Capítulo 41

Dos horas después, mientras facturaba su equipaje en el mostrador de Alitalia, el benedictino todavía conservaba la sonrisa irónica que luciera en comisaría. El aeropuerto Leonardo Da Vinci estaba particularmente tranquilo aquella tarde, y en las puertas de embarque de la terminal internacional no había ni rastro del tradicional embotellamiento de pasajeros frente al arco detector de metales.

Baldi cruzó el control de seguridad como si flotara en una nube. El permiso que le había dado esa misma mañana el secretario personal de Su Santidad, monseñor Stanislaw Zsidiv, después de la espantada del día anterior en el confesionario número 19, le había rejuvenecido. Se trataba de una autorización speciali modo para que se entrevistara personalmente con el «segundo evangelista», contraviniendo una vez más las normas del proyecto de Cronovisión, y a la que se sumaba ahora el encargo pontificio de que tratara de recuperar a toda costa el desaparecido dossier del padre Corso.

«San Lucas» voló sin incidencias hasta el aeropuerto de El Prat de Barcelona, donde enlazó con un vetusto fokker de Aviaco con destino al siempre difícil aeropuerto de San Sebastián. Allí, con la tarjeta de crédito que le había facilitado el propio Zsidiv antes de partir, alquiló un Renault Clío blanco de tres puertas, con matrícula de Bilbao, y enfiló la autopista A-8 con destino a la capital vizcaína.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, a la entrada de la ciudad, aparcó el coche y detuvo a un taxi al que le entregó la dirección del «segundo evangelista» escrita en un papel. Mientras reflexionaba sobre lo rápido que podía cruzarse Europa en las postrimerías del siglo XX y cómo ni el mismísimo Julio Verne pudo haberse anticipado a aquellos adelantos, el conductor del taxi, extrañado por las indicaciones de aquel cura extranjero de aspecto nervioso, apretó el acelerador en dirección a la Universidad de Deusto. No tardó ni diez minutos en llegar. Allí, en el edificio de corte neoclásico que alberga la Facultad de Derecho, en el segundo piso de una galería que desemboca en un patio soleado atestado de estudiantes, «San Marcos», o mejor, el padre Amadeo María Tejada tenía su despacho.

Un directorio colgado a la entrada del edificio especificaba claramente el número y la ubicación de su oficina.

Baldi subió de tres en tres las escaleras de mármol, y una vez frente a la puerta del gabinete tanteó el picaporte con cierto nerviosismo tratando de apaciguar su agitada respiración. Un segundo más tarde, propinó un par de golpes fuertes con los nudillos a aquella hoja de madera.

—Pase.

La respuesta fue tan inmediata como seca. Fuera quien fuese quien le aguardaba al otro lado, estaba habituado a recibir visitas a esas horas.

—¿Qué desea?

El padre Tejada, con su inconfundible silueta de titán, miró de arriba abajo a su interlocutor, tratando de adivinar qué demonios hacía un señor entrado en años como aquél en un hervidero de estudiantes en época de exámenes. Su visitante vestía los hábitos talares propios de la orden de San Benito, y le miraba con cara de asombro.

—¿«San Marcos»? —titubeó.

El rostro del gigante se iluminó. De repente, lo había comprendido todo.

¡Domine Deus! ¿Habéis conseguido permiso para venir hasta aquí?

Baldi asintió.

—Soy «San Lucas».

—¡El músico! ¡Por favor! Pasad y sentaos.

Tejada se sintió risueño como un colegial. No acertaba a comprender qué asunto había traído a uno de los jefes de equipo de la Cronovisión hasta su despacho, pero intuía que debía de ser algo importante para que, por primera vez en casi medio siglo, transgrediese la principal norma de seguridad del proyecto.

—Monseñor Zsidiv es quien ha autorizado expresamente esta visita, padre Tejada.

—Supongo, entonces, que el asunto es grave.

—Verá, padre… —intentó explicarse «Lucas», que de pronto no encontraba las palabras—. Creo que estará al corriente del suicidio del «primer evangelista», ¿verdad?

—Sí. Lo supe hace unos días. Fue terrible.

Baldi asintió con la cabeza, de modo vehemente.

—Lo que quizá no sepa es que, tras su muerte, desaparecieron de su despacho varios documentos relacionados con su última investigación. Aún no sabemos dónde empezar a buscarlos.

—No entiendo. ¿Por qué se dirige a mí? Yo no soy policía.

—Bueno… Usted es un experto en ángeles, y ha estudiado mejor que nadie cómo actúan. Ya sabe: siembran señales aquí y allá, y el que aprendió o creyó haber aprendido a leerlas, puede descifrar sus designios y cumplir así los de Dios mismo.

—Ése es uno de sus atributos, cierto.

—Lo que quiero decirle es que… Será mejor que lo vea usted mismo.

