1702
La regencia de María Luisa Gabriela
María Luisa Gabriela había partido de Barcelona hacia Zaragoza pocos días después. La princesa de los Ursinos la había urgido a hacerlo. Zaragoza era una gran ciudad construida sobre el Ebro, el río más caudaloso de España, y tenía unas características propias que la hacían ser muy diferente de Barcelona.
Su presencia en la ciudad fue muy celebrada. Los orgullosos zaragozanos le habían preparado una entrada espectacular, bajo arcos de triunfo, desde el puente de tablas hasta el centro de la ciudad. El pueblo la había recibido con alegría, había sido vitoreada en las calles y las autoridades municipales la habían festejado, junto con el arzobispo de la Seo, y la habían acompañado hasta el palacio de la Aljafería, donde la reina y la princesa de los Ursinos con su séquito se habían instalado.
A María Luisa Gabriela le había impresionado esa tierra, más adusta y más dura que la catalana. Quizás había sido porque era la primera vez que tenía el poder de verdad o quizás porque sentía que el peso de la corona le iba bien, pero el caso es que pasaba mucho tiempo meditando sobre lo que oía, leía mucho, preguntaba lo que no sabía y procuraba informarse de cuanto podía resultarle útil, para poder tomar mejor las decisiones que fueran pertinentes, aunque la princesa de los Ursinos seguía siendo su oráculo irreemplazable cuando no sabía qué decisión adoptar.
Quería ser una reina digna y se esforzó en ello, desde el primer momento. Con una madurez, una dignidad y una presencia que no cabía esperar de sus catorce años, abrió las sesiones de las Cortes y escuchó a los representantes del reino sin pestañear. Quería entenderles y sentía que los nobles de esta tierra eran, como sus agrestes paisajes, más áridos, menos abiertos que los catalanes y, a pesar de su distante cortesía, la recibieron con una mirada crítica que, por más que disfrazaron, no le pasó desapercibida a pesar de sus pocos años. Parecía que en esa tierra había muchos que aún dudaban, aunque no lo manifestaran abiertamente, entre los Borbones y los Austrias.
El conde de Aguilar, presidente del consejo de Aragón, había ido a verla desde Madrid para presentarle sus respetos en su tierra natal, y el conde de Montellano, uno de los más importantes nobles del reino, le organizó una gran recepción después de la sesión inaugural de las Cortes. Montellano era inteligente, prestigioso y chapado a la antigua y había que ganárselo porque su apoyo era vital para el triunfo de la causa borbónica en esa tierra. En su casa estaban algunos señores como el conde de Cifuentes, que no gustó a la reina, y otros nobles como el conde de Frigiliana que, en cambio, fueron de su agrado. No obstante, procuró que no se le notara ni lo uno ni lo otro. Era una máxima que seguía a rajatabla y que la hacía sentirse segura. Sólo a la princesa de los Ursinos le hablaba de sus simpatías o antipatías, el resto no le merecía confianza y por tanto a todos trataba con igual cortesía porque, como aún no se fiaba plenamente de su criterio propio, no quería equivocarse hurtando confianza a quien la merecía ni dársela a quien la hubiera mancillado. María Luisa Gabriela miraba a la gente; miraba los lugares; aprendía y callaba.
En Zaragoza se dio cuenta de lo afortunada que era al tener un esposo tan entregado y devoto que le escribía todos los días y la quería sin fisuras, porque en las ricas estancias del castillo palacio que había sido residencia de los reyes de Aragón sintió el mordisco de la soledad y el frío de la cumbre que sólo puede sentir el que está sobre un trono poderoso. En verdad, las semanas que pasó en Aragón fueron un tiempo muy bien utilizado por la reina. En esos largos días, en medio de las reuniones, en las audiencias, en los actos de la corte a diario, fue consciente de todo lo que tenía que aprender para poder manejarse con soltura en un mundo donde como no entendía el idioma de sus súbditos, éstos se tenían que esforzar para hacerse comprender por ella. Su primera decisión fue aprender español lo antes posible, porque desconocer el idioma principal de la monarquía hispana le parecía un absurdo. Y desde luego pidió, con toda la humildad, a la princesa de los Ursinos que la ayudara a comprender mejor a los españoles y a actuar conforme se esperaba de ella. Eso fue como un catalizador de fuerzas, porque la princesa se volcó en su tarea desde ese momento, iniciando a la reina en el sutil arte de reinar. Durante muchas horas, todos los días, trabajaban juntas, examinando memoriales, peticiones, asuntos muy variados, sin que la edad de María Luisa Gabriela fuera un impedimento. Al asumir su papel, la reina se había olvidado de su corta edad y se había entregado plenamente a aprender a gobernar. Quería que la princesa le enseñara cómo tenía que hablar, cómo moverse, qué hacer y qué decir en cada caso, y muy pronto comprendió que tenía en Ana María un verdadero tesoro de conocimientos políticos y de la vida, que eran de valor inapreciable.
