Capítulo 34

—Maldito excéntrico —pensó.

Giussepe Baldi entró a regañadientes por la puerta de Filarete, la loggia delle benedizione de la basílica más famosa de la cristiandad, y se dirigió a la zona donde los turistas hacen cola para ascender hasta la cúpula de San Pedro.

Tras echar un breve vistazo a los confesionarios apretados contra las paredes de mármol del muro sur, buscó el número 19. Los dígitos apenas eran visibles sobre aquellas vetustas cajas de madera barnizadas mil veces, pero si se prestaba atención, un buen observador podía terminar intuyendo lo que un día fueron unos espléndidos números romanos pintados de color oro, marcados en el ángulo superior derecho de cada «locutorio». El XIX se correspondía con el más oriental de todos ellos; el más cercano a la ampulosa tumba de Alejandro VI, y lucía un mohoso cartel que anunciaba las confesiones en polaco del sacerdote responsable, el padre Czestocowa.

Baldi se sentía ridículo. Se avergonzaba sólo de pensar que debía de hacer más de un siglo que nadie usaba los confesionarios para mantener una reunión discreta entre clérigos, y mucho menos en unos tiempos en que el Vaticano disponía de salas a prueba de «canarios» de última generación. Esto es, de los sofisticados y minúsculos micrófonos espía que tanto gustaba colocar en despachos cardenalicios a los chicos de los servicios de seguridad del Santo Oficio y de otras «agencias» extranjeras. ¡Ni el Papa estaba a salvo!

El benedictino no tenía elección. La cita era inequívoca. Aún más, incuestionable. Así que el veneciano terminó hincando sus rodillas en el lado derecho del confesionario. Lo tuvo fácil: como era previsible, ningún polaco esperaba a esa hora para recibir la absolución.

Los paisanos del Santo Padre suelen emplear ese momento del día para dormitar o ver la tele.

—Ave María Purísima —susurró asegurándose de que nadie estaba lo suficientemente cerca como para escucharle.

—Sin pecado concebida, padre Baldi.

La respuesta dada por la sombra sentada al otro lado de la celosía de madera, confirmaba que había elegido bien. El «evangelista» trató de disimular su entusiasmo.

—¿Monseñor?

—Sí. Me alegro que hayas venido, Giuseppe. Tengo noticias importantes que comunicarte y albergo razones para creer que ni mi despacho es ya un lugar seguro.

La inconfundible voz nasal de Stanislaw Zsidiv traía consigo ciertos aires funestos que intranquilizaron a su «penitente».

—¿Se sabe ya algo sobre la muerte de «San Mateo»?

—No. La autopsia no reveló ningún dato de interés, aunque la policía averiguó que el padre Luigi Corso atendió una visita media hora antes de arrojarse por la ventana. Ahora, todos los esfuerzos se concentran en saber quién fue esa persona y si influyó en su decisión de quitarse la vida.

—Entiendo.

—Pero no te he hecho venir para eso, Giuseppe.

—¿Ah, no?

—¿Recuerdas cuando hablamos en mi despacho del Memorial de Benavides?

Monseñor puso a prueba la memoria del «evangelista».

—Creo que sí. Si no recuerdo mal, se trata de un informe redactado por un franciscano en el siglo XVII acerca de las apariciones de la Dama Azul en el sur de los Estados Unidos…

—En efecto —asintió Su Eminencia satisfecho—. Aquel documento fascinó a «San Mateo» porque creyó ver en él la descripción pormenorizada de cómo una monja de clausura se trasladó físicamente de España a América para predicar a los indios. Sin embargo, luego se demostró que aquella apreciación fue demasiado generosa por parte del padre Corso, y cuando otros hermanos se lo hicieron ver, trató de enmendar su vehemencia localizando un segundo texto, redactado en 1634 por el mismo fraile, donde pensaba encontrar —esta vez sí— una descripción más «técnica» del modo en que la monja supuestamente saltó el océano.

—¿Y lo encontró?