«San Lucas» hurgó en una pequeña cartera de mano en busca de la fotografía que le entregara el capitán Lotti. Por fin la extrajo de un sobre marrón acolchado, y la dejó caer sobre la mesa del profesor Tejada.

—Fue tomada ayer, en la Cittá del Vaticano, después de que el hombre que debiera haber aparecido en la toma hiciera detonar tres pequeños explosivos cerca de la columna de la Verónica, junto al altar mayor de San Pedro.

—¿De veras? Aquí no ha llegado ninguna noticia. ¿Hubo daños?

—Fue un incidente sin importancia, que ni siquiera ha merecido un par de líneas en L’Osservatore Romano de hoy. Pero fíjese. Los zapatos que ve detrás de esas líneas luminosas son los míos. Yo estuve allí y presencié parte del atentado.

El padre Tejada examinó con más detenimiento la imagen. Después de echar un vistazo a algunos de sus detalles con una lupa de treinta aumentos que sacó del cajón superior de su escritorio y de tomar algunas notas, se rascó la barba sin pudor.

—¿Sabe qué clase de cámara se utilizó?

—Una Nikon de bolsillo, y se disparó sin exposición. La foto la obtuvo un turista que casualmente tomaba una instantánea cerca de la tumba de Alejandro VI.

—Comprendo. ¿Y usted no vio nada?

—No… La luz del flash, que por cierto iluminó todo con una potencia que extrañó hasta al propietario de la cámara, me cegó.

—Hum —rugió Tejada—. Probablemente no fuera la luz del flash lo que le cegó.

Baldi esbozó una tímida mueca de asombro, pero no dijo nada.

—Probablemente, el resplandor que usted vio fue lo que se tragó al supuesto terrorista.

—¿Se tragó?

—¡Vaya! ¿Sabe usted algo de física? ¿Lee alguna publicación científica sobre el tema?

—No, la verdad. Lo mío es la historia.

—Entonces, trataré de explicárselo de forma sencilla. Quizá lo que usted vio fue parte de un efecto óptico que ya se ha podido investigar con cierto detenimiento en algunos experimentos de física de partículas, especialmente en aquellos en los que un fotón bajo observación es capaz de desdoblarse en dos, proyectando una réplica exacta de sí mismo a otro punto cualquiera del universo, o incluso desvaneciéndose sin dejar rastro. Durante ese proceso de duplicación, se ha podido comprobar que el fotón original desprende una gran cantidad de energía lumínica, una fuerte radiación que es perceptible para nuestros instrumentos más modernos y que puede impregnar un negativo fotográfico sin problema.

—¡Pero estamos hablando de partículas elementales, no de clones humanos!

—¿Y quién le dice a usted que no hay alguien que pueda haber desarrollado una fórmula capaz de llevar esa característica poco conocida de los fotones a escala humana?

—¡Jesús! ¿Quién?

La incredulidad de «Lucas» divertía a Tejada.

—Sé que le puede parecer raro, pero no es la primera vez que veo esta clase de rayas de luz en fotografías. A veces, en casos recientes donde se cree que han intervenido entidades sobrenaturales, como en las apariciones de la Virgen en Medjugorge, Yugoslavia, se han obtenido imágenes similares.

—¿De veras?

—Parece que nos enfrentamos a algún tipo de manifestación energética que rodea a ciertos individuos y que es invisible al ojo humano. Es algo parecido a la aureola que los artistas pintaban alrededor de nuestros santos y profetas, sólo que en este caso se trata de algo con base física.

—No estará diciéndome que la Virgen…

—En absoluto. Para afirmar eso deberíamos tener pruebas extraordinarias de las que no disponemos. En cambio, si he de serle sincero, creo que el hombre que no aparece en la foto podría ser un «infiltrado», un ángel, alguien capaz de controlar su desaparición de un escenario como si fuera un fotón y que aprovechó el flash del turista para disfrazar su huida creando un relámpago en el que desapareció.

—Eso son especulaciones.

—Lo son, es cierto. Pero ya sabe usted que tanto la tradición cristiana como otras más antiguas nos hablan de ellos como seres de carne y hueso, que a veces adoptan formas y sustancias superiores, y que nos vigilan desde dentro… ¿No lo entiende? Igual que los fotones, que son onda y partícula, los ángeles son corporales e inmateriales a la vez, y podrían gozar de sus mismas características y habilidades.

—Eso temía oír.

—Además —dijo Tejada blandiendo la foto de la basílica—, por alguna razón de su naturaleza que desconocemos, las cámaras de fotos, más sensibles que el ojo humano a las diferentes formas de luz, no captan el aspecto que nuestros ojos ven, sino otro diferente.

—Sí, algo así pensé yo.

—¿De veras?

