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1703-1704

El regreso de Felipe V a España

y el cambio de alianzas

El mes de enero de 1703 se levantó frío y húmedo en España. Los campos de Castilla vieron cómo los hielos del año anterior quebraban los terrones de la tierra seca y sedienta y luego, cuando estaban ya exhaustos y heridos por el frío, llegaron unas lluvias heladas que mojaron sus dolores y los anegaron hasta el desbordamiento de los ríos.

María Luisa Gabriela no quería quedarse en Madrid esperando la llegada del rey, del que llevaba separada nueve meses. Por eso, acompañada de la princesa de los Ursinos y de la duquesa del Infantado, había ido hasta Guadalajara para recibirle. Los duques del Infantado, siempre corteses y fieles a la casa de Borbón, le habían cedido su magnífico palacio de Guadalajara para que se alojara y la ciudad le había dispensado una excelente acogida, a pesar del frío y del mal tiempo.

Aunque Felipe V había llegado a Barcelona el 20 de diciembre de 1702, y quería haber adelantado su regreso a Madrid, no había podido hacerlo y había tenido que permanecer allí, porque las autoridades de la ciudad le habían organizado una brillante recepción para celebrar las victorias italianas y Louvois le había convencido de que debía recibir el homenaje de su pueblo, antes que satisfacer sus deseos privados. Luego había ido a Montserrat a dar gracias a la famosa Virgen Moreneta y había permanecido en oración, con los monjes, durante la Navidad, cumpliendo una promesa que había hecho a la Virgen, que le había permitido regresar victorioso de Italia.

Y ahora que ya había cumplido con la tierra y con el cielo, no había nada que le retuviera por más tiempo lejos de su amada esposa. María Luisa Gabriela, que sabía que el rey llegaría en cualquier momento a la ciudad, estaba emocionada y nerviosa. Amaba a Felipe V y la separación había acentuado ese amor. Las largas noches de su soledad en palacio, con la sola compañía de la princesa de los Ursinos, la había hecho comprender todo lo que su esposo significaba para ella. Por eso, estaba deseando verle de nuevo y anhelaba oír de sus labios los requiebros y piropos que tanto gustaba de regalarle. Incluso el relato de su viaje de regreso o cómo le habían recibido los catalanes y aragoneses, entre quienes parecía que todo había ido muy bien, le parecería maravilloso. Estaba impaciente y deseosa de tenerle nuevamente a su lado y cada hora que pasaba sin que llegara el rey se le hacía una eternidad. ¿Cuánto faltaba para que de nuevo pudiera abrazarle?

Mientras esperaba, nerviosa, se daba razones que pudieran explicar su retraso. Seguramente su tardanza se debía al mal estado de los caminos que hacía que hubiera que circular con cuidado o incluso podría deberse a que hubiese tenido que detenerse por el desbordamiento de un río. La verdad es que estaba siendo un invierno incómodo para viajar. Llovía sin parar desde hacía dos días y se estaban saliendo de sus cauces muchos torrentes y riachuelos, con crecidas inesperadas que anegaban campos y aldeas. La reina miró por la ventana una vez más, como si eso pudiera adelantar la llegada del rey. Caía una lluvia fina y fría que era como una cortina helada que bajaba inmisericorde desde las nubes bajas y hurtaba la luz del cielo, oscureciendo el día que quitaba el ánimo de salir de sus casas a los que querían ver la llegada de su majestad.

María Luisa Gabriela se quedó un momento con la mirada perdida. Se estaba bien en aquella sala del estrado de la duquesa del Infantado que la acompañaba, con sus dos hijas y la princesa de los Ursinos, en esos momentos finales de la espera. Aparte de dos grandes braseros de picón, la gran chimenea estaba encendida y un par de gruesos troncos de encina crepitaban alegres y ayudaban a caldear la pieza, espléndidamente decorada con una serie de cuatro tapices flamencos muy buena sobre Diana y Acteón. En el primero, Acteón sorprendía a Diana en el baño con las ninfas. El segundo narraba el descubrimiento de Diana del joven; el tercero mostraba a Acteón transformándose en venado por el deseo de la diosa, ante las ninfas, y en el cuarto el joven Acteón era acosado por los perros que iban a darle muerte por haber osado ver la desnudez de la diosa. La historia era triste. Una despiadada Diana tan diferente de la reina de España. María Luisa Gabriela deseaba con todo su corazón la llegada de su esposo y pensaba hacerle disfrutar del reencuentro de mil modos. Mientras pensaba en su esposo, las damas bordaban en un silencio agradable, que rompió al cabo de un rato un ruido de pasos afuera. Se hizo un silencio expectante en la habitación. Llamaron a la puerta y, cuando la reina dio la autorización de entrar, el mayordomo de la casa del Infantado anunció que el rey estaba llegando a la ciudad.

