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La ratificación de la boda y el enfado

de María Luisa Gabriela y el rey

La reina y la princesa de los Ursinos se acomodaron en una gran casa que habían preparado para ellas en Figueras. Había allí muy pocas comodidades, pero María Luisa Gabriela no se molestó por ello, ya que ahora todo comenzaba a parecerle como una divertida y apasionante aventura, después de su encuentro casual con el rey.

El patriarca de las Indias, un hombre de rostro poco agraciado en el que se leían la astucia y la ambición, más que la devoción, acudió a saludar a la reina y a presentar sus respetos a la princesa y la encontró del mejor humor. María Luisa Gabriela le trató con suma cortesía, aunque el prelado le había provocado una pobre impresión. También acudieron a saludarla y a ponerse a su disposición las esposas de algunos nobles catalanes entre las que estaban la elegante vizcondesa de Illa, la bella baronesa de Algerri y las orgullosas baronesas de Calonge y de Almolda, con las que María Luisa Gabriela congenió bien.

Posteriormente, la reina recibió a un grupo más numeroso de damas nobles del reino que no fue un desastre de verdadero milagro, porque la mayoría de ellas no quisieron o no supieron hablarle en francés y la reina no las entendía en español, lo cual dio lugar a una situación incómoda que la princesa de los Ursinos, con su correcto español y su mano izquierda, encauzó con velocidad, aunque le preocupó la beligerancia antifrancesa mostrada por algunas de aquellas señoras, entre las cuales había también alguna castellana, que entendían el francés aunque habían afectado no hacerlo.

También le fueron presentadas otras damas de corte, que habían de servirla, junto a las damas francesas, que ella había traído. El primer encuentro entre las dos servidumbres, francesa y española, fue muy tenso. Las españolas pretendían organizarlo todo al modo del país y las francesas, conforme a sus usos. Estas últimas tenían a su favor que era del modo francés cómo la reina estaba acostumbrada y gustaba de ser tratada y eso generó un grave problema entre unas y otras, que iba en demérito del buen servicio de la reina. Desde luego, el trabajo de domar y encauzar, en servicio de María Luisa Gabriela, esas energías tan enfrentadas no iba a ser fácil. La princesa de los Ursinos ocultó a la reina las tensiones que se estaban creando, para no provocar su cólera hacia las españolas y, después de cambiarse el vestido de viaje por uno de corte y vestir a la reina con otro, digno de Versalles, que sentaba a María Luisa Gabriela a las mil maravillas, se encaminaron al lugar donde las esperaba el rey.

La reina y la princesa fingieron sorpresa al ver a Felipe V, ahora ya vestido conforme a su rango, con un rico traje de corte de seda azul cobalto, con el collar del Toisón de Oro al cuello y la cruz y la banda azul de la orden del Espíritu Santo. El rey se disculpó entonces, con finura, por no haberles descubierto su identidad al hablar con ellas la primera vez y la reina se río de buena gana con él de la aventura. Recordaron algunas partes de la conversación del camino y disfrutaron de nuevo de su mutua compañía. Entre los reyes había una chispa, una confianza inconsciente que probablemente arrancaba de su juventud, su linaje que, al fin y al cabo, era el mismo, y el encontrarse los dos lejos de los hogares que los habían visto nacer y crecer y haberse visto catapultados a un destino que ninguno de los dos deseaba. Porque al igual que ella había sido forzada al matrimonio, el rey, en un principio, no había deseado aceptar la corona de España y su preceptor, Fenelón, había tenido que ponerse muy duro con él para que lo hiciera, recordándole que como príncipe debía servir a Dios.

Felipe V le dijo entonces que estaba prendado de ella, con tono sincero, y bastaba ver la seriedad con que lo decía para darse cuenta de que lo pensaba de verdad. María Luisa Gabriela le parecía mucho más bella y con mucha más gracia que su hermana María Adelaida, a la que había conocido y tratado bastante en Versalles, antes de venir a España. Como si adivinara su pensamiento, ella sacó el tema de su hermana y le preguntó muchas cosas acerca de cómo vivía en Francia y otras mil cuestiones de familia. Eso les dio el definitivo tono de confianza y se pasaron las horas hablando, sin apenas darse cuenta, hasta que llegó el momento de retirarse, cosa que ambos hicieron con pena. Les era muy agradable la compañía del otro; eso era evidente para los dos.