En Zaragoza dejó la reina de lado sus últimas reservas al respecto de la princesa y comenzó a apreciarla de verdad. Ana María era verdaderamente esencial para ella. Cada vez que no sabía algo se lo preguntaba; cada vez que necesitaba algo, ella lo proveía, por difícil que fuera, pero también era encantadora, divertida, amena, chispeante, capaz de sacarle punta a todo y de animarla en un día malo, como le acontecía a veces cuando echaba de menos al rey.
El embajador francés, conde de Marcin, le envió sus respetos con un emisario y le pidió, al cabo de unas semanas, que no se quedara por más tiempo en Aragón y que fuera pensando en ir a Madrid. La princesa, con quien la reina consultó el asunto, estuvo de acuerdo en moverse de Zaragoza, sobre todo cuando la reina consiguió de las Cortes un subsidio extraordinario de más de cincuenta mil ducados que resultó vital para solucionar la complicada situación financiera de la reina, que tenía dificultades, incluso para el pago de los servidores personales ya que, por más que pedía dineros al francés Orry, encargado de los asuntos financieros del Estado, éstos no llegaban nunca de Madrid.
Todos los días, María Luisa Gabriela recibía el correo diario del rey y sus cartas reflejaban muchas veces una grave melancolía que la preocupaba. Felipe V la echaba de menos, tanto que en Nápoles había entrado en estado de verdadera abulia. Le contaba que pasaba días encerrado en sus habitaciones, mirando a la nada desde su ventana, tirando a los pájaros y sufriendo de «vapores». No poder estar con ella le producía fiebre y dolores de cabeza. A pesar de lo que sufría lejos de ella y de la necesidad física que tenía de estar con ella, le prometía serle fiel en todo momento. Por lo demás, parecía que el reino de Nápoles le había tratado bien y el recibimiento que le habían hecho los nobles había sido de su gusto. El príncipe de Castelferrato le había dado una gran recepción que le había divertido, y había salido de caza con su hijo mayor, el marqués de Capizzi, y otros nobles del reino. Aparte de estas diversiones ocasionales, estaba molesto con el papa Clemente XI porque, a pesar de ser el legítimo rey de España, no le había investido aún en el reino de Nápoles, por temor al emperador, y por tanto, a pesar de sus deseos de ir a Roma a besar su mano, no iba a poder hacerlo. Cuando se fue del reino, le seguía contando las peripecias de su viaje, en sus cartas posteriores. Tampoco había desembarcado en Sicilia, aunque lo hubiera deseado, porque Louvois le dijo que ello hubiera provocado problemas de protocolo y demasiados gastos a los sicilianos. Como había que ahorrar en la medida de lo posible, se evitó el desembarco, para su desencanto, porque la isla le llamaba la atención y hubiera querido conocerla.
La declaración de guerra de los aliados se había producido por fin el 15 de mayo de 1702 y, quince días después, Felipe V había partido rumbo a Milán con una importante escuadra de veinte barcos, conforme le contaba a su esposa en su correspondencia. El ducado de Milán era el territorio más deseado y conflictivo de las posesiones italianas de su corona, por su riqueza, su importancia estratégica y el prestigio que daba su posesión. Por eso era importante tenerlo bajo control. Las cartas que seguían después eran cada vez más animadas. La llegada a Finale, el 11 de junio, había sido precedida de escalas en Livorno y Génova y la reina se sorprendió cuando su esposo le dijo que su padre, el duque de Saboya, había ido a saludarle y le había acompañado durante los últimos días de trayecto, desde el puerto hasta la ciudad de Milán, donde le había dejado, para regresar a Turín.
De nuevo su padre conseguía sorprenderla. A ella, nada le había dicho de sus planes. De hecho, apenas le escribía unas escuetas cartas, que eran bastante neutrales. Ella imaginó que el duque no le había comunicado a su hija que pensaba ir a conocer personalmente y a pasar unos días con el rey de España, su yerno, precisamente porque lo que su padre quería era ver si aquel joven rey sería capaz de sostenerse en su trono y si le convenía seguir haciendo honor a la alianza con el rey de Francia. El paso de los ejércitos del emperador por sus tierras para luchar por el dominio de Milán estaba, de momento, bloqueado. La reina de España dudaba de la sinceridad de su padre y se temía que el contento de Felipe V, al conocerle se transformara pronto en desencanto cuando acabara haciendo una de las suyas.
Pero mientras María Luisa Gabriela especulaba sobre las intenciones de su padre, su marido había llegado a Milán, el 18 de junio. Parecía que, a pesar del buen recibimiento de sus súbditos, los primeros días en la ciudad fueron duros para Felipe V y que la había echado especialmente de menos. María Luisa Gabriela le escribió animándole y diciéndole que se mantuviera firme y mostrara a todos que era fuerte, porque ya que estaban lejos, al menos había que sacarle el mayor partido al viaje. No había que olvidar que el rey de España había sido bien recibido por sus súbditos del norte de Italia, que no estaban acostumbrados a que los visitara su señor natural. Desde Felipe II, ningún rey de España había pisado ese territorio y tener al rey allí, en su tierra, era para los milaneses un honor y una alegría.