La reina se levantó de su sitial como un resorte. Quería arreglarse un poco para que el rey la viera guapa. Todos los nervios acumulados estallaron en movimientos febriles, risas, alegría y emoción. La princesa de los Ursinos, divertida con las manifestaciones evidentes de amor de su señora, la acompañó a sus aposentos, mientras la duquesa se quedaba en la pieza y ordenaba al mayordomo de su casa que los cocineros prepararan una cena digna para su majestad. La esperada llegada del rey las había animado a todas. Apenas media hora después, Felipe V entró en el palacio. Cuatro hombres de la guardia, con una tela gruesa a modo de improvisado palio, le condujeron hasta la entrada del palacio. Entonces se quitó el pesado manto que le había resguardado del frío y la humedad y que comenzaba a sentir como un estorbo. Quería moverse con más libertad. La reina le esperaba en el patio, rompiendo los usos de la corte. Ambos se miraron con detenimiento durante un instante para ver cómo estaba el otro, antes de fundirse en un tierno abrazo, totalmente antiprotocolario. Felipe encontró a su mujer más guapa y menos niña. Los meses de la regencia y los quince años, que había cumplido en septiembre, le habían sentado bien. Sus formas se habían desarrollado; se había hecho más mujer y la encontró más deseable, si cabe, que antes. Ella, por su parte, le encontró tan apuesto como siempre y percibió que el rey había ganado en aplomo y había perdido una parte de su reserva y timidez, anteriores. Su mirada era más directa, más tranquila. Actuaba de modo más regio y se mostraba bastante desenvuelto, como consecuencia de la experiencia en campaña y el trato con tantas gentes en su viaje. Pero al mirarse fijamente, ambos comprendieron cuánto se habían echado de menos. La princesa de los Ursinos interrumpió el diálogo mudo de los reyes durante unos momentos para que su majestad pudiera saludar al resto de las damas.

—¿Qué tal viaje habéis hecho, majestad?

—Horrible, princesa, como os podéis imaginar. Pero veo que vos seguís elegante y tan guapa como siempre.

—Os agradezco el cumplido, Sire. Todos os echábamos de menos.

—También yo deseaba regresar antes, pero me lo han impedido las circunstancias. Por cierto, os agradezco, princesa, que hayáis cuidado tan bien de la reina durante mi ausencia. Está hermosísima —dijo acercándose a Ana María, que hizo ante él una perlería reverencia.

—En eso no tengo ningún mérito. Sólo he sido una mera observadora. Su majestad la reina está así por vuestro afortunado regreso.

—Me halaga lo que decís —dijo mirando a su esposa, cuyo rubor corroboraba las palabras de la princesa. El rey la tomó de la mano deseando su contacto, pero siguió saludando, ahora a la anfitriona.

—Y a vos, duquesa —dijo saludando a la anfitriona, que hizo la reverencia de rigor ante él—, muchas gracias por vuestra hospitalidad en esta maravillosa casa vuestra.

—Para nosotros es siempre un honor teneros aquí, majestad.

—La verdad es que el palacio es una maravilla. Incluso con este frío, las habitaciones son acogedoras y se caldean bien —dijo la reina—. Aquí lleva dos días cayendo agua sin cesar.

—Pues yo llevo tres días de una lluvia cansina que no dejaba de caer, para mi desesperación —dijo el rey—. Hemos tenido que parar varias veces y ha sido una verdadera pesadilla el viaje. Sólo saber que me acercaba a ti… —dijo en voz más baja mirando con intensidad a la reina, que se ruborizó de nuevo.

—Se os ve muy bien, majestad —dijo la princesa—. Os ha sentado bien el ejército y las victorias de Milán.

—Sí. También yo lo creo. Me ha gustado mucho estar en el campo de batalla. Ha sido una experiencia magnífica. Para un rey, es un placer estar dirigiendo y apoyando a los hombres que defienden sus reinos.

—Ya nos contaréis todos los pormenores más adelante, cuando descanséis y toméis un tentempié, aunque vuestras cartas nos tenían puntualmente informadas del fulgurante éxito de la campaña de Milán.

—Como dice la princesa, estaremos deseosas de oír nuestro relato. Pero antes he ordenado que prepararan una cena que pronto estará lista, señor —dijo la duquesa—. Si os place, se servirá dentro de un rato.

—Muy bien, duquesa. Os lo agradecemos. Mientras tanto, la reina y yo nos vamos a retirar para poder estar a solas un rato y hablar de nosotros. Hace mucho que no nos vemos y tengo que comunicarle algunas cosas.

—Como gustéis, majestad.

La reina se mantuvo de la mano a su esposo y entre risas y chanzas, se dirigieron a las habitaciones ducales que les habían cedido para su comodidad.

La princesa y la duquesa se miraron. Seguramente, esa noche iban a cenar solas. Hacía nueve meses que los reyes no se veían y, como eran un matrimonio apasionado y joven que se querían y se deseaban, no parecía que fueran a salir muy pronto de la alcoba.

—A ver si en uno de estos encuentros entre sus majestades se nos queda embarazada la reina.

—Sí, princesa. Tenéis toda la razón.

—Sería muy conveniente que tuvieran un heredero ya. La guerra es inminente y el nacimiento de un príncipe en España sería una gran noticia y un buen espaldarazo para la nueva dinastía.