El día siguiente fue de cabalgada y de caza. El rey salió con sus caballeros muy pronto y regresó con algunas piezas para la cena. María Luisa Gabriela y él se encontraron de nuevo con alegría. Hablaban entre ellos en francés y no se daban cuenta de que eso estaba creando un cierto malestar entre los nobles españoles, que no les entendían y que no veían con buenos ojos que sus reyes no conocieran ni hablaran el idioma de su reino en público. Pero la princesa de los Ursinos sí que lo notaba, porque estaba pendiente de las reacciones de los cortesanos y todo lo observaba y anotaba.

El día 3 de noviembre se celebró la misa de velaciones, donde se ratificaba el matrimonio que se había celebrado por poderes. Ofició el insulso patriarca de las Indias, honor que debía a que era pariente cercano del cardenal Portocarrero, quien era muy dado a poner a su familia en los más importantes cargos del reino. Los reyes dieron de nuevo su consentimiento al matrimonio y, una vez concluida la breve ceremonia, se celebró un banquete.

Todo parecía ir a las mil maravillas, pero entonces, cuando menos se esperaba, estalló el primer conflicto cortesano de otros muchos que habían de venir después, sólo que esta primera vez se llevó por delante la concordia y buena armonía que había entre los reyes, porque María Luisa Gabriela consideró que el rey no había sabido manejar el asunto como debía y, en su inexperiencia y su infantilidad, la tomó contra él. Pero lo que a ella le parecía tan sencillo y fácil de solucionar, en realidad no lo era. El conflicto venía de la misma llegada del monarca a Madrid, acompañado de su personal francés de servicio, más de cincuenta personas, que le atendían conforme a los usos de Versalles y le alimentaban con guisos franceses, en contra de los deseos de los altos cargos de palacio y de los cocineros del alcázar, que pretendían que el rey se habituara a los modos de ser y usos españoles, especialmente en lo referente a la mesa y etiqueta.

El marqués de Villafranca, don Fadrique Álvarez de Toledo, mayordomo mayor del rey y primer cargo de palacio, que tenía setenta años y, aunque había animado a su señor Carlos II a cambiar su testamento por la casa de Borbón, en todo lo demás era muy inmovilista, era el primero de los que defendían esta postura. Don Francisco Casimiro Pimentel, conde duque de Benavente, sumiller de Corps del rey y segundo cargo de palacio, a pesar de ser cuarenta años más joven que Villafranca, le apoyaba tácitamente en todo. Por su parte, el duque de Medina Sidonia, caballerizo mayor y tercer gran cargo de palacio, como gran señor andaluz, se adaptaba mejor que el primero a la nueva moda francesa aunque prefería lo español. De hecho, la mayoría de los grandes, comenzando por el duque de Medinaceli, deseaban que el rey adoptase las costumbres españolas lo antes posible, entre las que estaba que los grandes le manejaran a su antojo.

Como consecuencia de esto, sólo el duque de Osuna, uno de los gentileshombres de cámara del rey, era abiertamente profrancés en la moda y en los hábitos, mientras que los demás cortesanos y cargos de palacio se oponían a ello, porque temían supusiera una pérdida de identidad. Aceptaban a los franceses en el gobierno, porque la hacienda pública estaba colapsada, pero las necesarias y urgentes reformas de la misma, del ejército y de la corte, demasiado numerosa y anquilosada, habían encontrado mucha resistencia pasiva y ahora los nobles habían hecho del asunto de la alimentación del rey una cuestión de honor y era un caso de fricción permanente.

