1701-1702
El amor de los reyes
Barcelona
Al tercer día, por fin habían conseguido superar sus diferencias. El rey y la reina habían ido al tálamo nupcial esa noche, sin contratiempos, pensó con alivio la princesa de los Ursinos. Debían de ya estar conociéndose y explorándose el uno al otro. Ana María esperaba y deseaba que la reina supiera hacer feliz al rey, porque de ello dependían muchas cosas: la felicidad del rey, la de la misma reina y su propio bienestar. Además, sólo si el rey se enamoraba plenamente de María Luisa Gabriela, podría la princesa de los Ursinos, por medio de la reina, controlar los asuntos del reino, como pensaba.
La verdad era que, desde que se le ocurrió la brillante idea de ofrecerse como camarera mayor de la futura reina de España, no había pensado en otra cosa. Ya estaba haciéndose mayor; había conocido la felicidad y las desgracias conyugales, había tenido amantes jóvenes y hermosos, ancianos y poderosos, y había vivido muchas aventuras. Sólo le faltaba el ejercicio del poder soberano. Sospechaba desde hacía años que tenía un gran talento natural para gobernar, pero como eso no correspondía a las mujeres, pues no era ocupación de ellas en el siglo, sólo se podía conseguir ejercerlo plenamente controlando y dominando a los que tenían el poder absoluto, es decir, a los reyes.
El rey de Francia estaba ya casado con la marquesa de Maintenon. A ella le quedaba, pues, el de España, que además de ser francés, no estaba aún firmemente asentado sobre el trono por el que seguro que iba a tener que acabar luchando y, además, era tan joven y tan inexperto… Definitivamente, era el rey ideal para que ella tomara ascendiente sobre él y, como eso sólo podía hacerlo a través de su esposa, se había propuesto a sí misma para el papel de camarera mayor de la reina. Curiosamente, no había encontrado ninguna oposición en Versalles a su nombramiento. La duquesa de Noailles y el duque de Orleans la habían apoyado abiertamente y la marquesa de Maintenon había insistido ante Luis XIV en que era la persona idónea para el cargo y el rey, que también estaba de acuerdo, de base, había procedido a su inmediato nombramiento, sin más dilación.
Ana María se sabía muy ambiciosa pero su ambición era la de los grandes seres; su grandeza de miras beneficiaría siempre a los reyes y al reino donde estuviera; nunca lo empobrecería y, si se le permitía desarrollar todas sus capacidades, muy pronto la corte española se organizaría al modo de Versalles, lo cual era el deseo secreto de todos, comenzando por el mismo rey de España y acabando por el de Francia. Pero ésa no era una tarea fácil. Suponía luchar contra los elementos, en forma de perniciosas tradiciones que mermaban y sangraban de mil modos el poder y la hacienda del rey y del Estado. Lo más importante, según había podido comprobar, era comenzar a controlar el entorno de los reyes, que dependían en demasía de la buena voluntad de sus servidores, como se acababa de ver. Aquello no podía seguir así si ella podía enderezar la situación. Lo que era evidente es que en España la falta de un rey autoritario durante más de cien años y los excesos cometidos por los grandes, nobles y eclesiásticos, durante los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II, habían dado lugar a un siglo de disminución creciente de la autoridad real, que era prácticamente nominal en ese momento, sin control sobre los guardias, ni poder sobre sus consejos y ministros, que había llevado a la quiebra del poder militar de la nación exhausta y al empobrecimiento y despoblación de Castilla, el principal reino de la Península.
El reto era de primera. Había que poner en marcha un gigante postrado; revitalizarlo, darle aire y enseñarle de nuevo a andar solo. Ella sería la encargada de hacerlo, con mano de hierro y guante de seda, apoyándose en los embajadores franceses y en su inteligencia maquiavélica. Sabía muy bien que para triunfar en España debía utilizar al máximo sus recursos. Debía conocer de qué pie cojeaba cada uno y utilizar ese conocimiento adecuadamente, cuando llegara la hora, en beneficio de sus majestades. Lo primero que tenía que hacer era montar una red de espías como la que tuvo antes en Roma, que le informaran de todo cuanto acontecía en los diversos círculos de palacio, desde los más próximos a los reyes hasta los más distantes. Así comenzaría a saber qué era lo que en verdad se cocía en palacio y fuera de él y una vez que controlara eso, y fuera capaz de manipularlo a su antojo, sería más fácil actuar con contundencia.