—Dios os oiga. Pero ya sabéis que los niños se suelen retrasar cuando más deseados son. Miradme a mí. Yo sólo he conseguido tener hijas. Estoy encantada con ellas, pero me hubiera gustado tener un varón que heredase los Estados de mi esposo, el duque. Y aunque os puedo asegurar que él nunca se me ha quejado, piensa, igual que yo, que en estos tiempos revueltos la mano firme de un varón es mejor para llevar las riendas de una casa importante como la nuestra.

—No estoy de acuerdo con vos, duquesa. Y me pongo como ejemplo.

—Vos sois realmente excepcional, princesa. Tenéis tantos recursos.

—Pues como toda gran dama que se precie y sepa utilizar sus armas.

—No es tan fácil. Las convenciones nos lo impiden y nos aprisionan. De hecho, incluso para formar parte de la corte hay que estar casada. Eso es así desde siempre. El triunfo de una mujer sola en estos tiempos no es sencillo.

—Nunca lo es, duquesa. Pero si una señora sabe usar de sus encantos y de su inteligencia, os aseguro que puede medrar tanto como cualquier hombre o mejor. Os recomiendo que se lo inculquéis bien a vuestra hija y heredera, doña Francisca de Silva Mendoza, o si me la dejáis, lo haré yo misma.

—Os agradecería tanto que la tomaseis bajo vuestra protección.

—Cantad con ello. Es una heredera demasiado importante. Yo me ocuparé de enseñarle cómo se debe actuar en el gran mundo.

—No sabéis cómo os lo agradeceremos su padre y yo.

—Para mí, vuestra amistad es el mejor de los regalos. Con eso me basta —dijo la de los Ursinos—. Regresemos a vuestra sala del estrado. Los reyes tienen para largo. Seguro que ni salen a cenar. Ya llamarán cuando nos necesiten.

—Me parece una excelente idea. Y si queréis, puedo decir que nos lleven la cena allí. Así no tendremos que salir del estrado, que es tan cómodo. Y puedo decirles a las niñas que cenen con nosotras.

—Como gustéis, duquesa. Volvamos arriba, que en el patio hace demasiado frío.

—Sí. Cogeos de mi brazo para subir la escalera.

—Os lo agradezco, amiga mía. Los años comienzan a pesar.

—¿Qué decís, princesa? Si parecéis más joven que yo. Ya me gustaría a mí llegar a vuestros años con vuestro brío.

—Sois de una excelente casta, duquesa. Seguro que así será. No me cabe la menor duda. Yo creo que a mí lo que comienza a pesarme es la experiencia.

* * *

El rey había sido recibido en Madrid con más júbilo aún que en Barcelona. Tras su entrada en la capital, el 17 de enero de 1703, se sucedieron las peticiones de audiencias de unos y otros, aunque durante los primeros días el rey se desentendió de todo y apenas hizo otra cosa que estar con la reina, dedicándose plenamente a ella, día y noche. Su reencuentro en Guadalajara había sido muy apasionado y estaban de nuevo tan prendados el uno del otro que no había modo de separarles.

Así, mientras el panorama internacional se ensombrecía, los reyes de España disfrutaban de una nueva luna de miel en Madrid. Pasaban largos ratos a solas, recorrían las habitaciones y los corredores secretos de palacio; montaban a caballo; paseaban por la margen del Manzanares o jugaban a diversos juegos, como el escondite o el cucú, que muchas veces acababan en el tálamo. Pero también había otros juegos que les divertían, como el remedo de torneo que se le ocurrió a María Luisa Gabriela en que ella, con cincuenta damas, atacaba al rey, que se defendía de sus embates con cincuenta enanos. El conde de Marcin, como embajador de Francia, se desesperaba porque no conseguía hablar con el rey por más que lo intentaba, y Louvois, jefe de la servidumbre francesa, también, porque estando al lado de la reina era imposible hacerle tomar ninguna decisión que antes no consultara con ella, y, para colmo de males, la princesa de los Ursinos les dejaba hacer, no llamándoles la atención.

Esto último colmó la gota de la paciencia de los dos y dio lugar a que escribieran a Francia, con verdadera indignación. En sus cartas, los dos hombres se quejaban de estar hartos de tener que perseguir al rey para que atendiese al más nimio de los asuntos pendientes y aseguraron que así no se podía hacer nada y que, desde luego, no se podía adelantar en la adopción de las medidas necesarias para reformar el Estado español. Pero la princesa también tenía sus argumentos y sabía exponerlos en sus cartas a Versalles, dirigidas al rey, a madame de Maintenon y a la duquesa de Noailles. De hecho, Luis XIV, tras meditarlo seriamente, llamó a Marcin a Francia y se preparó a sustituirle con un nuevo embajador, que sería el cardenal D’Estrées, antiguo amigo de la princesa de los Ursinos de Roma, que había prestado excelentes servicios en Venecia y que pensó podría ser de utilidad en España, en esos tiempos en que la guerra iba a complicar y podía dar al rey francés una visión más justa de la corte de Madrid.

