Febrero de 1714
Real Alcázar de Madrid
Habían pasado los primeros días de febrero y se habían desvanecido las esperanzas de curación de la soberana de España. En la reñida partida de ajedrez que María Luisa Gabriela llevaba jugando varios años con la muerte, ésta —la ominosa reina negra— estaba a punto de dar el definitivo mate a la reina blanca. Ya no había huida para ella; no había esperanza de supervivencia. Su vida se estaba extinguiendo sin solución y lo sabían todos, desde el rey, la princesa de los Ursinos y la marquesa de San Antonio —la fiel amiga de la reina— hasta el último de los criados del Real Alcázar de Madrid. El rumor sobre la próxima muerte de la reina, tan querida por los madrileños, se estaba extendiendo, poderoso, como una onda que se expandía fuera de control por toda la capital del reino y muchos de esos ciudadanos que la habían vitoreado y apoyado en tantos momentos duros y en tantos otros felices, se habían acercado a la explanada de Oriente de palacio, como sonámbulos, para esperar allí las fúnebres noticias que sabían que iban a recibir muy pronto.
Y mientras, en las iglesias de San Andrés y de San Isidro, de San Marcos y de San Miguel, así como en otras de nobles advocaciones y en los monasterios de las Descalzas Reales, de la Encarnación y de los Jerónimos, se rezaba sin cesar por el alma de la reina, ahora que su cuerpo iba a dejar de respirar. El día 13 de febrero, Helvetius, el médico eminentísimo, enviado por Luis XIV para que viera a la reina de España, la había desahuciado y se lo había comunicado al rey.
—No hay nada que hacer, señor —había dicho a Felipe V, compungido—. La vida de la reina está ya sólo en las manos de Dios. La ciencia humana nada puede contra la tisis que la está matando. Si no acontece un milagro…
—¿Estáis completamente seguro, doctor?
—Sí, majestad. Apenas deben quedarle horas o, a lo sumo, unos días de vida. Sus pulmones están dañados de modo irreversible y pronto no podrá continuar respirando. La muerte se cierne sobre vuestra casa. Preparaos para lo peor.
—¡No puede ser!; ¡otra vez más, no!
—¡Tenéis que aceptarlo! Yo ya no puedo hacer nada más.
—¡Qué cruel nueva me dais, y lo decís de un modo tan frío!
—No lo he pretendido, majestad. Siento mucho no poder ser optimista… De verdad lo siento mucho.
—Yo sí que lo siento de verdad, médico. La negra parca, con su carga de infortunio, se está cebando en nuestra familia sin piedad en los últimos años y está colmando mi aguante. Parece como si el Todopoderoso estuviera equilibrando la balanza de sus dones con la casa de Borbón y por haberla ensalzado tanto, ahora lo equilibra, dándonos los más duros golpes, uno detrás de otro.
—Estáis muy afectado, majestad. Es comprensible vuestro dolor.
—Esto es algo más que dolor, Helvetius. Es desesperación. Primero, se llevó a mi padre, el gran Delfín, hace menos de tres años y luego, poco después, a mi hermano mayor, a mi cuñada y a mi sobrino primogénito. En sólo unos meses han muerto tres herederos del trono de Francia y ahora, cuando todavía nos duelen tan duras pérdidas, nos ataca personalmente, en lo más sensible, llevándose a mi Luisa, la mejor de las esposas, la más cariñosa de las madres y la más querida de las reinas, en plena juventud, con sólo veinticinco años. ¿Cómo puedo aceptarlo? Decídmelo, doctor. ¿Acaso es eso justo? ¡Dios mío, cómo pones a prueba mi fe!
Helvetius inclinó la cabeza en silencio. No podía decir nada. Había vivido de cerca las otras muertes de la casa real de Francia y comprendía muy bien al rey de España. Incluso su poderoso abuelo, Luis XIV, había llorado desconsoladamente, como un ser humano cualquiera, la pérdida de los duques de Borgoña, sus nietos y de su bisnieto el duque de Bretaña. El médico lo había visto en persona y podía atestiguarlo.
