceli decidió ir al acto, con sus leales, para poder mostrar al rey su descontento.

El día señalado, el duque de Medina Sidonia, caballerizo mayor del rey, y el marqués de Quintana, gentilhombre de cámara, le acompañaron hasta la puerta de la capilla pero no entraron tras él. Era un modo de mostrarse neutrales, pero al rey no le gustó. Felipe V no se inmutó exteriormente y entró en la capilla, con paso firme, acompañado por el príncipe de T’Serclaes, capitán de la guardia, y por la princesa de los Ursinos, grande de España.

Los asistentes estaban muy revueltos contra la idea del banquillo y de la guardia pero, además, contra la pérdida de funciones de la grandeza. El príncipe Pío, marqués de Castel-Rodrigo, y el duque de Havré sólo fueron a la capilla gracias a la insistencia de la propia reina, que se había enterado de que no pensaban ir. El duque de Veragua, que se había comprometido de antemano con la princesa y con la reina a defender la postura del rey, acabó pasándose al bando contrario, tras la perorata del duque de Medinaceli, que claramente se mostró el jefe del inmovilismo y, como primer noble del reino, asumió el papel de portavoz de la grandeza que aprovechó la ocasión para protestar por todos los agravios que consideraban estar recibiendo de la nueva dinastía.

El rey estuvo muy calmado a pesar de lo difícil de la situación. Viendo que aquello era una encerrona, como le había vaticinado la princesa, decidió contemporizar y mostrarse sereno, porque su majestad le impedía cualquier otra postura. Intentó varias veces dialogar con ellos, aunque no hubiera deseo por parte de los grandes de oír al rey expresar sus razones. En realidad, ellos sólo querían reivindicar su posición, recobrar el poder que estaban perdiendo.

Felipe V les escuchó pacientemente. Tuvo que oír al duque de Sessa y al conde de Lemos decir que «Antes eran duques de Sessa y conde de Lemos que capitanes de los regimientos de la guardia, porque el ser duque y conde se lo debían a Dios y sus hijos y descendientes lo serían, mientras que lo de ser capital de la guardia era temporal y dudoso». Entonces, viendo que la reunión estaba tomando un cariz inesperado y absurdo, intervino la princesa de los Ursinos, que les dijo a ambos con tono acerado y cortante que el único que era rey por la Gracia de Dios era su majestad Felipe V y que también, por Su Misma Gracia y por el poder que del cielo le venía, el rey podía dar y quitar no sólo los cargos que ellos consideraban temporales sino también esos títulos nobiliarios de que tanto se enorgullecían. Estas duras palabras eran un intento de devolverles el juicio que estaban perdiendo, pero no tuvieron éxito. En la capilla, ese día hablaba la soberbia, no la prudencia, y ello se veía en los rostros alterados de muchos señores.

Contrastaba con ellos la tranquilidad del rey, que no se inmutó ni cuando los grandes se alzaron y en medio del acaloramiento le hablaron varios al mismo tiempo, olvidándose de quiénes eran y de ante quién estaban. Entonces, comprendiendo que ya no podía continuar por más tiempo en la capilla, porque sus súbditos estaban rondando la falta de respeto a su real persona, se alzó del trono donde estaba sentado y ordenó silencio, con tono seco y altivo que fue obedecido, por lo inesperado y lo fuerte de la demanda. Durante unos instantes les miró de frente, sin pestañear, y después, tras incitarles a recapacitar, con una frialdad como nunca había mostrado antes y que era la misma que la princesa había visto en el rey de Francia en tantas ocasiones, se retiró de la capilla dándoles la espalda. Sin pretenderlo, les había ganado por la mano.

Al salir, acompañaron al rey, además del capitán de su guardia, la princesa de los Ursinos, el duque de Escalona, el de Osuna, el del Infantado, el condestable de Castilla y el de Arcos. Dentro de la capilla resonaron de nuevo las voces de los que se quedaban.

—No os enfadéis con ellos, señor —dijo el duque de Frías, condestable de Castilla—. Están equivocados, pero os son leales.

—Pues yo espero de la lealtad que no sea equívoca, primo —dijo el rey, dirigiéndose al condestable con el tratamiento que le correspondía por ser grande—. Me dolería pensar que mis grandes no están contentos porque su rey esté más seguro en palacio y fuera de él.

—Dejemos que se apacigüen los ánimos, majestad. Si queréis, nosotros intentaremos hacerles entrar en razón —dijo Escalona.

