La boda de María Luisa Gabriela
El viaje y la llegada a España
María Luisa Gabriela había estado triste y pensativa durante las semanas posteriores al compromiso. Ni siquiera sus amigas, las hermanas Ana y Antonia Frattini, eran capaces de sacarla de su ensimismamiento. Muchas veces la sorprendían mirando al vacío, como si tuviera que aceptar su destino, al que todavía no se acostumbraba.
A pesar de sus esfuerzos por controlarse, siguiendo los consejos de su madre, no lo conseguía del todo. Para ella, asumir ese matrimonio cuando ni siquiera se sentía mujer era demasiado. A veces, al despertar, creía que todo había sido sólo una pesadilla, pero cuando veía cómo, en lugar de su instructor de siempre, aparecía el nuevo preceptor que le habían puesto para enseñarle todo lo referente a la monarquía española y a sus nuevos deberes como futura reina de ese país que para ella sólo era una referencia en el mapa, volvía a sentirse fatal. Se acabaron las risas, las cabalgatas, los juegos por los jardines privados, las diversiones. Y conforme se iba acercando el día de la boda, la princesa se sentía más y más triste, tanto que llegó a preocupar a sus amigas, que decidieron hablar con ella sobre el asunto.
—No deberías estar así, Luisita —dijo Ana, afrontando el tema—. Me rompe el corazón verte tan triste, cuando no hay razón para ello.
—Además, ser reina de España es un gran destino para ti y un honor para tus padres y para ti, querida Luisa —apostilló Antonia.
—Eso ya lo sé, amigas mías, pero no puedo evitar sentirme agobiada y hundida. Tengo sólo trece años y no quiero casarme, por más que sea un gran honor esa boda, pero veo que mi opinión no cuenta para nada. Así pues, dentro de una semana tendré que decir que sí quiero casarme, cuando en realidad no lo deseo, y luego todo lo bueno se habrá acabado y me tendré que ir de aquí.
—Más bien dirás que todo lo bueno comenzará, mi señora —dijo Ana, levantándose del suelo y haciéndole una graciosa reverencia cortesana—. Antonia y yo te acompañaremos a España, majestad. ¿No te hace ilusión que las tres vayamos a tu nuevo reino? Lo pasaremos genial. Ya verás.
—Eso sí que me gusta. Me encanta que vengáis conmigo. Tu buen humor estará luchando con mi malestar durante el largo viaje, Ana.
—¿Y yo qué? ¿Acaso no cuento para nada? Siempre prefieres a Ana. Voy a acabar sintiendo celos, Luisa —dijo Antonia, afectando un tono de falsa ofensa.
—Sabes que te quiero tanto como a tu hermana, Antonia. Lo que pasa es que las payasadas de Ana son geniales. Has de reconocerlo. Recuerda cuando se quedó enganchada de aquel árbol y no podía bajar.
—Sí —dijo Antonia—. Y cómo disimulamos tú y yo y atrajimos la atención de las damas de tu madre, mientras ella se desenganchaba con gran trabajo.
—Menos guasa, pareja, que me la cargué bien cargada por romper aquel vestido tan cursi. Menuda regañina me echó mamá.
—Sí, y a mí también, por no impedirte que lo rompieras. Siempre nos la cargamos juntas. No sé cómo lo hacemos.
María Luisa recobró durante unos minutos el buen humor, al recordar viejas aventuras del pasado. Las hermanas Frattini lo habían conseguido, una vez más, pero luego, en cuanto se retiraron, regresó la pesadumbre. No sabía qué le pasaba pero era incapaz de superar el agobio que le producía la boda.
* * *
El tiempo volaba. Pasó un día y otro, entre pruebas de vestidos, ajuares que completar para el viaje, rezos en la capilla, visitas a las monjas, recepción de hermosos regalos de los cortesanos y de otros príncipes que llegaban en gran número, y lecciones sobre España, que, poco a poco, ya le era familiar, en lo básico por lo menos.