—No. Eso es lo grave. Es un texto al que nadie había concedido la menor atención hasta ahora, pues sólo disponíamos de vagas referencias de él. Corso lo buscó en los archivos pontificios, pero nunca lo encontró. Sin embargo, hace unos días, alguien entró en la Biblioteca Nacional de Madrid y robó un manuscrito que perteneció al rey Felipe IV…

—¿No…?

El confesor resopló antes de que el benedictino formulara su pregunta.

—Era el memorial que «San Mateo» había estado buscando. La policía española, según me informaron ayer, no ha encontrado ninguna pista de los ladrones, pero todo apunta a que se trata de un trabajo realizado por profesionales. Quizá los mismos que robaron los archivos del padre Corso. ¿Comprendes la gravedad del asunto?

Baldi calló.

—La impresión que tengo es que alguien pretende hacer desaparecer toda la información relativa a la Dama Azul, para perjudicar el avance de nuestro proyecto de Cronovisión.

—¿Y por qué tantas molestias? ¿Por qué no cerrar el proyecto desde altas instancias y ya está?

—Otra posibilidad —murmuró Zsidiv— es que ese «alguien» haya desarrollado una investigación paralela a la nuestra, haya obtenido resultados satisfactorios y ahora esté borrando las pistas que le condujeron al éxito.

El «evangelista» protestó.

—Eso no son más que conjeturas.

—¿Y qué propones?

—No estoy seguro. Quizá si supiéramos lo que contenía ese documento robado, sabríamos por dónde comenzar a investigar…

Monseñor trató de estirar las piernas dentro de aquella especie de ataúd vertical.

—Eso lo sabemos, padre.

—¿De veras?

—Claro. Benavides actualizó el Memorial de su estancia en Nuevo México aquí, en Roma. Hizo dos copias del mismo: una para el Papa Urbano VIII y otra para Felipe IV.

—Entonces, lo tenemos —se entusiasmó Baldi.

—No exactamente… Verás. Fray Alonso de Benavides fue Custodio de la provincia de Nuevo México hasta septiembre de 1629. Después de interrogar a los misioneros que habían estado en algunas tribus de la región recogiendo datos de la Dama Azul, marchó a México, desde donde el arzobispo de aquel entonces, un vasco llamado monseñor Manso y Zúñiga, le envió a España a completar una investigación muy especial…

—Tú dirás.

—Benavides llegó a México con el convencimiento de que la Dama Azul debía de ser una monja con fama de milagrera en Europa, llamada María Luisa de Cardón. El único problema es que los indios describían a una mujer joven y guapa, y la madre Cardón pasaba en aquel momento de los sesenta años. Aquello no persuadió a Benavides que, en lugar de creer que la Dama Azul podía ser una nueva aparición de la Virgen de Guadalupe, pensó que el «viaje por los aires» de la de Cardón podría haber rejuvenecido su aspecto.

—¡Tonterías!

—Déjame explicártelo. En Ciudad de México, el arzobispo le mostró la carta de un fraile franciscano llamado Sebastián Marcilla, donde se hablaba de otra monja más joven, sospechosa también de haberse bilocado a América. Y ésa era María Jesús de Ágreda. Así que, Manso y Zúñiga envió a Benavides a España a investigar, y después de hacer sus averiguaciones se vino a Roma a redactar sus conclusiones.

—Entonces, ¿por qué la copia del Memorial que hizo para el Papa no sirve?

—Porque no eran idénticas. Para empezar, la del Papa la volvió a datar en 1630. De ahí, insisto, que Corso no la identificara y, en segundo lugar, lo más importante, en el ejemplar que envió al rey, Benavides añadió ciertas notas en los márgenes, con especificaciones de cómo creía él que la monja se había trasladado físicamente, llevándose consigo objetos litúrgicos que repartió entre los indios. Según parece, mientras la madre Ágreda caía en trance en su convento, y se quedaba como dormida, su «esencia» se materializaba en otro lugar.