Lo que no se esperaba Felipe V es que el mismo día de su boda con la reina fuese aprovechado por las señoras nobles, animadas por sus beligerantes maridos, para presentar en el banquete de bodas sólo comida española, en lugar de la francesa y española que estaba prevista, a modo de desafío. Las españolas se las organizaron para neutralizar a la servidumbre francesa, y las bandejas con la comida al gusto de la reina que iban hacia la mesa, nunca llegaron allí. Aquél era un modo poco sutil e inadecuado de mostrar al rey que no les gustaba el afrancesamiento de la corte. Felipe V, que era de naturaleza tranquila cuando era feliz, no le dio demasiada importancia a la cuestión, dejándolo pasar sin tomar cartas en el asunto de modo inmediato. En realidad, a él la cena de esa noche le daba igual. Estaba encantado con su matrimonio y deseando meterse en la cama con la joven reina y por más que, en la mesa, María Luisa Gabriela protestara mucho porque la cena que se le sirvió le pareció un ultraje, no se dio por aludido. Y en verdad, los platos españoles, demasiado condimentados, con muchas especias y con una rudeza a la que su paladar tan fino no estaba acostumbrado, no le gustaron a la reina, que se fue poniendo de mal humor, pero Felipe V, en una nube de felicidad, no le prestó atención. El rostro de la reina se fue nublando durante el banquete, conforme iban llegando nuevos platos que ella encontraba incomibles, y al final del banquete se retiró muy ofendida, como si aquello hubiera sido una conspiración contra ella, sin haber cenado y sin decirle ni adiós al rey. Éste lo atribuyó todo al nerviosismo de la joven soberana por la inminente consumación del matrimonio, y no le dio ninguna importancia a la conducta de su esposa.

Aprovechando que la reina se había retirado, él también quiso hacerlo y de muy buen humor se preparó para entrar en el lecho nupcial, cosa que deseaba con todo su cuerpo y su alma. Pero entonces se encontró, al ir a abrir la puerta de la cámara nupcial preparada para ellos, con que María Luisa Gabriela la había cerrado con llave por dentro, y por más que insistió, no solo no le contestó, sino que no hizo amago de abrir la puerta, lo cual llevó al rey primero a preocuparse y luego a enfurecerse.

La princesa de los Ursinos, que estaba pendiente de los menores gestos de los monarcas, previó problemas al oír los golpes del rey en la puerta de la cámara nupcial e, intentando usar de su diplomacia, convenció a Felipe V para que se retirara momentáneamente a sus habitaciones y la dejara entrar a hablar con la reina a solas, una vez que consiguieron que abriera la puerta. Era lo más conveniente, ya que el rey de España estaba en bata, en el pasillo, cosa poco digna de un soberano tan importante.

En cuanto cerró por dentro y comenzó a hablar con ella, Ana María comprendió que lo que le pasaba a su joven señora era que se mezclaban en ella su juventud, el nerviosismo de la consumación del matrimonio por un lado y la humillación que había sentido al no ser atendida y servida esa noche conforme a sus costumbres. Con todo su buen hacer, intentó calmarla.

—No sé para qué habéis venido a mi cámara, princesa. No quiero ver a nadie. Ni siquiera sé por qué os he abierto la puerta —dijo con tono beligerante.

—Majestad, he querido entrar a veros porque ése es mi deber. Debo recordaros que no es decoroso que la noche de vuestra boda dejéis a vuestro esposo fuera de la habitación. ¿Dónde se ha visto tal caso? ¿Qué esposo lo toleraría, y menos un rey tan poderoso?

—Pues habrá de hacerlo, porque aquí no va a entrar hoy. Ya que el rey no ha sido capaz de comprender que sus servidores me han vejado del peor modo esta noche en mi propio banquete de bodas, dándome esa horrible, aceitosa e incomible pitanza, quizás al ver que se queda fuera del lecho que tanto le apetece, entienda que debe cuidarme mejor.

