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Turín, 1701

La negociación del compromiso con Felipe V

El castillo palacio de Racconigi, morada tradicional de los duques soberanos de Saboya en Turín, estaba conmocionado por la inesperada y extraordinaria embajada de Luis XIV y de su nieto el rey de España. El poderoso soberano francés, que preveía una ardua lucha en Europa para mantener a su nieto Felipe V en el trono de España, acababa de mover ficha, pidiendo al duque la mano de su hija segunda, María Luisa Gabriela, para él.

Víctor Amadeo II sabía que tenía en su poder, por su ducado de Saboya y Piamonte, la llave de Italia y los pasos lombardos valían, según parecía, los dos tronos más importantes de Europa, porque ya habían casado a su hija mayor, María Adelaida, con Luis, duque de Borgoña, hijo primogénito del gran Delfín, heredero de Luis XIV, y ahora se le ofrecía la posibilidad de casar a su hija segunda con el hermano del anterior, que había pasado de ser duque de Anjou a rey de España y, como tal, era el soberano territorial más importante del mundo, aun cuando la corona que poseía muy pronto fuera a estar en liza.

La petición formal del compromiso fue hecha por el príncipe Pío, marqués de Castel-Rodrigo, embajador extraordinario del rey de España, que iba con el embajador francés. Este último llevaba una misiva privada de Luis XIV para el duque, Víctor Amadeo II, y agradeció con la debida cortesía la demanda, pero no se pronunció al respecto. Era demasiado cerebral, demasiado inteligente y ladino como para decir nada que pudiera comprometerle y de lo que pudiera arrepentirse después, sin haber meditado antes los pros y los contras de la situación, porque, en este caso, los había importantes, en ambos sentidos.

El asunto de la sucesión de España era complejo y venía de la incapacidad de Carlos II, el último rey de la casa de Austria española, para generar herederos, que había acabado, de modo esperpéntico, con la reina Mariana de Neoburgo intentando exorcizar los supuestos hechizos que impedían al rey procrear y que hicieron de la corte española el hazmerreír de Europa.

Luis XIV, que llevaba recortando en su beneficio los territorios españoles que bordeaban Francia, había hecho la paz de Ryswyck con el monarca español a finales de siglo, en 1698, devolviendo algunas plazas de Flandes. De todos modos, por si acaso, había pactado un reparto territorial del imperio español con el emperador y con Holanda, previendo que la inminente sucesión de la monarquía española recaería sobre el príncipe José Fernando de Baviera, nieto del emperador. A éste le habrían dejado quedarse con el territorio peninsular y el imperio americano y asiático. El emperador Leopoldo I se hubiera quedado con parte de los reinos italianos y Francia, la otra parte, junto con los territorios de los Países Bajos que eran fronterizos y la Alsacia, recibiendo Holanda privilegios comerciales y varias plazas importantes de Flandes. Pero este acuerdo, en principio conveniente para todos, quebró con la muerte del príncipe José Fernando, que se produjo en 1699, un año antes que la de su tío abuelo el rey de España.

Pero a la muerte de Carlos II, en noviembre de 1700, llegó la sorpresa. El rey de España, convencido por el marqués de Harcourt y un grupo de nobles que odiaba a la reina Mariana de Neoburgo, había hecho un nuevo testamento y dejado el trono a Felipe, duque de Anjou, segundo hijo del gran Delfín, y nieto del rey de Francia, en lugar de, como se esperaba, al archiduque Carlos, hijo segundo del emperador.

Al dejar la corona al nieto de la infanta María Teresa de Austria y Luis XIV, el fallecido rey provocaba una grave crisis diplomática y política en Europa, porque ese testamento favorable al mayor poder del continente ponía en cuarentena el segundo tratado secreto de reparto, que se había llevado a cabo en secreto entre Luis XIV y el emperador, tras la muerte de José Fernando, con la aquiescencia de Inglaterra y Holanda. Carlos II de España, que había conocido la existencia del tratado secreto, había decidido dar un golpe de mano al final de su vida, animado por el cardenal Portocarrero, para evitar que la monarquía de los Austrias españoles se fragmentase, y prefirió dejársela a otra dinastía que tenía poder para conservarla intacta, antes que ver sus reinos divididos conforme a los intereses de las grandes potencias. Eso sí, en el testamento pidió al rey de Francia que casara a su nieto Felipe de Anjou con una hija del emperador.

Cumpliéndose el testamento del fallecido, Felipe había asumido, sin oposición manifiesta, la corona de España como Felipe V, siendo recibido con alegría por el pueblo español, que estaba cansado de una dinastía degenerada cuya incapacidad manifiesta, había arruinado a España y dejaba un Estado colapsado con una hacienda en la ruina, un ejército en lamentables condiciones, incapaz de defender el territorio, una armada inexistente y unos grandes que usaban el poder a su antojo en beneficio propio.