—Vos siempre tan comedido, primo. Os agradecemos vuestra ayuda en este asunto. Me parece bien que regreséis a la capilla y también os agradezco que me hayáis acompañado al salir, mostrando vuestra lealtad a mi persona.

—Señor, la mayoría de los que están dentro también os son leales. Sólo están descontentos por algunas cosas —dijo Infantado.

—La diferencia entre ellos y vosotros es que los siete estáis aquí ahora y ellos no. Prefiero cien veces una sola acción a mil palabras. Los tiempos que corren no son fáciles, primos, y nos debemos saber quiénes están a nuestro lado. En los momentos buenos, siempre son muchos. ¿Qué pasará ahora si vienen momentos malos? ¿Quiénes se quedarán con nos? —dijo el rey sin mirar a ningún sitio, como si la pregunta se la formulara al aire.

—Contáis con nosotros —dijo Osuna.

—Sé que así es, primo. Pero ¿con cuántos más? No me gusta la actitud de los que se han quedado en la capilla. He tenido que salir de allí para no tener que actuar de modo más contundente.

Los cinco duques se quedaron callados un momento. Sabían que el rey tenía razón. Medinaceli había rozado el delito de lesa majestad. Escalona fue el que de nuevo habló.

—Con vuestra venia, majestad, creo que lo mejor será que retornemos a la capilla. Es mejor calmar los ánimos ahora y hacerles recapacitar lo antes posible.

—Id, pues. Confío en vosotros. ¿Y vos, princesa? ¿Me acompañáis?

—Con gusto, majestad.

Los cinco duques regresaron a la capilla. El rey y la princesa de los Ursinos caminaron en silencio hasta los apartamentos reales, seguidos del príncipe de T’Serclaes, que en su función de capitán de la guardia se había mantenido todo el rato en silencio.

Felipe V y ella se miraron un instante.

—Entrad, princesa, la reina estará esperándonos.

Ana María de la Tremoïlle asintió. T’Serclaes se quedó en el gabinete, por fuera, cuando penetraron en el aposento privado del rey, donde la reina estaba sentada esperándoles.

—¿Qué tal ha ido la reunión? —preguntó.

—No muy bien, Luisa —dijo el rey—. Todo ha sido exactamente como nos anticipó la princesa. Han formado un guirigay tremendo por un privilegio absurdo que en el fondo sólo esconde su furia por no tener ya el control de nuestros movimientos ni el de los recursos del Estado.

—No os preocupéis, señor. Ladran, pero no pueden morderos —dijo la princesa.

—El problema de los ladridos es que se oyen desde lejos. No estoy nada tranquilo, princesa. El archiduque ha pisado suelo español en Valencia y se dirige a Barcelona y, mientras tanto, los grandes de España se me rebelan en el alcázar. Todo está pasando en el peor momento.

—Las crisis suelen ser así, majestad. Se producen cuando menos las deseamos y menos nos convienen. Lo importante es ser capaces de ponerles solución.

—Pues habrá que hacerlo. Desde luego, no entiendo a Medinaceli. ¿Qué pretende al enfrentarse conmigo? Sólo puede recibir daño de esa conducta. Durante siglos, su casa ha acumulado tierras, títulos, honores, ¿por qué arriesgarse a perderlo todo?

—No creo que quiera ir tan lejos, Felipe —dijo la reina.

—Pues yo tengo mis dudas, majestades. Es muy amigo de Leganés y eso ya me hace pensar. Medinaceli es demasiado soberbio y durante los Austrias se le reconocía una preeminencia que hoy no tiene. Quizás todo venga de eso, aunque creo que el duque de Medinaceli está comenzando a moverse en aguas peligrosas. En adelante va a ser vigilado, si me lo permitís. No podemos permitirnos que forme parte de una conjura. Es demasiado influyente, demasiado poderoso y demasiado rico.

—Tenéis nuestro permiso, princesa. A mí tampoco me ha gustado nada su actitud de hoy. A punto he estado de ordenar su arresto.

—Sí. Lo he percibido, majestad. Pero no era el momento. Por cierto, estuvisteis magnífico al hacerles callar y luego retiraros. Me recordasteis a vuestro abuelo hace muchos años.

—Al menos no hemos perdido nuestra dignidad.

—Todo lo contrario, majestad. Habéis actuado como debía hacerlo el rey y ellos lo saben. Ahora no podéis dar marcha atrás.