El enlace por poderes se iba a celebrar el día 11 de septiembre de 1701, con toda la pompa posible, seis días antes de su decimocuarto cumpleaños. María Luisa Gabriela seguía sin estar contenta, todo lo contrario que su padre, el duque de Saboya, que iba a estrenar su nuevo tratamiento de alteza real, que el rey de Francia le reconocía en adelante y que el Papa también le iba a otorgar, como consecuencia del enlace. En lugar de la capilla de palacio, se decidió que la boda se celebrara en la basílica de la Sábana Santa de Turín, un espectacular templo adecuado para tan importante acontecimiento, donde el cardenal arzobispo de Turín, asistido por otros cuatro prelados, casaría a los novios por poderes. El enlace se ratificaría luego en España, cuando María Luisa Gabriela y Felipe V se encontraran. Estaban invitados a asistir a la ceremonia numerosos príncipes, duques, miembros de las casas nobles más antiguas de Italia además de los embajadores del Papa y las potencias, entre los que estaban los de Austria, Holanda e Inglaterra, que miraban el enlace con preocupación, ya que Luis XIV había ocupado militarmente las posesiones italianas de España y tomado las fortalezas de la Barrera, en los Países Bajos españoles, en nombre de su nieto, y tanto Guillermo de Holanda como el emperador pensaban oponerse a ello por las armas.
La princesa María Luisa Gabriela descubrió, al pasar delante de ellos del brazo de su padre y ver sus miradas, que se le estaba desarrollando un fino instinto político, porque percibía perfectamente su tensión, por más que pretendieran no mostrarla. Al pie del altar la esperaba, en nombre de su futuro marido, el príncipe de Saboya Carignan, su tío, que actuaría como apoderado del rey de España Felipe V durante el enlace. La boda se celebró sin contratiempos. María Luisa Gabriela prefería que hubiera sido así, por poderes. Eso le daba un tiempo precioso para acostumbrarse a su nueva situación, que todavía se le hacía extraña, más aún cuando todos, comenzando por sus padres, empezaron a tratarla con el honroso y elevado título de majestad y a inclinarse ante ella, ceremoniosamente, como si fuera una poderosa soberana, cosa que le parecía como si estuviera en uno de sus juegos infantiles.
El cortejo familiar se dirigió después de la ceremonia al castillo palacio de Racconigi, donde estaba preparada una recepción que iba a impresionar vivamente a los comensales por el lujo desplegado en ella. Aquél era el modo de Ana María de Orleans de mostrar al mundo el orgullo que sentía por el ascenso de su linaje al lugar que le correspondía. Desde la entrada, los criados de la casa de Saboya con las libreas nuevas, hechas para la ocasión, aguardaban a los invitados para ir dirigiéndolos hacia el lugar donde les esperaba un auténtico banquete. Pero antes de llegar al enorme comedor de gala, éstos debían admirar sobre las consolas, mesas y pedestales del palacio decenas de jarrones de plata blasonados, con las armas de Saboya y Orleans, con enormes ramos de flores, traídas de los altos valles así como cultivadas en invernaderos. Un excelente cuarteto de música de cámara amenizó la llegada de los invitados, mientras se sentaban en los lugares que les correspondían asignados según los rangos de los mismos con sumo cuidado. A una señal, comenzaron a servir el almuerzo. Los comensales pudieron disfrutar de una serie de platos exquisitos de la más sofisticada cocina francesa. Foie de oca con gelatina, perdices rellenas de bayas salvajes, capones rellenos de almendras pasas y codornices, pavos reales asados con puré de castañas. También fueron muy apreciados unos delicados asados de finas carnes con salsa de zanahorias y unos deliciosos redondos de ternera con relleno de huevos duros, aceituna y pimiento, y riquísimos postres italianos. Ni siquiera en Versalles se habría hecho mejor.
La celebración concluyó con un gran baile en el gran salón, donde la nueva reina de España abrió el baile de honor, danzando con su padre. Al principio se sintió algo cortada y tensa, pero luego se relajó y se dejó llevar. Su padre había ordenado que le pusieran un trono, donde se sentó, sobre un estrado, marcando la diferencia de rango con el resto de los presentes, y desde allí vio cómo los demás se divertían en su honor. Acabó la celebración con unos hermosos fuegos artificiales, que se pudieron contemplar desde las terrazas y que asombraron a los invitados por su calidad.
Los días siguientes fueron de preparativos de viaje. María Luisa Gabriela entró en un extraño estado de ánimo, provocado por la tensión de la partida. Mostraba un exceso de actividad durante unas horas para caer en la apatía y la desgana inmediatamente después. Sus amigas, las hermanas Frattini, y su madre, la duquesa, estaban todo el rato pendientes de ella y se la veía bastante infeliz, aunque no se pronunciaba nunca al respecto.