—Es un golpe terrible, señor —dijo la princesa de los Ursinos, que estaba a un lado, acercándose al rey e interviniendo en la conversación—. Pero tenéis que ser fuerte. Lo habéis sido para soportar la pérdida de vuestro padre, vuestro hermano y vuestro sobrino. Sedlo también ahora para aceptar la de la reina, mi señora, que tanto os ama. Sé que permaneceréis a su lado hasta el fin, con el rostro sereno, que ella conoce y quiere tanto. Al menos así le será más fácil partir.
—Voy a intentar haceros caso, como en tantas otras ocasiones, princesa. Y vive Dios que nada nos va a ser tan difícil en la vida como esto. Con ella se me va la alegría de vivir y el mejor de los apoyos, porque no sólo ha sido nuestra esposa y amante, sino nuestra amiga y consejera. Pero eso lo sabéis vos mejor que nadie. Ahora, Ana María, ya sólo os voy a tener a vos.
—Os agradezco la confianza, Sire, pero no debéis olvidar que además de mi humilde persona, contáis con todo un reino que ya es vuestro gracias a las armas y con unos ministros excelentes, que os ayudarán en estos momentos difíciles. La muerte de la reina forma parte del Designio Divino y, como tal, debemos aceptarla, aunque no la comprendamos.
—En eso tenéis razón. Sólo Dios conoce sus propios porqués. Mi fe es sólida, y si en los momentos más difíciles de mi vida me ha servido de bastión, incluso contra mí mismo, ahora deberá ayudarme a aceptar la pérdida de la persona que más he amado en la vida.
—Así debe ser, majestad. Sabéis que yo estoy y estaré siempre a vuestro lado, mientras lo deseéis. Y os serviré como vuestra más fiel súbdita y vuestra mejor y más leal consejera.
—Cuento con ello, princesa. No sé qué haría sin vos en estos duros momentos en que todo se me hace tan cuesta arriba. Acompañadme, por favor, hasta el lecho de la reina. Quiero estar con ella el mayor tiempo posible, ahora que le queda tan poco…
—Sí, majestad —dijo, despidiendo con un gesto al médico del rey Luis XIV, que se inclinó y se retiró de la antesala de la cámara de la reina, donde estaban.
Felipe V estaba vestido entero de negro, como si fuera la reencarnación de uno de sus antepasados, los reyes Habsburgo. Estaba tan triste que había hecho que buscaran uno de los trajes a la moda de los Austrias que sólo había usado al principio del reinado. El tacto del terciopelo negro bordado de negro azabache le sentaba perfectamente al dolor de su alma. Su hermosa cabellera, rizada y empolvada a la francesa, era como una orla dorada que enmarcaba su rostro hermoso y triste, con profundas ojeras que no había intentado ocultar y que se debían a que no había sido capaz de dormir bien los últimos tres días por la preocupación del empeoramiento de la salud de la reina. Llevaba como todo adorno una insignia de diamantes del Toisón de Oro al cuello, la miniatura con el retrato de la reina delicadamente pintado, que acariciaba mecánica e inconscientemente, y la banda azul de la orden del Espíritu Santo de Francia.
Haciendo un sobrehumano esfuerzo, compuso en la medida de lo posible el rostro regio, quitando de él la expresión de dolor con un gran esfuerzo y mirando al pálido rostro de la princesa de los Ursinos, que también estaba exhausta pero que ocultaba mucho mejor los devastadores efectos de la falta de sueño de los últimos días, y dijo:
—Entremos en la cámara de la reina. Quiero ver a María Luisa Gabriela.
—Como deseéis, Sire. Os sigo.
Los guardias que estaban apostados ante la puerta la abrieron ante las palabras de Felipe V, y el rey de España y la princesa de los Ursinos entraron en la cámara mortuoria con pasos suaves.
La habitación de la reina, enteramente renovada, había sido decorada a la francesa, como era su gusto. Estaba tenuemente iluminada por unos ricos candelabros de plata y oro, que, en lugar de dar una luz alegre, parecían resaltar las sombras de los regios muebles que la princesa de los Ursinos había hecho traer de París para su confort, algunos años atrás. Los altos techos de la estancia se perdían en una mórbida penumbra cargada de sombras ominosas. Mientras se acercaban con suaves pasos, vieron a la marquesa de San Antonio, la fiel amiga de la reina, que estaba a su lado. Al ver al rey, la joven dama se levantó y haciendo una silenciosa reverencia se retiró hacia atrás para dejar paso a Felipe V. Éste no quitaba los ojos de la reina María Luisa Gabriela, que yacía en el lecho real, exangüe, pálida y enferma de muerte, aunque en su rostro aún se podía distinguir unas chispas de energía y de vida, que quizás fueran las últimas.