Y mientras llegaba el nuevo embajador, en la corte de España se vivían unos últimos momentos de paz. Era cierto que la princesa había justificado sus razones para dejar tranquilos a los reyes. Pensaba que los dos eran muy jóvenes todavía; quería que gozaran de su intimidad y deseaba que la reina se quedara embarazada lo antes posible. Además, sabía que muy pronto no habría lugar para juegos. Por eso prefería dejarles disfrutar de unos últimos momentos de sosiego y de alegría en Madrid, antes de que llegaran los tiempos de dificultades serias que vendrían, inevitablemente, cuando la guerra de sucesión se librara en la Península. De todos modos, sin que nadie les forzara, los reyes fueron dejando de lado sus juegos de pareja, poco a poco, y volvieron a poner su atención en los asuntos de Estado que se acumulaban.

María Luisa Gabriela fue la impulsora de ese cambio de actitud, como siempre, porque tenía mayor sentido del deber que el rey. Se daba cuenta de que el embajador de Francia, los ministros y los secretarios estaban molestos por su desidia para los asuntos urgentes de Estado y comprendía que había que ocuparse de algunos sin dilación posible. El reino estaba cargado de problemas de difícil solución que había que enfocar con una visión diferente de la anterior. El anquilosamiento del Estado se debía entre otras razones a la grave despoblación de Castilla, provocada por la emigración a los reinos americanos y la constante sangría de las guerras europeas y las epidemias del siglo anterior que habían provocado la disminución de los ingresos públicos y el colapso de los ejércitos. De hecho, el ejército estaba en un estado desastroso, casi impensable en la monarquía territorialmente más poderosa del mundo. Así lo había mostrado el ataque inglés a Cádiz, que sólo pudo ser rechazado por la resistencia del mismo pueblo y las milicias nobles, a la llamada de la reina. El dinero venido de las Indias se había esfumado durante generaciones en pagos de deudas y las maltrechas finanzas de España, desangrada por todos lados, no serían capaces de afrontar una guerra. Eso dejaba el peso de la misma a Luis XIV por entero, lo cual iba a ser un esfuerzo terrible para Francia.

Orry estaba intentando arbitrar soluciones de urgencia para algunos de los problemas económicos, por medios extraordinarios, pero era menester firmar los decretos que posibilitaran la implantación de medidas que llevarían a la recuperación del Estado, una vez decididas cuáles eran las que había que tomar. El ministro francés había trabajado bien y su estudio señaló las esenciales que había que adoptar para volver a poner en marcha la maquinaria estatal. Había que llevar a cabo la simplificación de consejos y tribunales; la revocación de donaciones de juros indebidos; la prescripción de cesiones de cobros de impuestos; haber ajustes de la tributación a la nueva población; pensar en liberaciones parciales de comercio, regulación de las órdenes, recuperación de rentas, etc.

En marzo de 1703, dos meses después de la llegada del rey, la princesa de los Ursinos convenció a sus majestades para que aceptaran encontrarse con la reina viuda, doña Mariana de Neoburgo, aprovechando que ésta quería ver a los reyes a toda costa y que había vuelto a enviar una petición a palacio para pedir un encuentro con Felipe V y María Luisa Gabriela. La princesa, que era la mayor enemiga de la reina viuda en la corte, había promovido ese encuentro pensando que de la conversación con la imprudente señora quizás saliera algún dato relevante sobre el partido austríaco, que se sabía estaba en contacto con la de Neoburgo.

Una vez obtenido el acuerdo de los reyes, se arregló el encuentro que tendría lugar en Aranjuez, a medio camino entre Madrid y Toledo. María Luisa Gabriela estuvo encantada del viaje porque no había salido para nada de Madrid, ni siquiera al Pardo, y tenía curiosidad por conocer el palacio de Aranjuez que le habían dicho que era muy hermoso. Felipe V, la reina y la princesa de los Ursinos llegaron antes que la reina viuda, a propósito. De ese modo, pudieron recorrer a gusto las dependencias de palacio, apreciando el estado del edificio, algo dejado pero con algunas piezas de mobiliario bastante importantes, y aprovecharon para disfrutar del jardín, porque el día se presentó soleado y bastante tibio, de modo que invitaba al paseo. La reina se quedó encantada con el lugar y quiso después ir en barca por el río, que pasaba junto al palacio. Pasaron una agradable jornada, tranquila y bastante bucólica, que acabó en una larga sesión de amor de los reyes, mientras la princesa revisaba su correspondencia privada.