—Eso lo sé, princesa. De momento, habrá que evitar las celebraciones donde haya que imponer la etiqueta nueva. Hay que contemporizar hasta que asuman que no vamos a echarnos atrás. Y el duque de Sessa y el conde de Lemos no pueden seguir en sus funciones. Su actitud de hoy ha sido absolutamente inapropiada e improcedente. En cuanto pase un tiempo prudencial, será mejor que sean sustituidos por otros que tengan menos preocupación por sus Estados y más por nuestras reales personas. Por cierto, Luisa, he de decirte que tu camarera mayor les dio una buena lección a esos dos, al decirles que tenían cargos y título por la gracia de Dios y del rey y que lo que el rey les podía dar también se lo podía quitar. Y eso es lo que haremos en cuanto sea conveniente.

—Ya te he dicho mil veces, esposo mío, que Ana María es nuestra mejor valedora.

—Hoy lo he podido comprobar, Luisa. Y no sabes cuánto me alegra haber seguido su consejo y no haber nombrado aún mayordomo mayor de palacio, por más que mi abuelo haya insistido para que le dé el cargo a Alba. Ahora sabemos mejor a qué atenernos.

—Después de lo visto hoy, señor, lo más lógico sería dar el cargo a don Luis Fernández de Velasco, duque de Frías y condestable de Castilla. Ha demostrado que está con vos, y es de los más importantes y prestigiosos entre los grandes. Su nombramiento, además, no podrá ofender al duque de Alba, porque es del mismo rango que él. Y yo lo prefiero, ya que me llevo bien con el condestable, mientras que el duque de Alba de Tormes y su feísima y elegantísima esposa son enemigos personales míos y cuanto más tiempo se queden en Francia, lejos de la corte, mejor.

—Me encanta vuestra sinceridad con nosotros, princesa. Es cierto que Alba nunca nos ayudó a conseguir vuestro regreso. Más bien yo creo que estaba encantado con que estuvierais allí. Yo misma le escribí y me elijo que nada podía hacerse, con lo que comprendí que no os apreciaba en absoluto.

—¡Que se quede, pues, donde está! —dijo el rey—. En Francia es muy querido y nos sirve bien.

—Creo, esposo mío, que deberíais considerar el consejo de Ana María, esposo mío, y nombrar al condestable como vuestro nuevo mayordomo mayor.

—Así se hará, Luisa. Lo hablaré también con Amelot, que imagino se mostrará de acuerdo con la princesa. Me parece una buena decisión.

—Eso sí, majestad, os recomiendo que el nombramiento no se haga público por lo menos hasta septiembre. Dejad pasar un par de semanas para que los ánimos se calmen y, mientras tanto, recemos para que los asuntos militares nos vayan bien, porque me temo que va a haber muchas defecciones entre los nobles y grandes si el archiduque os hace la guerra dentro del territorio de España.

Los reyes se quedaron callados. En verdad, sabían que el trono que habían heredado estalla en peligro. Aparte de las intrigas de palacio, los aliados estaban intentando con todas sus fuerzas crear un partido austríaco en el levante. Valencia dudaba, aunque pronto pasaría a ser rebelde, pero, sobre todo, lo que querían conseguir era que la ciudad de Barcelona abriera sus puertas al archiduque Carlos, lo cual acabó produciéndose debido a un cúmulo de circunstancias negativas, entre las que estuvo como muy determinante la desidia del virrey Francisco Fernández de Velasco. Ante la preocupación de los reyes en Madrid, el 22 de agosto de 1705, el archiduque Carlos de Austria fondeaba ante la capital de Cataluña, que iba a sufrir un asedio corto que daría como resultado la inesperada caída de la ciudad en manos de los aliados. Barcelona acabaría abriendo sus puertas al archiduque el 9 de octubre, sin que Madrid lo hubiera previsto y hubiera intentado impedirlo. Mientras tanto, el coronel Basset conspiraba y conseguía en el reino de Valencia muchos apoyos para la causa del archiduque. La corte de Felipe V hubo de sorprenderse de nuevo y llenarse de consternación cuando se enteraron de que el día 16 de diciembre de 1705 Valencia también había caído en poder del archiduque, casi sin oposición.

El año había sido desastroso para Felipe V. Había perdido Cataluña y Valencia. El archiduque estaba en la Península y el arzobispo de Barcelona lo había coronado como rey y ahora debían temer la invasión de Aragón y Castilla por parte de los aliados. Si el rey de Francia no enviaba rápidamente socorros, Felipe V corría el riesgo de perder la corona de España tan rápidamente como la había adquirido.