Capítulo 37

La imagen desaliñada de Txema, aleccionándole dentro de su coche frente al cartel indicador de Ágreda, un par de semanas atrás, martilleaba en la cabeza de Carlos mientras se amodorraba en el asiento 33-C del «727» de American Airlines que le conducía a Los Ángeles.

«Yo creo en el Destino —repetía aquel fantasma de sus recuerdos con la voz hueca del fotógrafo—. Y a veces su fuerza empuja con más ímpetu que un huracán».

Carlos se revolvió.

«… con más ímpetu que un huracán».

Lo realmente incómodo de aquel recuerdo era que las jornadas precedentes habían demostrado que Txema, efectivamente, tenía razón. Desde su inesperada visita a Ágreda primero, y a Bilbao y Loyola después, todo había tenido lugar demasiado rápidamente. Casi tanto como si aquellos sucesos —robo en la Biblioteca Nacional incluido— hubieran sido escritos mucho antes y él sólo se hubiera limitado a seguir unos patrones prefijados. Se sentía como cuando, en su más tierna infancia, copiaba frases enteras en una caligrafía que no era la suya, imitando la letra de una colección de cuadernos de tapas verdes. ¿Qué otra cosa podía explicar que Carlos hubiera convencido tan fácilmente al director de su revista para que le mandase al otro extremo del océano, sólo para rastrear la pista de un documento robado de escasa importancia histórica y menor interés periodístico? «Ve y trae lo que creas oportuno. Tú eres un profesional —le había recordado su jefe al tiempo que le advertía—: Y hagas lo que hagas, hazlo rápido».

A Carlos, aquellas facilidades no le gustaron nada. Le hacían sentirse incómodo, manipulado. Y es que, tras el episodio de Ágreda, su mente no había podido volver a ser tan confiada y desocupada como antes; ahora funcionaba en una frecuencia que no distaba mucho de la paranoia.

A fin de cuentas, se preguntaba, ¿qué fuerza mayor le estaba arrastrando hasta los Estados Unidos detrás de una mujer que en su momento se interesó por un Memorial desaparecido? La probabilidad de que aquella «pista» del padre Jeremías fuera un espejismo era altísima, máxime cuando ni siquiera había podido hablar con ella por teléfono. Contrariamente a cualquier proceder prudente, le había sido imposible tantear el terreno para asegurarse cierto éxito, y ahora, con el visto bueno de su director y los billetes de avión, ya no podía echarse atrás.

Temía fallar más que nunca en toda su carrera, y sin embargo…

«Con más ímpetu que un huracán».

El patrón susurró la frase del fotógrafo por tercera vez, manteniendo los ojos perezosamente cerrados y esforzándose por enterrar sus recelos. Sin mirar, dio carpetazo a su cuaderno de notas y cerró el libro que estaba leyendo. Se trataba del manual de un psicólogo de Princeton, un tal Julian Jaynes, en el que se trataban de explicar científicamente algunos de los más importantes fenómenos místicos de la historia.

—Místicos… ¡bah! —protestó.

Su avión planeó suavemente sobre el Atlántico, por encima de la cota 330, mientras el comandante anunciaba a sus pasajeros, a través de la megafonía, que estaban sobrevolando la vertiente más occidental del archipiélago de las Azores.

—En las próximas nueve horas recorreremos casi ocho mil kilómetros hasta Texas, y después otros dos mil más hasta nuestro destino final en Los Ángeles. Confío en que tengan un vuelo agradable.

Aunque ya no escuchaba, Carlos, dulcemente acomodado, procesó rápidamente la información: aquellos ocho mil kilómetros representaban, metro más o menos, la misma distancia que la madre Ágreda debió superar en estado de bilocación. Eso, claro está, en el caso de que fuera ella, y no otra, la Dama Azul. Es decir, dieciséis mil kilómetros —casi la mitad de una vuelta completa al mundo— recorridos en el tiempo que duraba un éxtasis y sin ausentarse de su convento.

—Imposible —se reprochó tras repasar por segunda vez los cálculos—. Es sencillamente imposible.

Respiró hondo mientras su cuerpo vibraba al compás de la agradable sensación de cabeceo del avión, y se abandonaba en un cálido sopor. A poco que las cosas fueran tranquilas, pensó, dormiría por lo menos hasta sobrevolar Florida. Se las prometió muy felices.