Al día siguiente llegó Mariana de Neoburgo, que siempre se movía como si aún fuera la reina, con gran aparato. Iba con una carroza de respeto, vacía delante de ella; la acompañaban su mayordomo mayor, los guardias con las libreas amarillas de la casa de Austria y la servidumbre que consideraba adecuada a su rango. Felipe V y María Luisa Gabriela se quedaron asombrados ante tal despliegue de su marchita majestad, que en realidad lo que mostraba era una soberbia mal contenida. No obstante, en su trato personal, la reina viuda de Carlos II no mostró ningún orgullo ante ellos; al contrario, fue de lo más cortés con los nuevos reyes, adulándoles y mostrándose todo lo amable que pudo. Se veía, por su modo de actuar, bien medido, que quería ganarse su confianza. Al fin y al cabo, lo que ella deseaba de verdad era que Felipe V consintiera su regreso a la capital de España, porque detestaba estar en Toledo, donde el pueblo no la quería y ella se sentía exiliada y fuera del centro del poder. La reunión entre ellos fue cordial. Felipe y María Luisa Gabriela estaban del mejor humor y Mariana regaló a la reina un aderezo de diamantes precioso que, no obstante, no consiguió ablandar a los monarcas, que estaban bien aleccionados por la princesa de los Ursinos y no se dejaron embaucar por la reina viuda. Eso sí, mostraron el mismo buen talante que ella y la trataron con cariño y la llenaron de buenas palabras que no llevaban a nada.

Tras el encuentro informal y un agradable paseo por el parque, almorzaron juntos. Mientras disfrutaban del exquisito almuerzo, a la francesa, la princesa de los Ursinos, con su sutileza habitual, le preguntaba a la reina viuda por su madre, su hermana y su cuñado, el rey de Portugal. Quería ver si, de lo que la reina le decía, sacaba alguna información importante. En esos momentos, cualquier noticia de Portugal lo era. Mariana, que no era demasiado lista ni demasiado diplomática y no sabía guardarse para sí lo que sabía, dio a la princesa de los Ursinos una valiosa información, al decirle que había una importante embajada inglesa en Portugal. Eso sólo podía querer decir que Inglaterra estaba intentando convencer a Pedro II para que cambiara de bando, lo cual cuadraba con el hecho del cambio del ministerio portugués, ahora más proinglés.

Los reyes de España se despidieron de la reina viuda con muestras de afecto y Mariana de Neoburgo regresó frustrada a Toledo, sin haber conseguido que el rey le levantara la prohibición de pisar la corte y con la princesa de los Ursinos meditativa por las peligrosas nuevas de Portugal, que tenía que comunicar cuanto antes a Luis XIV para que intentara neutralizar el avance inglés.

Los meses siguientes, como Ana María imaginaba, estuvieron llenos de noticias preocupantes. En el norte de Europa, las tropas francesas habían perdido las posiciones entre los ríos Mosa y Rin, y los imperiales habían neutralizado al arzobispo de Colonia y al príncipe elector de Baviera, los aliados de Francia en la zona, en las dos campañas de 1702 y 1703.

Y mientras tanto, el almirante Juan Tomás Henríquez de Cabrera, que seguía en Portugal, estaba haciendo mucho daño a la causa borbónica, tanto que estaba consiguiendo que Pedro II de Portugal se pasara al bando aliado. La firma del tratado de Methuen con Inglaterra en 1703 cerraba una sólida alianza que abría el imperio portugués al comercio inglés y garantizaba el apoyo inglés contra las pretensiones españolas en los territorios en liza entre ambos reinos y abría la fachada atlántica, como lugar de desembarco, a las tropas de los aliados. Pero el gran golpe para María Luisa Gabriela llegó poco después, cuando se produjo la defección de su padre, que, cambiando de bando, se pasó a los aliados.

España y Francia estaban ahora solas para luchar con los aliados: el imperio, Holanda, Inglaterra, Portugal y Saboya, con la neutralidad del Papa y el apoyo moral del elector de Baviera, cuyos territorios habían sido invadidos por el emperador. La reina se había enterado de esto antes que nadie porque había recibido una carta de su madre, comunicándole que su esposo el duque de Saboya, había firmado un acuerdo secreto con el emperador. Poco después su hermana María Adelaida, duquesa de Borgoña, le había escrito otra misiva en términos parecidos, indignada por la conducta del padre de ambas. Parecía que, aprovechando las facilidades dadas por el padre de la reina de España a Leopoldo I, los ejércitos del emperador volvían a entrar en las posesiones españolas de Italia.

La alegría de María Luisa Gabriela y su buen humor, que habían sido permanentes desde el regreso de su esposo a la corte, se ensombrecieron porque se sentía culpable por la doblez de su padre. No podía entender su traición y se avergonzaba ante su marido de su conducta.

Felipe V, comprendiendo lo que sentía la reina, decidió hablar con ella para quitarle su pesar y aprovechó para hacerlo un momento de tranquilidad en sus aposentos privados. Estaba recostada en un canapé, abatida, como lo había estado durante los días anteriores, sin ánimo para nada, con la mirada triste. Se le acercó y, sin más preámbulos, la tomó de la mano, se la besó y le habló.

—Me preocupa verte así, Luisa. No estoy acostumbrado a ese rostro tan sombrío. Se diría que me estás intentando igualar en mis melancolías y no te lo recomiendo nada… —dijo afectando humor.

—Lo siento, Felipe, pero es que el asunto de mi padre…

—No te debes tomar tan a pecho la mudanza de tu padre, Luisa.

