Capítulo 42

Jennifer acudió a abrir la puerta al segundo timbrazo. Aunque el primero, largo y monocorde, lo había oído perfectamente, lo «encajó» dentro de su último sueño como sólo puede suceder cuando alguien está inmerso en ese estado.

Le costaba entender quién podría llamar a su puerta a las diez de la mañana, pero se resignó a levantarse. Qué remedio. Aquél era uno de esos defectos adquiridos en la Academia Militar de Fort Meade, fruto de tediosos entrenamientos psicológicos pensados para moldear los hábitos de la soldadesca e impedir que dejaran un asunto sin resolver o una llamada sin atender. Y Jennifer lo sabía.

Se envolvió en una bata de seda negra, se sacudió el pelo tratando de despejarse un poco, y cruzó a toda velocidad el salón.

Al asomarse por la mirilla, descubrió a un joven de unos treinta años, con gafas de montura metálica, delgado y con cara de empollón, que aguardaba impaciente. No le había visto jamás.

—¿Señorita Narody? —la pregunta del visitante se escapó de sus labios cuando intuyó que le observaban.

—Sí, soy yo. ¿Qué desea?

—No sé cómo explicarle… —titubeó en un inglés sólo aceptable, que delataba su condición de extranjero—. Mi nombre es Carlos Albert, soy el periodista español que le dejó un mensaje en el contestador hace unos días.

—¿Se acuerda? Quería hablar con usted sobre su interés en manuscritos españoles del siglo XVII. Quizá lo recuerde.

—Hey, sí.

—Por favor, ¿podemos hablar?

Jennifer dudó si abrir o no la puerta a aquel desconocido, pero, finalmente, no tuvo otra elección. Sobre todo cuando el hombre mencionó algo acerca de un robo de material histórico que la policía estaba investigando y que podía incriminarla.

—Siento de veras las molestias que se ha tomado viniendo hasta aquí —atajó brusca el último comentario del patrón, mirándola ahora por la puerta entreabierta—, porque nunca he sido coleccionista de esa clase de documentos. Creo que se ha equivocado de persona.

—Pero es usted Jennifer Narody, ¿no?

—Sí, lo soy.

—¿Y no fue usted quien escribió al santuario de Loyola para pedir una copia del Memorial de Benavides? Yo vi su carta…

—¿Benavides? ¿Fray Alonso Benavides?

Jennifer tartamudeó ligeramente mientras pronunciaba con marcado acento californiano el nombre completo del fraile.

—Ése. ¿Lo conoce?

—Más o menos… —siguió vacilando—. Pero yo nunca he escrito a nadie sobre ese tema.

—¿Y tampoco ha visto el manuscrito del que le hablo?

La mujer no respondió. Su cerebro trataba de encontrar un sentido a todo aquello. Sus sueños, aquella visita y hasta el documento al que se refería mister Albert, parecían piezas de un mismo tablero de ajedrez, que sólo ahora, con un poco de esfuerzo, parecía poder ver con cierta perspectiva. De repente, en sólo un segundo, como si su conciencia se hubiera elevado sobre ese hipotético casillero blanquinegro, lo entendió todo: la predicción de la gitana, sus visiones de Nuevo México y hasta el envío de UPS desde Roma del que casi ya se había olvidado. «¡Claro! —estalló para sus adentros—, la segunda señal era el documento que recibí, ése que no entendería hasta que llegara la tercera».

—Usted es la última señal… —murmuró.

Carlos palideció.

—¿La señal?

—Será mejor que entre y que le eche un vistazo a algo.

Jennifer se ajustó su bata, cerrándola hasta el cuello, antes de abrir la puerta de par en par. Carlos entró en el apartamento, mientras volvía a percatarse del rumbo extraordinariamente fácil que tomaban los acontecimientos.

Es más, comenzaba a temer verse envuelto de nuevo en la misma espiral de sincronicidades que le rodearon en Ágreda semanas atrás.

