Capítulo 33

A las 17:25, una furgoneta marrón del servicio de reparto de la compañía UPS se detuvo delante del edificio de apartamentos de Jennifer Narody. Un hombre uniformado le entregó un grueso paquete enviado desde Roma. «Gran Soñador» se apresuró a abrirlo.

Era extraño. En ninguna parte constaba el remitente. Sólo eran legibles la ciudad emisora y la dirección y el teléfono de las oficinas UPS en la Ciudad Eterna, como si el paquete hubiera sido llevado en mano. No obstante, más raro aún era su contenido: un manojo de páginas apergaminadas, cosidas por su costado izquierdo con tres lazos de cuerda de cáñamo y ni una sola nota explicativa que lo acompañara. Jennifer fue incapaz de encontrar ninguna pista que le permitiera adivinar el remitente de aquel extraño «regalo». Para colmo de intrigas, estaba escrito en español, con una caligrafía endiablada, en la que era imposible descifrar ni una maldita palabra.

«Gran Soñador» no volvió a prestar atención al envío. Lo guardó en un cajón, tiró a la basura la caja que lo contenía y pasó el resto de la tarde mirando la televisión. Afuera, en la playa, el cielo volvía a descargar un fuerte manto de lluvia sobre la costa.

—Maldito temporal —refunfuñó.

Jennifer se quedó definitivamente dormida a las 19:54 de la tarde. Sus sueños, por supuesto, continuaron.

Isleta, Nuevo México, septiembre de 1629

—¡Mire! ¡Mire bien, padre!

Fray Diego López zarandeó ligeramente al padre Salas. Demacrado por sus interminables horas de marcha por el desierto, y apoyado en una fuerte vara de roble arrancada cerca de la Gran Quivira, fray Juan entrecerró los ojos, tratando de mirar hacia donde le señalaba su compañero.

—Pero si eso es…

—Sí, padre. ¡Es Isleta!

—Gracias a Dios.

Casi perdidas en los límites de su horizonte, más allá del apretado grupo de sabinas y juníperos que marcaban la línea del Río Grande sobre el desierto, se alzaban orgullosas las torres de la misión de San Antonio de Padua.

Fray Juan apenas pudo sonreír. En aquel momento, le preocupaba más el peso de su propia espalda o el estado agónico de sus pies, que el final de su ruta. Sin embargo, cuando finalmente agudizó su mirada tratando de evaluar cualquier cambio en «su» misión durante su ausencia, algo le hizo enderezarse.

—¿Lo ves tú también, hermano Diego? —su voz sonó temblorosa.

—¿Ver? ¿Qué he de ver?

—Las sombras que hay alrededor de la misión. Parece la caravana de otoño[29] que debe ir a Ciudad de México. Pero, tan pronto…

—¿Pronto? —le atajó fray Diego—. No debe serlo tanto. Recuerde que el Halcón nos avisó de que el Padre Custodio, fray Alonso de Benavides, dejaría su cargo en Santa Fe en septiembre. Así que la expedición debe de haberse detenido en Isleta para aprovisionarse, antes de adentrarse por el desierto, hacia el sur.

—Septiembre, sí —repitió fray Juan con aire ausente—. ¿Cuánto tiempo hemos pasado fuera?

—Según mi diario, cuarenta y siete jornadas completas.

—Más de un mes y medio…

El padre Salas hizo un rápido cálculo mental y terminó por admitir las observaciones de su joven discípulo. No había otra respuesta más convincente: la misión había sido tomada por la caravana militarizada del nuevo virrey, el marqués de Cerralbo, y en ella debía estar indefectiblemente fray Alonso de Benavides. ¿Quién si no?

Las cábalas de los dos peregrinos cesaron en cuanto se acercaron lo suficiente a Isleta. Abordada desde su lado occidental, desde la vertiente opuesta del Río Grande, la misión de San Antonio parecía ese día un pueblo en ferias. Hasta ochenta carruajes pesados, de dos ejes cada uno, se arremolinaban alrededor de la empalizada. Protegidos por patrullas de soldados españoles, los «extramuros» de la misión estaban a rebosar de indios, mestizos e hidalgos castellanos, sumidos en frenético ir y venir como pocas veces se había visto por allí.

En medio de la turba, a los dos frailes les fue muy fácil adentrarse en el interior de Isleta sin llamar la atención. Pese a que debía de haber no menos de trescientos blancos por los alrededores, ninguno les reconoció o les pidió que se identificasen. Hombres, mujeres, gallinas, vacas, cerdos, burros y caballos campaban a sus anchas embruteciendo la periferia de la misión.

