Capítulo 38

Las diferencias horarias son difíciles de calcular cuando se vuela a más de diez mil metros de altura y se cruzan los imaginarios meridianos terrestres a toda velocidad. Cada una de esas líneas ficticias, dispuestas en intervalos de 15 grados sobre el planisferio terrestre, marca una hora de diferencia con respecto a la anterior. Así que, bien podría decirse que a cinco meridianos de distancia, entre el «727» de American Airlines y la playa de Venice en California, Jennifer Narody recibía una nueva pieza de un rompecabezas del que todavía no sabía si formaba parte. Era el último sueño de su jornada nocturna, siempre el último. Pero tan extraordinariamente vívido como los de noches anteriores.

Desde fuera, cualquiera podría haber advertido que sus globos oculares se movían frenéticamente bajo los párpados cerrados. Anunciaban que Jennifer se encontraba en el momento álgido del llamado sueño REM.

Ágreda, Soria, 30 de abril de 1631

Más de seis meses se entretuvo Benavides en el Madrid de los Austrias, atendiendo su cada vez más abultada correspondencia y las múltiples e inoportunas ocupaciones nacidas a la sombra del éxito obtenido por su Memorial. En los pasillos de Palacio no se recordaba una expectación semejante desde la llegada de las primeras noticias de la toma de Tenochtitlán por Hernán Cortés al rey Carlos, unos cien años atrás, y eso terminó pagándolo el buen fraile con una montaña de cartas, felicitaciones y compromisos no solicitados, que le obligaron a echar más raíces de la cuenta cerca de la corte.

La aplastante burocracia de la capital le obligó a retrasar su investigación sobre el «caso de la Dama Azul», lo que le entristecía de manera palpable. Sin embargo, las intrigas palaciegas, especialmente las de los dominicos, que trataban de convencer al rey de la conveniencia de investigar más a fondo las cifras de conversos en el Nuevo México dadas por los franciscanos, le mantuvieron alerta, devolviéndole los ánimos necesarios para seguir luchando por sus intereses. Y es que los hombres de Santo Domingo pretendían enviar sus propios misioneros al Río Grande para conducir una investigación imparcial de los milagros consignados por Benavides y, de paso, impedir el monopolio que venían ejerciendo los franciscanos en la zona.

Por fortuna, en abril de 1631 llegó a fray Alonso la documentación y los permisos necesarios para abandonar Madrid y continuar con su investigación de las visitas de la Dama Azul al Nuevo Mundo. Se le autorizaba a visitar el convento de la Concepción de Ágreda e interrogar a su abadesa y se le conminaba a redactar un informe con sus averiguaciones. Aquello dio nuevos bríos al portugués, haciéndole olvidar rápidamente las intrigas palaciegas y los sinsabores del difícil ejercicio de la política religiosa.

El 30 de abril por la mañana, el coche de caballos de Benavides, un discreto carruaje de madera contrachapada adornado con ribetes de cobre y hierro colado, avanzaba al galope atravesando los sobrios campos sorianos, en dirección a la eterna sombra picuda del Moncayo. En su interior, el antiguo responsable del Santo Oficio en Nuevo México ultimaba los detalles de su siguiente investigación. Nadie podría reprocharle que fuera un hombre que malgastara su tiempo.

—Así que usted fue confesor de la madre Ágreda antes de que fuera abadesa…

El traqueteo del carruaje sacudía igualmente al padre Sebastián Marcilla. Su oblongo estómago se zarandeaba de izquierda a derecha, al compás de los caprichos del cochero, debajo de un ancho fajín de color escarlata. El padre Marcilla llevaba un buen rato haciendo de tripas corazón, por lo que no le resultó demasiado difícil simular la compostura necesaria para poder responder.

—Así es, fray Alonso. De hecho, fui yo quien escribió al arzobispo de México advirtiéndole de lo que podía ocurrir si se exploraban las regiones del norte.

—¿De lo que podía ocurrir? ¿A qué se refiere?

—Ya sabe: que se descubrieran nuevos reinos como los de Tidán, Chilliescas, Carbucos o Jumanes.

—¡Ah!, ¿fue usted?

La cara de luna del padre Marcilla se iluminó de satisfacción.

—Advertí a Su Eminencia Manso y Zúñiga de la existencia de esas regiones, y si vuestra paternidad vio mi carta, sin duda no pasó por alto la invitación que le cursé para que comprobara la existencia de vestigios de nuestra fe en esas tierras salvajes.

—Y claro —dedujo Benavides—, esa información se la transmitió la madre Ágreda.

—Naturalmente.

—¿Y cómo transgredió usted un secreto de confesión?

—En realidad no fue tal. Las confesiones eran ejercicios de mea culpa, entonados por una monja joven que no comprendía lo que le estaba ocurriendo, pero en ningún caso fueron fuente de detalles tan precisos. Créame, nunca absolví sus «pecados» de geografía.

—Vaya… —asintió ahora con gesto tramposo fray Alonso—. Pues he de decirle que de todos esos reinos yo sólo conozco el de los jumanos, que no de los jumanes, que está ubicado hacia el noroeste del Río Grande. Del resto ningún franciscano o soldado de Su Majestad ha sabido nada todavía.

—¿Nada? —el tono del padre Marcilla sonó incrédulo.

—Ni palabra.

—Quizá no sea tan raro como parece. Tiempo tendremos de aclarar esos puntos con la propia abadesa de Ágreda, que nos dará cuenta de todo lo que le pidamos.

Fray Alonso de Benavides y el Provincial de Burgos, Sebastián Marcilla, congeniaron de inmediato. Marcilla se había unido en la ciudad de Soria al carruaje del misionero, y desde allí ambos compartieron unas horas, que les valieron tanto para acordar buena parte del cuestionario al que pensaban someter a la religiosa, como para establecer los límites de sus respectivas competencias.