El apartamento no le pareció un ejemplo de orden. Se intuían los restos del way of life americano en las cajas de pizza amontonadas sobre una mesa de cristal baja, y en la colección completa de discos de Bruce Springsteen desparramada delante de un aparatoso equipo de música. En un armario de bambú oscurecido por sucesivas capas de barniz, Jennifer Narody se detuvo a rebuscar algo en los cajones.

—¿Puedo ayudarla?

—No, no. Nadie se aclara con mi orden excepto yo.

—Claro, lo comprendo —admitió Carlos disimulando una sonrisa.

—¡Aquí está! Ha de ser esto.

Jennifer depositó sobre el televisor un grueso manojo de páginas antiguas, atadas con cordeles, y escritas en un estilo de caligrafía que el patrón había tenido ocasión de contemplar en muchos otros documentos del barroco español. Una oleada de sangre subió a su rostro, sonrojándole.

—¿De dónde lo ha sacado?

—¡Oh! Lo recibí hace algunos días por mensajero. Fue enviado desde Roma, sin remitente, y como no entendí de qué podía tratarse, lo guardé aquí.

—¿Se lo pudo enviar algún amigo coleccionista?

—Ya le he dicho que no me interesan las antigüedades.

—¿Y entonces?

—Lo ignoro. Lo siento.

Carlos tomó aquel tocho entre sus manos y comenzó a hojearlo con expectación. Al principio, le costó adaptarse a la grafía llena de arabescos, pero después la leyó casi de corrido: «Memorial a su Santidad, Papa Urbano VIII, nuestro señor, relatando las conversaciones de Nuevo México hechas durante el más feliz período de Su Administración y Pontificado y presentado a Su Santidad por el Padre fray Alonso de Benavides, de la Orden de Nuestro Padre San Francisco, Custodio de las citadas conversaciones, el 12 de febrero de 1634». Al documento, pegado en una fina tira de papel cebolla, le acompañaba una inscripción más reciente trazada con lápiz rojo: «Mss. Res. 5062».

Aquella nota colmó la paciencia del periodista.

—¡Santo Dios! ¿Sabe lo que es esto?

—Por supuesto que no.

—Un documento que desapareció de la Cámara Acorazada de la Biblioteca Nacional de Madrid hace algunos días. Debe saber que el robo de documentos antiguos es un delito grave.

Jennifer Narody trató de contener su sorpresa.

—¡Yo no lo robé! —protestó—. Si así fuera, ¿cree que se lo hubiera enseñado así, por las buenas?

Carlos se encogió de hombros.

—Quizá tenga razón, pero lo cierto es que éste es el cuerpo del delito, y lo tiene usted en su casa.

—Espere un momento. Hasta hace un segundo ni siquiera sabía de qué se trataba. Alguien me lo envió. Alguien que… —dudó un instante—, por lo que veo, quiere implicarme en algún juego sucio.

—Luego, al menos, sospecha de alguien.

—En parte.

—No quiero acusarla de nada, pero la Interpol sabe ya de su existencia y no creo que tarden mucho en enviar a alguien para hacerle unas preguntas. Entonces, le será difícil justificar la posesión de un incunable robado.

—¿Interpol?

—La brigada criminal de la policía española y el grupo antisectas alertó a Interpol temiendo que este texto hubiera salido ilegalmente del país. Y, a la vista está, tenían toda la razón.

El patrón acentuó más de lo normal la palabra «este». Jennifer se asustó.

—¿Y por qué investiga un documento como éste la brigada antisectas?

—Sospechaban que podría haber algún grupo de fanáticos interesados en apropiarse de este texto. A veces esa clase de colectivos se interesan por un libro o una obra de arte por las razones más extrañas. De hecho, quien entró en la Biblioteca sólo robó ese documento, y eso que podía haberse llevado otras obras mucho más singulares y valiosas.

—Parece muy extraño, ¿no?

—Mucho. Por eso creo que debería darme algunas explicaciones más, señorita. Por ejemplo, ¿cómo explica, si no leyó nunca este documento, que sepa quién fue Benavides?

—Yo, no…

—Vamos, tranquilícese. No soy policía, y mi interés en este asunto es puramente personal.

