Capítulo 39

La vida de la abadesa apenas había cambiado en los últimos diez años, y aquella jornada no iba a ser una excepción.

Al caer el sol, sobre las ocho de la tarde y sin apenas haber cenado, sor María Jesús se retiró, como de costumbre, a su reducida celda para entornar su miserere y hacer el examen de conciencia del día. Lo hacía siempre en silencio, ajena a las últimas gestiones de sus hermanas, sumida en un estado que no dejaba de parecerles a todas ellas doloroso y lamentable.

La religiosa oró hasta las nueve y media, tendida de bruces sobre el tibio suelo de barro cocido de su cuarto.

Después se lavó la cara con agua fría del pozo de la huerta y se echó a dormitar sobre una áspera tabla de madera, tratando de no pensar en el lacerante dolor que se había apoderado de sus costillas.

Alrededor de las once, cuando el resto de sus hermanas estaban ya encerradas en sus celdas desde hacía dos horas, sor María Jesús se sometió, también como de costumbre, al «ejercicio de la cruz». Durante hora y media se excitaba y golpeaba con pensamientos sobre la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, después cargaba sobre sus hombros una pesada cruz de hierro de más de cincuenta kilos, con la que caminaría de rodillas a lo largo del pasillo del piso superior del convento hasta caer exhausta. A continuación, tras una breve pausa para reponer las fuerzas necesarias, tratando de no hacer ruidos que despertaran a nadie, colgaba esa cruz en la pared oeste de su celda y se suspendía en ella otros treinta minutos.

Generalmente, sor Prudencia la avisaba cada madrugada, hacia las dos, para que bajara al coro de la iglesia y presidiera los maitines, que solían prolongarse hasta las cuatro. Siempre bajaba. No importaba que se sintiera con fiebre, enferma o herida —situaciones bastante frecuentes—, pero aquel día, justo aquel día, prefirió quedarse en el piso de arriba del convento; quería disimular la zozobra que le producía saber que, en pocas horas, una comisión de frailes la someterían a un interrogatorio acerca de sus visiones.

En el convento de San Julián la última noche de abril fue mucho más tranquila. A las siete en punto de la mañana, con el sol que comenzaba a brillar sobre los pastizales agredanos, los padres Marcilla y Benavides habían completado ya sus oraciones e ingerido un frugal desayuno a base de frutas y pan. Incluso habían tenido el tiempo suficiente para hacerse con los pliegos de pergamino necesarios para consignar las respuestas de la madre Ágreda durante la primera sesión. Poco podían sospechar en aquellos compases del día que esa comparecencia sería sólo la primera de una larga tanda.

—Misericordia, madre de Dios, misericordia.

La voz angustiada de sor María de Jesús se dejó escuchar tras el portón de madera sin barnizar de su puerta.

—Sabes que te soy fiel y que guardo con discreción las cosas maravillosas que me enseñaste. Sabes que nunca traicionaré nuestros diálogos… Pero socórreme en este difícil lance.

Ninguna hermana la escuchó. Tampoco nadie contestó a sus súplicas. Aturdida por ese inexplicable silencio, la abadesa se tumbó de nuevo en el catre, aunque no pudo conciliar el sueño.

Treinta y cinco minutos más tarde, las puertas del refectorio del monasterio de San Julián se abrieron para fray Andrés de la Torre y un secretario de la orden encargado de transcribir el interrogatorio. Después de los saludos de rigor y de comprobar que llevaban lo imprescindible, los cuatro cruzaron Ágreda a plena luz del día, respirando los primeros efluvios del rocío dejado sobre los arbustos de retama, y en el más absoluto de los silencios. Caminaron con paso decidido hasta la clausura concepcionista. Allí, como les había prometido la abadesa, encontraron un escritorio y cinco sillas debidamente dispuestas, así como dos grandes candelabros de bronce situados a ambos lados de la cabecera de la tabla.

No se podía pedir más. La iglesia era un lugar fresco y tranquilo, discreto, que haría más confortable el interrogatorio. De paso, permitiría a alguna de las hermanas de la congregación conocer su desarrollo desde el coro situado encima de la puerta de acceso al recinto.

La abadesa llegó puntual al templo. Vestía los mismos hábitos de la tarde anterior, y su joven rostro denotaba signos evidentes de cansancio; llevaba demasiados años durmiendo sólo dos horas diarias. Saludó a los cuatro padres que la aguardaban. Tras hacer una reverencia frente al sagrario del altar mayor, tomó asiento y esperó disciplinadamente a que se completaran los primeros formulismos del interrogatorio. Sus ojos brillaban.