Pasado el tiempo de luto, el nuevo rey de España había ido con toda la pompa a sus nuevos reinos, acompañado de un nutrido grupo de servidores franceses, que eran los que se ocupaban de sus necesidades diarias, porque el nuevo rey estaba muy apegado a todo lo francés y de hecho no hablaba una palabra de español. El cardenal Portocarrero lo había recibido en Madrid y se había instalado en el viejo e incómodo Alcázar de los Austrias.

Mientras tanto, Luis XIV había propuesto a Leopoldo I el matrimonio de Felipe V con una de sus hijas, tal y como se le pedía en el testamento de Carlos II, pero el emperador lo había rehusado, como era lógico, ya que su aceptación hubiera supuesto la del testamento y el emperador deseaba la corona de España para su hijo el archiduque Carlos y estaba dispuesto a luchar para conseguirla.

Por eso, el duque de Saboya tenía mucho que meditar tras recibir a los emisarios del rey de España y del rey de Francia con la propuesta de matrimonio. Evidentemente, sabía que estaba en una situación muy especial, como Estado llave, entre los dos bloques que parecían estar formándose y que muy pronto se iban a decantar, provocando la mayor guerra desde la de los Treinta Años, en el siglo anterior. Estaba claro que el emperador Leopoldo I no se iba a conformar con aceptar a Felipe V en el trono de España, por más que Inglaterra y Holanda lo hubieran reconocido en un primer momento. No podía permitir que Luis XIV controlase las dos naciones más poderosas de Europa sin pagar un alto precio por ello. Y ese precio tenía que ser, como poco, las posesiones italianas de la corona española. Y si conseguía formar un frente con Inglaterra y Holanda, como pretendía, para luchar por los derechos de su hijo el archiduque Carlos, se debería solventar, con una gran guerra, el conflicto sucesorio de la monarquía española, con su herencia territorial descomunal.

Estaban en juego nada más y nada menos que los reinos de Castilla y Aragón, con los archipiélagos canario y balear, que componían la España Peninsular las islas Baleares, las Canarias y el inmenso imperio americano que comprendía las islas del Caribe, toda América del Sur, salvo la colonia portuguesa de Brasil, y toda la América Central y parte del norte, con el rico virreinato de México, aún en expansión hacia arriba, y la Florida. En Europa, los Países Bajos españoles, el ducado de Milán, la isla de Cerdeña, el reino de las Dos Sicilias en Italia, las plazas del norte de África y en Asia, las islas Filipinas, las Marianas y las Palaos.

Víctor Amadeo II pidió a su esposa que se reuniera con él. Quería que ella participara en la aceptación o rechazo del compromiso, aunque entre ellos había una relación un tanto tensa por el constante esfuerzo del duque de medrar a costa de quien fuera olvidando sus compromisos con Francia. La razón de este conflicto matrimonial estribaba en la duquesa Ana María, que era hija del duque de Orleans, hermano de Luis XIV, y, además, era extremadamente profrancesa, tanto que había provocado en el ducado de Saboya una recepción sin trabas de la cultura francesa que se irradiaba desde Versalles, con la aquiescencia de su marido, que en temas de estilo, moda y arte le dejaba hacer por completo.

Ella, que era extremadamente fiel a su linaje, odiaba que el duque no fuera capaz de mantener su palabra, empeñada con Luis XIV, con ocasión del compromiso de su hija mayor con el nieto primogénito del monarca, y que hubiera seguido vendiendo después, al mejor postor, los pasos alpinos del ducado de Saboya, que eran la llave de Italia. Ana María se lo había afeado en numerosas ocasiones y él, con su humor italiano, que a ella le sacaba de quicio, le recomendaba la lectura de El Príncipe de Maquiavelo y el estudio de la vida de Fernando el Católico, que con su cinismo de Estado, era el modelo en que se inspiraba.

Víctor Amadeo II consideraba —con razón— que la situación estratégica de Saboya le hacía ser muy poderoso e influyente, a pesar de su reducido tamaño. De hecho, el apoyo del ducado era decisivo a la hora del enfrentamiento de las tropas francesas con las del emperador, en Italia. Que estuviera a uno u otro lado seguramente sería decisivo para decantar la posesión de Milán y los pasos hacia el sur, y eso había que explotarlo a fondo y conseguir ventajas para Saboya.

La llegada de Ana María cortó sus meditaciones. El duque se levantó para saludarla. Ella le hizo una cortés y levemente fría reverencia.

—¿Me habéis llamado, duque? —dijo, dándole distancia y forzando el tratamiento, como hacía cada vez que estaba contrariada.