—¿Personal? ¿Qué quiere decir?

—Debo llegar al fondo de este asunto si no quiero terminar volviéndome loco. Estoy en esto sin quererlo, y ya comienzo a escuchar hasta voces en la cabeza que me hablan del caso.

—¿Voces? —Jennifer sonrió—. Entonces es usted de los míos.

—¿De los suyos?

—Acompáñeme, por favor.

La morena condujo a Carlos hasta un mullido sofá que ocupaba casi totalmente otra pequeña habitación del apartamento. El cuarto estaba literalmente atestado de papeles, libros y recuerdos de viajes. Era, sin duda, el rincón más confortable de la casa. Incluso le sorprendió descubrir un enorme cuadro con la efigie de Buda presidiendo el sillón, que contrastaba amablemente con las estanterías de madera de pino que se alzaban frente a él.

—No me interprete mal, señor…

—Albert. Carlos Albert.

—Señor Albert. Pero el conocimiento que tengo de Benavides me ha venido, precisamente, por sueños. Le juro que nunca antes había oído hablar de él, ni leído ningún libro en el que le mencionaran. Sin embargo, desde hace varias semanas, casi desde que dejé mi trabajo, vengo soñando con sucesos que tuvieron lugar hace más de tres siglos y en los que, de una u otra manera, intervino ese fraile. No sé si usted ha tenido alguna vez esa clase de ensoñaciones lúcidas, donde todo parece real, pero le aseguro que parecen cosa de magia.

—¿En qué trabajaba usted?

—Creo, y eso es lo que quiero contarle, que mi trabajo puede tener mucho que ver en todo esto.

—¿Ah, sí?

—Hasta hace poco tiempo era teniente de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, y trabajaba destinada en la sección de inteligencia.

Carlos dio un respingo.

—Durante mis dos últimos años de carrera, estuve destinada en Virginia, y después en Europa, dentro de un proyecto secreto, destinado a la exploración de las facultades límite de la mente humana.

—¿Facultades límite?

—Sí. Habilidades psíquicas como la transmisión de pensamiento sin necesidad de recurrir a ningún sofisticado instrumental tecnológico, o la visión remota a través de personas entrenadas en clarividencia. ¿Comprende de qué le hablo?

—Perfectamente.

El patrón no salía de su asombro. Había oído hablar en España de esa clase de proyectos más cercanos a la ficción televisiva que a la realidad, pero ahora tenía enfrente a una persona que conocía el asunto de primera mano. Si se trataba de una coartada para desviar su atención del Memorial, era perfecta. Justo la clase de relato increíble que interesaba a Carlos. Pero si no lo era, aquél era el enésimo guiño del Programador en quien estaba a punto de empezar a creer a pies juntillas.

—Durante la administración Reagan, mi equipo trabajó a fondo tratando de emular los supuestos logros conseguidos por los rusos para espiar a distancia instalaciones militares con ayuda de personas con habilidades psíquicas, y disponer de un «ejército» de «viajeros astrales» capaces de desdoblarse y «volar» hasta sus objetivos. Desgraciadamente, la mayor parte de los experimentos terminaron en fracaso porque no se podía controlar a voluntad esta clase de fenomenología, y el general al mando fue destituido.

—¿Y cuándo entra usted en escena?

—El año pasado. El proyecto de «espionaje psíquico» nunca fue cerrado del todo porque, desde mucho antes de la caída del Muro de Berlín, sabíamos que los comunistas trabajaban intensamente con las facultades límite del ser humano aplicadas al terreno militar. Es más, los rusos habían vendido algunos de sus secretos a potencias que eran enemigas declaradas de este país.

—Entiendo.

—Para colmo de males, teníamos poco presupuesto, así que, en virtud de una serie de acuerdos, mi instituto, el INSCOM, se alió con un socio discreto, interesado también en tal clase de menesteres.

—¿Un socio?

—Sí, El Vaticano.

Carlos sacudió la cabeza.