—A uno de mayo del año del Señor de mil seiscientos treinta y uno, en la Iglesia Mayor del Convento de la Concepción de Ágreda, procedemos al interrogatorio de sor María de Jesús Coronel y Arana, natural de la villa de Ágreda y abadesa de esta Santa Casa.

Sor María escuchó en silencio al escribano, mientras leía el inicio del acta. Cuando hubo concluido, levantó los ojos de la página —casi en blanco— y preguntó a la religiosa:

—¿Es usted sor María de Jesús?

—Sí, yo soy.

—¿Sabe, hermana, por qué ha sido convocada hoy ante este tribunal?

—Sí. Para rendir cuentas de mis exterioridades y de los fenómenos que Dios Nuestro Señor quiso que protagonizara.

—En ese caso, responda bajo juramento a todo lo que se le pregunte. Ya sabe que para este tribunal el secreto de confesión ha sido levantado y que debe atender a todas sus cuestiones.

La religiosa miró fijamente a fray Alonso de Benavides. Su aspecto fibroso, casi atlético, disimulaba muy bien la edad del fraile y le confería una aureola de familiaridad a la que la monja no pudo sustraerse. Benavides estaba sentado justo frente a ella, detrás de un montón de papeles con anotaciones indescifrables y un ejemplar de la Biblia. Al sentirse observado por la abadesa, Benavides tomó la iniciativa.

—En nuestros informes consta que usted ha experimentado numerosos fenómenos de arrobamiento, de éxtasis. ¿Puede explicarle a este tribunal cuándo empezaron?

—Aproximadamente hace once años, en 1620, cuando tenía dieciocho recién cumplidos —respondió mecánicamente sor María Jesús—. Fue entonces cuando Nuestro Señor quiso que me asaltaran trances durante los oficios religiosos, y que algunas hermanas me vieran elevarme sobre el suelo. No fue un don que yo solicitara, sino que me fue concedido al igual que a mi madre.

—¿Levitó?

—Eso me dijeron, padre. Yo nunca fui consciente de ello.

—¿Y cómo explica que sus arrobos trascendieran más allá de los muros de la clausura?

—Mi antiguo confesor, fray Juan de Torrecilla, no era un fraile experto en estos asuntos.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que, llevado por el entusiasmo, comentó estos sucesos fuera de aquí. La noticia despertó mucho interés en toda la región, y vinieron muchos fieles a verme.

—¿Usted lo sabía?

—Entonces no. Sólo me extrañaba el hecho de que habitualmente me despertara en la iglesia rodeada de seglares y que todos se deshicieran en cuidados hacia mi persona. Pero como siempre que salía de ese estado traía el corazón lleno de amor, no les prestaba demasiada atención ni les pregunté nunca acerca de su actitud.

—¿Recuerda cuándo se produjo el primer arrobo?

—A la perfección. Un sábado después de la Pascua del Espíritu Santo de aquel año de 1620. El segundo, me sobrevino el día de la Magdalena.

Fray Alonso se inclinó cuan largo era sobre la mesa, para tratar de dar más énfasis a sus palabras.

—Sé que lo que voy a preguntarle es materia de confesión, pero hemos oído que usted goza del don de poder estar en dos lugares a la vez.

La monja asintió.

—¿Es usted consciente de ese don?

—Sólo a veces, padre. De repente mi mente está en otro lugar, aunque no sé decirle ni cómo he llegado hasta allá ni qué medio he utilizado. Al principio fueron viajes sin importancia, a los extramuros del convento. Allí veía trabajar a los albañiles, a los mozos y hasta les daba instrucciones para que modificaran las obras de tal o cual manera.

—¿La veían ellos?

—Sí, padre.

—¿Y después?

—Después me vi arrastrada a lugares extraños, en los que nunca había estado antes y donde me encontré con gentes que ni siquiera hablaban nuestro idioma. Sé que les prediqué la fe de Nuestro Señor Jesucristo, y que me vi rodeada por gentes de una raza que me resultaba desconocida. Sin embargo, lo que más me azoraba de aquellos momentos era escuchar dentro de mí una voz que me empujaba a instruirles acerca de cómo Dios nos creó imperfectos y nos envió a Jesucristo para redimirnos.