—Claro, alteza —respondió él con un suave deje de ironía—. Estoy ponderando si aceptar o no el compromiso matrimonial que nos ofrecen el rey de Francia y su nieto para nuestra pequeña María Luisa Gabriela. ¿Vos qué opináis?

—¿Y para eso me llamáis? Sabéis muy bien lo que opino al respecto. Para vos y vuestra casa es un gran honor el enlace con la casa de Francia y en este caso, en que se nos ofrece el trono más deseado de Europa, más aún. Si yo estuviera en vuestro lugar, no lo hubiera dudado ni un instante. Ya habría aceptado la propuesta. El mero hecho de que os toméis el tiempo de pensarlo es una ofensa para los dos monarcas.

—Pues no veo yo que los embajadores protesten ni que se hayan ido.

—Jugáis con fuego, como siempre, duque —dijo hurtándole de nuevo con intención el título de alteza por el que se hacía llamar en su ducado pero al que no tenía derecho por nacimiento—. ¿Qué queréis esta vez? ¿Volver a venderle los pasos italianos a mi tío, el rey de Francia, o se os ha ocurrido alguna otra petición más gravosa?

—Dios mío, más que mi esposa parecéis mi juez.

—Alguien tiene que recordaros que el honor es lo primero para los príncipes.

—Para una princesa de Francia, decir eso es fácil. Nacisteis con todo y no tuvisteis que luchar por vuestra posición en el mundo.

—No creo que vos podáis quejaros de nada tampoco. Sois un duque soberano, tenéis un territorio rico y os habéis casado espléndidamente. Lo único que no tenéis es el tratamiento real, pero ése no os corresponde por nacimiento y lo sabéis tan bien como yo.

—Pues entonces debo conseguirlo por mis méritos. Mi reconocimiento como alteza ayudará a la renovación de mi alianza con vuestro tío. Si me dan el tratamiento que me merezco, probablemente aceptaré. Y además, quizás, algunas compensaciones territoriales, como ese pequeño valle en liza con Francia.

—Nunca os entenderé. Sois peor que un mercader y tenéis una ambición desmedida. ¿Cómo pretendéis que este pequeño ducado sea considerado en Europa un reino? Sois un fatuo y cada día estoy más convencida de que mi tío, el rey de Francia, ha sido demasiado considerado con vos.

—No lo creo yo así. Le he dado la llave de muchas de sus victorias en Italia.

—Y se lo habéis cobrado a precio de oro, os lo recuerdo. ¡Dejad de decir necedades! La boda de nuestra pequeña Luisa con mi sobrino Felipe se celebrará, digáis lo que digáis. Y os adelanto que si no aceptáis inmediatamente el compromiso, podéis considerarme en adelante vuestra enemiga. Y os aseguro que os haré la vida imposible en vuestra propia casa.

—No os he llamado para ofenderos, Ana María —dijo conciliador, viendo que la duquesa estaba entrando en un terreno donde le cabía poca maniobra—. Claro que vamos a aceptar el enlace. El matrimonio de María Luisa Gabriela con el rey de España no puede ser más ventajoso para nosotros. Lo que no me gusta es que eso me forzará definitivamente y me coloca en la órbita de vuestro tío.

—No creo que os podáis quejar de lo que habéis recibido de Francia.

—Eso es cierto. Desde que vos llegasteis aquí, la corte de Turín es mucho más elegante y está a la última —dijo intentando aplacarla.

—Al menos, veo que en eso no estáis del todo ciego.

—Ni en eso ni en nada, Ana María. Me ayudáis a disipar mis dudas, aunque no lo creáis.

—¿Yo? No me hagáis reír, duque. Vos siempre hacéis vuestra santa voluntad. Eso sí, si decidís aceptar el enlace, como sería lo lógico, no me hagáis luego avergonzarme ante mi familia. Si les traicionáis, me traicionaréis a mí también.

—Estáis demasiado dramática hoy, señora. Las cuestiones de Estado son cuestiones de Estado, no personales. No se puede hablar con vos.

—Entonces me retiro.

—No, por favor. Os lo ruego. Deponed vuestra animosidad para conmigo.

—Víctor Amadeo, tengo muy poco más que deciros. Aceptad sin demora el enlace que se nos ofrece. Nunca, ni en sueños, hubiéramos podido encontrar mejor marido para nuestra hija segunda.

—Os olvidáis de que el archiduque Carlos está soltero.