—¿Cómo no voy a hacerlo? Me siento avergonzada y humillada por su conducta hacia ti y hacia tu abuelo. Es una traición inconcebible.

—Pues no debes sentirte así. La mudanza de alianzas es una cuestión política, no personal, entre los soberanos, y no puede ni debe afectar a nuestras relaciones de esposos como tampoco debía afectar a vuestra relación de padre e hija. No deberías enjuiciar a tu padre como tal, del mismo modo que lo haces como soberano de un ducado estratégico. Tienes que aprender a separar las dos cosas, si no deseas ser muy infeliz.

—Pero ¿cómo lo hago? No sé cómo actuar. Sólo siento vergüenza y rabia.

—Es sencillo. Asume de verdad tu lugar en el mundo. Tú, Luisa, eres mi esposa y, por lo tanto, la reina de España, y tu padre sigue siéndolo, pero es soberano de un Estado extranjero. Y las decisiones que adopten los reyes o duques extranjeros no pueden ni deben afectarnos, por más que sean nuestros familiares. Nosotros nos debemos a nuestros súbditos y a nadie más. Eso es todo. Lo mismo te diría si un día mi abuelo decidiera quitarnos su apoyo. Consideraría su actitud como la de un monarca extranjero y procuraría que me afectara lo menos posible, aun cuando ello supusiera una enorme penuria y problemas de toda índole. Yo ya no soy el duque de Anjou y, si Dios quiere, no lo seré nunca más. Ahora soy el rey de España y, como tal, mi deber es completamente otro del que era cuando estaba en Francia a la sombra de mi abuelo, el gran rey, de mi padre, el gran Delfín, y de mi hermano mayor Luis, su heredero.

María Luisa Gabriela se quedó pensativa. En otros casos, la reina lo había visto muy claro, pero le costaba aplicárselo a ella misma. Las palabras de su esposo, no obstante, la ayudaron mucho a solucionar su dilema.

—Hazme caso, Luisa —continuó el rey, viendo que estaba consiguiendo hacerla comprender el asunto y quitándole el agobio que sentía—. No se puede juzgar a los hijos por la conducta de sus padres. Como ejemplo tenemos el caso del hijo del almirante, Juan Henríquez de Cabrera, que nos es leal y estaba muy apesadumbrado por la conducta de su padre.

—Sí. Eso es verdad.

—Como ves, le he confirmado nuestro favor y le he permitido conservar el rango de heredero de las posesiones del almirante de Castilla, a pesar de la traición de su progenitor, que nos está haciendo tanto daño en Portugal. Lo único que hemos hecho es secuestrar las rentas españolas de su padre para que no pueda disponer de ellas contra nos. ¿No te parece un ejemplo suficiente?

La reina escuchó a su esposo con atención.

—Sí, Felipe. Creo que lo entiendo —dijo con lágrimas en los ojos, que él enjugó con un pañuelo de fina batista, para luego abrazarla.

María Luisa Gabriela sabía que Felipe V le estaba haciendo un precioso regalo al decirle aquello, porque en verdad se había sentido mal, no sólo ante él, sino ante todos los españoles. La reflexión que le acababa de hacer el rey era una lección de pragmatismo político, que no se esperaba de su esposo y que la hizo quererle aún más. En adelante, para ella su esposo lo era todo.

Cierto era que, en esos tiempos, había muchos príncipes en Europa que servían a reyes de Estados enemigos de sus parientes en el trono, entre ellos estaban como más destacado el conde de Galway, francés, que estaba al mando de un ejército inglés y que iba a intervenir en la guerra de sucesión española, y el duque de Berwick, general inglés hijo natural de Jacobo II, que servía a Luis XIV y que muy pronto iba a ser un personaje destacado en la guerra en España, porque el rey de Francia había decidido enviarle a la Península para comandar las operaciones militares que cada vez era más evidente que iban a comenzar en el territorio español.

El nombramiento del duque de Berwick se hizo en noviembre de 1703, cuando fue evidente el peligro de que el archiduque Carlos, apoyándose en portugueses, ingleses y holandeses, intentara tomar la iniciativa. Luis XIV tenía sus razones para pensar esto. Los acontecimientos europeos mostraban que la guerra se iba acercando a la Península día a día. El archiduque Carlos, que parecía hasta entonces desear quedarse tranquilamente en Viena, sin estar dispuesto a luchar por sus derechos al trono español, comenzaba a despertar de su letargo, a finales de 1703, ante la insistencia inglesa de que era necesaria su presencia en el frente peninsular. Dado que el emperador no podía enviar tropas a la Península, porque tenía sus fuerzas dedicadas a enfrentar a Francia en Italia y Alsacia, sólo si el archiduque Carlos iba en persona al lugar de las operaciones militares se justificaría la intervención aliada en territorio español peninsular.

Carlos de Austria se decidió por fin a partir de Viena y su primer acto público, como pretendiente al trono de España, fue la visita oficial en enero de 1704 a Londres, donde fue recibido como rey de España por la reina Ana I y el príncipe Guillermo. En Inglaterra embarcó, con gran pompa, en la nave capitana de una importante escuadra angloholandesa, que le llevó a Lisboa y que llevaba, además, cuatro mil soldados ingleses al mando del francés conde de Galway, y dos mil holandeses al mando del conde Dohna.