—No se extrañe —insistió Jennifer, consciente del carácter fantástico para interlocutores desprevenidos—. El Vaticano lleva siglos interesado en cuestiones como los viajes astrales, que a nosotros sólo nos atraen desde hace cuatro décadas. De hecho, considere que el término bilocación es tan sólo la manera piadosa de definir una clase de experiencias de desdoblamiento en las que el «doble» adquiere una mayor o menor densidad, dependiendo de la técnica utilizada. Los anales de la Iglesia están llenos de esa clase de casos. En Roma les interesaba saber qué mecanismos psíquicos los provocaban: ellos ponían la información histórica basada en observaciones de siglos, y nosotros la tecnología suficiente para poder impulsar la «reproducción» de tales estados.

—¿Tecnología?

—Sí. El instituto para el que trabajaba envió a uno de nuestros hombres a Roma, a Radio Vaticana. Un experto en ingeniería de sonido, que había trabajado en nuestro Cuartel General de Virginia. Allá dentro trabajaría en secreto en un proyecto de la Iglesia que trataba de averiguar qué clase de factores externos podían hacer que un santo se bilocase. Al parecer, antes de nuestra llegada ya habían descubierto que ciertos tipos de música sacra favorecían el desdoblamiento del cuerpo, descartándose otros estímulos considerados en el pasado, como los trastornos epilépticos, muy comunes, es cierto, en los santos, o el ayuno prolongado.

—Y con música podían…

—La música no era lo importante. Era la frecuencia vibratoria del sonido la que provocaba que el cerebro se comportara de una determinada forma, dando pie a experiencias psíquicas más o menos intensas. En Estados Unidos, nuestro agente aprendió una técnica parecida de desdoblamiento de otro investigador, Robert Monroe, que sintetizó sonidos de múltiples frecuencias capaces de proyectarte fuera del cuerpo tras algunas sesiones de entrenamiento. Se trataba de conjugar ambas experiencias en beneficio mutuo.

—¿Y usted?

—Yo fui a Roma un tiempo después. Trabajé con nuestra gente y el líder de un extraño grupo al que llamaban el «primer evangelista».

—¿El «primer evangelista»?

—Por supuesto, era un nombre clave. Algo parecido a «Tango Matador», sólo que adecuado a la mentalidad vaticana. Allí, en una sala idéntica a la que teníamos en Fort Meade y que nuestro hombre reprodujo al detalle, me utilizaron como conejillo de Indias sometiéndome a una nueva clase de sonidos que mezclaban las frecuencias sintetizadas por Monroe y la música sacra. El «evangelista» estaba empeñado en proyectarme a otra época.

—¿A otra época? ¿Al pasado?

—Al pasado. Pero entonces no consiguió nada. Me sometió a sesiones de cincuenta minutos, en que me hacía oír sonidos minuciosamente ordenados que hacían que mi cerebro se sacudiese. Después, por la noche, yo sufría cosas raras: figuras geométricas que daban vueltas en mi cabeza, colores, y hasta comencé a escuchar voces pero sin conseguir entender qué decían.

Carlos forzó una sonrisa, pero la dejó continuar.

—Era como si hubiera sintonizado un canal de televisión cuya antena estuviera defectuosa y la señal no se recibiera bien.

—¿No le dijeron por qué querían mandarla al pasado?

—Sí. Entonces no lo comprendí, pero ahora todo encaja.

—¿Qué quiere decir?

—Querían enviarme a una época que yo no conocía para rastrear el paradero de un documento perdido donde precisamente se consignaban instrucciones para realizar proyecciones físicas de personas mediante sonidos.

—¿Físicas?

—Al parecer, alguien venía haciéndolo desde hacía tiempo. Pero ni el Vaticano ni nuestro gobierno sabían quién era. Por lo visto, sólo ese documento contenía las claves para reproducir ciertos resultados y destapar la identidad del grupo en cuestión.

—Y el documento —murmuró Carlos— es éste.

—Eso parece.

—¿Y llegó usted a soñar con él?