Todavía no había conseguido hacerse a la idea de que ya era reina de España, aunque hubiera de ratificarse el consentimiento prestado al llegar a ese reino, y que, en muy pocos días, iba a dejar sus habitaciones, sus muñecos y su pequeño mundo de la infancia para siempre. Solo de pensarlo, sentía una profunda angustia y entonces se bloqueaba.
Cinco días después de la boda, el 16 de septiembre, otro acontecimiento relevante para el futuro pasó a ser el foco de atención de Europa. A las tres de la tarde moría en el palacio de Saint Germain, en París, el destronado rey de Inglaterra Jacobo II, exiliado en Francia desde la revolución gloriosa de 1688, que había colocado en el trono a su yerno el príncipe Guillermo de Holanda, casado con su hija Ana. La muerte del verdadero rey de Inglaterra era lo que faltaba para acabar de complicar el panorama político. De la actitud de Luis XIV al respecto de su hijo Jacobo, pretendiente al trono de Inglaterra, probablemente dependería que Inglaterra entrara o no en guerra con Francia y España.
Los ingleses no querían un monarca católico —eso era evidente desde la revolución— e iban a coronar como reina a la princesa Ana Estuardo, a la muerte de su padre Jacobo II, dando el espaldarazo a la ilegal ocupación del trono por el marido de ésta, Guillermo de Orange, rey de Holanda.
* * *
La nueva reina de España se despidió con todo cariño de su abuela paterna, que estaba enferma y recluida en sus aposentos. Escuchó sus consejos con rostro serio. La interrumpió diciéndole que lo que en realidad deseaba era quedarse, y la vieja dama la reconvino y le dijo que se fuera ya, tras darle su bendición. Luego le tocó despedirse de sus padres, envuelta en un mar de lágrimas. El duque la reconvino por su falta de contención y la duquesa, en cambio, la estrechó entre sus brazos con toda la ternura de una madre que sabía que nunca iba a volver a ver a su hija.
María Luisa Gabriela no dejó de mirar hacia atrás, mientras el impresionante cortejo que la llevaba a su destino salía de palacio. Quería retener en la retina la imagen de su casa, el lugar de su felicidad anterior, y siguió mirando lo que abandonaba hasta que la elegante comitiva dejó Turín, tomando la dirección de la frontera francesa. Mientras se dirigían a Niza, se sorprendió pensando en la actitud de su padre, que había sido demasiado fría, durante la despedida.
Ella sabía que estaba preocupado por los asuntos de Europa y probablemente a eso se debía su actitud. El duque preveía que muy pronto iba a producirse, si es que no se había producido ya, el reconocimiento de Jacobo III Estuardo de Inglaterra por parte de Luis XIV, lo cual era una provocación a Inglaterra de posibles graves consecuencias. Tanto Luis XIV como el duque de Saboya creían inevitable el conflicto. Y estaba claro que muy pronto se iban a poner en marcha las alianzas que meterían a Europa entera en guerra.
Lo que María Luisa Gabriela no podía imaginar es que su padre, mientras se despedía de ella, ya estaba pensando si le convenía seguir al lado de Luis XIV, con quien acababa de ratificar la vieja alianza, porque el embajador de Leopoldo I, durante los días posteriores a la boda, le había hecho una oferta difícilmente rechazable por su apoyo a la futura alianza contra el gran monarca francés, con cuyos nietos había casado a sus dos hijas. De momento, el duque se quedaría con la alianza francesa. Sabía que su esposa no le perdonaría una traición injustificada al compromiso con Francia.
Ana y Antonia Frattini, así como las otras damas del séquito que había elegido para acompañarla a España, la animaron mucho durante el viaje e incluso llegó a reír abiertamente en varias ocasiones, lo cual era una novedad que todas agradecieron, comenzando por la misma reina, cuyo carácter era contrario, en esencia, a la tristeza. La joven reina no podía evitar sentir la emoción que acompaña a un viaje, que al fin y al cabo era el primero que hacía fuera de su castillo palacio, y de Turín, donde había vivido toda su corta vida. Y durante las largas jornadas, cuando la nostalgia no empañaba sus ojos, disfrutó contemplando el paisaje alpino que se iba haciendo llano conforme descendían hacia el camino de la gran ciudad de Niza. Estaba casi de buen ánimo cuando llegó a la ciudad y allí se encontró con un nuevo golpe que la tomó completamente por sorpresa. Sin haber consultado con ella, ni probablemente con sus padres, el rey de Francia había decidido cambiar a todo el personal que iría con ella a España.