—¿Una voz? ¿Qué clase de voz?

—Una voz que cada vez que hablaba me hacía sentir más y más confiada. Creo que fue el Sancti Spiritu, que me habló como lo hizo a los apóstoles el día de Pentecostés.

—¿Cómo empezaron esos viajes?

Fray Alonso se cercioró por el rabillo del ojo de que el escribano iba tomando buena nota de todo aquello.

—No estoy muy segura. Desde muy niña me preocupó mucho saber que en las nuevas regiones descubiertas por nuestra corona había miles, quizás millones, de almas que no conocían a Jesús, y que estaban abocadas a la condenación eterna. Pensar en ello me ponía enferma, y mis padres nunca supieron cómo consolarme. Pero uno de aquellos días de dolor, mientras me encontraba reposando en cama, mi madre llamó a dos albañiles que participaban de los trabajos de construcción de nuestro futuro convento, que se habían ganado cierta fama de sanadores. Les pidió que me examinaran con cuidado y que trataran de erradicar los humores que me habían llevado a enfermar.

—Continúe.

—Aquellos dos albañiles se encerraron en mi celda. Me hablaron de muchas cosas extrañas que apenas recuerdo, pero me revelaron que tenía una misión importante que cumplir.

—No eran albañiles, ¿verdad…?

Fray Alonso recordó las advertencias que le hiciera el Comisario General en Madrid.

—No. Terminaron admitiendo que eran ángeles con una misión itinerante. Que vivían desde hacía muchos años entre los hombres para ver quiénes de ellos tenían ciertas aptitudes que Dios quería aprovechar, y comenzaron a hablarme de las almas del Nuevo México y de los apuros de nuestros misioneros por alcanzar las remotas regiones donde vivían.

—¿Cuánto tiempo estuvo con ellos?

—Aquella primera vez, casi todo el día. De hecho, recuerdo perfectamente que esa misma noche regresaron a por mí, se introdujeron no sé cómo en mi habitación y me sacaron sin despertar a nadie. Todo fue muy rápido. De repente me encontré sentada en un trono, sobre una nube blanca, y volando por los aires. Distinguí nuestro convento, los campos de cultivo de los alrededores, el río, la sierra del Moncayo, y comencé a subir más y más hasta que todo se hizo oscuro y vi la cara redonda de la tierra, mitad en sombras, mitad en luz.

—¿Vio todo eso?

—Sí, padre. Fue terrible… Me asusté mucho. Sobre todo cuando me llevaron por encima de los mares hasta un lugar que no conocía. Sentía claramente cómo el viento de aquella latitud golpeaba mi cara y vi que aquellos dos albañiles, transformados en unas criaturas radiantes y hermosas, controlaban los movimientos de la nube, guiándola ora a la derecha, ora a la izquierda, con gran seguridad.

Fray Alonso torció el gesto ante la descripción. Aquel relato coincidía con las reclamaciones heréticas investigadas tiempo atrás de boca del obispo de Cuenca, Nicolás de Biedma, o del célebre doctor Torralba, que entre finales del siglo XIV y principios del XVI afirmaron haber subido a nubes de esa clase, haber volado a Roma con ellas y, lo peor, haber sido guiados por diablillos de dudosas intenciones.

—¿Cómo puede estar tan segura de que aquellos hombres eran ángeles de Dios?

La monja se persignó.

—¡Ave María! ¿Qué otras criaturas podrían ser si no?

—No lo sé. Dígamelo usted, hermana.

—Bueno —dudó—, al principio, como vuestra paternidad, me pregunté si no estaría siendo engañada por algún artificio del Maligno, pero luego, cuando al poco tiempo de emprender aquel vuelo me ordenaron que descendiese en una determinada región para predicar la palabra de Dios, los recelos se esfumaron.

—¿La ordenaron descender, dice usted?

—Sí. Extendieron una especie de alfombra de luz bajo mis pies y me invitaron a que transmitiera un mensaje muy concreto a un grupo de personas que aguardaban. Supe que no eran cristianos por las ropas que llevaban, pero tampoco musulmanes o enemigos de nuestra fe. Vestían con pieles de animales, y acudieron hasta mí impresionados por la luz celeste que desprendía la nube.

—Madre, mi deber es insistir: ¿está usted segura de que eran ángeles?

—¿Qué si no? —insistió también la abadesa—. No rehuían ninguna de mis palabras, aceptaban de buen grado mi fe en Dios y la consideraban con respeto y devoción. El Diablo no hubiera podido resistir tanta falsa loa a nuestro padre celestial.