—Bueno, todavía no le he explicado la segunda parte. Como comprenderá, si me he tomado la molestia de venir desde Roma hasta aquí no ha sido para enseñarle sólo una fotografía, aunque usted sea un reputado especialista en la materia.

—Me halaga. Soy todo oídos.

—Antes de que se obtuviera esta imagen, el «terrorista» murmuró algo a mi lado. Dijo algo así como que estuviera atento a las señales, y que preguntara al «segundo», yo deduje que debía hablar con usted, con el «segundo evangelista».

El gigante enarcó sus pobladas cejas.

—No le entiendo. Es cierto que los ángeles se manifiestan para entregarnos señales, que incluso podríamos defender que el hombre que usted vio ayer fue uno de ellos, pero ¿qué tiene que ver todo eso conmigo?

—Cuando se tomó esta foto yo trataba de encontrar una salida a la investigación de la desaparición de los archivos de «San Mateo». Ésa era mi misión oficial y, créame, no sabía qué hacer. Así que pedí una señal, un milagro, que llegó con esta imagen y con lo que escuché. ¿Lo entiende ahora?

—No, la verdad.

—Creo que vuestra paternidad puede ayudarme a averiguar el paradero de la información robada a «San Mateo». Para eso me dieron la señal, y para eso he venido aquí, ¿no se da cuenta?

—Entonces, credo quia absurdum[31].

El padre Tejada echó un nuevo vistazo a la fotografía, mientras le formulaba su enésima duda.

—Dígame, padre, ¿qué clase de información desapareció tras el suicidio de «Mateo»?

—Es difícil de precisar con exactitud.

—Algo podrá hacer.

—Sí, claro. Antes de morir, el padre Luigi Corso estuvo indagando en las extrañas capacidades de una monjita española para desplazarse entre el Nuevo y el Viejo continente durante el siglo XVII. Al parecer, sus «visitas» a América le valieron el sobrenombre de la Dama Azul entre los indios del suroeste de los Estados Unidos, y por razones que sólo intuyo, «San Mateo» se obsesionó con el caso.

—¡La Dama Azul! ¿Está usted seguro?

—Sí, claro.

—Ésta sí es buena.

—Me alegro que conozca el caso.

—¡Y cómo no voy a hacerlo! —exclamó con cierta teatralidad el gigante—. Escúcheme bien: hace unos días estuvo aquí la policía para preguntarme sobre un manuscrito del siglo XVII, que perteneció a Felipe IV, y en el que se consignó la historia de la Dama Azul. Al parecer, el texto detallaba qué clase de método empleó ésta para dar pie a esas apariciones.

Baldi tomó un lapicero de un bote rojo colocado sobre la mesa y comenzó a mordisquearlo nervioso.

—¿La técnica del fotón?

—No estoy seguro.

—¿Y por qué le interesaba a la policía ese manuscrito?

—Muy fácil: fue robado de la Biblioteca Nacional… —Tejada dudó un segundo, mientras consultaba un calendario de mesa que tenía frente a él— ¡el mismo día que se suicidó «Mateo»!

—Sorprendente.

—¿Sabe más exactamente qué contenía ese manuscrito?

—Oh, sí. Cuando en 1630 los franciscanos sospecharon que quizá la mujer que se había aparecido en Nuevo México para evangelizar a aquellos infieles podía ser una monja de su orden, mandaron a Ágreda al que fuera Padre Custodio en Santa Fe para interrogar a la «sospechosa». Los interrogatorios duraron dos largas semanas, tras las cuales, el Custodio…

—¿Benavides?

—Exacto. El Custodio redactó un informe donde consignó las conclusiones de sus interrogatorios.

—¿Sabe cuáles fueron?

—Sólo aproximadamente. Al parecer, Benavides dedujo que la monja lograba desdoblarse (o bilocarse, como prefiera), siempre tras escuchar unos cánticos muy determinados que la hacían entrar en un trance muy profundo. De hecho, en el pasado hablé bastante de este asunto con el ayudante de «Mateo».

—Fray Alberto. Le conozco.

—El mismo.

—¿Y qué le dijo?

—Se mostró muy interesado en esa «pista». Y en cierta manera era lógico, ya que entre los «evangelistas» habían circulado notablemente sus estudios sobre prepolifonía, donde usted mismo aseguraba que ciertas frecuencias de música sacra antigua podían ayudar a provocar estados alterados de conciencia que favorecieran la bilocación.

—Así que tomaron en serio mis estudios… —Baldi sonrió satisfecho.

—¡Oh sí! Recuerdo especialmente uno de los informes que usted envió al padre Corso, en el que explicaba cómo los griegos habían descubierto que según el modo en que se emplearan las notas musicales, se podían provocar distintos estados de ánimo en una audiencia reducida. ¿Lo recuerda?