—Ya comprendo. Vos y vuestro sentido del equilibrio tan particular, tan italiano. Lo ideal para vos sería tener a la mayor casada con el que será rey de Francia, cuando su abuelo y su padre fallezcan, y a la segunda, con el segundo hijo del emperador de Austria, que al fin y al cabo, si fallece José, su hermano mayor sin descendencia, también sería emperador. Dudáis que Felipe V sea capaz de mantenerse en el trono de España y no queréis desperdiciar a una hija en una alianza dudosa.

—Sois un prodigio de análisis exponiendo posibilidades, Ana.

—¿Acaso estáis negociando en secreto el matrimonio de Luisa con el hijo del emperador? Si es así…

—No lo es —dijo el duque, pero en su tono había pesar, como si eso hubiera sido lo ideal para sus intereses.

—Os conozco bien, duque, y sé que no tenéis más remedio que aceptar. Si no estáis en trato secreto con Leopoldo I, sería absurdo no hacerlo. O sea, que mi opinión, siempre tan valiosa para vos, en realidad es irrelevante. Me retiro, pues. Haced lo que debáis.

—Aceptaré el compromiso.

—A vuestro pesar, duque; muy a vuestro pesar.

—Al menos, procuraré sacar de vuestro tío el reconocimiento a mi rango de alteza real.

—Me enfermáis, Víctor Amadeo. Nunca conseguiré entender vuestra indecorosa pretenciosidad.

—Ha hablado de nuevo la elegante princesa francesa.

—Yo sé muy bien quién soy, lo mismo deberíais saberlo vos y no pretender ser lo que no sois.

—No lo hago sólo por mí, Ana María. Pienso en nuestros hijos.

—No me hagáis reír. En todos y cada uno de nuestros hijos, gracias a Dios hay más categoría y dignidad que en su padre.

—No me ofendéis.

—Lo sé, duque. Sólo expongo la verdad. Vos os habéis casado demasiado bien y queréis ser como yo, lo cual es algo que nunca conseguiréis.

—De nuevo me subestimáis, alteza. Creo haberos demostrado que suelo conseguir todo aquello que deseo.

La duquesa se quedó callada, meditando esas palabras. En verdad, su esposo tenía razón. De un modo u otro, por medios a veces indignos, a veces con honor, hasta entonces siempre había conseguido mejorar sus posiciones y su voz se tenía en cuenta en las cortes importantes, porque había sabido siempre jugar bien sus bazas.

—En eso tenéis razón. Soléis conseguir lo que deseáis. Pero la ambición tiene un límite.

—Eso está bien para los mediocres. La mía no los tiene.

—Y entonces, ¿qué deseáis? ¿Más territorios? ¿Ser rey de Saboya y el Piamonte?

—Vos lo habéis dicho, no yo.

—Me asombra vuestra ambición. No conoce límites. Ahora queréis hacer de vuestro ducado un reino. En verdad, me cuesta creerlo.

—¿Qué tiene eso de extraño? No soy el único que quiere eso en Europa. El duque palatino del Rin también lo desea por su ducado de Prusia, que queda fuera del imperio. Los tiempos cambian y los poderes de Europa también lo acabarán haciendo y Saboya es el único Estado independiente de toda Italia, hoy por hoy. ¿Por qué no va a ser un reino?

—¡Dios mío! No sé si admiraros o despreciaros. Voy a tener que meditarlo seriamente antes de decidirlo… Nuestro hijo sería entonces un día rey de Saboya —dijo en voz alta.

—¿Veis cómo no es tan descabellado, Ana María? Suena bien.

—Me asustáis, Víctor. Todo esto me parece nebuloso y distante. Aceptemos el matrimonio de María Luisa con mi sobrino Felipe, que es una realidad tangible.

—Lo haremos.

—Bueno, pues ya que estamos de acuerdo, me retiro.

—Quedaos conmigo un rato. Me place vuestra compañía.

—Siento no poder hacerlo. Tengo obligaciones ineludibles —dijo la duquesa, que quería alejarse de su esposo cuanto antes, para pensar tranquilamente.

—Id, pues. ¿Cenaréis conmigo esta noche?

—Os lo comunicaré luego, con una de mis damas.

—Me daría gusto.

—Ya veremos —dijo la duquesa, cortando la conversación y dejando la duda en el aire mientras se retiraba del despacho de su esposo.

Ana María de Orleans anduvo por los largos pasillos decorados con ricos espejos y esculturas, al gusto francés. Se había querido retirar de la presencia del duque porque le había venido a la memoria de repente, como un intenso fogonazo, un momento del pasado.

Fue en 1688, poco después del nacimiento de María Luisa Gabriela. La duquesa, que era aficionada a la cartomancia y a las ciencias de la astrología, como tantas otras grandes damas francesas e italianas, había ido a consultar a una echadora de cartas y vidente muy famosa, que se decía que había adivinado la muerte del papa anterior y que había parado unos días en Turín camino de Francia, donde había sido llamada por la duquesa de Noailles, para entretenimiento de la corte de Versalles. Sabiendo que se quedaba en una vieja casa que le habían prestado, hasta allí se fue la duquesa de incógnito.