De todos modos, no había que bajar la guardia, porque el emperador pensaba luchar por la posesión del territorio, a pesar de la presencia del rey de España en ellos, y podía utilizar muy diversos modos para hacerlo. De hecho, pocos días después, Felipe V le contaba a su esposa que había descubierto una conspiración entre los oficiales del regimiento de la guardia real, recién formada en Nápoles, para capturarle y entregarle al príncipe Eugenio, el general del emperador. Esta noticia preocupó mucho a la reina, aunque el rey no le daba demasiada importancia. El regimiento entero había sido licenciado y la cosa había concluido en un par de ajusticiamientos secretos.
Cuando Felipe V comenzaba a sentirse mejor en Milán, la reina se preparaba para ir a Castilla. Con los buenos ducados de oro de los aragoneses, la reina salió de Zaragoza la última semana de junio. Antes de llegar a la capital de España, había pasado por Medinaceli, donde el marqués de Cogolludo, primogénito del duque de Medinaceli, primero de los grandes, la había recibido en su impresionante palacio renacentista. Luego, en Guadalajara, el duque del Infantado la agasajó en su espléndido palacio plateresco, de extraordinaria fábrica y precioso patio, con las armas de los Mendoza, señores del lugar desde hacía siglos. Llegaron a destino, finalmente, el 30 de junio.
La reina no se esperaba el increíble recibimiento que le dio el pueblo de Madrid. Desde mucho antes de llegar a la capital de España, ya en los bordes del camino había gente de toda condición que la esperaban y la vitorearon al verla pasar.
—¡Viva la reina niña! —le gritó una anciana que la miró con ojos de devoción, y la reina la saludó y le sonrió al seguir su paso.
La princesa se retiró al fondo del asiento de la carroza, y se puso por encima de la cabeza el guardapolvo, para pasar desapercibida del público. Quería que la reina disfrutara plenamente de la acogida de su pueblo y se bañara en las multitudes.
—Saludadles —le decía—. Sonreídles, majestad, que éstos son los súbditos que de verdad mantendrán vuestra corona. Dios no lo quiera, pero si un día os la lían los demás reinos, siempre podréis contar con los leales castellanos, si conseguís entrar en su corazón; porque los súbditos de esta tierra no tienen doblez, y una vez que se entregan a un rey, es para siempre.
—¡Cuántos son los que me esperan! ¡No me lo puedo creer!
—Y aún no hemos llegado a la capital, majestad. Mirad, allí a lo lejos están las torres cuadradas del palacio del Buen Retiro, fuera de la cerca, esa muralla baja alrededor de la ciudad, que construyó el rey Felipe IV y que tiene varias puertas, destacando la de la Vega, la Cerrada, la de San Vicente y la más importante, y por la que vamos a entrar, la de Alcalá. Ya veréis lo que será el gentío cuando crucemos la puerta y entremos en la capital.
Mientras se acercaban, cada vez había más gente concentrada en los bordes del camino. En verdad, la recepción de la reina iba a ser impresionante y se había producido sin convocatoria previa. El pueblo de Madrid quería ver a su nueva soberana y, motu proprio, había salido a su camino a recibirla. A petición de María Luisa Gabriela, se detuvieron un rato antes de entrar en la ciudad, en el palacio del Buen Retiro. La princesa dio la orden y pidió que se habilitara una cámara para que la reina pudiera descansar un rato y arreglarse, antes de la entrada en Madrid, que parecía iba a ser multitudinaria.
El palacio del Buen Retiro era una gran edificación que había crecido sufriendo numerosas adiciones, desde que el conde duque de Olivares comenzara a construirlo en 1634 como un pabellón en las afueras de la capital. Había gustado mucho a Felipe V, que lo consideraba un lugar agradable, y a la reina también le gustó desde el primer momento, por estar rodeado de un hermoso jardín, en parte bien cuidado, con parterres y flores, en parte boscoso.
Mientras la reina se arreglaba en una estancia bien iluminada y alegre, llegaron hasta el lugar el cardenal Portocarrero, el señor Arias, el regidor Ronquillo y los tres altos cargos de palacio: el marqués de Villafranca, el conde duque de Benavente y el duque de Medina Sidonia. Querían saludar a María Luisa Gabriela y organizar una entrada solemne en la ciudad.
María Luisa Gabriela no les hizo esperar mucho. Acabando de arreglarse salió a saludarles, con todo su gracejo, y tuvo entonces uno de esos arranques suyos que le iban a dar tanta popularidad entre los madrileños.
—No deseo ninguna solemnidad en este día.
—Pero, majestad, el pueblo lo desea y vos lo merecéis —dijo el cardenal Portocarrero.
—Así es, majestad. Madrid desea festejar vuestra llegada —dijo Ronquillo, corroborando lo que decía el prelado.