Pero Carlos calculó mal. Poco antes de romper amarras con el mundo real, un repentino mareo —como si un vacío de vértigo se hubiera adueñado de su estómago y de su cerebro— se apoderó de él. Aquella brusca sensación de vacuidad no le permitió siquiera abrir los ojos, y algo extraño, como un fuego que devorara sus entrañas, fue dominando todo su cuerpo.

—¡Dios! ¿Qué es esto?

El acaloramiento ascendió por sus arterias como si bombearan lava volcánica. Por un segundo temió estar sufriendo un infarto, pero algo, algo que nunca hubiera imaginado que le pudiera suceder a él, le disuadió de semejante idea.

—La palabra «imposible» no existe en el vocabulario de Dios, pequeño. Es un insulto a los planes del Hombre-que-rige-el-Destino, al Programador.

—¿Pero se puede saber qué…?

—… Al Programador.

Una voz suave, femenina, seductora, se dejó oír de repente dentro de su cabeza. Brotó instantánea y apenas unos segundos después de que Carlos hubiera dado por buenos sus cálculos racionales y se hubiera acurrucado en su escueta butaca de clase turista.

La reacción de su metabolismo fue inmediata: el ritmo cardíaco alcanzó las 140 pulsaciones por minuto y una descarga de adrenalina le hizo temblar de pies a cabeza. Allí, a 37 000 pies sobre el nivel del mar, con una temperatura en el exterior de la cabina de ochenta grados bajo cero, alguien acababa de hablarle alto y claro. Alguien que se dejó escuchar desde todos los lados y desde ninguno a la vez, y cuyo tono de voz surgía de algún lugar ajeno a sus propios pensamientos.

—¿Ya conoces al Programador?

El timbre sobrio retumbó de nuevo dentro de sus entrañas, como si alguna invisible interlocutora se hubiera acomodado entre los pliegues de su cerebro. Carlos se asustó.

—¡No abras los ojos!

La orden le llegó inequívoca.

—¿Quién?

—No te asustes. No estás delirando. Tampoco soy un sueño. Esto es un diálogo real, tanto como cualquier otro que hayas podido mantener antes en tu vida… Y si sigues nuestras indicaciones, podremos entendernos.

—Pero… —Carlos titubeó— ¿quién eres?

—Una idea del Programador.

El patrón se quedó de una pieza. Pero no sólo por la voz dentro de su cerebro, sino por el momento que había elegido para darse a conocer. En efecto: el libro que acababa de cerrar, El origen de la consciencia en la crisis de la mente bicameral, era un osado ensayo que trataba de explicar, entre otras muchas cosas, el misterioso origen de las «voces en la cabeza» que habían percibido desde los grandes profetas bíblicos, hasta Mahoma, pasando por el héroe sumerio Gilgamesh o por muchos santos de todos los tiempos. El autor sostenía que hasta el año 1250 antes de Cristo, la mente de nuestros antepasados estaba dividida en dos compartimentos estancos que ocasionalmente «hablaban» entre sí, dando pie al «mito» de las voces divinas. Los profetas, por tanto, fueron hombres con una masa encefálica en cierta forma primitiva. Pero aquel libro aseguraba, además, que cuando el hemisferio derecho e izquierdo del cerebro humano evolucionaron lo suficiente como para interconectarse mediante una maraña de fibras conocida como el cuerpo calloso, esas voces desaparecieron casi por completo… y con ellas los dioses antiguos.

¿Y él? ¿Era aquella voz fruto de la sugestión? ¿Una mala pasada de la comida de a bordo? ¿Un fallo de los hemisferios, tal vez? Pero ¡qué diablos!, lo que acababa de escuchar ¡era real!

El estómago del patrón se encogió al volver a escuchar aquel tono severo.

—Dinos, ¿tú qué persigues, Carlos?

La nueva frase brotó nítida en su cabeza. Una vez más, sin esfuerzo, aquella voz volvió a superponerse al ronroneo de los motores del avión. Fue imposible que el periodista la neutralizara repitiéndose que aquello debía de tener una explicación neurológica y que todo era producto del estrés con el que se había lanzado a aquel viaje. Nada sirvió: ni sacudir aparatosamente la cabeza, ni despejar los oídos conteniendo la respiración. Sólo entonces cambió de actitud. Como si de repente comprendiese el significado real de la máxima «si no puedes combatir a tu enemigo, únete a él», Carlos optó por encararse con la voz. ¿Qué podía perder? ¿Unas horas de sueño? El precio no era alto. Tenía que arriesgarse si deseaba saber.