La princesa casi se sonrió al pensar en lo acertado que era el modo de actuar de la reina. Estaba claro para ella que Felipe V era un ser muy manipulable, especialmente por su esposa y esperaba que también por ella misma. No por falta de inteligencia ni de carácter, sino porque en realidad estaba aquejado de una abulia para los asuntos de Estado, de la que ya había sido informada en secreto por madame de Maintenon y por el mismo abuelo del rey, que le hacía dejar que otros decidieran por él muchos asuntos. La princesa de los Ursinos se había dado cuenta, en esos días, de que María Luisa Gabriela tenía un potencial enorme para dominarle, por su modo de ser, lo locamente enamorado de ella que el rey se había mostrado y su urgencia, casi patética, en entrar en la cámara nupcial para consumar su matrimonio. Pero para conseguir eso, había que encauzar la situación, que se había salido de madre. Había que intentar suavizar el malestar de la reina y hacerla entrar en razón. En ningún caso mostró su rostro lo que pensaba y dulcemente, con toda su mano izquierda, siguió insistiendo para que la reina recibiera al rey. No deseaba que aquel pequeño conflicto pasara de ser una mera anécdota.

—No seáis tozuda, majestad. Sabéis que no está bien lo que estáis haciendo.

—Quizás tengáis razón, princesa, lo reconozco, si así lo queréis, pero si el rey desea que lo perdone, tendrá que esperar a mañana para entrar en la alcoba nupcial. Decídselo así, por favor. Sólo si muestra su arrepentimiento de ese modo, haciendo el sacrificio de posponer un día la noche de bodas, yo me entregaré a él contenta y de buena voluntad mañana.

Ana María no pudo convencerla para que cambiara su parecer y salió de la cámara, molesta y malhumorada, por tener que llevar un mensaje tan absurdo al rey de España. Conocía bien a los Borbones, tanto a Luis XIV como al viejo y fallecido duque de Orleans, hermano del rey de Francia, y a su sobrino, el actual duque, de quien incluso se había llegado a decir que había tenido una aventura —nunca confirmada— con ella y sabía bien de su desmedido apetito sexual. Imaginaba, con mucho acierto, que Felipe V era tan apasionado como su abuelo y su tío y que se iba a enfurecer inevitablemente al oír la inocente pero impropia demanda de su virginal esposa, y no se equivocó. La anciana cortesana sabía que tenía que capear el temporal que se avecinaba y estaba preparada para ello. En esas circunstancias era menester mantener la calma y aguantar incluso los improperios reales, que podían producirse en un momento de exaltación, sin pestañear.

—¡Qué desfachatez! —dijo el rey al oír el mensaje de su esposa, comunicado del modo menos agresivo posible por la princesa—. ¡Cómo se atreve María Luisa Gabriela a enviaros a mi presencia a esta hora y solamente para decirme que no me va a recibir esta noche! ¡No puedo creerlo!

—Tenéis toda la razón, señor —dijo la princesa, intentando suavizar la indignación del monarca—. Sólo os ruego que la disculpéis con vuestra habitual magnanimidad. La reina tiene sólo catorce años y está confusa.

—Pues será mejor que abandone su confusión, princesa. A un rey de España no se le puede ofender de este modo. ¿Qué se ha creído mi esposa? No voy a tolerarle esta actitud que va en detrimento de nuestro prestigio.

—Sabéis que en ningún caso pretende ofenderos. Os ama tiernamente —dijo la princesa.

—Eso tendrá que demostrarlo con obras. De momento, mirad cómo me veo. Compuesto y sin novia; preparado para consumar mi matrimonio y mi propia esposa me lo impide. Es indignante y absurdo.

—Es más que comprensible vuestra indignación, majestad, pero os lo ruego, mostrad un poco de comprensión por vuestra reina. Apenas había salido de su casa antes de este viaje. Han sido muchas emociones y se ha tomado a la tremenda el plante de los servidores españoles de esta noche, que, todo sea dicho, han actuado de modo muy reprensible en vuestro banquete de bodas.

—Sí. En eso os doy la razón. No entiendo cómo se han atrevido a tanto, pero la actitud de ellos y su descortesía no justifica la negativa de la reina a recibirme. Yo no soy culpable de nada. Yo he sido tan agraviado como ella.