—Para mí, señores, ya es bastante fiesta estar en Madrid, en la capital de la monarquía, y ser recibida con tanto afecto por los madrileños. Y quiero que la cosa siga así y llegar, sin ningún tipo de celebración, al Real Alcázar. Al fin y al cabo, voy a mi casa y con que me acompañen hasta allí, me basta y me sobra.
—Pero, señora, no es frecuente… —repuso Portocarrero, aunque la reina no le dejó continuar.
—Cardenal, señores, fuera de toda otra consideración, no debemos olvidar que estamos en guerra y no me parece momento de celebraciones que suponen gastos de dineros que no tenemos. Como reina regente, me corresponde dar ejemplo. Por eso, insisto, me contento con disfrutar del amor de mi pueblo y lo agradezco tanto como ellos agradecerán mi frugalidad. Esperemos a realizar una celebración cuando el rey nos comunique alguna nueva venturosa. Eso sí, me encantará que me acompañéis durante el trayecto y me guiéis hasta palacio. Tengo muchas ganas de conocer la ciudad.
El cardenal, las autoridades y los tres grandes se inclinaron ante ella sin dar crédito a lo que oían de labios de su nueva reina, y la princesa de los Ursinos se sonrió. La personalidad de María Luisa Gabriela, su firmeza y su aplomo, que iban siendo mayores cada día, contrastaban fuertemente con sus catorce años, su rostro infantil y su aparente dulzura. Una hora después, habiéndose cambiado el vestido del camino por uno más adecuado, la reina hacía su entrada triunfal en Madrid, aclamada por los miles de madrileños que querían verla de cerca, en carroza abierta.
María Luisa Gabriela sintió desde el principio una especial cercanía por el pueblo de esta ciudad que se había volcado con ella. Le gustaba cómo se acercaban a ella, con luz en los ojos, curiosos, sin miedo. Le hacía gracia cómo la piropeaban e intentaban llegar hasta ella lo más posible, tanto que algunos corrieron peligro de ser heridos por los caballos. La reina dio orden de que fueran más despacio y casi al paso, llegó hasta la explanada que daba al Real Alcázar, donde a pesar de la buena recepción le esperaban muchas sorpresas y la mayoría desagradables.
El Real Alcázar de Madrid era una edificación antigua, construida sobre un alcázar árabe anterior, en una colina que miraba a la ribera del Manzanares y a la Casa de Campo hacia el oeste y el norte. El este y el sur de la edificación miraban a la ciudad, que se levantaba sin ninguna planificación, desordenadamente, tras la explanada que luego se conocería como plaza de Oriente. El viejo alcázar había sufrido diversas modificaciones a través de los tiempos, especialmente desde las épocas de Carlos V y Felipe II, y estaba lleno de vericuetos y espacios ocultos. Siendo de grandes dimensiones, había largos y lúgubres corredores con poca luz, que comunicaban las alas y los patios internos, multitud de habitaciones oscuras, cerradas y mal organizadas, que hacían de sus espacios poco confortables la morada de una caterva de servidores que atendían a funciones muy concretas y que estaban estructurados de forma jerárquica y piramidal, bajo las órdenes del mayordomo mayor de palacio, el sumiller de Corps o el caballerizo mayor. Estos tres eran los que dominaban la vida del lugar.
Se entraba al viejo alcázar por varias puertas, entre las que destacaba la principal, que se abría a la corte de honor y de las laterales, la de las meninas, era la más concurrida, porque por ella entraban todas las mañanas, muchos de los servidores reales que no vivían en el Real Alcázar, y que tenían que abandonarlo todas las noches, antes de que se cerrara con llave.
Las mejores habitaciones de la residencia real eran sin duda las llamadas de aparato, entre las que destacaba la famosa pieza ochavada, que se debía a Velázquez, y los grandes salones, donde las colecciones reales de relojes, tapices, esculturas y pintura italiana, flamenca y española, así como los retratos extraordinarios de Tiziano y Velázquez, recordaban el antiguo esplendor de la que había sido la monarquía más poderosa del mundo durante casi doscientos años.
Las habitaciones de los reyes estaban en la planta principal del primer piso y daban a los patios llamados del rey y la reina respectivamente y se juntaban por medio de las salas que daban a la fachada meridional, vecinas al salón de los espejos, situado en el centro de esta fachada. Las del rey eran muy amplias y majestuosas. Eran una doble hilera de habitaciones, una de las cuales miraba al patio y la otra, al jardín de la Priora, el parque y a la plazuela. Las primeras habitaciones, que miraban al patio del rey, eran para la guardia. Luego estaba la «pieza de Consulta», situada en el ángulo noroeste del edificio, a la que seguía la «sala de la Audiencia». Después estaban unas habitaciones muy poco confortables, mal distribuidas y tortuosas, que ocupaba el servicio. Seguía la llamada «pieza oscura», que se abría al «salón dorado», una habitación de tránsito que daba a una antesala y al «dormitorio de los soberanos» que llevaba al «gabinete de las Furias», que daba al patio de la reina y se llamaba así por haber tenido en su día los cuadros que representaban las Furias de Tiziano. Ahora estaba vacío, debido a que el fallecido rey Carlos II había regalado todo su mobiliario, incluidos los famosos cuadros, al conde duque de Benavente, al que había tenido gran afecto, y que los había llevado a su hermoso palacio de la Cuesta de la Vega.