Su talento e intuición para el dominio de los entresijos del poder le decían que el aire de la corte española olía a conspiración, a intriga, a descontento, incluso allí, en Figueras. Por eso se imaginaba que en Madrid la cosa sería parecida, pero multiplicada por cien. La princesa se proponía conocer al dedillo los parentescos, las ofensas, las avenencias y desavenencias de unos y otros, los amores públicos y los secretos, las lealtades y las traiciones, los vicios y las miserias de los grandes y sus virtudes; es decir, todo aquello que fuera importante o que lo pareciera. Sólo así se podía conseguir controlar el hervidero de intrigas, el avispero que, intuía, era la corte de Madrid. Y tenía que prestar especial atención a los orgullosos grandes de España, que con su enorme poder podían ser graves obstáculos para el mismo triunfo de la causa del rey. Había que saber usar con ellos el guante fino de seda, pero también la mano firme, y ella era la persona adecuada para hacerlo, no en vano pertenecía a esa misma grandeza, por su segundo matrimonio. Ser la viuda de un grande de España le daba en este país un status que era vital para su labor de cambiar la corte y la sociedad. Ello le abría todas las puertas, más que el rango de camarera mayor de la nueva reina, y le permitiría conocer a los poseedores de los títulos más importantes, sus parentescos y sus lealtades. El trabajo que tenía por delante era muy arduo, pero a ella le gustaban los retos.
Mas lo primero era lo primero. El rey y la reina tenían que amarse, que congeniar de verdad. Sólo si eso se producía, podría ella comenzar a organizar su red, con visos de triunfar. A pesar de la importancia de esa noche, la princesa estaba bastante tranquila porque su intuición le decía que la pareja real española iba a ser un matrimonio muy bien avenido. Tenían a su favor casi todo. La juventud, el candor, una naturaleza apasionada y unos caracteres muy compatibles, y había chispa entre ellos. Mientras la princesa de los Ursinos pensaba en todo esto, en esos mismos momentos el encuentro amoroso de los reyes estaba siendo todo un éxito, más incluso de lo que ella había imaginado y le daba la razón a sus percepciones. Los reyes estaban aprendiendo a amarse, no sólo en alma sino también en cuerpo.
¡Qué feliz era!, pensó María Luisa Gabriela. El rey la había perdonado por la mañana y la tercera noche de su matrimonio había sido la del tan pospuesto encuentro amoroso de la pareja. Ella estaba muy nerviosa y azorada cuando iba a llegar el momento de quedarse a solas con el rey. Le pesaba su corta edad y su inexperiencia de la vida, pero el rey tampoco tenía ninguna. La princesa de los Ursinos, intuyendo su estado de ánimo, la había desvestido con sumo cuidado, había peinado sus cabellos con un cepillo de plata y luego le había aconsejado que dejase a un lado todo temor y toda preocupación. Para tranquilizarla, le había dicho que todas las damas pasaban por ese mismo nerviosismo en sus noches de bodas y que la sensación de incomodidad pronto se pasaría. Debía dejarse llevar, no tener miedo de su esposo y permitir que el rey tomase la iniciativa. María Luisa Gabriela, que no quería volver a cometer ningún error, se había metido en la cama rápidamente, en cuanto la princesa se fue, y se había preparado mentalmente para sufrir con estoicismo el mayor de los dolores, cuando el rey la desflorara.
No había hablado de eso con la princesa porque su aya le había hablado ya del momento culminante del encuentro del hombre y la mujer. Meses atrás, cuando se enteraron de que iba a casarse, le había dicho, muy en secreto, que la primera vez, cuando el varón abría su camino, la mujer sufría un gran dolor y ella la había creído porque, al fin y al cabo, no tenía ninguna experiencia al respecto y su aya era una respetable mujer casada.
Así pues, cuando el rey entró en la cámara y se desnudó por completo, María Luisa Gabriela fue capaz de apreciar que su esposo estaba muy bien hecho pero, no obstante, temblaba de aprensión. El temblor de la reina fue percibido por el rey, y la inocencia que mostraba le llenó de ternura. Ambos sabían muy poco del amor. Tenían un mundo de sensaciones que descubrir juntos y se entregaron a ello con la mayor pasión. Comenzó su acercamiento a ella con gran suavidad, acariciándola, tranquilizándola. Le dijo palabras dulces y cariñosas, la besó con dulzura primero y luego con pasión, pero refrenándose, no queriendo asustarla. Así, poco a poco, ella perdió el miedo y comenzó a sentir que se encendía dentro de ella un fuego desconocido que le hacía desear que el rey culminase su tarea.