Las órdenes de Luis XIV eran tajantes. No embarcarían con María Luisa Gabriela, en las naves que la esperaban, los servidores y miembros de la corte del duque, sino los nuevos, todos franceses, que dirigía la nueva camarera mayor que se le había nombrado, que no era otra que la importante y famosa Ana María de la Tremoïlle, princesa de los Ursinos, una dama cuyo nombre era objeto de leyenda en Italia, y que supo ganarse a la joven y desesperada reina muy pronto, con su irresistible cortesía y su encanto.
María Luisa Gabriela había oído hablar de la princesa a su madre. De hecho, Ana María de Orleans era una vieja amiga suya, tanto como la duquesa de Noailles, también íntima de la duquesa de Saboya, de los tiempos en que las tres estaban en la corte de Versalles, aunque la de los Ursinos era mucho mayor que las otras, tanto que podía muy bien ser su madre, por edad, aunque de físico estaba tan increíblemente bien conservada que, aunque tenía en esos momentos cincuenta y nueve años —era casi de la edad de Luis XIV, aunque lo ocultara celosamente—, nadie hubiera dicho que tenía más de treinta y cinco.
Marie Anne de la Tremoïlle Noirmoutier, hija del duque de la Tremoïlle, de joven, había sido una belleza irresistible, famosa además por su rápida inteligencia y su legendaria capacidad de seducción. Aún ahora, su hermoso y noble rostro tenía la piel blanca y fresca; unos hermosos cabellos oscuros, peinados a la francesa, en alto moño; unos bellos ojos azules y una excelente figura que le hubieran envidiado mujeres veinticinco años más jóvenes que ella.
Siendo muy joven, con solamente dieciséis años, se había casado con monsieur de Talleyrand, príncipe de Chalais. Tras un corto y brillante matrimonio, con residencia en París y en la corte de Francia, debido a un duelo, del que María Luisa Gabriela no sabía más que había sido por asuntos amorosos, algo oscuros, el príncipe tuvo que irse de Francia con ella, y se habían exiliado primero en España, donde conocieron a mucha gente, y después en Roma, donde Chalais moriría en 1670. La princesa viuda se transformó entonces en espía de Luis XIV en la corte del Papa. Iba y venía de Roma a Versalles, y estaba informada de cuanto acontecía en cualquier lugar de Europa, por medio de una red de informadores que rara vez se equivocaban. La habilidad de sus informes la hizo muy apreciada por el Rey Sol. En la Ciudad Eterna se hizo amiga de cardenales tan importantes como el de España, Portocarrero, y el francés D’Estrées. Su capacidad de seducción era tal, que enamoró locamente a Flavio Orsini, duque de Bracciano, uno de los nobles de más prosapia de Roma y grande de España, y después de casarse con él instaló en el fantástico palacio Orsini, de la Piazza Navonna de Roma, el que sería el salón más prestigioso y concurrido de la capital hasta la muerte del duque, que había acontecido sólo hacía tres años, en 1698.
La princesa de los Ursinos había estado varias veces en Francia, y había acudido a Versalles, donde la esposa morganática del rey, la marquesa de Maintenon, también la contaba entre sus más queridas amigas desde hacía muchos años, lo cual la colocaba en un lugar de influencia, toda vez que tenía, aparte de una inteligencia brillante, un alto sentido de la política, del arte, del saber estar y de la diplomacia.
María Luisa Gabriela, conociendo su trayectoria, tenía dudas sobre las razones que la habían hecho pedir ser nombrada camarera mayor suya. Y siendo aún tan joven e inocente, decidió preguntarle directamente el porqué a la princesa.
—Marie Anne, ¿por qué os han nombrado mi camarera mayor? ¿Deseabais ir a España conmigo por alguna razón? —le preguntó María Luisa Gabriela.