—Cómo no voy a recordarlo. Aristóteles explicó la forma en que la música obraba sobre la voluntad. Los pitagóricos descubrieron que la música en modo re (o frigio) levantaba el entusiasmo de los guerreros; en modo do (o lidio) se conseguía el efecto contrario, debilitando la mente del escucha; en modo si (o mixolidio) provocaba accesos de melancolía…

—… Y en modo mi se provocaban accesos de contemplación extática —le atajó el gigante.

—Sí, sí. Eso es cierto. El modo mi marca el umbral de una percepción musical nueva.

—Pues escuche: el ayudante del padre Corso me confirmó que habían podido demostrar experimentalmente cómo cada cosa o situación creada tiene una vibración exclusiva, y cómo si otro objeto o mente logra colocarse en esa misma vibración, accederá a la esencia de esa cosa, en su época y lugar correspondiente. El descubrimiento era genial, y éste, combinado con el modo mi, parece que les dio la pauta que buscaban en Roma.

—¿Le dijo eso fray Alberto?

El padre Tejada se acarició una vez más la barba. Estaba tan excitado que no parpadeaba siquiera.

—¡Naturalmente! ¿No lo entiende? Lo poco que yo sabía de los interrogatorios de Benavides a sor María Jesús era que ésta le explicó con pelos y señales en qué momentos solía entrar en trance y desplazarse hasta América en bilocación. Lo hacía escuchando los Aleluyas[32], después de las lecturas de los evangelios durante la misa. Las vibraciones de ese tema, entonadas por ella misma y por su comunidad de religiosas, la catapultaban a más de diez mil kilómetros de distancia.

—¿No sabrá si Corso pudo reproducir con alguien algún fenómeno similar?

—Ahora que lo dice, sí… Recuerdo también que fray Alberto me habló de que, investigando las composiciones musicales para las misas medievales, muchas de las cuales llegaron intactas hasta el Vaticano II, localizaron elementos acústicos que aplicaron a varias personas.

El benedictino se mostró más expectante que nunca.

—¿Y cuándo fue eso?

—Hará seis o siete meses, como mucho.

—¿Y sabe qué sonidos aplicaron? —preguntó Baldi muy intrigado.

—Déjeme pensar… Por ejemplo, al menos desde el siglo XVI el Introito de la misa, ya sabe, la canción que anuncia el tema del que se hablará en la ceremonia, se cantaba en modo do. El Kyrie Eleison y el Gloria in Excelsis Deo posterior[33], en modo re. Y el modo mi se empleaba entre las lecturas de la Biblia y la consagración con los Aleluyas.

—¡Por supuesto! —bramó «Lucas»—. ¡La misa tradicional cifra en realidad una octava completa, desde el inicio hasta el fin!

—¿Qué insinúa?

—Está claro, que la liturgia fue diseñada para, entre otras cosas, provocar mediante vibraciones sonoras estados místicos que catapultaban a las personas más sensibles fuera de su cuerpo. ¡Mi tesis!

—Pero, padre Baldi, hay algo que no entiendo: ¿por qué ese «efecto catapulta», como lo llama usted, sólo lo vivió la madre Ágreda y no otras monjas del convento u otros fieles que también acudían a misa?

—Bueno… —vaciló—. Debe de existir una respuesta neurológica para ello. Pero claro, no disponemos de tejido cerebral de la monja para demostrarlo con total seguridad.

El benedictino se levantó azorado de su silla y comenzó a caminar en pequeños círculos.

—Me ha dicho que Corso utilizó esas frecuencias con algunas personas. En Roma, ayer mismo, fray Alberto me indicó que aplicaron los sonidos extraídos de las misas antiguas con otros sintetizados por ordenador a una mujer a la que llamaban el «Gran Soñador». Sin embargo, ante el fracaso de las pruebas, la mandaron a casa.

—¿Una mujer? ¿Italiana?

—No. Norteamericana.

—En ese caso…

El padre Tejada rebuscó en las páginas de su dietario, como si de repente hubiera recordado algún dato de interés.

—… Aquí está. No sé si resultará útil, pero cuando la policía vino a verme preguntándome por el manuscrito robado de Benavides, les envié a un buen amigo mío experto en documentos del siglo XVII. Un hermano de la Societas Jesu[34] que más tarde me telefoneó para decirme algo curioso: los policías se habían interesado particularmente por los datos de una coleccionista americana que tiempo atrás escribió a Loyola preguntando por el paradero de ese texto del padre Benavides. No me extrañaría que estuviéramos hablando de la misma persona.

—¡Claro! ¡La señal!

—¿Cómo dice?

—Que ésa es la señal. ¿No lo entiende? Usted es el «segundo» a quien debía preguntar, y ese dato es la señal. Es evidente, ¿no?

El gigante sonrió. O aquel nervioso benedictino era un visionario genial… o había perdido definitivamente los nervios con aquel caso.