Ya no sentía temor, sino sólo expectación por el hecho de que estaba a punto de perder su virginidad. Felipe V, que a pesar de ser tan inocente como ella parecía ser buen conductor del acto, comprendió que ella estaba ya preparada para recibirle y con sumo cuidado fue abriendo su camino hasta su interior. María Luisa Gabriela sintió sólo un breve instante de dolor, como un pinchazo en su interior, cuando él empujó, pero deseaba tanto sentir a su esposo dentro que lo olvidó casi inmediatamente para entregarse por completo a él, que la estaba llenando con su enorme virilidad.
Estaban juntos. Se amaban y estaban consumando el matrimonio. Ninguno de los dos se esperaba el inmenso placer que sintieron al estar unidos físicamente. El rey miraba a su esposa con todo su amor. Sabía que se estaba entregando a él por completo, lo mismo que él a ella, y alcanzaron juntos su culminación, al unísono. Hubo suspiros, un abrazo estrecho y un dulce llanto; un llanto de alegría, de alivio, de placer. María Luisa Gabriela no se podía creer que al estar piel con piel con su esposo pudiera gozar de tal placer, tal éxtasis. Se sentía tan llena de felicidad, que deseaba gritarlo a los cuatro vientos. Amaba al rey y éste la había hecho la mujer más dichosa de la tierra y la había llevado a disfrutar de la más maravillosa de las experiencias de su vida al entregarse el uno al otro. La reina niña apenas podía creerse lo que estaba sintiendo. ¿Cómo era posible que le hubieran dicho que aquello era tan difícil y tan doloroso?
—¿Qué te pasa, Luisa? —dijo el rey viendo sus lágrimas.
—Que soy la mujer más feliz de la tierra, gracias a ti. ¡Qué tonta fui al no dejarte entrar en nuestra alcoba el primer día! ¡Qué estúpida!
—¡Olvídalo! No tiene ninguna relevancia. Aquello fue una chiquillada, como lo mío de ayer. ¡Dios mío! Luisa, no podía imaginar que el amor del matrimonio fuera una tal bendición. El cielo debe de ser como esto.
—Estoy plenamente de acuerdo contigo, Felipe. Jamás pensé que se pudiera disfrutar tanto cumpliendo este deber matrimonial. Pensé que me fundía, que me moría, mientras te sentía en mi interior.
—Este placer tan maravilloso es un regalo de Dios por haber llegado vírgenes al matrimonio.
—Sí, yo también lo creo, mi rey. Sólo así se explica que no haya sentido más que un breve instante de dolor que se ha difuminado en medio de mi alegría y mi felicidad.
—Me alegra mucho oírte. No deseaba que sufrieras.
—Ha sido algo muy especial. Siempre te amaré, mi rey.
—Y yo también, Luisa. Hasta el día de hoy, aunque no lo sabía, no estaba yo completo. Sólo ahora sé que soy un verdadero rey, al tener por fin a mi reina a mi lado.
—Me siento feliz al oírte. Ya nunca estaremos solos. Nos tenemos el uno al otro.
—Así es, mi vida. Ya no habrá más soledad. Y no sabes cómo lo agradezco, porque desde que asumí el trono, me he sentido como si estuviera en la cima de un monte muy alto al que nadie podía llegar. Ahora que ya somos dos, la cima se hace más llevadera, más amena.
—Quiero que sepas que puedes contar conmigo. En la guerra que se avecina, yo estaré a tu lado, en los palacios, en los campamentos, en los montes, donde sea necesario, porque si quieren quitarte tu corona, yo lucharé contigo hasta el fin y tendrán que vencernos a los dos.
—Agradezco tus palabras, Luisa.
—Nacen de mi corazón, mi señor. Cuando me conozcas algo más, verás que tengo valor y fuerza para llevar a cabo mis compromisos.
—No lo dudo ni un instante —dijo el rey riéndose ahora de lo que tanto le había enfurecido dos noches atrás—. Ya me lo demostraste hace un par de noches.
—No me lo recuerdes. ¡Qué vergüenza!
—Ahora ya es sólo una anécdota. Riámonos juntos de ello. Nunca más nos volveremos a separar, si no es cuestión de vida o muerte. Te lo prometo.