Mucho peores eran los apartamentos de la reina, según pudo ver muy rápidamente María Luisa Gabriela. Sus habitaciones, decoradas con numerosos retratos reales de la casa de Austria y pintura flamenca de calidad, eran oscuras, destartaladas, con un mobiliario que María Luisa Gabriela encontró tétrico y como de mausoleo, y totalmente inadecuadas para la normalidad de la vida de la reina de catorce años, en una corte de principios del siglo XVIII.
La habitación más relevante era la llamada «galería de las damas», que estaba dividida a lo ancho por una serie de arcadas realizadas por el arquitecto Gómez de Mora, el siglo anterior, para esconder el hecho de que originalmente habían sido dos piezas diferentes. Esta habitación daba al «gabinete de las Furias» y a los apartamentos del rey. Dado que esta pieza estaba vacía, y era de hermosas dimensiones, la reina decidió que iba a hacer de ella un lugar agradable y confortable donde Felipe V y ella pudieran tener intimidad y acabaría transformándose en el dormitorio de los reyes.
Lo que estaba claro para María Luisa Gabriela y la princesa de los Ursinos era que había que hacer unas modificaciones en los apartamentos de la reina, ya que no los encontraban nada confortables para instalarse en ellos. Lo primero era hallar una cama adecuada, en lugar de la tétrica, oscura y doselada, en la que se suponía debía dormir esa noche. Por fin hallaron una de madera pintada en blanco y dorado que, no siendo nada extraordinaria, por lo menos era más alegre y además tenía algunas piezas de mobiliario a juego como mesilla, armario y un velador, que animaron un poco la triste pieza destinada a dormitorio de la reina.
María Luisa Gabriela dedicó los días siguientes a conocer a las personas bien en el lugar donde iba a morar durante la mayor parte de su vida, con breves interludios. Acompañada de la princesa de los Ursinos, como si fuera de nuevo la niña que jugaba en el castillo palacio de Racconigi, recorrió el viejo alcázar de norte a sur y de arriba abajo. Lo pasaron muy bien escudriñando los rincones del viejo edificio, incluidos los pasadizos, como el que daba al convento de la Encarnación, que era practicable. Sin embargo había otros que morían misteriosamente en paredes de piedra, que probablemente tenían ocultos resortes de entrada y salida, lo cual provocó su curiosidad e inquietud. También revisaron a fondo, concienzudamente, los muros de las habitaciones reales. Allí también descubrieron el oculto resorte que abría un panel de la pared y daba a un largo pasadizo que comunicaba directamente las alcobas del rey y la reina. También descubrieron otro más que comunicaba el gabinete de la reina con las habitaciones de la princesa de los Ursinos, que en adelante ellas iban a utilizar con asiduidad cuando no desearan que sus movimientos fueran conocidos. El alcázar parecía un laberinto de túneles pensados para que sus habitantes evitaran ser vistos.
Pero no sólo era importante conocer el lugar, sino también a quienes habían de servirla. María Luisa Gabriela tuvo el disgusto de ver que los enanos que tanto gustaban a los Austrias y los bufones campaban a sus anchas por el palacio y se permitían unas confianzas con ella que no le gustaban nada y que no pensaba tolerar. Se le metían en la carroza sin permiso, le tiraban de los vestidos sin ningún recato y se reían con grotescas muecas que le daban grima. Aquellos seres grotescos y maleducados, deformes y groseros, tenían que irse de allí. No quería verlos cerca de ella.
El marqués de Villafranca, mayordomo mayor, se opuso frontalmente a ello. Era una vieja costumbre de los reyes de España tener bufones y no le parecía adecuado que se fueran ahora, sin que el rey lo hubiera decidido. La reina, usando de toda su mano izquierda, insistió en su propósito, sin enfadarse con el anciano marqués, y consiguió de él un compromiso previo a su erradicación definitiva de la corte. Los enanos y bufones no tendrían en adelante acceso a las habitaciones reales y deberían mantenerse a distancia de la reina. Era su primer pequeño triunfo y lo celebró con una tostada a la francesa, en sus habitaciones, porque sus servidoras se veían forzadas a utilizar la chimenea de la habitación para hacer sus guisos, ya que en las cocinas de palacio no había modo de conseguir que se hiciera comida francesa. Ni siquiera la princesa de los Ursinos con todo su poder había sido capaz de conseguir un espacio propio en la cocina. Aquél parecía el reducto más insalvable del inmovilismo en palacio.
Otro asunto relevante era el de la organización de la casa de la reina. Ésta estaba presidida por la camarera mayor, que mandaba sobre las damas de honor, la primera de las cuales era la «azafata», y a éstas servían las damas de cámara y por debajo estaban las meninas. El conflicto estaba en que las damas españolas no querían verse por debajo de las francesas que habían llegado con la reina, y la princesa de los Ursinos y la misma reina hubieron de tomar cartas en el asunto varias veces para evitar luchas que, en los niveles inferiores de servicio, llegaban a las peleas físicas.