—Así es, majestad.

—¿Creéis que cambiará de parecer?

—Pienso que no, majestad. He insistido con todos mis argumentos.

—¡Menuda niña malcriada! ¡Ya le enseñaré yo! Podéis retiraros. Decidle que no la molestaré esta noche. Que puede dormir tranquila y contenta del escándalo que va a provocar.

Ana María Ursinos se retiró tras oír estas últimas palabras. Felipe V tenía toda la razón. Estaba ofendido con su esposa, e iba a pasar solo la noche de bodas y la reina, también. El escándalo estaba servido. Al día siguiente, todos lo sabrían y el desencuentro de la pareja real sería la comidilla de la corte y de los servidores, que además se regodearían al ver lo que habían provocado con el asunto de la comida. La princesa sintió una cólera fría, de esas que los que la conocían bien habían aprendido a temer, porque no se paraba en mientes hasta que solucionaba el asunto por las buenas o por las malas. La verdad es que estaba dispuesta a llegar hasta el final y acababa de tomar la decisión de quebrar el orgullo desmedido de los cortesanos. En adelante, o se plegaban a sus razones o se retiraban de la corte, porque si no lo hacían lo iban a pasar mal. Le costara lo que le costara, iba a acabar esa pugna de unos y otros, que redundaba en perjuicio y descrédito del prestigio de la familia real. Si nobles y servidores querían pelearse, que lo hicieran entre ellos, pero no en lo referente a los reyes ni afectando su servicio. Desde el día siguiente, el que no cumpliera sus deberes con sus majestades de modo impecable, se las vería con ella. Y el que se opusiera a ella, fuera quien fuera, cortesano, noble o grande, más le valía quitarse de en medio o podía dar por seguro que acabaría con sus huesos en prisión o, si se probaba que conspiraba contra sus majestades, entregaría la vida.

Con toda la dignidad, andando muy estirada con su elegante traje de corte, la princesa de los Ursinos se dirigió a la alcoba nupcial. Entró, tras dar un golpe seco en la puerta; comunicó a la reina el enfado y la indignación del rey, con tono frío, y luego se retiró, dejándola meditar un poco sobre el resultado de su tozudez. Consideraba que era lo mejor. No había nada más que decir y, ya que la noche se había estropeado, mejor era irse a descansar y dejar las cosas como estaban, para preparar el día siguiente. Además, tenía que informar a Luis XIV y a madame de Maintenon de todo lo acontecido, porque sin duda había quienes darían otras versiones más catastrofistas de los hechos.

Aún muy alterada, se retiró a sus aposentos y antes de desvestirse redactó una breve carta a madame de Maintenon, comunicándole el incidente y, a la par, quitándole importancia y se la envió con un correo a Versalles esa misma noche. Nadie se le iba a adelantar. Preveía que tendría bastante trabajo por delante durante los días siguientes. Tenía que conseguir que los reyes recuperaran el tono de confianza y armonía entre ellos lo más rápidamente posible. Eso era esencial para el triunfo de su misión. Estaba claro que no se podía defender con facilidad el trono de un rey adolescente, peleado con su esposa. El conflicto tenía que acabar ya y, a ser posible, sin mucho ruido.

A la mañana siguiente, todos sabían lo que había acontecido; todos lo comentaban y comenzaron a circular las más variadas versiones sobre la negativa de la reina a recibir al rey. La princesa de los Ursinos, preocupada por el cariz ridículo que estaba tomando el asunto, convocó a todos los cortesanos y servidores en el lugar que hacía las veces de salón de recepciones y les dijo, con tono muy serio, que lo acontecido la noche anterior no era un asunto que tratar levemente por ninguno de los presentes; los asuntos de alcoba de sus majestades, algo de lo que no se podía ni se debía hablar en corrillos. Aprovechando el silencio que se generó, reconvino a los servidores españoles y las damas por su mala fe en el banquete, para luego pedirles que abandonaran la habitación, no sin antes advertirles que, si aquello volvía a repetirse, se las iban a ver en persona con ella y que podían encontrarse con serios problemas.