—¡También yo lo prometo, Felipe!
—Así será, pues. Somos dos para todo: en el amor, en la guerra, en el trono, hasta que la muerte nos separe.
—Sí, mi señor. Sellemos esta alianza —dijo besándole en los labios, de un modo que de nuevo se encendió la pasión del rey.
Ya no hablaron más. Nuevamente comenzaron las caricias y los besos y luego hicieron el amor otra vez, extasiados, con toda la dulzura, con toda la pasión. Para ellos dos, el mundo había dejado de girar. No existía nada más que esa estancia, sus dos cuerpos, sus dos almas, su amor, su entrega…
* * *
La princesa comprendió que todo había ido bien cuando los reyes no la mandaron llamar en toda la mañana, al día siguiente. De nuevo había comentarios de los cortesanos, pero esta vez no le molestaba que los círculos cortesanos bromearan sobre la pasión de los monarcas.
España llevaba demasiados años doliéndose de tener un rey impotente y enfermo como Carlos II. Ya era hora de que la vieja sangre de los Austrias se renovara con la potencia de un Borbón que, además, hacía honor de verdad a la fama de su dinastía. Cuando ya estaba a punto de morir la mañana y el sol estaba en el medio del cielo, la princesa, que había ordenado preparar unas bandejas con alimentos para los reyes, ordenó que los llevaran hasta la puerta de la alcoba real. Llamó sin titubeo ni vergüenza a la puerta y recibió la autorización de entrar que dieron, entre risitas, los jóvenes monarcas.
Como si fuera un día cualquiera, la princesa entró las bandejas, dándoles los buenos días, y tras dejarlas encima de la mesa que estaba en la alcoba, les preguntó si deseaban alguna cosa más antes de retirarse. No recibió respuesta. Tampoco la esperaba. No necesitó mirarles para comprender que estaban completamente encandilados el uno con el otro. Todo iba bien.
María Luisa Gabriela y Felipe la dejaron salir y sólo entonces se levantaron del lecho, casi desnudos. El apetitoso pan, la leche caliente con miel, la mermelada francesa de frambuesa que tanto le gustaba a María Luisa Gabriela y la mantequilla, olían de modo muy apetitoso. También les habían preparado una jarra de chocolate, espeso y oscuro, que mezclaron con un poco de leche en unos ricos tazones de cristal de roca, con filo de oro, y unos huevos escalfados. Los reyes comieron y bebieron con avidez y luego retornaron al lecho, tras un breve juego del escondite. Agotados pero felices, se durmieron el uno en brazos del otro, acariciándose y expulsando sus mutuas soledades y, cuando despertaron, volvieron a entregarse el uno al otro, descubriendo las concavidades de sus cuerpos y los rincones de su pasión.
El día pasó para ellos, llenándose del amor por el otro que estaban descubriendo. Sólo se interrumpió la intimidad de los reyes cuando ellos lo reclamaron, para preparar sus baños y servirles de nuevo un apetitoso menú que los cocineros reales prepararon con esmero. La princesa de los Ursinos era la única autorizada para entrar en la alcoba real, quitarles las bandejas y traer otras nuevas.
Los cortesanos no dejaban de hacerse lenguas de la gran pasión de los reyes. La princesa comprendía que habían pasado de la nada al todo y eso tampoco podía seguir indefinidamente en Figueras. Tenían obligaciones de Estado que cumplir. Además, los informes secretos que la princesa recibía hablaban del inminente peligro de guerra que se cernía sobre España. La alianza de Inglaterra, las Provincias Unidas y el emperador era un hecho. Se temía la posible traición del padre de la reina, que de momento se había unido a Luis XIV, junto al rey de Portugal, Pedro II. La princesa procuraría ocultar estas informaciones a la reina el mayor tiempo posible, ya que imaginaba que se sentiría muy molesta y avergonzada si su padre el duque no honraba sus compromisos con la casa real francesa y española.
Sólo ante la insistencia de Ana María Ursinos, preocupada porque además se había enterado de que había sido descubierta una conspiración en Nápoles que se proponía matar al virrey español y darle el trono al archiduque Carlos, consintieron sus majestades en vestirse y mostrarse en público, preparados para partir. Su aparición fue radiante, como correspondía a dos jóvenes reyes que estaban muy enamorados. Habían recibido el raro regalo del amor que muy escasas veces consiguen los que se sientan en un trono, obligados habitualmente a matrimonios políticos con personas adecuadas pero que no amaban. El aire les olía suave al borde del mar; el paisaje les fascinaba; todo lo encontraban agradable, incluso el pequeño lugar que los acogía. Pero urgía partir y no podían demorarse allí por más tiempo.