La Zíngara, como la llamaban todos, era una vieja gitana, de edad indefinible y rostro arrugado pero no exento de gracia ni de prestancia. Debía haber sido muy hermosa en su juventud y aún quedaban trazas de aquella beldad, ahora en ruinas. Sus ojos, oscuros y profundos, comunicaban una gran paz interior; quizás porque en su mirada penetrante y perceptiva había sabiduría. La anciana parecía estar como por encima del bien y del mal; daba la sensación de tener un poder verdadero y eso se podía sentir en cuanto uno se acercaba a ella.

La duquesa, preparada para un simple divertimento, se había quedado impresionada al ver a la Zíngara, pero la impresión se hizo mayor cuando la vieja echadora de cartas comenzó a hablarle de un modo muy inquietante. Mientras tiraba las cartas, de los labios de la anciana salieron verdades que ella tenía ocultas en su seno; secretos de su familia que no conocía ni siquiera su esposo, y cuando llegó la hora de mirar el destino de sus hijas, la anciana se detuvo un instante y mirándola fijamente, de modo que la duquesa casi se sintió incómoda, le dijo que ambas estaban llamadas a ser madres de reyes, pero que la mayor jamás sería coronada y que la pequeña, que sí lo sería, moriría joven, tendría dos hijos reyes, pero la corona que poseerían acabaría pasando al linaje de otra.

Ana María de Orleans se atemorizó de la predicción pronunciada en un tono inapelable. Impulsada por un terror indefinible, se levantó de la mesa de la echadora y, tras depositar una moneda de oro en la mano de la anciana, se retiró de su presencia, sin querer oír nada más, aunque la vieja seguía hablándole mientras se iba.

Nunca supo qué más quería decirle, porque el miedo que sintió por dentro fue tal que se lo impidió. Tan desagradable fue la experiencia, que la había borrado por completo de su mente hasta olvidarla y ahora, trece años después, recordaba la predicción de repente, como si fuera ayer mismo, y de nuevo sintió en el corazón la misma angustia sorda de aquel día. ¿Sería verdad lo que la gitana le había dicho? ¿Iba a morir su hija María Adelaida antes de reinar? ¿Y María Luisa Gabriela sería madre de dos reyes que no engendrarían sucesores? ¿Estaría maldito su linaje?

Desechó aquellos absurdos pensamientos, forzándose a regresar a la normalidad. La gitana había acertado en lo de los enlaces reales, por casualidad. Al fin y al cabo, la anciana sabía muy bien que estaba ante una hija del duque de Orleans, casada con un duque soberano. Era normal que sus hijas casaran con príncipes o reyes.

Ana María dirigió sus pasos a las habitaciones de los niños. Sabía que allí encontraría a María Luisa Gabriela. Sólo de pensar que debía separarse de ella para siempre, siendo tan joven, le provocaba un verdadero nudo de angustia en la garganta. La verdad era que le encantaba ver a la pequeña jugar por los corredores de palacio con sus damas, las pequeñas Ana y Antonia Frattini, sus inseparables amigas de la infancia, con las que había hecho mil diabluras desde que tenían uso de razón. Habían sido siempre muy traviesas. Le vinieron a la mente las veces que se habían escapado para montar en el pequeño poni que le había enviado su abuela, la duquesa de Orleans, por su décimo cumpleaños; sus osadas escaladas por las torres del castillo palacio de Racconigi, que le habían valido numerosos castigos, o las idas al mercado de Turín, donde más de una vez se había perdido de sus cuidadoras, provocándoles serios dolores de cabeza, mientras disfrutaban de aventuras de esas que sólo los niños disfrutan.

Cuando llegó a los aposentos infantiles, la princesa se le echó a los brazos, riendo. Ana María solía reprenderla por esos excesos tan poco adecuados a su rango, pero hoy no tenía fuerzas ni ganas de hacerlo. Su hija se iba a ir de su lado tan pronto. Sin poder evitarlo, la miró con dulzura, como si quisiera retenerla en la retina.

María Luisa Gabriela era delgada y pequeña de estatura; casi frágil. Tenía unos ojos azules vivarachos e inteligentes en un rostro angelical, coronado de cabellos rubios rizados, como esos angelotes de las iglesias, con coloretes en las mejillas. No era una belleza, pero tenía un encanto especial; una gracia que hacía que todos en el castillo la adoraran. Nunca había sido demasiado dócil ni demasiado fácil. Había que explicarle las cosas y era mejor pedírselas que ordenárselas, porque tenía una voluntad indomable y un espíritu que parecía llamarla a grandes cosas.