La princesa miró fijamente a la reina de España antes de contestar. Luego de habérselo pensado, con esa brillante intuición suya que le había hecho ganarse tantos adeptos, le respondió con la verdad franca y se ganó, en ese instante, a la reina de España.
—Mi deseo de ir a Madrid, señora, es por varias causas. La primera, evidentemente, es seros útil, puesto que sois muy joven y no sabréis manejaros en una corte de víboras como la de la capital de España. La segunda razón es servir al rey de Francia, mi señor, ayudándoos a reinar en su conformidad durante el tiempo que éste lo estime oportuno, viniendo a darle cuenta de los pormenores de mi trabajo.
—¿Y creéis que podréis servirme bien a mí y a mi esposo el rey de España y al mismo tiempo al rey de Francia?
—Ésa es una pregunta inteligente, majestad. Os dejo a vos misma el juicio. El tiempo y sólo el tiempo os dará la respuesta. Pero os puedo garantizar que únicamente con el pleno apoyo del rey de Francia se puede reinar ahora en España. Mis informes me dicen que la corte es un caos. Eso sí, no os atemoricéis demasiado, porque cuento con algunas bazas a mi favor.
—¿Y cuáles son, princesa? —dijo la reina interesada por la conversación de la francesa.
—Soy viuda de un grande de España, lo que me abre muchas puertas. Además, hablo el español con corrección, lo cual es esencial para manejarse en la corte. Me estiman en aquel reino y tengo en él muchos amigos, entre ellos el cardenal Portocarrero, y para concluir, sé manejarme en las situaciones más complicadas y siempre he logrado salir con éxito de las mismas.
—¿Tenéis algo más que decirme al respecto?
—Sí, majestad. Creo que seré una excelente consejera para vos, si decidís prestarme vuestra atención. Podéis contar conmigo, de verdad, como probablemente no podríais contar con nadie más que viniera de la corte del abuelo de vuestro esposo, porque ya aprecié a vuestra madre antes que a vos y soy una persona leal hasta la muerte a mis señores, y verdaderamente de temer por sus enemigos, a los que hago míos. Tengo un talento natural reconocido para percibir intrigas que, en Madrid, seguro que abundarán por todos lados y además, lo que es más importante, he sentido por vos desde el primer instante una corriente de simpatía que espero será mutua.
—También yo he sentido algo parecido, princesa. Con la confianza que eso nos da. ¿Podría pediros que hicierais algo por mí?
—Claro, majestad. Si está en mi mano, dadlo por hecho.
—¿Podéis hacer que mis amigas Ana y Antonia Frattini vengan con nosotras? Para mí sería muy importante poder contar al menos con su compañía.
—¡Ay, majestad! No sabéis cuánto me duele no poder complaceros en esto. Las órdenes del rey de Francia son tajantes a ese respecto. No puede ir a España ninguna persona de Saboya. Pero no sufráis por eso. Más adelante, cuando estéis firmemente asentada en el trono, las podéis llamar si seguís echándolas de menos. Pero como sé que hasta ese momento sentiréis un gran vacío, os prometo que os compensaré dedicándoos toda mi atención. Os aseguro que no echaréis en falta más que su cariño. En todo lo demás intentaré complaceros, como si fuera, más que amiga, vuestra misma madre.
—Os lo agradezco mucho, princesa. Ahora os rogaría que las llamarais a mi presencia. Quiero disfrutar de un último rato a solas con ellas. Llevamos juntas toda la vida y no nos va a ser fácil separarnos. Las echaré de menos —dijo con tono compungido.
—Sí, mi señora. Sé que os va a costar un duro esfuerzo, pero no olvidéis que me tenéis a vuestro lado. Si Dios quiere, nunca os dejaré ya.
María Luisa Gabriela asintió. Al mirar a aquella dama intuyó que tenía en ella un verdadero apoyo. No sabía aún si podía confiar en ella, porque intuía que la hábil cortesana podía engañarla muy fácilmente, pero le había ocultado esa duda, celosamente, como su madre le había enseñado. Sabía que la princesa de los Ursinos era una dama ambiciosa, eso se veía, pero su ambición podía ser una espada que la protegería de los que intentaran abusar de su juventud e inexperiencia. Intuyó que a la anciana francesa podía bastarle con estar a la sombra del poder y, dado que —por lo que conocía de ella— poseía un evidente talento para el manejo de muy diversos asuntos, tenerla a su lado le convenía y le sería muy útil como reina de España. Que no acabase de gustarle era una cuestión menor.