La reina, de acuerdo con su camarera mayor, tras unos días de saludos, visitas, audiencias y asimilación de la corte de Madrid, comprendió que parecía como si aún estuvieran en pleno siglo XVII y decidió que iba siendo hora de modernizar a aquellas grandes damas, que seguían vistiendo a la moda de tiempos de Carlos II, con sus «tontillos», esos ensanchamientos de las faldas tan incómodos, que había que torcer para poder pasar por las puertas y que Velázquez había inmortalizado en los retratos de la infanta María Teresa, la abuela de Felipe V, y la infanta Margarita.
María Luisa Gabriela aprovechó las visitas de rigor de los grandes con sus esposas a palacio, para lucir algunos de sus mejores vestidos, a la moda de Versalles, elaborados con brocados de seda, con pedrería, damascos y rasos bordados, que hacían palidecer los de las españolas, y con mucho tino, regaló a la joven hija del duque de Escalona, que era de su misma estatura y medidas, uno muy hermoso que la joven lució en una fiesta que su padre organizó días después para la reina, para un escogido grupo de damas y caballeros de los mejores linajes, acompañados de los mejores talentos de la corte, ya que el duque de Escalona era sin duda uno de los hombres más brillantes de Madrid, con un alto sentido político y de los de mejor gusto. Pero sería la duquesa de Osuna la primera en adoptar la moda francesa, lo mismo que su marido había sido el primer grande en vestir como en Versalles. A ésta seguirían su pariente, la duquesa de Arcos de la Frontera y después la del Infantado, aunque había un gran núcleo de damas que querían mantener la moda española, sobre todo las mayores. La pugna se hizo casi algo divertido. Al fin y al cabo, la moda francesa era realmente más favorecedora por los cortes de los vestidos, los escotes y las telas, y casi todas las jóvenes querían vestir como la reina. Era lo lógico. La revolución de la moda iba a ser pronto una realidad. De hecho, apenas un mes después, en la fiesta en honor de la reina que dio la vieja duquesa de Terranova en el gran palacio de la calle San Bernardo, donde vivía con su hija la duquesa de Híjar y su nieta la princesa de Monteleón, María Luisa Gabriela se sorprendió al ver que casi un tercio de las damas, comenzando por la nieta de la anfitriona, lucían vestidos de corte encargados en París. Estaba consiguiendo influenciar a las señoras españolas, paso a paso. Ésa era una lección que había aprendido muy bien de su mentora la princesa de los Ursinos: «A un español se le sugiere, no se le impone». Y muy pronto estaba comenzando a ver sus frutos.
Pero a la reina le preocupaban mucho más otras cuestiones que consideraba de mayor peso. El gobierno de la monarquía era una tarea pesada, que además descansaba en manos bastante poco eficaces, como muy pronto pudo comprobar al ver los continuos enfrentamientos entre el cardenal Portocarrero y el señor Arias, que llevaban su enemistad más allá de lo personal a los asuntos de Estado, de un modo que perjudicaban la buena administración.
La reina se reunía muchas veces con la princesa de los Ursinos, el conde de Marcin, embajador de Francia, así como con Orry, encargado del manejo de la hacienda española, y escuchaba a los dos hombres de Estado enumerar las dificultades por las que pasaba su trabajo y se desesperaba porque todo eran problemas. No había ingresos y no había dinero. Las rentas reales estaban dispersas. Había demasiados juros en poder de los grandes y nobles; llegaba menos oro de las Indias; los impuestos eran demasiado fuertes y estaban mal repartidas las cargas; el ejército estaba mal vestido, mal armado y disperso; la armada era prácticamente inexistente, dependiendo para el transporte del oro de las Indias de armadores privados y naves de alquiler. Nada funcionaba bien y además los grandes se oponían a cualquier medida que supusiera un aumento de autoridad real en detrimento de la suya propia. Era una situación gravísima, la de España, que rozaba la indefensión.
Y precisamente entonces iba a comenzar la guerra, y en Milán, donde estaba el rey Felipe V. María Luisa Gabriela rezaba todas las noches por él, le escribía tiernas cartas y le contaba todo lo que hacía cada día, pero estaba profundamente preocupada por el lamentable estado de los negocios públicos y por su esposo. Para no preocuparle, cogió la costumbre, en ese tiempo, de escribir a su tío abuelo, el rey Luis XIV, el cual respondía con inteligencia a sus cartas, le daba sabios consejos y la animaba a proseguir su tarea sin desmayar y le decía que admiraba su talento y dedicación, cosa que era muy cierta porque en verdad la reina niña de España comenzaba a ser alabada por todos.
María Luisa Gabriela, aunque aparentaba sentirse muy bien y tranquila en palacio, estaba muy preocupada por su esposo. Sabía, por sus cartas, que tenía muchos momentos de apatía y que la echaba de menos de un modo visceral; tanto que se ponía enfermo. Había tenido que ser sangrado en Milán y sus estados melancólicos le llevaban a veces a meterse en la cama durante días, sin querer ver a nadie, lo cual Louvois intentaba ocultar, pero suponía un problema para todos.