—¿Por qué me miras así, mamá? —dijo la niña. Su inteligencia le hacía percibir que en la mirada de su madre había algo diferente ese día.

—Porque me estoy dando cuenta de que te haces mayor y yo me estoy haciendo vieja.

—Qué va, mamá. Tú nunca serás vieja. Eres la princesa más guapa y más elegante de Saboya. Ya quisiera yo llegar a ser como tú algún día, pero creo que no lo conseguiré nunca —dijo, mirándose a un espejo y comparándose con su madre, que era una dama de mediana estatura, hermosas formas, con porte de princesa. A la niña le encantaba su rostro noble y fino, con unos ojos azules muy oscuros y cabellos castaños, peinados en alto, a la moda francesa, con rizos abundantes, entre los que sobresalía, aquí y allá, una hilera de hermosas perlas sabiamente prendidas, que remataba un rico zafiro cerca de la frente—. Soy un espantajo a tu lado. Demasiado pequeña, con pocas curvas…

—No digas tonterías, hija. Tú aún estás por formar y tienes todo aquello que puede agradar a un hombre: una belleza fresca, alegría y viveza; eso sí, tendrás que ocultar un tanto tu inteligencia, porque a muchos no les gusta que su esposa sea demasiado lista.

—¿Por qué me dices eso, mamá?

—Porque tu padre está aprobando en este momento tu matrimonio con el rey Felipe V de España.

—¿Me estás gastando una broma, mamá?

—No lo hago, hija mía —dijo con tono muy serio—. Es totalmente cierto lo que te estoy diciendo. Muy pronto te vas a casar con Felipe de Anjou y serás la reina de España, que es un país muy rico, como sabes, y muy importante, tanto como Francia, lo cual supone un inmenso honor para ti. Además, tu esposo será tu cuñado y primo, porque es hermano del duque de Borgoña, o sea, que pertenece a nuestra familia.

—¡No me quiero casar! —dijo la princesa, con un ataque de genio—. ¡No quiero!

—¡María Luisa! No te quiero oír hablarme en ese tono. Ya te he explicado muchas veces que tu deber como princesa es obedecer a tus padres y aceptar al esposo que te elijamos, y recibir como esposo al rey de España debiera ser motivo de contento para ti y no de rebeldía. Me avergüenza tu conducta.

—Pues lo siento, pero no quiero casarme —dijo en tono más civilizado—. Soy muy joven, apenas una niña.

—Ya eres mujer.

—Sí. Pero hace apenas un par de meses de ello.

—Entonces, estás preparada para casarte.

—Tú no te casaste tan joven.

—No. Pero tampoco me casé con un rey. Y además, tu marido es un príncipe muy apuesto. Dicen que es el más guapo de todos los nietos de tu tío abuelo, el rey Luis XIV. Y tiene diecisiete años, sólo cuatro más que tú. En realidad tienes mucha suerte, hija.

—Me da igual que sea guapo y que sea rey. No quiero casarme. No me convencerás, digas lo que digas, mamá. Quiero quedarme aquí en Turín. Y además, no sé español.

—Eso no es problema. Lo aprenderás rápidamente. Tienes talento para las lenguas y hablas francés, italiano y latín sin problema. Y por lo que sé, tampoco tu primo sabe español todavía y ya es el rey de ese país.

—Pues si queréis obligarme a casarme, me escaparé y no me encontraréis nunca.

—María Luisa, no quiero oírte decir tonterías como ésa, indignas de una princesa de tu rango.

—O me encerraré en mi habitación y no volveré a salir —dijo la joven, saliendo disparada hacia su habitación e intentando cerrar con llave.

No se había dado cuenta de que su aya estaba dentro. Ésta, apartándola a un lado, abrió la puerta dejando entrar respetuosamente a la duquesa, mientras le decía:

—Pide perdón a su alteza, princesita malcriada.

—No te preocupes, Nina —dijo la duquesa—. Retírate. Tengo que hablar con Luisa a solas.

—A vuestras órdenes, alteza. —Y haciendo una reverencia, salió de la habitación de María Luisa, cerrando la puerta, para dejar a madre e hija una mayor intimidad. María Luisa Gabriela se había tumbado en la cama y lloraba enrabietada y pataleaba mostrando que en efecto todavía era una niña en sus reacciones.

—No me parece una conducta digna de una princesa de tu edad eso de patalear y darle la espalda a tu madre.

—Es que soy una niña y no soy una princesa todavía.

—María Luisa, estás comenzando a enfadarme. No me puedo creer que yo haya criado a una niña tan desatenta y poco respetuosa conmigo.