Apenas unas horas atrás, la princesa había estado con ella, arreglándola, como todos los días, en privado, con sólo la marquesa de San Antonio, la azafata y una dama de cámara, y la peluquera real, que tenía el importante cometido de tener siempre listas varias pelucas del mismo tono del cabello de la reina, para ser utilizadas según sus necesidades. Nadie sabía que la reina había perdido casi todo el cabello por su enfermedad y su coquetería y su sentido de la majestad no le permitían que otros, aparte de la princesa de los Ursinos y sus sirvientas de mayor confianza, vieran su deterioro físico, que cada vez se había hecho mayor en los últimos tiempos mientras iba perdiendo, día a día, semana a semana, su partida con la muerte. Unos tules estampados estaban anudados, engañadores, a su cuello antaño tan bello, pero en realidad sólo procuraban esconder la miseria de los feos ganglios que lo afeaban; también su rostro había sido cuidadosamente empolvado, con rosados coloretes, émulos del color de la vida, que no conseguían enmascarar la gravedad del estado de la real enferma, que pese a todo no había perdido su claridad de juicio en ningún momento.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
—Soy yo, Luisa. Vengo a verte con Ana María —dijo el rey, con un tono pretendidamente desenvuelto.
—Ah, mi señor. Me alegra que hayáis regresado a mi lado. Siento que la oscuridad quiere rodearme con su brazo firme y llevarme con ella y aún procuro luchar contra sus insinuaciones, pero tengo tan pocas fuerzas… No deseo morir. No deseo dejaros solo. Sé que me necesitáis tanto. ¡Qué cruel destino!
—¡Calla, Luisa! Reserva tus fuerzas.
—¿Para qué, mi señor? Dejadme que gaste estas últimas fuerzas mías con vos. No me engaño. Sé que me muero. Lo siento en la atmósfera de la habitación, que produce sombras espectrales en torno a mi lecho desde hace días. Está visto que por fin la señora muerte viene a darme el jaque mate. Lo percibo tan claramente como antaño percibía la vida que tenía ante mí.
—No digas eso, Luisa. Me produce desazón.
—¿Por qué no, mi señor? Es mi tiempo de partir, pero al menos sabed que no temo a la muerte por más que, para aterrarme, se quiera anunciar de modo macabro con algunos de sus más sombríos heraldos. Y como no la puedo eludir por mucho tiempo ya, será mejor que venga, pues. Me hallará preparada. Soy católica, apostólica y he vivido una vida plena, de acuerdo con los mandatos de la religión. He sido feliz a vuestro lado y estoy en paz conmigo misma, y aunque no desee irme acepto que me ha llegado la hora.
—¡Quédate con nos, Luisa! ¡No nos dejes! —dijo el rey con un susurro de voz.
—¿Qué no daría yo por poder estar con vosotros unos años más? ¿Qué va a ser de ti, mi querido esposo? ¿Y de nuestros niños, el príncipe Luis y los infantes Felipe y Fernando?
—Yo cuidaré de ellos hasta que estéis mejor, majestad —dijo la princesa de los Ursinos acercándose al lecho y mirando a la reina con devoción.
—Tú sabes tan bien como yo, querida Ana María, que no voy a mejorar. Ven a mi lado —dijo tendiendo la mano a la princesa de los Ursinos, con un gran afecto—. Sabes que te confiaría mi misma vida y eso es precisamente lo que voy a hacer. Te lo pido como tu reina y como tu amiga. ¡Cuida del rey, mi querido esposo, y de mis hijos cuando yo me vaya! Necesitarán tus sabios consejos y tu claro juicio tanto para los asuntos públicos como para los privados.
—Sabéis que podéis contar conmigo para todo, señora, lo mismo que su majestad el rey y vuestros reales hijos.