Sólo con las primeras escaramuzas armadas pareció salir el rey de su apatía. En julio se reunía con el duque de Vendôme, Luis José de Borbón, que era un general famoso y de prestigio a quien Luis XIV había dado el mando de las tropas francesas en Italia, y sus cartas comenzaron a ser normales. Estar con el ejército le gustaba y le sentaba bien al rey. María Luisa Gabriela recibía con alborozo las misivas de Felipe V, en que le comunicaba su contento y su gusto por las paradas militares, la revista de las tropas y la inminente entrada en acción. También le contaba que había sido vitoreado por las tropas, lo cual le había emocionado, y que había presidido el consejo de guerra, por deferencia de Vendôme. Pronto iban a atacar aunque aún no se sabía dónde.
María Luisa Gabriela tomó la costumbre de leer a sus damas las cartas que recogían las andanzas militares del rey y, cuando comenzaron las batallas, comunicaba al pueblo los resultados de los combates, en cuanto los sabía. Día a día, la soberana de catorce años se iba ganando a los madrileños. En los días previos a las batallas de Italia, gustaba de salir por la ciudad, con poca escolta, acompañada de la princesa de los Ursinos, de la duquesa de Osuna, de la de Terranova, la de Alba o la de Medina Sidonia. Estas últimas dos eran bastante pías y la llevaban a las iglesias de la capital. Al poco habían cogido la costumbre de ir a buscarla para pasear con ella después del despacho y enseñarle los palacios, los conventos y los monasterios de la capital.
Madrid era una ciudad bastante grande y caótica, de arquitectura desordenada. Era fría en invierno, con severos aires de la montaña, calurosa en verano y carecía de estaciones intermedias. Los servicios de la ciudad eran muy básicos. No había alcantarillado, lo que hacía que los olores en las callejas a veces fueran insoportables. Sus casas y palacios eran, en su gran mayoría, poco importantes por fuera aunque muy lujosos por dentro. Ello era debido al oneroso impuesto municipal que gravaba los edificios y que hacía que no hubiera en la villa palacios impresionantes como en otros lugares, salvo algunas excepciones.
Los mejores eran sin duda el del duque de Medinaceli, en el Prado de San Jerónimo; el de los duques de Terranova y de Monteleón, en la vecindad de la Puerta de Fuencarral, en la calle de San Bernardo; el del conde duque de Benavente, en la Puerta de la Vega; el de los duques de Osuna, en los Altos de Leganitos, vecino al del Príncipe Pío, marqués de Castel-Rodrigo; el de los duques del Infantado, en San Andrés; el del marqués de Villafranca, cerca del anterior; el del duque de Uceda, en la calle Mayor, y el del almirante de Castilla, duque de Medina de Rioseco.
La reina y la princesa de los Ursinos comenzaban a conocer bien a los grandes. Entre ellos había quienes eran firmes partidarios de la casa de Borbón y había quienes manifestaban abiertamente sus dudas al respecto de la viabilidad de la nueva dinastía. Entre los más belicosos y difíciles estaba siempre el duque de Medinaceli, que siendo el primero de los grandes y descendiente de la línea primogénita de la casa real de Castilla desde el siglo XIV, hablaba con voz poderosa y muchos le escuchaban. Se mantenía neutral por el momento, pero en su casa se reunían algunos de los menos afectos a la casa de Borbón, como el marqués de Leganés, antiguo comandante del alcázar, el almirante don Juan Tomás Henríquez de Cabrera, que muy pronto iba a pasarse al bando enemigo, y la mayoría de los nobles poderosos afectos a los Borbones, como el duque de Alba, el de Escalona, el de Medina Sidonia y el de Osuna.
Lo que muy pronto iba a quedar claro para la reina es que todos ellos, partidarios o no de su casa, eran guardianes celosos de unos privilegios de siglos de poder omnímodo y que iba a ser muy difícil hacerles bajar de sus sitiales, sin perderles. La reina sólo podía ponerles buena cara. Tendría que ser la princesa de los Ursinos la que actuara por lo bajo, discretamente, y las medidas de gobierno que los perjudicaran, así como cualquier reforma de la corte, siempre iban a contar con su oposición frontal.
Así, mientras la reina tomaba contacto con la realidad española, el rey iba a tener su bautismo de fuego en Italia. María Luisa Gabriela leyó con júbilo a la princesa que las tropas francesas habían derrotado severamente al enemigo en Santa Victoria y que Felipe V había participado en el combate, manteniéndose a caballo durante catorce horas, acudiendo a todos lados y animando a sus ejércitos, con mucha valentía e incluso pasando peligros.