Y mientras se sucedían estos graves asuntos, en la corte de Madrid se producían incesantes y crecientes tensiones internas, inesperadas, como consecuencia de la pugna del nuevo embajador francés, el cardenal D’Estrées, con la princesa de los Ursinos. Los antiguos amigos de tiempo atrás eran ahora enemigos mortales, debido al intento del cardenal D’Estrées de actuar como si fuera un poderoso valido, con los reyes de España, actitud ésta absolutamente impropia e inadecuada a sus funciones. Sus pugnas por ejercer el poder casi como si fuera un regente, en lugar de un ministro, habían dado lugar a que el cardenal Portocarrero se retirara a Toledo, a su sede arzobispal, tras un grave enfrentamiento con él, y que la princesa de los Ursinos le hubiera llamado severamente al orden en público, ante sus repetidos intentos de permanecer sólo con el rey y la reina, a solas, en sus aposentos privados de palacio, e incluso penetrando en los mismos sin autorización. Con esta conducta, el embajador había intentado romper a su favor el delicado equilibrio de poder de la corte; se había saltado el protocolo como si él mismo fuera una persona real y encima pretendía tener derecho a hacerlo por el mero hecho de ser enviado del rey de Francia. D’Estrées no lo entendía pero María Luisa Gabriela y Felipe V estaban muy descontentos con él; y el descontento pronto se transformó en profundo desagrado. El diplomático francés se atrevía todavía a mostrarse prepotente con ellos y a tratarles como si fueran niños, llegando incluso a reconvenirles por dejarse influenciar por Ana María y por dedicar demasiado tiempo a sus placeres conyugales, cosa que ofendió profundamente a ambos por considerarlo una intolerable intromisión en su intimidad. El asunto comenzó a ser muy grave. La intolerable y absurda actitud del cardenal iba a ser inmediatamente contestada por la princesa con gran firmeza. Sus órdenes en palacio fueron terminantes para relegar al cardenal francés de nuevo a su papel de embajador, sin ningún privilegio especial, lo quisiera o no. D’Estrées, sabedor de su privanza con los reyes, y viendo que Felipe V y María Luisa Gabriela la apoyaban, intentó utilizar a los grandes para perderla, cuando comprendió que la princesa de los Ursinos era su enemiga y que sólo acabando con ella podría volver a llegar a los reyes.

El cardenal se empleó entonces a fondo. No sólo no depuso su orgullosa e hiriente actitud, sino que buscando quitarse de en medio a la princesa de los Ursinos, enviaba a Versalles informes muy negativos acerca de ella, inventando historias, manipulando, otras y magnificando el supuesto efecto negativo de la influencia de ésta en los reyes de España. Además, no contento con lo anterior, comenzó a buscar el apoyo de una facción de descontentos con las medidas tomadas por Orry, con el acuerdo de la princesa de los Ursinos, lo cual era como meter el dedo en un avispero y una actitud absurda, ya que suponía una gran ceguera política no comprender que las medidas de Orry eran necesarias para la regeneración del Estado, y se sabía que iban a provocar siempre la protesta de los perjudicados por ellas. La tensión llegó a ser de tal naturaleza en palacio, que el rey y la reina se negaron a recibirle un día, considerando que hablar con él no les reportaba más que malestar. Enterados por la princesa de las nuevas intrigas del embajador que ponían en peligro toda la política de reformas emprendida con sagacidad y mano izquierda, pidieron a Luis XIV que retirara de España lo antes posible al cardenal y que nombrara a otro embajador en su lugar.

Luis XIV accedió sin poner ninguna traba porque no le había gustado la actitud del prelado, que se había extralimitado en su actuación, y nombró como sucesor del cardenal a su sobrino, el abad D’Estrées, que aunque había ido a Madrid con su tío, afectaba ser amigo de la princesa de los Ursinos y pensar de modo muy diferente al cardenal sobre el modo de tratar los asuntos de España, aunque esa actitud suya era una mera ficción. En realidad, odiaba a la princesa tanto o más que el cardenal y se había propuesto hacer todo lo que pudiera para perderla, eso sí, con mucha mayor sutileza que su pariente. Con esa actitud, estaba visto que poco iba a durar la aparente paz entre ellos; sólo lo que la red de informadores de la princesa tardara en darse cuenta de la doblez del abad.

La princesa comenzó a sospechar del abad muy pronto, apenas días después de su nombramiento, cuando sus amigas, la duquesa de Terranova y la del Infantado, le dijeron que el embajador de Francia estaba jugando un doble juego con ella; que estaba intentando conseguir informes negativos sobre ella de algunos nobles, para ratificar los que había presentado al rey de Francia su tío, el cardenal, y hacerle perder el favor de Luis XIV.