—Sí. Lo sé. Pero te los encomiendo especialmente en esta hora final. Sé que para el rey mi muerte va a ser muy dolorosa. Mitigad en lo posible su dolor. Cuidad que no se deje llevar demasiado por el dolor de mi pérdida. Al fin y al cabo, es el rey de España y tiene un deber para con la nación y el trono.
—¡Calla, Luisa! No me gusta oírte decir esas cosas.
—Debo hacerlo, mi señor, aún corriendo el riesgo de contrariaros ahora que aún tengo fuerzas. Sabes, Felipe, que te amo con todo mi corazón desde el día en que nos casamos y te lo he demostrado de muchas formas durante todos estos años, que han estado llenos de vivencias tan intensas. Juntos hemos luchado por el trono que te dejó tu tío abuelo, el rey Carlos II, desde el principio. Y nunca dudé de ti, de que conseguirías tu propósito, como tú nunca dudaste de mí, y durante más de doce años nos hemos apoyado el uno al otro y nos hemos amado, en los buenos y en los malos momentos. Pero me has hecho sentirme especialmente querida durante la enfermedad, cuando me seguías deseando y compartías mi lecho, a pesar de mis fiebres y mis males, dándome tu calor y tu fuerza. Tú has sido lo primero en mi vida, como yo lo he sido en la tuya, y mi lealtad y mi amor son tuyos hasta que se extinga la última chispa de vida que me queda.
—También yo te amo con todo mi corazón, Luisa.
—Lo sé, mi señor. Y aunque viviera cien vidas no tendría suficientes para agradecéroslo. Ahora que me marcho, os encomiendo de nuevo a Ana María, mi camarera mayor y mi más respetada consejera. A ella le debo mucho, porque seguí sus inteligentes y oportunos consejos y me ayudó a ganarme al pueblo y a hacerles partícipes de nuestras alegrías y nuestras penas. Apelé a ella y ella siempre estuvo ahí y quiero que tú, Felipe, confíes en la princesa de los Ursinos, lo mismo que lo he hecho yo durante todos estos años.
—Puedes quedarte tranquila, Luisa. No dudes que lo haré. Sabes que Ana María cuenta con mi real aprecio.
—Me alegra oírtelo decir de nuevo, en esta hora, Felipe. Ella te servirá bien y su apoyo será un consuelo en los momentos de dolor que seguirán a mi muerte. Ella es el mejor contrapeso de los que procuran medrar en los escalones del trono. No lo olvides. ¿Me lo prometes?
—Sí. Te lo prometo, Luisa. No tengas tantas preocupaciones. Descansa, por favor. Se te está yendo la vida con cada palabra.
—La vida, que me ha sido prestada, a Dios se la regreso cuando me la reclame; pero al menos, me consuela que se me está concediendo la gracia de poder expresarte mis sentimientos antes de partir.
Se hizo un breve silencio que ninguno, ni el rey ni la dama, osó romper.
—Ahora, mi querida Ana María y tú también, mi querida Antonia, si me lo permitís, desearía tener unos momentos de conversación privada con el rey. Quiero despedirme de mi esposo y eso es sólo para nosotros dos.
—Claro, mi señora —dijo la princesa de los Ursinos, besándole la mano.
Antonia Frattini también se acercó a besarla y las dos amigas se miraron profundamente a los ojos por un instante, sin palabras. Ya se lo habían dicho todo antes de la llegada del rey. En cuanto muriera la reina, la marquesa iba a entrar en un convento. Un delicado beso en la mano de la reina fue su despedida, y luego, retirándose ambas de espaldas, como mandaba el protocolo, salieron de la habitación.
—¿Querías decirme algo en especial, Luisita mía?
—Sí, amor mío. Quería decirte con mis últimas fuerzas que eres el hombre que ha llenado mi vida de alegría. Me has dado todo lo que una mujer puede desear: tu amor, tu respeto, tu confianza, tu semilla y tu trono.
—Lo mismo que tú a mí, Luisa. Me has hecho feliz desde el día que te conocí y puedo decirte con orgullo que te he sido siempre completamente fiel, en cuerpo y alma. Quiero que te vayas al cielo sabiendo que nunca he estado con ninguna otra mujer antes que contigo, ni lo he deseado, a pesar de mi necesidad física acuciante, cuando estuve lejos de ti, en campaña; ni he permitido que los que intentaron que te traicionara con otras, permanecieran en mi presencia después de haberme hecho tan inmoral sugerencia. No soy como mi padre ni mi abuelo. Te quiero y te he querido como a mi única esposa.