Los reyes dejaron Figueras, poniéndose en marcha el largo cortejo, y llegaron a Barcelona el día 8 de noviembre. Se les esperaba en la ciudad con mucho alborozo. Había un gran gentío que quería ver a los jóvenes soberanos, recién casados. Felipe V y María Luisa Gabriela entraron solemnemente en la ciudad, que era la segunda del reino, siendo recibidos por las autoridades municipales en la misma Puerta del Mar. Hubo salvas de artillería y luego, tras la bendición arzobispal en la catedral, en pleno barrio gótico, se dirigieron al palacio, que está detrás de la misma, donde saludaron al pueblo desde un balcón.
El palacio real de Barcelona era un edificio de piedra de sillería, hecho a base de añadidos, de diversas épocas, siendo algunas de sus salas muy vetustas. Algunas partes del edificio databan de la Alta Edad Media y otras habían sido remodeladas o alzadas posteriormente, con mayor o menor gracia, hasta darle su aspecto actual. Tenía una bella plaza delante, bastante amplia para estar en ese reducto de calles estrechas y espacios recónditos; varios patios, entre los que destacaba uno arcado, de gran armonía, y unas bien cuidadas habitaciones privadas, que gustaron a los monarcas. También les pareció adecuado para sus funciones el impresionante Salón del Tinell, donde los reyes daban sus audiencias públicas y que tenía unas proporciones muy hermosas, pues era muy largo, muy ancho y muy alto, dando una sensación de vastedad que evocaba la grandeza del poder de los reyes mercaderes de la Edad Media y de los unificadores, Fernando e Isabel.
La llegada a Barcelona había sido triunfal. Felipe V tomó la costumbre de sentarse en un estrado, al fondo del mismo, con un rico tapiz detrás del trono, con las armas de su casa, en medio de las de los diferentes reinos que componían la monarquía española, para recibir a las gentes de la ciudad y para las audiencias públicas. Los reyes, aparte de continuar con su luna de miel, iban a presidir una sesión solemne de las Cortes Catalanas y disfrutar, durante los siguientes meses, de la calurosa acogida del pueblo y la nobleza de Barcelona, que se volcaron con ellos.
Al pueblo le gustaba la presencia de sus monarcas jóvenes y alegres, montando a caballo, riendo, mostrando abiertamente su felicidad por las calles de la ciudad. Eran lo contrario de la triste imagen del anterior monarca, el enfermo Carlos II, que nunca salió del alcázar de Madrid, prisionero de sus enfermedades y de sus miedos. Los barceloneses gustaban de la campechanía de la reina, que solía pasear a caballo y mostrarse al pueblo en carroza abierta por la Rambla, a veces acompañada por el rey, a veces por la princesa de los Ursinos, o por sus damas catalanas, la vizcondesa de Illa, la baronesa de Algerri o alguna otra del círculo de sus parientes y amigas.
Los días pasaron volando y se hicieron semanas. La baronesa de Algerri había organizado una gran fiesta para la reina que iba a ser su presentación a muchos nobles catalanes, pero hubo de suspenderse porque María Luisa Gabriela estuvo aquejada de molestas migrañas, que hacían que necesitase un reposo total, en silencio, porque cualquier ruido le provocaba unos terribles dolores de cabeza, a mediados de noviembre hasta casi finales de mes. Gracias a Dios, con los cuidados de un buen médico que le envió su más devota súbdita catalana, la vizcondesa de Illa, se había recuperado bien y se pudo celebrar la fiesta pospuesta en el magnífico palacio de los barones, con la asistencia de todos los que eran alguien en la sociedad catalana, porque hasta Barcelona, para conocer a los reyes, habían venido gentes de las cuatro provincias e incluso de Aragón invitadas por los anfitriones.