Ante las risitas nerviosas que se oyeron, mientras los servidores salían con las cabezas gachas, que venían del corrillo de las damas, Ana María, mirándolas con dureza, les dijo que no comprendía qué era lo que encontraban gracioso del grave asunto de la noche anterior. Les recordó que la consumación del matrimonio del rey era una cuestión de Estado y que dar una versión falsa de lo acontecido o reírse de ello podía ser delito de lesa majestad y dar lugar incluso a la prisión. Era una amenaza velada pero directa que quedó flotando en el aire y que mostraba que la princesa de los Ursinos estaba tomando las riendas de la corte española.

¿Quién se creía aquella recién llegada para hablarles así?, pensaron muchos de los nobles.

La princesa sostuvo con firmeza las duras miradas de algunas damas y algunos orgullosos señores. Era un envite directo y si alguien lo aceptaba, se las vería con ella. Su actuación, no obstante, cumplió con el propósito que tenía. Todos dejaron de hablar de los reyes para comenzar a hablar de ella. Eso le parecía mucho mejor. Que hablasen y que dijesen lo que quisieran, que ya les daría ella motivos para seguir haciéndolo. Lo primero y lo más importante que había que hacer era cambiar toda la situación. Había que actuar deprisa. Sin darles tiempo a recuperarse de la impresión de sus duras palabras, la princesa se dirigió al corrillo, donde las nobles catalanas hablaban en voz baja. Cuando la vieron llegar, callaron.

—Señoras —dijo saludándolas a todas sin mirar a ninguna en particular—. Veo que estáis todas juntas aquí. Espero que para servir a sus majestades.

—Pues claro, princesa —dijo la más valiente de ellas, que era Blanca Illa—. ¿Acaso lo dudáis?

—¿Cómo podría? Nunca se me ocurriría tal cosa. Por cierto, creo que vos, vizcondesa de Illa, y vos, baronesa de Algerri —dijo, mirando con sus fríos ojos azules a las dos damas—, habláis buen francés. ¿Es cierto?

—Sí —respondieron las dos, casi a dúo—. ¿Por qué lo preguntáis?

—Porque, como sabéis, su majestad no habla español, y considero una descortesía que no haya ninguna dama catalana a su lado, hablando en un idioma que ella entienda. ¿No creéis que es una pena que haya tan pocos nobles en España que hablen francés?

Las dos damas asintieron en silencio. Aunque ellas habían estado corteses con la reina, otras de su círculo no. El ardid había sido sorprendido y puesto de manifiesto.

—¿Qué deseáis de nosotras, pues? —preguntó la baronesa de Algerri.

—Sólo ensalzaros, señoras. Os invito al «lever» de la reina. Es un honor muy grande que se os hace, por ser capaces de hablarle en un idioma que entiende —dijo con complicidad—. Seguidme, que es la hora de levantar del lecho a su majestad.

Las dos damas se dirigieron entre ellas unas miradas de comprensión y siguieron a la princesa de los Ursinos, dejando a su grupo murmurando. Sabían, por la dureza de su mirada, que la anciana princesa iba a controlarlo todo con firmeza, conforme a su voluntad. A la primera oportunidad, había hecho ya honor a su fama de dama de fuerte carácter.

María Luisa Gabriela estaba ya levantada cuando, tras anunciarse, entraron a sus aposentos. Las dos señoras le hablaron en correcto francés y ella les respondió con cortesía y buen talante. Sabía que ellas no habían tomado parte en el feo del día anterior, por ello como si éste no hubiera tenido lugar, se río con ellas, ganándoselas con su campechanía y su dulzura, mientras la de los Ursinos observaba callada.