Ella misma se sorprendió al hacer un juicio tan frío de la señora que acababa de salir de su cámara. Era su primer pensamiento de reina y sentía en su fuero interno que era acertado. Comenzaba a percibir que era una buena juez de las personas y eso, al menos, la tranquilizaba porque sabía que en adelante se iba a enfrentar a un mundo lleno de personas desconocidas, costumbres extrañas y lugares muy diferentes de los que la habían visto nacer y crecer.
Aquella noche se produjo una triste despedida. María Luisa Gabriela cenó a solas con sus damas y amigas, las hermanas Frattini, por cortesía de la princesa de los Ursinos, que no quiso inmiscuirse en esa despedida, cosa que la reina le agradeció. Hubo lágrimas, abrazos, promesas de que muy pronto volverían a reunirse pero, en realidad, las tres sabían que no iba a ser así. Sus destinos tomaban en adelante rumbos diferentes y la vida de la reina se separaba para siempre de las que hasta entonces habían sido sus más queridas amigas, que jamás tendrían reemplazo en su corazón. Parecía que tenía que llegar a España con el corazón cargado de soledad.
Al otro día embarcó cuando la princesa se lo pidió, con una sensación de profunda amargura. Se encerró en el camarote de la nave capitana y no salió durante muchas horas, ni dejó entrar a nadie en él. Así pasó un día. Sólo aceptó una bandeja con unos dulces y un tazón de leche. Y luego se durmió en la incómoda cama que le habían preparado en el barco.
A la mañana siguiente seguía de humor brumoso y tampoco se dejó ver. La princesa seguía respetando sus deseos y sólo había acudido una vez a la puerta a preguntarte si necesitaba algo de ella, y ante su negativa se había retirado sin insistir. No sabía hasta cuándo hubiera durado esa actitud suya, hasta que la mar le jugó la mala pasada de marearla por completo, haciéndole olvidarse de todo.
La travesía, que se preveía tranquila, se estaba complicando. Las olas se hacían mayores a cada instante y María Luisa Gabriela sintió que se le revolvía el estómago y que tenía que devolver. Abrió la escotilla del barco y expulsó de golpe el escaso contenido de su estómago, sin ninguna dignidad. Se sentía fatal, tanto que, abriendo la puerta, llamó a la princesa de los Ursinos para decirle que no aguantaba seguir así.
La princesa, mostrando por primera vez su diligencia y capacidad de organización, dio órdenes al capitán para que pusiera rumbo al puerto más cercano, porque la reina no deseaba seguir en esas condiciones la navegación. María Luisa Gabriela, que la había oído, se lo agradeció infinito y se tumbó en el lecho, creyendo morir. Nunca en su vida se había sentido tan mal. La cabeza le daba vueltas, sentía fuertes arcadas aunque su estómago estaba vacío, y el tiempo que transcurrió desde entonces hasta la llegada a puerto fue para ella una verdadera pesadilla.
Unas horas después llegaban a Marsella. La reina se echó a llorar de alegría al ver, de lejos, las luces del puerto. Lo había pasado tan mal que no pensaba seguir embarcada ni un minuto más de lo estrictamente necesario. Así se lo comunicó a la princesa y ésta, que se había propuesto dar a su señora cuantos caprichos pudiera para ganarse su confianza, decidió por primera vez en contra de las instrucciones de Luis XIV seguir el viaje por tierra, toda vez que tampoco la mar parecía ir a mejorar. De todos modos, su prudencia le hizo escribir tanto a madame de Maintenon como al propio rey exagerando los peligros pasados y exponiendo que sería mejor continuar por tierra.
Mientras llegaban las carrozas para el séquito, también lo hizo la autorización de Luis XIV. Podían proseguir hacia la frontera española por tierra. Sin más contratiempos, siguieron el viaje y alcanzaron por fin su destino, el 1 de noviembre. María Luisa Gabriela estaba bastante impresionada por haber llegado a su nuevo reino y la princesa, que lo comprendía, estuvo un buen rato hablándole de las costumbres de los catalanes y de sus ciudades, para divertirla y tranquilizarla.