—¿Podemos hablar?

Esperó. Se sintió ridículo, pero prosiguió.

—¿Puedes oírme?

—Te escucho, Carlos —su interlocutora respondió de inmediato.

—¿Cuál era tu pregunta?

—Te preguntábamos sobre el objetivo de tu persecución.

—Como a Saulo.

—Como a Saulo. Quizás sí.

El patrón ganó tiempo, comprobando la velocidad que podía desarrollar el diálogo.

—Lo que quiero —susurró, arrastrando las sílabas— es averiguar quién y por qué robó el manuscrito de Benavides y examinar las fórmulas que contiene.

—No. No buscas eso. Dinos qué persigues de verdad.

Carlos dudó por enésima vez. Si aquello era un producto de su mente, ¿por qué demonios se había inventado una voz tan impertinente?

—Bueno… —terció—, también me gustaría resolver el enigma de la Dama Azul, poder teleportarme como ella donde yo quisiera, escribir una decena de libros sobre la experiencia que me hiciesen rico… —bromeó finalmente.

—No. Tampoco es eso. No vale la pena engañarnos.

Carlos sintió una punzada de irritación.

—Tú no sabes, tú no puedes saber lo que pienso.

—Podemos.

—¿Cómo?

—Sintonizando con la longitud de onda en que se emiten tus pensamientos.

—¿Longitud de onda?

—Como una emisora. Pero no has respondido a nuestra pregunta.

La voz prosiguió.

—Está bien, responderemos nosotros: en realidad, buscas saber la razón última de tu presencia aquí. Comprender de verdad por qué te obsesionaste tanto con los casos de teleportación y por qué, en un determinado momento, dejaste «congelada» aquella investigación. Por qué te condujimos después hasta Ágreda y te pusimos en el punto de mira de esa historia, aparentemente estrafalaria, de la bilocación de una monja. Te gustaría, además, confirmar si lo que te está sucediendo es fruto del azar, o si, por el contrario, como intuyes en lo más hondo, se trata de algo que debías hacer.

El periodista escuchó atónito. Aquella mujer, viniera de donde viniese, estaba muy bien informada. Conocía cosas en las que él mismo hacía tiempo que no pensaba, pero que, en efecto, formaban parte de sus inquietudes más íntimas. Replicó:

—¿Me… condujisteis? ¿Quiénes?

—Atiende bien. Esta voz de la que dudas ahora es sólo una de las muchas que han guiado a la humanidad desde la noche de los tiempos. Fuimos nosotros los que mostramos al patriarca Jacob que existían escaleras, puertas de luz, por las que se puede comunicar el mundo de los humanos con el de otros seres superiores. Fuimos nosotros quienes avisamos a José de los planes que Herodes estaba a punto de poner en marcha para dar muerte a Jesús, y fuimos nosotros quienes advertimos a pastores y magos para que acudieran a Belén. Y eso, sólo en relación a la historia sagrada que tú conoces.

—No entiendo.

—Nosotros fuimos las voces que escucharon hombres como el emperador Constantino, George Washington, Winston Churchill y tantos otros personajes decisivos de tu historia. Nosotros guiamos a Moisés fuera de Egipto, nos llevamos por los aires a Elías y a Ezequiel y oscurecimos Jerusalén cuando Jesús murió en la cruz.

—¿Y qué queréis de mí?

—Que estés preparado. Cuando llegues a tu destino y examines lo que estás a punto de encontrar, comenzarás a atar cabos. Recuerda que nada es lo que parece, y aplica esa certeza a la Dama Azul.

—¿Por qué lo hacéis? ¿Por qué me avisáis?

—No quieras saberlo todo. Basta que sepas que actuamos guiados por el Amor que profesamos a nuestra criatura humana. El Amor es un extraño mecanismo que nos hace sentir como propios los sentimientos de los demás. Es un vínculo que une a seres muy distintos entre sí, que les hace saberse hijos de una misma Esencia.