A cada momento que pasaba, veía con más claridad que aquella reina niña tenía madera de soberana. Tenía todo lo necesario para ello. Sólo le faltaba ser capaz de dominar ese carácter impulsivo y encauzarlo para sacarle todo el partido posible. El humor de la princesa mejoró y las damas se relajaron al verlo. La reina, comprendiendo que aquellas dos señoras debían ser las más influyentes dentro del círculo de las señoras catalanas, les consultó con deferencia, preguntándoles sobre lo que consideraban que debía ponerse. La vizcondesa y la baronesa se sintieron halagadas y además se quedaron boquiabiertas al ver la riqueza de los vestidos, los ricos bordados, los encajes y las joyas de la reina. Tras decidir qué se ponía y conseguir que cerraran perfectamente el ajustado corpiño del rico vestido, entre risas y bromas, María Luisa Gabriela, que era de natural generoso, les regaló a cada una de las dos damas un anillo; el uno con un diamante y varios granates y el otro con un hermoso zafiro rodeado de pequeños topacios.

Ambas se sintieron muy honradas. María Luisa Gabriela miró a la princesa de los Ursinos con inteligencia y ésta le devolvió la mirada. Se estaba creando una buena sintonía entre ellas. La princesa se sintió contenta de cómo la reina había manejado la situación. No podía haberlo hecho mejor. Ganándose a aquellas dos señoras, las demás damas catalanas comerían en su mano. Y lo que era más importante, ninguna de las dos se había dado cuenta de que María Luisa Gabriela estaba actuando, porque su naturalidad era perfecta. Tras completarse la toilette de la reina, que incluía su baño, vestido y peinado, la reina les propuso salir a dar un paseo, cosa que las damas aceptaron con gusto. Querían compensar a María Luisa Gabriela por la descortesía de sus amigas del día anterior. Nada se comentó de ello. Era mejor olvidar lo pasado y comenzar de nuevo.

Y mientras la princesa de los Ursinos y la reina estaban con las damas, el rey, que se había levantado muy temprano, había salido a cabalgar con algunos caballeros. Estaba de mal humor, tenso, y lo había pagado su magnífico palafrén. Había galopado alocadamente, cansando a su caballo, y puesto en dificultades para seguirle a los que le acompañaban, pero él ni se enteró.

Cabalgar era una de sus mayores pasiones y uno de los mejores modos que tenía desde la adolescencia para quitarse los malos humores. Sabía que aún tenía dentro de sí una gran parte de la furia que la actitud de su esposa le había provocado, y por más que se había confesado de ello y se había prometido olvidarlo, no lo había conseguido en absoluto. Por eso había decidido expulsar su ira a caballo y cuando consideró que ya había conseguido expulsarla fuera de sí, aminoró la marcha y decidió regresar. Apenas hacía caso a los que le acompañaban, que intentaban darle conversación intentando disipar la seriedad de su expresión, pero como no estaba él para charlas banales, apenas les oía. Iba pensando en sus asuntos. Al entrar en el lugar, se encontró casi de frente con la reina, que regresaba de su paseo con las damas. Le había tratado con afecto, pidiéndole que la acompañara, sin mostrar ningún signo de la rabieta de la noche anterior, lo que le había confundido. El rey debía reconocer para sus adentros que, aunque le gustaban mucho, no entendía muy bien a las mujeres, que mostraban esos cambios bruscos de humor sin motivo que tanto le confundían. Aceptó su brazo, y paseó un rato con María Luisa Gabriela. Estuvo cortés y amable con ella, pero algo distante. Aunque lo deseaba, no era capaz de recuperar el tono distendido y amoroso del día anterior. Temía que ella lo notara pero la reina, de un humor excelente, no hizo ademán de percibir el malestar de Felipe V.

Se separaron al cabo de un rato, con buen humor aparente. La tarde transcurrió deprisa, porque la princesa, intentando evitar la ociosidad de los cortesanos, había organizado unos juegos de varios tipos y unas actuaciones de cómicos que hicieron la delicia de todos, y de nuevo llegó la noche. Se sirvió una cena impecable, a la francesa, al gusto de la reina, y ésta, servida por las damas catalanas que se desvivieron por hacerle la velada cómoda, de muy buen talante, invitó al rey, con coquetería, a acompañarla a la alcoba, pero esta vez fue el rey el que no quiso entrar en ella. Su orgullo le hacía desatender sus deseos físicos imperiosos y se mantuvo firme en su posición.