—Ya. ¿Y qué pasó después?

—Hice todo lo que me pidieron. Aquella noche visité dos lugares más, y les hablé a nuevos indios, y aunque ellos usaban otras lenguas, parecieron entenderme a la perfección.

—¿Cómo eran?

—Me llamó mucho la atención el tono cobrizo de su piel, y el hecho de que casi todos llevaban el torso, los brazos, las piernas y el rostro pintados. Algunos vivían en casas de piedra, como en nuestros pueblos, sólo que se entraba a ellas por los tejados, y se reunían para sus ceremonias paganas en una especie de pozos a los que sólo accedían los hombres autorizados por los brujos del poblado.

Fray Alonso vaciló. Aquellos detalles coincidían con lo que él mismo había visto, y casi olvidado, en Nuevo México.

—¿Les habló a los indios de la llegada de los franciscanos?

—¡Oh, sí! Los ángeles me insistieron en eso. Incluso me permitieron ver algunos lugares donde trabajaban padres de nuestra seráfica orden. En uno de ellos, vi cómo un indio al que llamaban el «capitán tuerto» imploraba a uno de nuestros religiosos, un hombre adusto, de espaldas anchas y grande, que les predicara la Palabra de Dios. El «tuerto» imploraba que le asignaran los misioneros que yo misma les había dicho que exigieran.

—¡Isleta!

—No sabría decirle cómo se llamaba el lugar, nadie me lo dijo. En cambio comprobé que aquel fraile le negaba la ayuda por falta de hombres. ¿Sabe su paternidad? Yo me entrevisté con el «capitán tuerto» lunas antes, y le di cuenta de hacia dónde debía caminar para encontrar a los misioneros.

—¿Cuántas veces cree que estuvo allí?

—Es difícil de precisar, porque tengo la convicción de que en muchas ocasiones no fui totalmente consciente de ello. Soñaba a diario con aquellas tierras, aunque no podría decirle si lo hice porque estuve en ese estado, o porque Nuestro Señor quería que reviviera ciertas escenas de mi predicación allá.

—Intente calcularlo. Es importante.

—Quizás unas… quinientas veces.

Fray Alonso abrió los ojos de par en par. Le tembló un poco —muy poco— la voz.

—Quinientas veces, ¿desde 1620 hasta hoy?

—No, no. Sólo entre 1620 y 1623. Luego, tras pedírselo a Dios Nuestro Señor y a sus intercesores con todas mis fuerzas, cesaron las exterioridades y los ángeles de Cristo que me acompañaron, marcharon tan misteriosamente como habían llegado.

—Entiendo… ¿Le dijo alguien cómo detener sus «exterioridades»?

—No. Pero decidí mortificar mi cuerpo para tener al espíritu cerca de mí. Dejé de comer carne, leche o queso y comencé una dieta sólo de legumbres. Además, tres días a la semana practicaba un ayuno estricto de pan y agua que he mantenido hasta hoy. Poco después, dejé de ir a Nuevo México.

—¿Nunca más?

—Nunca. A menos que aquellos ángeles tomaran mi forma y siguieran apareciéndose entre los indios sin que yo fuera consciente de ello.

Fray Alonso garabateó algo en un pergamino y lo dobló.

—Está bien, hermana. Es todo por hoy. Debemos pensar sobre lo que ha dicho antes de proseguir.

—Como desee vuestra paternidad.

La sumisión con la que se comportaba la monja desarmó al portugués, pero reconfortó al padre Marcilla, que veía con agrado que la religiosa no estaba decepcionando las expectativas del ex Custodio de Nuevo México. Y así, con cierto pesar, fray Alonso se sumergió, en silencio, en un extraño cálculo que le forzó a empotrarse aún más en su asiento: si aquella monjita había sido trasladada a América por ángeles sólo entre 1620 y 1623, tal como ella afirmaba, entonces ¿quién había guiado al «capitán tuerto» de nuevo hasta Isleta hacía sólo unos meses? ¿Quién avisó a los jumanos para que salieran al paso de la comitiva de fray Juan de Salas en la Gran Quivira? ¿Quién, en definitiva, había tomado el relevo?

Un retortijón alteró su estómago con violencia, al tiempo que un estruendo sacudía todo el ambiente. Parecía un timbre.

¿Un timbre?

Jennifer despertó.