Fue tanto y tan intenso lo que hablaron, que ninguno de ellos se percató ni de los cambios abruptos del paisaje, ni del perfil de los pueblos que atravesaron ni, por supuesto, de su pronta llegada a destino.

A primera vista, Ágreda se dibujaba como un rincón sereno de las tierras altas de Castilla, puerta de paso obligada entre los reinos de Navarra y Aragón, y cruce de caminos de ganaderos y agricultores que animaban la adusta vida de aquel enclave estratégico. Como en cualquier villa de tales características, las escasas familias nobles del lugar y las órdenes religiosas eran sus únicos puntos de referencia permanentes. Y el convento de la Concepción se contaba entre ellos.

En aquella clausura recién estrenada, todo estaba preparado para lo que había de venir. Las monjas habían colocado una larga alfombra púrpura que unía el camino de Vozmediano con la puerta de la iglesia, y hasta habían dispuesto una serie de mesas con pastas, agua y algo de vino tinto de la tierra para solaz de los ilustres viajeros que esperaban.

Gracias a los permisos previos gestionados desde Burgos por el padre Marcilla, la veintena de hermanas que formaban la congregación en ese momento, aguardaban fuera de su clausura la llegada de la delegación. Oraron y cantaron durante varias horas, recorriendo el viacrucis trazado alrededor del muro exterior de la Casa y secundadas por un número creciente de fieles que sabían ya de la importancia de la delegación de sacerdotes que esperaban.

Por eso, cuando el coche de caballos de Benavides se detuvo justo enfrente de la alfombra roja, cierto silencio supersticioso se apoderó de los presentes.

Desde el carruaje, la visión no podía ser más reveladora: las monjas, dispuestas en dos filas perfectamente ordenadas y encabezadas por un franciscano y una hermana, que pronto dedujeron debía ser la madre Ágreda, resistían estoicamente que las cálidas bocanadas de aire de la tarde agitaran sus mantos de color azul celeste. Todas y cada una de las religiosas —tal y como enseña la regla impuesta por Santa Beatriz de Silva en 1489—, llevaban su hábito blanco, un escapulario de plata con la imagen de la Virgen al cuello, un velo negro sobre la cabeza y aquel impresionante manto azul…

—¡Que Dios nos asista!

El inesperado lamento del padre Benavides pilló por sorpresa a su acompañante. Lo masculló nada más poner pie en tierra y echar un vistazo al paisaje. Marcilla se asustó.

—¿Se encuentra bien, hermano?

—Perfectamente. Es sólo que estos parajes llanos, estos valles llenos de mies y esos hábitos azules, parecen el reflejo de las tierras que he dejado al otro lado del mar. ¡Es como si ya hubiera estado aquí!

Omnia sunt possibilia credenti —sentenció Marcilla de nuevo—. Para el creyente todo es posible.

La recepción fue más breve de lo previsto en esta clase de actos. Tras descender ceremoniosamente del coche, entre los cánticos del Te Deum y las ampulosas genuflexiones de las monjas, el franciscano que acompañaba a las religiosas se presentó como fray Andrés de la Torre, confesor de sor María Jesús desde 1623, y fraile residente del cercano monasterio de San Julián. A primera vista, parecía de carácter afable. Un hombre huesudo, con una nariz torcida y grandes orejas acampanadas que le conferían cierto aspecto de roedor. En cuanto a la madre Ágreda, su aspecto era bien diferente: lucía una piel blanca como la leche, el rostro redondo y ligeramente sonrosado, y unos grandes ojos negros, con unas tremendas pupilas pardas, que dibujaban una mirada templada y poderosa a la vez.

Benavides se sintió impresionado.

—Bienvenidos sean sus paternidades —y, sin apenas una pausa—: ¿Dónde desearán interrogarme?

El tono de la supuesta Dama Azul sonó seco. Como si le disgustara tener que rendir cuentas de sus intimidades, calló las usuales y corteses concesiones amables, atenta al más mínimo gesto de Benavides y Marcilla.

—Creo que la iglesia sería el lugar idóneo —murmuró Marcilla, recordando sus tiempos de sacerdote en aquel recinto—. Se accede a ella sin necesidad de entrar en la clausura, y podría habilitarse allí una mesa con luz, tinta y todo lo necesario. Además, de esa manera tendremos a Nuestro Señor como testigo.

Benavides aceptó la sugerencia de buen grado, y dejó intervenir a la abadesa.

—En ese caso, sus paternidades lo tendrán todo dispuesto para mañana a las ocho en punto.

—¿Comparecerá usted a esa hora?

—Sí, si ésa es la voluntad de mi Comisario General y de mi confesor. Deseo enfrentarme cuanto antes a sus preguntas y despejar todas aquellas dudas que hayan traído vuestras paternidades.

—Confío en que todo resultará menos doloroso de lo que me parece que imagina, hermana —terció el portugués.

—También la crucifixión de Nuestro Señor fue dolorosa, y no por ello dejó de ser necesaria para la redención de la humanidad, padre.

La súbita irrupción de las hermanas entonando el Gloria in Excelsis Deo camino de la clausura salvó a Benavides de responder a aquel ácido comentario.

—Y ahora, si nos disculpan —se excusó la madre Ágreda—, debemos recogernos para atender nuestras vísperas. Sírvanse ustedes del ágape que les hemos preparado, y déjense arropar por la bienvenida de nuestro pueblo.

Sé que fray Andrés lo ha dispuesto todo para que se alojen convenientemente en el convento de San Julián.

Y con esas, la abadesa se perdió dentro de la clausura, seguida de sus correligionarias.

—Mujer de carácter fuerte.

—Sin duda, padre Benavides. Sin duda.