La princesa de los Ursinos, viendo que el asunto se le escapaba de las manos, habló con el confesor de Felipe V, el padre Robinet, para que insistiera con el rey en que debía cumplir con su deber y consumar el matrimonio e incluso con Louvois, el jefe de su servidumbre francesa y hombre de su confianza, pero todo fue inútil. Su majestad había decidido que esa noche no iba a acostarse con la reina y, con la misma tozudez de ella la noche anterior, mantuvo su postura.

Ana María se retiró a sus aposentos frustrada. Aquello no podía seguir así. Era un verdadero absurdo y había que tomar urgentes cartas en el asunto porque si el día siguiente no se consumaba por fin el matrimonio del rey y la reina de España, Luis XIV y la marquesa de Maintenon se iban a indignar y con razón. Europa se preparaba para una larga y difícil contienda, por el trono de España. Y no se podía tolerar que su rey tuviera una pataleta absurda, actuando como un niño en un asunto tan importante como era éste. Era una actitud peligrosa porque, además, le quitaba credibilidad como monarca. Esa noche, Ana María durmió mal y la reina también.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano. Para su sorpresa, la reina también. María Luisa Gabriela la llamó a sus aposentos y la princesa entró en la cámara de la reina con el rostro impasible, no sabiendo qué deseaba su señora.

—Sé que estáis molesta conmigo, aunque no lo mostréis, princesa.

—No, majestad. Sólo estoy preocupada. Primero fuisteis vos, ayer fue el rey. Parece como si estuvierais jugando al escondite y el matrimonio de los reyes de España no es un juego. Esto no puede seguir así.

—En eso estoy plenamente de acuerdo. La pasada noche he meditado profundamente en la soledad de mi alcoba, y creo que teníais toda la razón el primer día, cuando me dijisteis que no se podía dejar al rey de España fuera de su lecho nupcial por mi capricho. Me equivoqué por completo.

—No fueron ésas mis palabras, señora.

—Pero sí su espíritu. Teníais toda la razón. He comprendido que mi conducta ha afectado al amor que el rey siente por mí y me ha colocado en una difícil posición, que os aseguro voy a arreglar inmediatamente.

—¿Y cómo pensáis hacerlo, majestad?

—Pues del mismo modo que lo provoqué. Con la misma actitud, pero enfocada correctamente. Id a pedir audiencia privada al rey, en mi nombre. Decidle que deseo verle en persona para arrojarme a sus pies y pedirle humildemente perdón por mi actitud de anteayer. Me equivoqué. Lo reconozco, y como me han enseñado que es de sabios rectificar, lo haré humildemente. No tengo ningún orgullo que defender. Decidle que acepto cualquier penitencia que desee imponerme. Sólo deseo ser su esposa de una vez y que me dé su perdón.

—Vais a ser una gran reina, mi señora, y un gran apoyo para el rey —dijo la princesa con tono de admiración. Sabía que el rey no iba a poder resistirse un segundo ante tal actitud.

—Espero mejorar mucho, porque no he podido comenzar peor. Me he portado como una niña tonta y malcriada en lugar de como una reina, y he escandalizado a la corte de mi esposo.

—No os preocupéis por eso. Ambos sois muy jóvenes, y muy pronto esto sólo será un pequeño incidente del que os reiréis juntos.

—¡Que Dios os oiga! No sé qué haré si el rey no me perdona.

—Os perdonará, majestad. Ningún hombre, ni siquiera un rey, es capaz de resistirse a un acto tan humilde y sincero de contrición como el vuestro.

—¡Id pues! No os tardéis. Que estoy con el alma en vilo.

—Calmaos, señora. Iré con vuestro recado al rey y no tardaré en regresar. Seguro que todo se arregla sin problema —dijo, deseándolo con todas sus fuerzas y saliendo de la cámara, tras hacer una perfecta reverencia, para dirigirse hacia los aposentos del rey. Su intuición le decía que la tormenta iba a desaparecer.