Lo que ninguna de las dos esperaba es que, en cuanto pasaron por el puesto de La Junquera, se acercó a la carroza donde iba la reina con la princesa de los Ursinos un apuesto señor, vestido con traje de caballero, en un brioso caballo, que tenía el indefinible aura de la realeza.
La de los Ursinos reconoció inmediatamente en él al rey de España, pero hizo como si no supiera con quién estaban hablando, ya que iba de incógnito y la reina, que también había intuido, por el respeto con que la escolta se había separado de ellas, que el caballero, al que no le pusieron ningún reparo los guardias cuando se acercó, era el rey de España, disfrutó mucho del lance y se permitió incluso bromear con él, como si sólo fuera un desconocido.
—No sé cómo no os avergonzáis, caballero, al acercaros con tanto descaro a la carroza donde viaja vuestra reina —le dijo María Luisa Gabriela con aplomo.
—Me disculparéis, señora, la osadía. Sólo soy un noble francés que desea ser el primero en daros la bienvenida al reino de vuestro esposo —respondió el rey—. No pretendo ofenderos, ni tampoco ofender al rey.
—En ese caso, os permito seguir a mi lado, pero tened buen cuidado de no propasaros con vuestras palabras.
—Líbreme Dios de tal osadía. Aunque vuestra belleza nubla el sol, yo solo puedo alabarla.
—Parece que el caballero está siendo demasiado galante, princesa. ¿No creéis que quizás demasiado?
—Así lo parece, señora —dijo la princesa de los Ursinos, con pretendido tono serio. Y luego, dirigiéndose al rey, le reconvino—: Me comprometéis, desconocido señor. Soy la camarera mayor de la reina y debo velar por que llegue a Figueras, donde el rey de España la espera, sin ningún contratiempo. Haced el favor de medir vuestras palabras o, si no, dejadnos proseguir nuestro viaje sin perturbarnos.
—Disculpadme, señora, pero es que no he podido evitarlo. Vuestra señora ya lo es mía también y reina en mi corazón.
—Definitivamente, sois bastante atrevido, señor.
—No lo considero así. Sólo acabo de declararme el súbdito más entregado y devoto de su majestad la reina y en eso no hay osadía alguna, sino simple devoción.
—Si vos lo consideráis así… —dijo la princesa, dándose por satisfecha y muy divertida en el fondo por el lance.
—Veo que ahora, por fin, me creéis.
—No puedo menos, ya que mostráis intenciones que no parecen aviesas.
—¿Cómo iban a serlo? Yo sólo soy el primero de los muchos que la van a adorar en este reino.
—Vuestro ímpetu, más que francés, parece español —dijo la reina.
—¿Es eso un cumplido, mi señora? Si lo es, me dais el cielo.
—Creo que prefiero cambiar de tema, caballero. No debemos seguir por ahí. ¿Conocéis al rey?
—Puedo deciros que muy bien, majestad.
—Pues entonces sabréis que no le gustaría este acoso.
—Creo que a mí me lo permitiría, pero sólo a mí.
—Mucho parecéis contar con su tolerancia.
—Así es, mi reina. Confío en él plenamente, como su majestad el rey confía en mí.
—Muy misterioso me parecéis y muy seguro de vos mismo. Si tan amigo del rey sois, deberíais darnos vuestro nombre.
—Mi nombre lo sabréis dentro de poco. Sólo os pido que me excuséis por no dároslo ahora.
—No sé si podré hacerlo, caballero.
En ese tono siguió la conversación, afectando la reina y la princesa no saber con quién hablaban. El viaje hasta Figueras se les pasó volando y cuando se acercaron a la ciudad, el rey, en su disfraz, se quitó el sombrero saludando galantemente y se retiró para permitir que la reina entrara en la ciudad, donde la esperaban para que pudiera adecentarse antes de ser oficialmente presentada a Felipe V.
La apostura de Felipe V gustó mucho a María Luisa Gabriela, que no se había imaginado que el rey fuera tan guapo, ni tan buen jinete ni tan agradable como persona. También él había quedado prendado de ella, porque María Luisa Gabriela tenía un atractivo y una elegancia que a Felipe V le placían. Al rey le había gustado su rostro aniñado, de ojos oscuros e inteligentes, su cabellera castaña llena de rizos, sus mofletes sonrosados, lo que pudo ver de su figura y sus finas manos y, desde luego, su conversación inocente y con chispa.