—Justo el «Santo Grial» de Monroe y del INSCOM.

—¿Cómo?

El comentario de Baldi desarmó a monseñor.

—Me explico. Siguiendo tus instrucciones, tomé posesión de mi puesto en los laboratorios en los que trabajó Corso. Su ex ayudante, Albert Ferrell, me habló de cómo, con la ayuda de antiguas notas musicales y de los sonidos desarrollados por el ingeniero gringo del que usted me habló, habían tratado de «materializar» personas en otros lugares.

—Sí, estaba al corriente.

—Al parecer, utilizaron una mujer para esos intentos. De hecho, ella fue la persona que trabajó más estrechamente con «San Mateo» antes de su muerte. Desgraciadamente, se marchó a los Estados Unidos hace unos meses.

—¿La has localizado?

—Todavía no, pero cuando lo consiga pienso viajar hasta donde esté para aclarar unas cuantas dudas. Seguramente ella sabrá más que nadie de los logros de la Cronovisión. Incluso puede que conserve alguna copia de la información que fue robada al «primer evangelista»…

El padre Baldi no llegó a terminar la frase. Tres fuertes golpes retumbaron por toda la basílica, como si alguien hubiera derribado otras tantas estatuas contra el suelo o… disparado. Las detonaciones habían sonado muy cerca de donde se encontraban. En concreto, junto a una enorme estatua de mármol, de más de cuatro metros de altura, de Santa Verónica.

Desde el ángulo que le brindaba su posición en el reclinatorio, Baldi sólo pudo distinguir una masa de humo elevándose majestuosamente hacia el techo de la nave.

—Un atentado… —susurró con espanto.

—¿Cómo dices? —monseñor, petrificado por el desconcierto, permaneció inmóvil dentro del confesionario.

—Parece un atentado contra la Verónica.

—No es posible.

Nadie tuvo tiempo de reaccionar. Dos segundos después de las detonaciones, un hombre de complexión atlética, enfundado en un traje negro, con un portafolios muy voluminoso bajo el brazo, emergió de la intensa nube de polvo y humo. El individuo se movía como un gato, sorteando a los incrédulos fieles que contemplaban el «espectáculo», y corrió hacia el padre Baldi y la puerta de acceso a la cúpula.

—Un minuto treinta segundos —jadeó.

El benedictino se tambaleó ligeramente hacia atrás, y el fugitivo aún tuvo tiempo —y aliento— para proferir una extraña frase.

—Pregunta al segundo. Atiende a la señal.

Baldi titubeó.

—¿El segundo? —respondió instintivamente mientras volvía el rostro en la dirección de huida del trajeado—. ¿Me lo dice a mí?

—El segundo.

Fue lo último que vio Baldi. Un turista alemán, armado con una pequeña Nikon plateada, disparó su flash contra una de las imágenes de mármol cercanas a los confesionarios, cegando inesperadamente al benedictino.

Madonna! —exclamó con los ojos en blanco.

Al segundo siguiente, el hombre del traje negro se había esfumado, y el turista examinaba el frontal de su Nikon asombrado por la intensidad de su flash.

—¿Lo ha visto? —le gritó Baldi.

—Nein… nein.

Los sampietrini fueron los siguientes en llegar. Lo hicieron a la carrera, controlando la situación, pero sin perder la compostura que se espera de la guardia solemne del Papa.

—Padre, perseguimos a un fugitivo que huyó hacia aquí. ¿No sabrá usted si subió a la terraza?

—¿Un fugitivo?

—Un terrorista.

El guardia suizo, impecable con sus calzones a rayas, respondió con aplomo. Utilizó esa manera de pronunciar romana que nadie sabe a ciencia cierta si es interrogativa o afirmativa y que, por lo general, obliga al interlocutor a dar explicaciones que tampoco sabe si le han pedido.

—Pasó junto a mí… Voló… Pero le juro que no sé qué ha sido de él. ¡Ese turista lo fotografió! —tartamudeó el «evangelista».