—Bueno, no exactamente —Jennifer hizo un gesto enérgico, pretendía acentuar su deseo de ser lo más exacta posible—. En realidad soñé con quien lo escribió y con el momento histórico en el que se redactó. Supongo que en Los Ángeles, alejada de los laboratorios, mi cerebro ha seguido tratando de «ajustar la señal» por su cuenta y finalmente lo logró sin querer, fuera del plazo fijado por los expertos en Roma. Fue entonces cuando comencé a ver cosas del pasado. Cosas que sucedieron en Nuevo México y en España en el siglo XVII.

—¿Y por qué le han mandado a usted ese documento, que no puede ni siquiera leer? ¿Tiene la menor idea de quién puede haberlo hecho?

—No lo sé. Pero se trata de alguien que sabía que estoy viviendo aquí, y eso, créame, no es precisamente del dominio público.

La media melena de la ex militar cayó suavemente sobre sus ojos, confiriendo a sus palabras una cierta chispa de provocación. Carlos lo pasó por alto.

—¿Qué fue del «evangelista» y de su hombre en Roma?

—Hace mucho que tampoco sé nada de ellos. Después de mi fracaso por «sintonizar» en Roma mis imágenes regresé a los Estados Unidos. Caí en una depresión muy fuerte, porque los sueños psicodélicos siguieron sucediéndose y comenzaron a afectar a mi vida cotidiana, de modo que abandoné el ejército. Poco después me mudé aquí, con la intención de ordenar mi vida. Cuando uno se retira del ejército se reabren muchas posibilidades.

—¿Tiene usted lapsos de memoria?

Jennifer le miró con incipiente irritación. Se sentía dispuesta a colaborar, no a someterse a interrogatorios de su pasado.

—¿Qué quiere decir?

—Si usted hace cosas o visita lugares que luego no recuerda.

—No. Pero si no los recuerdo no veo cómo contestarle.

Carlos sonrió, como disculpándose. Ella bajó la guardia.

—Entonces dígame, ¿cómo explicaría su carta a Loyola solicitando el documento?

—Ya le dije que no la escribí yo.

¿Y quién lo hizo, entonces?

—Probablemente los mismos que me han mandado el documento, que lo robaron en su país, y que me condicionaron mentalmente. ¿No le parece a usted la solución más probable?

—Dice usted los mismos. ¿Es que sospecha de la existencia de una red organizada?

—Naturalmente.

—¿Y qué sentido tendría mandar una carta falsa a Loyola?

—Está claro: sembraron una pista para que alguien la siguiera. En este caso, usted. Es un procedimiento habitual dentro de los círculos del espionaje. Se siembran pistas para que el «objetivo» llegue sólo donde tiene que llegar, ¿me entiende?

Carlos se sonrojó levemente, pero continuó presionando a Jennifer.

—¿Y por qué robar un texto así y no cualquier otro?

—Quizá para impedir que lo encontraran antes el Vaticano o el gobierno americano. Quizá para que llegara a la opinión pública por alguna razón que desconozco. ¿Sabe?, es evidente que esa gente, sea quien sea, ha estado controlando nuestros experimentos, ha visto hasta dónde se quería llegar en Roma y por alguna razón ha querido poner en mis manos lo que buscaban mis antiguos jefes. Y luego usted, aquí, forzándome a unir las piezas de este embrollo… es como si todo esto formara parte de un plan y nosotros sólo cumpliéramos con él, ¿me entiende?

—Creo que sí.

—Perdone si cambio las tornas, pero a usted ¿qué le ha traído exactamente aquí?

Aquella precisión de Jennifer bloqueó momentáneamente al patrón. Debía escoger bien la respuesta sin que pareciera una excentricidad… Pero claudicó.

—Fue por culpa de la voz de la que le hablé. En el avión que me trajo a Los Ángeles me dijo que en este texto encontraría muchas claves al fenómeno de la bilocación.

—O sea, que a usted también le interesa ese asunto.

—Claro.

—Entonces nos han juntado a propósito.

—¿Juntado?

Jennifer asintió con un nudo en la garganta.