—Mamá, no quiero irme de aquí. No quiero ser reina de España. Sé que si me voy, no regresaré nunca a Turín.

—Así es, hija mía. Ésa es la verdad. Cuando salgas de Turín nunca regresarás, pero ése es el destino de los príncipes. Nacemos en altas cunas, por encima de los demás mortales, y por ello, por ese privilegio que nos es dado al nacer, debemos sacrificarnos en bien de nuestras casas. Lo sabes, ¿no es así? Te cases con quien te cases, tu destino es irte de casa para no volver.

—Pero soy muy niña aún. Me da miedo casarme. No quiero irme de aquí.

—María Luisa, eres una princesa inteligente y voluntariosa; mucho más que otras, incluida tu hermana María Adelaida, que tiene menos carácter que tú. Sabes que te quiero y que no te voy a engañar nunca.

—Sí, mamá. Lo sé.

—Bueno, pues me vas a escuchar como un adulto, sin llorar. Eso es lo primero. Levántate de la cama y nos vamos a sentar en ese sofá, para hablar como madre e hija. Es importante.

La joven princesita se enjugó los ojos con un pañuelo y luego se dirigió al sofá de la mano de su madre. Ana María sabía que estaba ganándole la partida, pero no se lo hizo notar.

—¿Tú sabes lo que es ser reina?

—No… —dijo titubeando.

—Pues es más que ser duquesa de Saboya, mucho más.

—Yo no quiero ser más…

—Escúchame, hija. Yo sí quiero para ti que seas más que yo. Y te puedo asegurar que para cada uno de vosotros sólo deseo lo mejor. Ya me oíste cuando se fue tu hermana María Adelaida, Luisa. Tú lloraste y también lo hice yo, pero lo hicimos en privado, como se debe. Los príncipes tenemos sentimientos, pero éstos han de estar supeditados al bienestar de sus estados. Acepto que te quejes de tener que casarte, ahora y aquí, pero sólo aquí y ahora. Entiéndeme. Yo preferiría mil veces que te quedaras a mi lado todavía un tiempo más. Eres mi alegría de vivir aquí, en este palacio, y te puedo asegurar que, a la larga, la que más te echará de menos seré yo, porque mi vida ya está hecha y cuando sea anciana no tendré el placer de contar con la compañía de mis dos hijas queridas y de mis nietos. Ésa es la realidad. Eso sí, me consolará saber que sois queridas y respetadas en vuestros reinos y que estaréis en lo más alto, la una como reina de España y la otra como duquesa de Borgoña. Dos hermanas casadas con dos hermanos, que serán reyes de sus respectivos reinos. Eso es bueno para los dos países. Por eso, debes dejar a un lado toda tristeza y si no eres capaz de hacerlo todavía, guárdala sólo para ti, para el ámbito privado. Ésa, querida hija mía, es la primera lección que debes aprender como reina. No muestres jamás tus sentimientos en público, porque hay quienes, aprovechándose de ello, procurarían medrar a tu lado. Los reyes no deben mostrar sus sentimientos hacia fuera. Son la encarnación de los pueblos y si consiguen de verdad cumplir con ese sagrado deber, suelen conseguir la felicidad y la prosperidad de sus naciones. Creo de verdad que debes analizar lo que te acabo de decir y acabarás comprendiendo que para ti lo mejor que podía ocurrir es casarte con un rey porque tienes el carácter que cuadra a una reina y acabarías sintiéndote incómoda en cualquier otro sitio que no sea en un trono soberano.

—¿Tú crees eso de verdad, mamá?

—Claro que sí. Imagínate lo que vas a disfrutar teniendo unos reinos tan grandes como los de tu esposo: Castilla y Aragón, el imperio americano, Milán, las dos Sicilias… Seguro que vivirás en preciosos palacios, tendrás súbditos que te respetarán y reverenciarán y acabarás incluso olvidándote de nosotros en este pequeño ducado…

—Sabes que nunca me olvidaré de vosotros. Aunque me fuera al fin del mundo.

—Sí. Lo sé. Eres una buena hija y acabarás comprendiendo que este matrimonio es por tu bien.

—¿Y cuándo me tendré que ir?

—Imagino que pronto. Quizás en un par de meses.

—¡Dios mío! ¡Qué difícil me lo pones!

—No lo creas, hija. No te será tan duro como crees. Tienes la ventaja de la juventud, que se adapta con mucha mayor velocidad a los cambios. Además, el destino que te espera es grande y eso siempre ayuda.

—Pero os dejo a ti y a papá.

—En eso tendrás que demostrar entereza. Vas a ser reina. Más que Adelaida, tu hermana y que yo, por el momento. Serás la más importante de la familia.