—Sí. Lo sé, Felipe. Y no sabes cuánto te lo agradezco. Para mí, estar casada contigo ha sido el mejor regalo que Dios me ha concedido en la vida porque has sido el mejor de los esposos, el más fogoso y el más cumplidor de los amantes y el mejor de los padres. Pero Felipe, tenemos que ser realistas. Tú necesitas una mujer a tu lado, en tu lecho, todos los días. No sólo para tu placer, sino porque tu cuerpo lo necesita para aplacar su necesidad. Por eso quiero que me prometas que, cuando yo muera, te volverás a casar pronto. Es importante para tu estabilidad emocional. Yo te bendeciré desde el cielo, si es que Dios me concede el privilegio de ir a contemplar su Gloria, a mi muerte.
—No digas esas cosas. No puedo ni imaginarme un mundo sin ti.
—Pues tendrás que hacerlo, Felipe. Somos reyes y como tales debemos pensar incluso en estos momentos. Dios nos dio la corona y con ello unas obligaciones diferentes a las de los otros mortales. Hay deberes que tenemos que atender ante la muerte, lo mismo que los hubo ante la vida. Sabes bien, esposo mío, que tu carácter te lleva a la melancolía y a la soledad por su naturaleza y, por eso, es menester que confíes mucho en la princesa de los Ursinos, hasta que ella te encuentre a otra reina que sea digna de sentarse en el trono que yo he ocupado.
—Me duele oírte hablar así, Luisa.
—Y a mí me duele más aún tener que hacerlo, esposo mío. No es grato para una reina que ama a su esposo como te amo yo, morirse con tan pocos años, teniendo que dejarle desamparado y con hijos pequeños, y saber que su única posibilidad de ser feliz el resto de su vida es casarse con otra mujer.
—Luisa, por favor. No sigas por ese camino. De verdad que no quiero oírte. Sólo quiero estar contigo el tiempo que te quede.
—También yo deseo lo mismo, Felipe. Pero mis palabras son necesarias. Así te sentirás mejor, el día de mañana, cuando llegue el momento y recuerdes esta conversación. Porque si Dios quiere, a ti te quedan aún muchos años de vida por delante, y puede que incluso estés llamado a ser rey de Francia y de España, a pesar de lo que has firmado en Utrecht, si también muere nuestro sobrino, el jovencísimo Delfín, que ahora es el único que se interpone entre tu persona y el trono de nuestro abuelo, Luis XIV.
—Me admira que puedas hablar de política a las puertas de la muerte.
—Soy una reina, esposo mío, y he de serlo hasta que las fuerzas me fallen. Asumí esa responsabilidad al casarme contigo y te confieso que me he sentido muy cómoda como tal. Creo que, de hecho, me gusta más el trono que a ti, que lo aceptaste como una responsabilidad dura que te incomodaba.
—Así fue al principio, he de reconocértelo, aunque he aprendido a reinar y ahora me gusta hacerlo. Pero querría seguir haciéndolo contigo a mi lado. Tienes que luchar un poco más. Todavía puede acontecer un milagro.
—No lo creo, Felipe. Sé que ha llegado mi hora y no sabes bien, nunca lo sabrás, cuánto he luchado para evitar este fatal desenlace. Llevo años combatiendo la mortal enfermedad que me está matando. La he engañado una y otra vez. He librado contra ella mil batallas y he vencido a la muerte, a fuerza de ganas de vivir y de amor a tu real persona, durante los últimos años, pero ya no tengo más fuerzas para luchar. Por fin se me han acabado. Estoy completamente exhausta.
El rey se reclinó sobre la almohada en silencio, tomando la mano de la reina con devoción y mirándola durante unos largos momentos a los ojos. Se conocían tan bien el uno al otro. María Luisa Gabriela sintió su calor y su mirada como una caricia que la hizo estremecerse. El rey era tan fuerte, tan viril, tan hermoso, estaba tan lleno de vida mientras que ella, en cambio, era como una flor de invernadero, siempre a punto de fenecer. Y ahora ya nada iba a retrasar su fin.