—Gracias, padre. Por favor, no abandone aún el templo.

La guardia suiza actuó con destreza: abordaron al turista y le requisaron la película que llevaba en su cámara bajo la acusación de que estaba prohibido utilizar el flash en el interior de la basílica, norma rigurosa, pero poco observada. Luego regresaron hasta el padre Baldi para tomarle sus datos para un posible interrogatorio posterior. Éste se les adelantó:

—¿Pueden decirme qué está pasando aquí?

«San Lucas» percibió la decepción de los guardias.

—Ha debido de ser un fanático. Ha intentado abrir un boquete en el plinto de mármol de la columna de la Verónica y sólo para dejar una nota clavada.

—¿Una nota?

—Sí. Algo así como «propiedad de la Hermandad del Corazón de María». Una locura.

—Vaya. No ha conseguido nada, ¿verdad?

—No, sólo asustar a la gente haciendo estallar tres botes de humo delante del monumento. Pero nada más.

—Me alegro.

—Si atrapamos a ese hombre, le llamaremos. Le necesitaremos para que lo identifique, aunque quizá la foto nos sirva de prueba.

El suizo acarició satisfecho el carrete y se lo guardó en un pequeño bolsillo junto al pecho. Después, anotó en un pequeño cuaderno de pastas negras la dirección provisional del padre Baldi en Roma, así como el teléfono de su estudio en Radio Vaticana, y se despidió de él haciendo una pequeña reverencia, que imitó mecánicamente su compañero.

Baldi regresó al confesionario número 19. Monseñor había desaparecido. Sin duda, había aprovechado la confusión para dar por terminada la cita y no dejar huella. El benedictino sintió una rara sensación de soledad.

—No entiendo —repitió en voz baja—. No entiendo nada. Baldi permaneció allí, con la mente extraviada, unos minutos más. Se quedó arrodillado frente a la muda celosía, haciendo recuento de lo que acababa de ocurrirle.

Todo era muy extraño, casi forzado. Los botes de humo, el prófugo que desaparece de repente, el turista que por poco le deja ciego y aquella frase —«pregunta al segundo»— acompañada de una extraña indicación: «atiende a la señal». Pero ¿qué señal?

Desesperado, se levantó del confesionario. Recorrió la veintena de metros que le separaban de la columna pentagonal agredida y echó un rápido vistazo a los daños causados por el atentado. Realmente, no era para tanto: el plinto de mármol de la masiva pilastra de la Verónica no había sufrido ningún desperfecto, y sólo la inscripción que en 1625 ordenara grabar a sus pies Urbano VIII aparecía ligeramente ennegrecida.

—Qué curioso —farfulló Baldi para sus adentros—, ¿no fue Urbano VIII el Papa al que Benavides envió su Memorial? El «evangelista» vagabundeó un poco más, hasta alcanzar el espectacular baldaquino que diseñara Bernini. Allí, sobrecogido, alzó la vista a la cúpula de San Pedro y rogó a Dios que le hiciera ver esa dichosa señal. Él era todavía, oficialmente al menos, un hombre de fe; uno de esos varones capaces de dejarse llevar por los «guiños» de Dios. De distinguir las sutiles indicaciones del Altísimo. Y, sin embargo, se sentía olvidado.

Abrumado, paseó su mirada por aquella cúpula con Dios Padre en el centro y coros de ángeles y santos a su alrededor. Luego, fue bajándola hasta la base misma de aquella corte celeste, posándola suavemente en sus pechinas. El espectáculo dibujado en la genial obra que diseñara Miguel Ángel era hermoso. Sus 42 metros de diámetro y sus 136 de alzada la convertían en la bóveda más grande de toda la cristiandad.

Domine Nostrum! —bramó—. Ahí está…

La efigie de San Mateo sosteniendo una pluma de bronce de más de metro y medio de longitud en un enorme medallón, parecía reírse de él desde las alturas.

—¡Claro! ¡Qué estúpido! ¡El segundo evangelista es la señal!