La noticia de la victoria se extendió por la ciudad y algunos madrileños se acercaron al alcázar para confirmar la veracidad de la nueva. Al saberlo, la reina en uno de sus arranques se asomó a un balcón y contó a los que estaban allí abajo, con alegría, la victoria del rey. Los ciudadanos regresaron contentos a sus hogares, diciendo que la reina en persona les había hablado y muy pronto, cuando los madrileños supieron que había habido otra batalla en Italia, de nuevo se acercaron a palacio, esta vez en mayor número, esperando la confirmación del resultado por boca de la soberana.
El 10 de agosto, de nuevo salió al balcón la reina y les dijo a todos los que querían oírlo que cuatro días atrás, el 15, el rey había ganado la batalla de Luzzara, donde había estado en el centro de la refriega, con gran valor, habiendo habido que contar bajas muy cerca del lugar donde estaba su majestad. Las victorias se sucedían en Italia y la reina decidió salir a dar las gracias a la Virgen, en la basílica de Nuestra Señora de Atocha, que era un lugar de tradicional devoción de los reyes de España. Por la mañana temprano, María Luisa Gabriela, acompañada por la princesa de los Ursinos, salió, en silla de manos, hacia el templo. En cuanto supieron que la reina estaba yendo al templo, la multitud la rodeó, la acompañó y la vitoreó durante todo el camino, lo mismo que a la princesa de los Ursinos, que también era querida por los madrileños, que pensaban que aquella gran dama francesa que hablaba tan bien español era una buena y leal consejera de los soberanos.
La reina se emocionó con el fervor del pueblo que los guardias de palacio contenían sólo a medias y se le escaparon unas lágrimas antes de entrar en la basílica. Era muy feliz. El rey estaba bien; la primera campaña militar estaba dando victorias y el pueblo la quería y apoyaba. No necesitaba más que el regreso de Felipe V sano y salvo para sentirse dichosa en su nueva vida en España.
Pero su regencia se iba a complicar entonces, con el intento inglés de llevar la guerra a la Península. El almirante sir George Rooke debía tomar la ciudad de Cádiz y provocar una insurrección con los Borbones en Andalucía. La realidad fue otra. Los ingleses asaltaron la ciudad, que se negó a entregarse, y se entregaron a un pillaje atroz. Robaron, incendiaron y saquearon palacios e iglesias. La de Santa María, que era muy bella, quedó arrasada; los ingleses, dueños de la ciudad por el terror, saqueaban en las calles a los ciudadanos, violaban a las mujeres e incluso a las monjas.
María Luisa Gabriela, en cuanto se enteró de lo que pasaba, intentó enviar una expedición de auxilio, pero no había dinero y muy pocos soldados. Entonces acudió a los nobles del reino y el duque de Osuna, el de Medina Sidonia y el de Arcos de la Frontera, los tres más afectados porque sus territorios eran vecinos, levaron unos contingentes de hombres de sus tierras y a su costa, para expulsar a los ingleses. Pero cuando llegaron los españoles, los ingleses ya habían partido, dejando Cádiz en un estado de ruina. De Cádiz, los hombres de Rooke fueron a Vigo, donde acababa de llegar la flota de la plata de América. Asaltaron dos barcos y hundieron los demás. Afortunadamente, la plata de las Indias estaba ya a buen recaudo y camino de Madrid, donde las necesidades de dinero eran acuciantes porque de nuevo no había dinero ni para pagar a la servidumbre de palacio.
En septiembre, la reina nombró, a instancias del cardenal Portocarrero, a don Juan Tomás Henríquez de Cabrera, almirante de Castilla y duque de Medina de Rioseco, como nuevo embajador ante Luis XIV. Partió el duque de la capital con un lucido séquito de trescientos cincuenta hombres y más de cien carruajes, pero en lugar de dirigirse a París se fue a Portugal, donde se refugió declarándose partidario del archiduque. Se le unió en el camino don Diego Hurtado de Mendoza, conde de la Corzana, también descontento con Portocarrero y la Junta.
La defección del almirante fue un duro golpe que afectó profundamente a la reina y a la corte y ayudó a que el rey portugués cambiara de bando poco después. Era evidente que había descontentos a pesar de la aparente tranquilidad y la princesa de los Ursinos se encargaría en adelante, con todo su ahínco, de descubrir quiénes estaban a favor de los reyes y quiénes no. La reina y ella comenzaron a preocuparse al oír ruidos nocturnos en el alcázar y temían que pudiera producirse un posible atentado o una conspiración de la facción proaustríaca. La realidad es que en el alcázar no tenían defensa. La vieja costumbre de los Austrias hacía que no hubiera guardias en los apartamentos reales y, por más que hubieran sido contemplados como una innovación necesaria, hasta ahora el marqués de Villafranca se había opuesto abiertamente a que se creara una guardia de Corps al modo francés.
Pero la oposición de Villafranca no las iba a detener. La reina lo deseaba y la princesa de los Ursinos la apoyaba. Escribieron a Luis XIV pidiendo que se les enviaran unos guardias para prevenir posibles atentados y Luis XIV envió a cuatro guardias de Corps profesionales que en adelante estaban siempre ante las puertas de los aposentos reales.