La princesa de los Ursinos disfrutó mucho del acto y aprovechó la ocasión para establecer su red de información en la región, adulando a unos, charlando con otros, y aprendiendo de todos. Cataluña era muy diferente de Castilla. Eso saltaba a la vista. Ana María, que conocía bien los usos castellanos, comprendió pronto que aquella sociedad se movía por valores menos sutiles e inmateriales que los castellanos. Aquél era un reino rico que contaba con una nobleza poderosa, una burguesía muy importante y pudiente y un pueblo orgulloso de sus raíces, y cifraban su felicidad en su prosperidad y en el respeto real de sus libertades y privilegios. Era mejor tenerlos a bien, porque a mal eran difíciles de llevar. Por eso, a pesar de que la amenaza de guerra se cernía sobre sus cabezas, no se movieron de la ciudad en un tiempo. La presencia de los reyes era el mejor modo de asegurar la fidelidad de Cataluña, porque Castilla, siempre más sufrida, sabría esperar.
Y cuando se acercaba la Navidad y comenzaban a prepararse las fiestas en palacio, el rey se puso enfermo de modo inesperado, cayendo en el lecho con grandes fiebres. Los médicos no sabían qué tenía. Se pensó que lo habían envenenado primero, porque además estaba muy descompuesto, pero luego la descomposición cesó, aunque las fiebres continuaron. La reina se entregó devota a su cuidado y aunque la princesa de los Ursinos intentó, sin éxito, alejarla de la alcoba por temor a que se contagiara, nada pudo conseguir. Día y noche estuvo con él, animándole, cuidándole y amándole. Así comenzaba a cumplir su promesa de estar siempre junto a él, en los buenos y en los malos momentos.
La semana de Navidad y la primera del año 1702 transcurrieron despacio. A la reina y la princesa les preocupaba tanto la salud del rey como la inminencia de la guerra. Además, María Luisa Gabriela se había quedado desolada, al enterarse de que su padre dudaba en su fidelidad a Luis XIV y podía pasar a ponerse del lado de los aliados. Indignada por la mera posibilidad, la reina de España escribió a Víctor Amadeo II una durísima carta, en la cual, a pesar de su corta edad, daba muestras de genio político, al recordarle que donde estaban sus hijas estaban sus intereses y que siempre se iba a beneficiar más del conflicto que iba a asolar Europa si luchaba en el mismo campo de su familia que si lo hacía en el contrario.
También escribió a su madre una misiva, felicitándole la Navidad, diciéndole que la echaba de menos, preguntándole por la gente de palacio y contándole lo feliz que era con su marido. Ella le respondió, pocos días después, con otra muy larga en que le contaba los pormenores de su vida en Turín, le daba noticias de sus amigas las hermanas Frattini, que estaba bien, y le contaba finalmente que se había puesto enferma al darse cuenta del peligro de traición a Luis XIV de su esposo. La tensión entre los esposos había llegado a un grado tal, que habían estado casi sin hablarse. La duquesa le había amenazado incluso con irse de Turín y regresar a Versalles si no mantenía la alianza prometida, lo cual había hecho al duque reconsiderar su posición y guardar la alianza con el rey de Francia. Ana María de Orleans se congratulaba de la felicidad de su hija con el rey de España. Su carta acababa diciéndole que sólo las felicidades conyugales de sus hijas la mantenían con vida y le enviaba su bendición.
Para María Luisa Gabriela, era un gran alivio saber que su padre había reconsiderado su posición. Se sentía más tranquila al saberlo y más cuando éste le envió una misiva encantadora, llena de ese pragmatismo político tan característico suyo en que casi le afeaba sus duras palabras y le decía que todo lo de su alianza con el emperador no eran más que especulaciones.
María Luisa Gabriela, que le conocía bien, comprendió que, en adelante, su padre ya no la consideraría nunca más como sólo su hija, y jamás volvería a hablarle con el tono de confianza de antes. Para él, ya era la reina de España y, como tal, sus cartas siempre contenían medias verdades, sugerencias y, desde luego, un afecto siempre muy medido.
De nuevo la inquietud de María Luisa Gabriela creció, cuando pasaban los días y el rey no acababa de recuperarse. En todo el mes de enero le siguieron las fiebres y, aunque había mejorado lo suficiente como para levantarse y cerrar el acto solemne de las Cortes, el 14 de enero, luego recayó en su enfermedad y los médicos no conseguían bajarle la temperatura ni se ponían de acuerdo sobre cuál era su mal. No sabiendo a quién recurrir, escribió a su hermana María Adelaida, para ver si en la corte francesa tenían un médico que pudiera sanar a Felipe V. La duquesa de Borgoña le envió, con diligencia, a uno muy famoso que no obstante tampoco supo quitarle las fiebres al rey. Aquello traía de cabeza a la reina. Por más que lo vieran los médicos, parecía que ninguno sacaba nada en claro. Parecía cosa de brujería, llegaron incluso a recomendarle unos exorcismos, a los que ella se negó indignada. No pensaba transformar su corte en un circo como había hecho Mariana de Neoburgo. La enfermedad del rey era real y sólo había que dar con el remedio que la sanara. Mientras tanto, pasaba noche y día al lado de su esposo. Dormía con él, hacían el amor todos los días, sin que se hubiera contagiado de su mal, porque la reina no tuvo fiebres ni malestar en ningún momento.