—Te quiero tanto, Luisa.
—Y yo a ti, Felipe. Con todo mi corazón, con toda mi alma y hasta hace muy pocos días, con todo mi cuerpo también. Lo sabes.
—Lo sé, mi reina. Has sido completamente mía.
—Sí. Y lo seguiré siendo en espíritu hasta que me vaya y luego velaré por ti desde el Más Allá. No sabes cuánto siento tener que dejarte ahora que hemos ganado, a sangre y hierro, la corona que heredaste, pero me consuela que al menos serán nuestros hijos los que la hereden algún día, dentro de muchos años, si Dios quiere, cuando tú faltes. Aunque la reina que me suceda te dé herederos, ellos no reinarán en España.
—Claro que no, Luisa. Será nuestro hijo Luis el que nos sucederá.
—No sabes lo que me duele no verlos crecer. Luis apenas tiene siete años, Felipe no llega a los dos, y el pequeño Fernando sólo tiene seis meses. No conocerán a su madre. No sabrán lo que los quiero. No me recordarán, salvo por los retratos de la corte. Para ellos, su madre será una figura en un lienzo, colgado de una pared de palacio.
—No penes por eso. Sí sabrán de tu amor por ellos. Yo les hablaré de ti y les contaré cómo luchamos por la corona de España y cómo su madre fue la reina más querida que ha tenido este noble reino desde Isabel la Católica.
—Podría haberlo sido tal vez, si Dios me hubiera concedido más tiempo de vida. He reinado contigo durante poco tiempo y, aunque sé que me quieren, pronto me olvidarán. Es ley de vida. Los pueblos tienen flaca memoria para los que se van demasiado pronto.
—No siempre es así.
—Sólo en el caso de los grandes conquistadores falla la regla. Acepto que se me olvide fuera, pero no quiero que eso pase en mi familia. Prométemelo, mi señor. Dime que no permitirás que mis hijos me olviden. Eso me da mucho miedo en esta hora y me hace difícil partir. No quiero que nadie ocupe mi lugar en sus corazones.
—Estás anticipando demasiadas cosas, Luisa. Pero si es por eso, no te preocupes. Te prometo que nuestros hijos sabrán muy bien quién era su madre; con todas sus virtudes. Y también está Ana María para recordárselo.
—Sí. Pero Ana María de la Tremoïlle es muy mayor. Ya tiene más de setenta años, aunque no los aparente, y pronto, por ley de vida, se irá también a la tumba. Además, es una persona de fuerte carácter y si la nueva reina también lo es, preveo dificultades entre ellas.
—Exageras, Luisa. Ana María es nuestra más fiel consejera.
—Más vale prevenir, mi querido esposo. Aunque, como ya sabes, el hombre propone… En fin. Sea lo que Dios quiera. Hoy todavía tengo fuerzas para hablar y por eso he querido decirte todas estas cosas. Mañana no sé cómo estaré y no querría morirme sin una despedida privada contigo, un mano a mano, como tantos hemos disfrutado. Siento no poder darte mi cuerpo hoy, como sería mi deseo, pero ya no tengo fuerzas para ello.
—Mi querida Luisa.
—¡No sabes cómo me cuesta morir, Felipe! Y no sabes cuánto siento no tener fuerzas para luchar por mi vida. Me siento flotando como en una nebulosa. Es como si mi cabeza funcionase por su cuenta, mientras mi cuerpo se rinde a cada segundo a la enfermedad.
—¿Te duele algo?
—Ahora, mucho menos que los últimos días, aunque la opresión en mi pecho es permanente. Al menos, no siento esos dolores agudos como puñales en el cuello que casi me hacían gritar. Han desaparecido esta mañana, con mi mejoría, y eso me ha permitido coger fuerzas para poder hablar. Pero no sé cuánto durará la tregua.
—Esperemos que el láudano y el nuevo calmante que te ha recetado Helvetius consigan evitártelos en adelante.
—Dios te oiga. Al menos, puedo despedirme de ti con una sonrisa, amor mío, y darte las gracias por estos maravillosos años que hemos estado casados.