Haciendo caso de las que la querían bien, la princesa de los Ursinos movió sus redes en torno al intrigante embajador. Comprendiendo, por los informes que le dieron, que sus amigas estaban completamente en lo cierto y que se hallaba en peligro, pidió al rey que le permitiera la violación de la valija diplomática que llevaba la correspondencia del abad a Francia. Una vez conseguida ésta, abrió la valija y, respetando la correspondencia con el rey, leyó no obstante las cartas del abad al ministro Torcy, descubriendo que D’Estrées había jugado su doble juego, aprovechándose de su confianza. Horrorizada, pudo comprobar que el embajador la calumniaba de mil modos en su correspondencia con el ministro y con madame de Maintenon y además decía, en el colmo del victimismo, que se veía forzado a vivir en perpetuo disimulo para evitar sufrir sus represalias.

Furiosa consigo misma, por haberse dejado engañar, y con el abad, por haberla traicionado tan vilmente, abandonando su habitual prudencia la princesa de los Ursinos había enviado a Versalles las cartas del embajador, acotadas al margen con sus comentarios, lo cual provocó un terrible escándalo en la corte de Francia. La princesa de los Ursinos había ido demasiado lejos. Había violado la correspondencia de un embajador de Francia y eso era más grave para el rey de Francia que el hecho de que en realidad aquél la calumniase o no.

Precisamente, en el momento culminante del enfrentamiento entre la princesa de los Ursinos y el embajador, en febrero de 1704, llegaba Jacobo Fitz James Stewart, duque de Berwick, a Madrid. El gran general, que el rey de Francia había enviado con un ejército de doce mil veteranos de Flandes, entró en la capital, con gran pompa, en una rica carroza, seguido de los carruajes de los principales señores españoles, que lo acompañaron hasta el alcázar, donde le recibieron los reyes.

Su natural seco y adusto disgustaría a la reina, en principio, que opinó de él que era un «diablo seco inglés», opinión que sólo le comunicaría a Felipe V y a la princesa de los Ursinos. Ésta se encargaría de intentar cambiar la opinión de la reina al respecto del general, porque apreciaba a Berwick y le consideraba un verdadero señor, aparte de un militar de genio.

El rey, como estaba previsto, le nombró capitán general de los ejércitos franco-españoles en Madrid. En esos días llegó la orden de Luis XIV para que la princesa de los Ursinos regresara a París. La misiva fue un rudo golpe para la reina y para el rey, que también se había acostumbrado ya, como María Luisa Gabriela, a contar con ella para todo. La indignación de la reina fue tal, que sus gritos de furia contra el abad D’Estrées se oyeron por el patio de sus aposentos y su misma servidumbre se asustó porque no la habían visto nunca perder de esa forma la contención. El mismo rey tuvo que frenarla, porque en su rabia había pensado convocar al embajador y decirle todo lo que opinaba de sus maquinaciones, para después exigir al rey que lo expulsara del reino.

Felipe V tuvo que emplearse a fondo para tranquilizarla. La reina de España no podía actuar de ese modo, bajo ningún concepto. La misma princesa tuvo que intervenir para impedírselo. Argumentó que ella aceptaba ir a Versalles, a dar explicaciones al rey de Francia. No tenía nada que ocultar, le dijo a la reina, y quizás fuese mejor que acudiera a la corte francesa, para defenderse. Nadie podría hacerlo mejor que ella misma. Viendo que la reina se calmaba y dudaba, insistió. María Luisa Gabriela no debía preocuparse porque muy pronto regresaría a Madrid, si contaba con su constante apoyo.

Eso sí, era menester que los reyes de España pidieran a Luis XIV la destitución inmediata y fulminante del intrigante y falso abad, en cuanto ella se fuera de España, y si ésta no se producía, se negaran a recibirle, por mucho que insistiera. Así lo decidieron y la reina quedó más tranquila aunque sabía que no descansaría hasta ver fuera del reino al miserable abad.

Y mientras la corte estaba revolucionada por la llamada a Francia de la princesa de los Ursinos, que provocó multitud de especulaciones al respecto, el duque de Berwick partió a bombo y platillo hacia la frontera portuguesa, a la que llegaría por la villa cacereña de Alcántara. Su ejército al llegar allí, a principios de abril, era de 30.000 infantes y 10.000 jinetes, estando compuesto el núcleo de los veteranos que él había traído, a los que se habían unido los escuadrones españoles que incluían las milicias locales de los nobles extremeños, como el duque de Feria, de la zona sur de la región, el marqués de Camarena la Vieja, el marqués de Espinardo y el conde de Torre Arias con sus soldados cacereños y el viejo conde de Canilleros, con sus milicianos de Brozas.

Y mientras la princesa de los Ursinos preparaba el equipaje y partía de España, dejando a María Luisa Gabriela desolada y al rey indignado con el intrigante y traicionero embajador de Francia, el ejército franco-español se preparaba para invadir Portugal, algo que Berwick había decidido como una medida de choque, para evitar que la cosa fuera al revés y que los portugueses invadieran con las tropas inglesas y holandesas el territorio de España y abrieran una brecha que fuera utilizada como punta de lanza para que el archiduque pudiera comenzar a reivindicar la corona.