Las cortes extranjeras comenzaban a mirar a Barcelona con interés y con duda. Si moría el joven Felipe V sin descendencia, ¿quién se sentaría en el trono de España? María Luisa Gabriela sorprendió más de una vez a algunos de esos que la miraban especulativamente y esas miradas la ofendían de modo profundo. Su rey no iba a morir. Ella no lo iba a consentir. Afortunadamente, pronto se acabaron sus preocupaciones. Las fiebres que habían acosado al rey hasta hacerle delirar, desaparecieron del mismo modo que aparecieron, sin dejar huella en su salud, a mediados de febrero, y al cabo de pocos días, fortalecido por una buena alimentación, Felipe V, con la misma energía de antes de su enfermedad, se mostraba en público en Barcelona. Los rumores se acabaron al verle a caballo, de paseo con la reina y luego disfrutando de las fiestas del carnaval, que se celebraron en palacio, con un gran baile de máscaras.
Las semanas siguientes fueron tranquilas en Barcelona; mientras, en Europa se preparaba la guerra. El príncipe Eugenio de Saboya había entrado al mando de un ejército del emperador, en Milán. Durante el mes de marzo hubo un constante e intenso correo con Francia. Luis XIV deseaba que Felipe V fuera a Italia como monarca español para afirmar sus posesiones. Lo consideraba necesario para neutralizar el creciente poder de los imperiales. Se sucedieron las misivas entre Versalles y Barcelona, por parte de Felipe V, María Luisa Gabriela y la princesa de los Ursinos.
Cada uno de ellos defendía su postura. Felipe no quería partir y si tenía que hacerlo, quería ir a Italia con su esposa; la reina, por su parte, comprendía la postura del rey de Francia y le aseguraba que se quedaría en España para asumir la regencia si Felipe V se iba a Italia, aunque deseaba ir con él. La princesa de los Ursinos, por su parte, comunicaba a la corte que ya iba siendo hora de partir de Barcelona, donde no se podía hacer más. Había que regresar lo antes posible a Madrid, donde sus informadores le aseguraban que existían numerosas conspiraciones.
Acabaron imponiéndose las damas, como solían, y el rey de España aceptó ir a Italia, tras sufrir un par de días de severo rechazo, por parte de María Luisa Gabriela, a dejarle entrar en el lecho. La reina, que sabía que ése era el mejor método para obligarle, aguantó firmemente, sin conmoverse por las súplicas del rey, hasta que éste prometió, dos días después, que obedecería a Luis XIV e iría a Italia a juntarse con el ejército que defendía sus reinos en esa península.
Felipe V sabía que era importante irse cuanto antes, pero porque faltaba poco para que la guerra estallara abiertamente. Las piezas estaban dispuestas en el tablero. El rey de Portugal, Pedro II, cuñado de la viuda de Carlos II, Mariana de Neoburgo, estaba del lado de Francia por el momento, pero si se unía a la Alianza, como pretendían los ingleses, ello supondría abrir la fachada atlántica al desembarco de tropas aliadas y posibilitaría un intento de entrada en España del archiduque Carlos desde Portugal. Saboya estaba al lado de Francia y España pero muchos dudaban de su lealtad. De los príncipes alemanes, sólo el elector de Baviera y el arzobispo elector de Colonia se habían aliado con Luis XIV, el resto seguía el partido del emperador.
El 8 de abril de 1702, por fin iba a partir Felipe V de Barcelona, en la nave capitana de una armada francesa compuesta por nueve barcos de guerra que habían venido a buscarle para llevarle hacia el reino de Nápoles. Tras una larga y apasionada noche de amor, María Luisa Gabriela le había ayudado a vestirse, le había regalado un medallón con una miniatura suya, que hizo que a él se le saltaran las lágrimas, y decidió despedirse de él en palacio, para evitar indecorosos excesos de sentimentalismo en público.