—También yo te doy las gracias por ellos. Me has hecho muy feliz.
—Recuéstate aquí, a mi lado, esposo mío. Ahora que tenemos un momento de paz para nosotros, disfrutémoslo, porque creo que será el último. Intuyo que muy pronto vendrán los prelados, los eclesiásticos y los grandes a verme morir y quiero ofrecerles una muerte digna.
—Me impresionan tus palabras.
—Tengo el espíritu muy claro, a pesar de que me están abandonando las fuerzas, esposo mío. Te quiero con todo mi corazón; el mismo que en breve va a dejar de latir.
—Yo también te quiero, Luisa —dijo el rey con lágrimas en los ojos, que intentó enjugar discretamente con un delicado pañuelo de hilo de Holanda.
—Dámelas, Felipe. Quiero tener en mi mano ese pañuelo con tus lágrimas de amor. Ése será tu último regalo hacia mí y quiero que me entierren con él —dijo cogiéndolo de la mano del rey y aferrándolo en la suya.
* * *
En la antecámara esperaban ya los altos cargos de palacio, el mayordomo mayor, duque de Escalona y marqués de Villena; el caballerizo mayor, duque de Medina Sidonia, y el gran chambelán, conde duque de Benavente, así como los gentileshombres de cámara. El resto de los grandes que estaban en la capital, los duques de Veragua, Medina de Rioseco, Infantado, Arcos de la Frontera, las duquesas de Terranova, Híjar y Monteleón, comenzaron a acudir al Real Alcázar para asistir al final de la reina. También llegaron hasta la antesala el arzobispo de Toledo, el Patriarca de las Indias y el Gran Limosnero, así como los obispos de Sigüenza y de Coria, y otros personajes de la corte.
La princesa de los Ursinos les había pedido silencio y paciencia. El rey y la reina se estaban despidiendo en privado y los demás tenían que esperar a que llegara su momento, que no había de tardar. Ana María, camarera mayor de la reina, estaba flanqueada por la marquesa de San Antonio y las duquesas de Terranova y Monteleón, y miraba con sus ojos observadores y hermosos a los cortesanos, algunos de los cuales mostraban rostros compungidos. María Luisa Gabriela había sido una buena reina y todos la querían. No tenía ni un solo enemigo. No había hecho conscientemente mal a nadie y había sido admirada por todos en los momentos duros, tanto que el pueblo le puso el apodo de la «reina soldado» porque iba a caballo con soltura y les había comunicado en persona los partes de guerra desde un balcón de palacio, en los días más duros. Debería pasar a la historia como una reina excepcional, porque ninguna otra, como ella, había mostrado, desde los trece años, edad en que se casó y entró en España, tan alto sentido del deber. Moldearla había sido una hermosa tarea para la princesa de los Ursinos, pero la materia prima de la reina era de la mejor calidad y había sabido sacar el mejor partido de los sabios consejos de la vieja cortesana francesa, cuya dilatada vida había estado llena de interesantes experiencias.
Mientras esperaba que el rey y la reina terminaran de despedirse, la princesa de los Ursinos recreaba muy rápidamente lo que habían sido sus últimos años. Como servidora del rey de Francia en la corte de España, había sabido adaptar sus deberes a las necesidades de su puesto y se había españolizado con los años, de modo que sus servicios habían sido de la mejor calidad. En verdad, a ella se debían muchos de los éxitos de los reyes, pero eso no la envanecía. Su ambición era de las de gran envergadura; era una mujer de Estado, probablemente la más importante de su tiempo, y muchos hombres importantes así lo reconocían en privado, comenzando por Luis XIV.
Ella, que tenía un fino instinto político, sabía que ahora se iban a producir grandes cambios. Eso sería inevitable, tras la muerte de la reina. Una vez tomada la ciudad de Barcelona, que aún seguía resistiendo el cerco, acabaría la guerra de sucesión y el reino entero estaría por fin bajo el dominio de Felipe V y muy pronto habría que encontrarle de nuevo esposa, porque el rey no iba a poder permanecer viudo y solo durante mucho tiempo, dado su temperamento melancólico y sus grandes necesidades sexuales, que sólo ejercía dentro del matrimonio. ¿Y a quién se podía elegir como consorte? ¿Alguna de esas princesas del norte de Europa? ¿Una hija del rey de Polonia o una italiana, como Isabel de Farnesio?
