Antes de dirigirse al aeropuerto internacional Leonardo Da Vinci de Roma, el padre Giuseppe Baldi dio un paseo por el Cuartel General de la guardia suiza. No le fue difícil llegar hasta el despacho del capitán Ugo Lotti, un corpulento mocetón rubio y de ojos claros, que le atendió en cuanto supo que se trataba del principal testigo del frustrado atentado del día anterior.
El capitán Lotti se ofreció, muy cortésmente, a resolverle cualquier duda que tuviera. Desgraciadamente, el policía reconoció —tan pronto como hubo cerrado la puerta de su despacho— que las 24 horas transcurridas desde el incidente no habían servido a sus hombres para aclarar las circunstancias del ataque contra la columna de Santa Verónica. Los sampietrini seguían en la más absoluta de las incertidumbres e ignoraban qué móvil podía inducir a atentar contra una obra de arte como aquélla.
—Es un caso muy extraño —admitió el oficial mientras acariciaba un portafolios marrón con un escudo de colores estampado en el centro—. Las bombas fueron colocadas junto a tres puntos débiles de la estructura de la torre, con una pericia que nos permite afirmar que se trata de profesionales, pero, al mismo tiempo, todo fue urdido como si, en realidad, no se quisiera hacer ningún daño al monumento.
—¿Quiere decir que no pretendían destrozar nada, sólo llamar o distraer la atención de algo?
—Sí, eso parece.
—No le veo muy convencido.
—Verá, padre, cada año hay cinco o seis intentos de agredir alguna de las más famosas 395 estatuas de la basílica de San Pedro. La Piedad es la más atacada, con diferencia, pero nunca antes se había atentado contra Santa Verónica, una obra menor de Francesco Mochi, sin ninguna relevancia especial…
—Tal vez no fuera la estatua lo que quisieran destruir. Tal vez se tratara de un acto simbólico, ¿no cree?
El capitán Lotti, sentado en una esquina de la atiborrada mesa de su despacho, se balanceó, y abordó a su visitante en tono pretendidamente cómplice.
—No sabrá usted algo de lo que yo debería estar al corriente, ¿verdad, padre?
—Por desgracia, no.
—Ahora soy yo quien no le ve muy convencido, padre.
—He estudiado la historia de esa columna, pero no le he encontrado mucho sentido. Como sabrá, fue diseñada originariamente por Bramante, pero cuando Julio II encarga a Miguel Ángel la construcción de la cúpula, éste la refuerza, junto a las otras tres columnas, de manera espectacular. Lo curioso es que se diseñaron «huecas» para albergar tesoros.
—¿Llama tesoros a unas reliquias? —el sampietrini le miró sonriendo.
—Bueno, en la columna agredida se guarda el paño original de la Verónica, el que se cree que refleja el verdadero rostro de Jesús y que fue empapado cuando ascendía al calvario.
—¿Y sabe usted algo de la «Hermandad del Corazón de María»?
—Ni idea.
—Entonces, ¿qué es exactamente lo que desea, padre?
El «evangelista» enderezó la espalda.
—En realidad, he venido para que me diga, si puede, si el carrete que confiscaron en la basílica le aportó alguna pista sobre la identidad del hombre que pasó a mi lado corriendo, el que creyeron podía ser un terrorista.
—¡Ah!, ése es otro misterio. Ayer, naturalmente, revelamos el rollo en nuestros laboratorios, y al positivar la última foto apareció algo muy raro…
El suizo rebuscó entre las carpetas que poblaban su mesa hasta localizar la fotografía.
—Ajá. Aquí la tiene. ¿Lo ve?
Baldi tomó entre sus manos el papel que le tendían. Se trataba de una copia de 15 × 20 centímetros, impresa en papel mate; la observó minuciosamente durante algunos segundos. La toma era de una calidad muy deficiente, casi completamente ennegrecida. En la parte inferior se distinguía a duras penas el suelo de mármol de la basílica y, muy al fondo, sus propios zapatos Martinelli. No obstante, lo más llamativo de la imagen no era lo que estaba sobre el suelo, sino lo que ocupaba el flanco central izquierdo de la instantánea.
—¿Usted qué cree que puede ser?
—No tengo ni idea, oficial. Ya le dije a sus hombres, que el flash de la cámara me cegó y no me dejó ver hacia dónde huyó aquel hombre.
—¡Pero si era una cámara ridícula! —protestó el policía.
—Lo sé. Hasta su propietario estaba asombrado del resplandor. Y si a ese detalle le une esta foto, todo se complica admirablemente.
El «evangelista» señaló al agente una serie de extrañas marcas luminosas, que se extendían como hilos de una cometa a lo largo de la foto, y le preguntó qué creían que era. El capitán no estaba convencido.
—Quizá sean las llamas de algunos cirios que con la exposición…
—Pero, capitán —le objetó Baldi de inmediato—, usted ha dicho que era una cámara ridícula, de esas que llevan el flash incorporado y que no permiten hacer fotos con exposición.
—Entonces, tal vez se trate de un error de la lente.
—En ese caso, esas marcas aparecerían en todas las fotos. ¿No es así?
—Tiene usted razón —reconoció al fin—. Esas marcas no aparecen en ninguna de las tomas restantes, y no tienen explicación. Ayer por la tarde, el teniente Malanga amplió parcialmente ese segmento de la imagen, pero no pudo encontrar nada tras las rayas de luz. Son sólo eso, rayas.
—Rayas invisibles al ojo humano, capitán.
El benedictino se ajustó las gafas contra la nariz antes de continuar.
—Aunque pueda parecerle ridículo, ¿sabe qué impresión me producen esas marcas?
—Usted dirá, padre.
El «evangelista» sonrió de oreja a oreja.
—Que son las «alas» de un ángel.
—¿Un ángel?
—Ya sabe, un ser de luz. Uno de esos personajes que según las Escrituras aparecen siempre para traernos algún mensaje, algún recado del Altísimo.
—Ah, claro —respondió Ugo Lotti sin ningún entusiasmo—. Pero, un ángel en San Pedro…
—¿Puedo quedármela?
—¿La foto?… ¿Por qué no? Nosotros tenemos el negativo.