—Me siento inmensamente orgullosa de ti, Felipe.
—No sabes el esfuerzo que me cuesta partir, Luisa. Dejarte es como si me arrancaran parte de mi alma. Se me va a hacer eterna la separación. Contaré los días y no sé qué haré por las noches sin ti. Va a ser desesperante no poder hacerte el amor y hablar contigo. Odio la guerra que nos va a mantener alejados.
—Yo también, esposo mío, pero nos debemos a nuestra corona y nuestro reino exige de nosotros ese sacrificio. Yo, por mi parte, te juro que me entregaré a la tarea de reinar, con el mismo empeño que pongo en todo. Espero que mi buena voluntad sea capaz de compensar mi inexperiencia. Además, gracias a Dios, tengo a la princesa de los Ursinos para ayudarme en los asuntos más complejos.
—Yo confío en ti.
—Eres atrevido al hacerlo, esposo mío; yo confío más en ella. Sabe moverse en medio de arenas movedizas y ése es el terreno que me temo que vamos a tener que pisar en adelante.
—Nadie mejor que tú.
—No, Felipe. Las cosas como son. Nadie mejor que ella. Sin ella, nosotros estaríamos perdidos. La necesitamos mucho en estas horas difíciles.
—Si tú lo dices, te creo.
—Puedes hacerlo, porque te aseguro que es verdad. Está creando una red de espías asombrosa. Se entera de todo cuanto acontece antes que nadie y me ha prometido que en Madrid hará lo mismo.
—Me alegra ver que te dejo en buenas manos. De todos modos, quiero que tú seas la regente. Es importante para mí y para España que todos vean que el rey en quien más confía es en su reina. Apóyate en el cardenal Portocarrero, que preside el consejo de regencia. Aunque es un anciano cascarrabias y orgulloso, es leal a nos. También te puedes apoyar en el duque de Osuna. Es un hombre joven y poderoso, difícil para muchos, con fama de pendenciero, pero muy afecto de nos. Cuenta con él, así como con el inteligente duque de Escalona y con la vieja duquesa de Terranova, la de Híjar y la joven princesa de Monteleón. Son las damas más importantes de la corte y si te las ganas, te habrás ganado a la grandeza.
—Sí, mi señor.
—Ya te he dicho que el mayordomo mayor de palacio, el marqués de Villafranca, es demasiado viejo y demasiado chapado a la antigua. Espero que no te ponga demasiados obstáculos, aunque te aviso que odia todo lo francés, como el conde duque de Benavente, nuestro sumiller de Corps, aunque este último no lo muestra tan a las claras. Creo que te gustará el duque de Medina Sidonia. Es un gran señor y como tal, seguramente congeniarás con él y se pondrá a tu disposición y, desde luego, cuenta con el embajador francés, conde de Marcin, y con Orry. Hay muchos problemas de dinero. Estamos arruinados, pero si alguien puede conseguirte un extra, en caso de urgente necesidad, ése será Orry.
—Sí, Felipe —dijo la reina, riendo—. Ya hemos hablado de esto antes. No te preocupes por mí. Estaré bien.
—Y si necesitas algo en especial, me escribes o escribe a mi abuelo.
—Vete ya, amor mío. Vete y cuídate tú mucho. Y vuelve sano y salvo para mí.
—Procuraré hacerlo lo más pronto posible. Sabe Dios que lo que menos me puede apetecer en este mundo hoy es partir con destino a ese lejano reino italiano que me importa un verdadero bledo.
—No hables así ni en broma, mi rey. Nápoles, como el resto de tus posesiones, sí te importa, como me importan a mí. Son parte de tu legado histórico y del que dejaremos a nuestros hijos. Lucha por conservarlo y hazlo por ti y por mí.
—Lo intentaré, Luisa. Prometo escribirte cada día.
—Estaré esperando tus cartas y las contestaré. También yo te escribiré todos los días. Vete ya —dijo dándole un beso de despedida—. Te están esperando.
—Sí. Me voy, pero dejo mi corazón y mi alma contigo.
El rey le dio un apasionado beso al que ella correspondió. Le miró largamente mientras se iba. En muy pocos meses el rey se había transformado en el centro absoluto de su vida y sentía que le arrancaban una parte esencial de ella al verle partir, aunque no derramó ni una lágrima y su rostro se mostró tan impasible como su madre le había enseñado. Era la reina regente con sólo catorce años y debía mostrarse digna de su alta función.