—Calla, mamá. Para mí nadie estará nunca por encima de vosotros, y menos yo.

—Es muy bonito lo que dices, pero no es real. Poco a poco tendrás que acostumbrarte a tu nuevo rango y es importante que lo hagas, sin concesiones. Incluso tu padre y yo estaremos muy por debajo de ti, en cuanto te cases con el rey de España. Al fin y al cabo, su Estado es el más importante territorialmente del mundo. Y nosotros estaremos encantados de inclinarnos ante ti.

—No lo permitiré.

—De eso, ya hablaremos más adelante. Ahora, hija mía, descansa y relájate y asume el papel que el destino te depara. No es fácil ser reina, aunque confío en que tú lo harás muy bien.

—No me dejes ahora, por favor —dijo con voz desamparada.

—De acuerdo, Luisa, ven aquí a mi lado —dijo la duquesa tendiéndole maternalmente los brazos.

María Luisa Gabriela se aferró a su madre contadas sus fuerzas y de nuevo lloró, pero en silencio. Sentía que su infancia se estaba muriendo en esos momentos y sus lágrimas eran las últimas de la niña feliz y sin problemas que hasta entonces había sido. Sabía muy bien que en adelante su actividad sería acotada por sus nuevas obligaciones. Se acababan los juegos infantiles, la libertad de deambular por palacio o por la ciudad, sin demasiados cuidados.

Desde el momento en que su padre formalizara el compromiso matrimonial con Felipe V, pasaba a ser la futura reina de España y tendría que comportarse como tal, en todo momento y ocasión. Sabía muy bien que podía hacerlo. Había sido excelentemente educada para ello y de repente se sorprendió pensando que en todos esos cambios había algo de aventura.

Quizás, al fin y al cabo, su madre tuviera razón. Tenía que verlo así, porque sabía que no había ninguna otra posibilidad. Una vez realizado el compromiso y obtenida la dispensa papal para casarse con su primo segundo, el matrimonio se celebraría y luego partiría hacia España.

¿Qué le deparaba el destino?, pensó intrigada. Desde luego algo muy diferente a lo que ella misma hubiera pensado esa misma mañana.

La joven se había quedado dormida por fin. La duquesa la miró fijamente un momento. Era aún tan niña… Le daba tanta pena que tuviera que irse de su lado tan pronto. Pero la cosa no tenía arreglo. En ese momento, el duque debía estar negociando las condiciones del matrimonio, que en muy poco tiempo, si todo iba bien, sería un hecho. Y entonces, María Luisa Gabriela se iría para siempre y su risa dejaría de sonar en los corredores y en los salones de palacio y sobre Ana María de Orleans caería de golpe ese silencio que le iba a ser tan difícil de sobrellevar.

Con la dulzura de una madre preocupada, acarició el rostro de la joven sin despertarla y después salió con sigilo de la estancia y pidió a su aya que la dejara descansar un rato. Habían sido muchas emociones y tenía que digerirlas bien. Estaba segura de que esa noche le costaría dormirse y probablemente unas cuantas noches más. Recordó lo duro que se le hizo a ella dejar la corte del Rey Sol, y eso que era mucho mayor que su hija cuando se casó con el duque de Saboya. Pero claro, a ella no le esperaba un destino tan brillante. Estaba segura de que su hija sería feliz en España. Tenía el pálpito de que María Luisa y Felipe se llevarían bien.

Lo primero que tenía que hacer era informarse bien acerca del carácter del joven soberano y para ello nadie mejor que su hija María Adelaida, que al fin y al cabo era la cuñada de Felipe V. Iba a escribirle inmediatamente una carta para pedirle referencias de su cuñado. Se quedaría más tranquila sabiendo que iba a entregar a su hija pequeña a un príncipe que la iba a querer y respetar, aunque no dudaba que fuera así, porque sabía muy bien que los nietos de Luis XIV se habían educado sanos, al aire libre y lejos de las intrigas de palacio y de la corte, por expreso deseo de su abuelo, que no quería que fueran objeto de manipulación. Y desde luego también iba a escribir a su amiga la duquesa de Noailles. Ella le contaría qué se decía en la corte sobre la boda.

Mientras pensaba en todo eso, sentía una cierta tristeza que no podía evitar. Le daba tanta pena casar tan joven a su hija pequeña… Sólo pensar que estaba llamada a un alto destino la consolaba un poco. Y lo que había dicho a su hija era cierto. Estaba totalmente segura de que María Luisa Gabriela sería una reina excelente. Tenía todo lo que hace que un pueblo ame a una soberana, dulzura, bondad, carisma y personalidad. Sólo le faltaba ser más adulta, pero eso ya llegaría con los años. De momento sería una reina niña.