Sus pensamientos le parecieron prematuros. Ya habría tiempo para eso más adelante. A la reina María Luisa Gabriela aún le quedaban unas horas de vida y había que hacérselas lo más llevaderas posible. Para ello, había pedido a sus cuidadores y nodrizas que trajeran al príncipe de Asturias y a los infantes. Así, su madre podría darles su bendición y despedirse de ellos, antes de que le faltaran las fuerzas.
El príncipe Luis, con su melena rubia, rizada y su rostro fino y delicado, llegó en silencio ante la princesa. Iba de la mano de su cuidadora, con el rostro serio. Todos se inclinaban ante él a su paso y le miraban con conmiseración y respeto.
—Ahora podréis entrar a ver a vuestra madre, alteza —respondió la princesa a la muda pregunta que formulaban sus ojos, después de hacer una reverencia ante él—. Sus majestades están teniendo una conversación en privado.
—Gracias, Ana María —dijo con su tierna voz de niño demasiado adulto, que comprendía apenas lo que estaba pasando—. ¿Mamá se va a ir al cielo?
—Eso sólo Dios lo sabe, alteza. Ya sabéis que se ha recuperado otras veces de la enfermedad —dijo intentando posponer el golpe que, inevitablemente, había de sufrir el príncipe niño en breve. A sus siete años, su madre aún le parecía el centro del mundo y no podía entender que se fuera a morir.
Las puertas de la cámara de la reina se abrieron entonces y todos esperaron a que el príncipe niño y las ayas que llevaban a sus hermanos entraran en la habitación y se acercaran al lecho mortuorio de la reina, y les siguieron en silencio. Llegaba el momento de contemplar cómo iba a morir la reina de España. El príncipe de Asturias se acercó al lecho real. Sus hermanos, dormidos en brazos de las nodrizas, iban detrás, sin enterarse de nada. La reina los miró con todo el amor y toda la pena del mundo, tanto que el niño, sensible como era, casi se echa a llorar. Luis se contuvo, a duras penas, queriendo mostrarse adulto porque, como su madre le había enseñado, no cuadra a los príncipes mostrar sus sentimientos al exterior, sino guardarlos para los momentos privados.
—Ven a mi lado, Luis —dijo María Luisa Gabriela con un hilo de voz, tomando la manita de su hijo entre las suyas.
—¿Te vas a morir, mamá?
—Mi vida, como la de todos nosotros, está en las manos de Dios y, a lo mejor, el Todopoderoso quiere que me vaya al cielo ya.
—Pero yo no quiero que te mueras.
—Ya lo sé, hijo. Tampoco yo lo deseo, pero no está en mi mano decidir. Tienes que ser fuerte. Es tu obligación como príncipe.
—Sí, mamá.
—Escúchame bien, Luis. Sé que esto no es fácil para ti, como no lo es para mí, pero recuerda que tu madre te quiere mucho y te ha querido siempre, con todo su corazón, como a tus hermanos. Tendrás que hablarles de mí, porque ellos no me recordarán —dijo señalando a los otros dos niños, a los que bendijo.
—Yo les diré lo guapa y lo buena que eres, mamá.
—Gracias, hijo. Sé que lo harás. Cuando yo no esté, obedece en todo a tu padre, a tu aya, la princesa de los Ursinos, y a tus preceptores. Si un día tienes que ser rey, primero debes prepararte para poder reinar con sabiduría y justicia. Sé aplicado en tus lecciones, no descuides el ejercicio y, sobre todo, recuerda a tu madre, que te bendice y te quiere en esta triste hora.
—No quiero que te vayas al cielo.
—Reza por mí, hijo. Que tu plegaria infantil me abra las puertas doradas del cielo —dijo haciendo la señal de la cruz sobre su frente. Luego miró a la princesa de los Ursinos, que comprendió que la reina no quería que el príncipe la viera agonizar. Entonces le tomó de la mano y el niño se retiró del lecho de la moribunda sin quitar la mirada de su madre, que también le seguía mirando, mientras los nobles y eclesiásticos abrían paso para que salieran de la cámara.