—Pero ¿por qué me habláis a mí?

—Para advertirte de que encontrarás pronto el manuscrito que buscas. Contiene evidencias que podrían transformar para siempre vuestra manera de entender las religiones y, sobre todo, a Dios.

—Luego sigo la pista correcta.

—Correcta pero incompleta. Lo que ignoras todavía es que ese documento tiene mucho que ver con lo que sucedió con la Dama Azul en América. Su «secreto» estuvo a punto de ser destapado por la tenacidad de fray Alonso de Benavides, un fraile al que conocimos bien, y que se empeñó en llegar al fondo de los relatos que recogió de boca de los indios del Río Grande.

—¿Estuvisteis? ¿Hace tres siglos?

—Claro. El tiempo es una dimensión que no afecta tanto a otras esferas de la existencia. Esa perspectiva sobre vuestra historia es la que nos hizo comprender que hace trescientos años la civilización, especialmente la cristiandad, no estaba preparada para entender ciertas revelaciones. La conmoción que hubieran provocado algunas informaciones sobre episodios como el de la Dama Azul hubiera bloqueado la evolución natural del género humano y nuestra intervención hubiera quedado demasiado en evidencia.

—¿Y eso es malo?

—Podría haber roto vuestra iniciativa. Si supierais que la solución a todos los problemas la tiene alguien muy cercano, dejaríais de buscarla por vosotros mismos y trataríais de obtenerla de ese alguien sin preocuparos de comprender los porqués de esas soluciones. Aun así, os hemos ayudado en ciertas ocasiones críticas.

—¿Ah sí? ¿Cómo? ¿Cómo puedo identificaros? ¿Dónde residís?

—No te precipites. Exteriormente no nos diferenciamos de vosotros. Os creamos a nuestra imagen y semejanza, ¿recuerdas? Además, tenemos, digámoslo así, pequeños programadores introducidos en la política, en el deporte, la ciencia, el ejército, el Vaticano, en Naciones Unidas, que durante años han estado insuflando cambios imperceptibles, desde dentro, en el seno de vuestra civilización.

—¿No…, no sois humanos?

Carlos, con la cabeza gacha y los ojos cerrados, tembló en su asiento. A esas alturas era, casi, una pregunta superflua.

—En cierta medida, sí.

—¿Y qué tuvisteis que ver con la Dama Azul?

—Eso lo descubrirás por ti mismo.

—¿Cómo lo sabéis?

—Porque es lo más lógico, dentro de las probabilidades a las que te enfrentas ahora. Porque lo que no pudo decirse en tiempos del padre Benavides, podrá salir a la luz tres siglos después. Porque la especie humana está a las puertas de un cambio irreversible, una mutación sólo comparable a la que hizo salir al género humano de las cavernas y comenzar a construir grandes civilizaciones. Porque igual que intervinimos entonces, intervendremos discretamente ahora.

—Pero ¿quiénes sois? —repitió.

—Somos…

Un golpe seco en el hombro sacó a Carlos de su ensoñación.

—Señor, señor, ¿le ocurre algo?

Una azafata zarandeó al periodista con evidente gesto de preocupación.

—Estaba usted hablando solo, y tiritaba como si tuviera una pesadilla. ¿Desea que le traiga algo de beber? ¿Quiere una manta? Podría preguntar si hay un médico a bordo, o si lo prefiere…

—No, no.

—¿Está seguro?

—Sí, sí. Gracias. Ha sido una pesadilla, seguro…, lo de volar, ya sabe.

—No hay de qué. ¿Continúa usted el vuelo hasta Los Ángeles?

—Los Ángeles… Los Ángeles, ¡naturalmente!

—¿Perdón?

—Oh, no es nada. Cosas mías. Creo que aceptaré su ofrecimiento de una bebida. ¿Podría ser un café?

La azafata se incorporó de inmediato, alejándose del extravagante pasajero del asiento 33-C. La verdad era que en todos los vuelos tenían pequeños incidentes de ese tipo; aquel sujeto había sufrido unas sacudidas, unos escalofríos considerables, probablemente a causa de un vuelo tan prolongado. Le prepararía el café muy caliente.

Mientras se perdía pasillo arriba, Carlos murmuró algo, muy bajo, que nadie pudo escuchar.

—¿Estaré volviéndome loco?