Los recién llegados debieron armarse de paciencia para abrirse paso entre las estrechas callejuelas que desembocaban en la plaza de la iglesia. Emplearon en ese corto recorrido más fuerzas y voluntad que durante las últimas jornadas de camino solitario por el desierto.

Poco importaba eso ya. Ahora, frente a las torres de ladrillo cocido que fray Juan viera crecer años atrás, comenzaba a embriagarles la satisfacción del deber cumplido.

—Lo primero, buscar al Halcón, ¿no?

—Claro, hermano Diego. Claro.

—¿Ya tiene su veredicto sobre la Dama Azul? Vuestra paternidad sabe bien que fray Esteban es muy exigente, y me pedirá que confirme sus palabras una por una.

—No te preocupes. Seré tan contundente que no le quedarán ganas de interrogarte.

Fray Diego asintió de mala gana.

Tras apretar el paso en dirección a las puertas de la iglesia, desviaron parcialmente su ruta hacia su pared occidental. Allí, pegada a los muros de adobe del templo, se alzaba una gran tienda de lona blanca. Un soldado, pertrechado con una lanza herrumbrosa y desprovisto de su coraza reglamentaria, hacía guardia a la puerta con cara de pocos amigos.

—¿Y bien?

El soldado dejó caer la lanza sobre su brazo izquierdo, cortándoles el paso.

—¿Es ésta la tienda de fray Esteban de Perea? —indagó el padre Salas.

—No. Es la del Padre Custodio fray Alonso de Benavides, aunque el padre Perea —reconoció— se encuentra en su interior.

Los frailes cruzaron una sonrisa de complicidad.

—Somos fray Juan de Salas y fray Diego López —se presentó este último—. Partimos hace más de un mes hacia tierras de los jumanos, y nos gustaría ver a fray Esteban de Perea…

El hosco soldado no se inmutó ante la apretada presentación del hermano Diego. Sin mudar el gesto, dio media vuelta y se introdujo en la tienda. Unos segundos bastaron. De repente, el silencio que reinaba en aquel campamento provisional se rompió con los inconfundibles gritos del Halcón.

—¡Hermanos! —tronó, desde algún lugar del interior—. ¡Pasad! ¡Pasad, por favor!

Los dos expedicionarios se dejaron guiar por los bramidos cada vez más fuertes del padre Esteban. Aquellas lonas eran mucho más espaciosas y confortables de lo que parecían desde el exterior. Estaban divididas interiormente por paredes de tela dispuestas según la conveniencia de cada momento, repletas de baúles, cajas con libros y apuntes, varios rollos de mapas y hasta un pequeño relicario de plata. En el fondo de la tienda, alrededor de una mesa con capacidad para cinco o seis comensales, estaban reunidos fray Esteban de Perea, el torpe soldado que les atendió, fray García de San Francisco, el orondo fray Bartolomé Romero y un religioso más que al principio ninguno de los dos acertó a identificar.

Se trataba de un hombre de aspecto severo, de rasgos afilados y coronilla pelada, bien entrado el medio siglo que, sin embargo, desprendía cierto halo de bondad. Era —no podía ser otro— el portugués fray Alonso de Benavides, responsable del Santo Oficio en Nuevo México y hasta ese momento máxima autoridad de la Iglesia en el desierto.

Benavides los miró de hito en hito, pero dejó que fuera el Halcón quien se abalanzara sobre ellos, fundiéndose en un fraternal abrazo. Al fin y al cabo, se trataba de sus hombres y él ya estaba oficialmente relegado de las funciones eclesiásticas.

—Todo ha ido bien, ¿no?

Fray Esteban estaba excitado.

—Sí. La Divina Providencia ha cuidado de nosotros con su acostumbrado celo —le respondió fray Juan.

—¿Y de la Dama? ¿Qué sabéis de ella?

—Estuvo muy cerca de nosotros durante el tiempo que convivimos con los jumanos. Hubo, incluso, quien la vio cerca del poblado el día anterior a nuestro regreso.

—¿De veras?

Fray Juan adoptó un semblante serio.

—Tenemos una prueba material de lo que decimos, padre. Un regalo del cielo.

—¿Del cielo?

—Este rosario.

En los ojos del Halcón brilló un destello de codicia. Tomó entre sus manos el rosario de cuentas negras que los indios Masipa y Silena entregaran a fray Juan días atrás y besó su cruz con devoción. A continuación, lo tendió a fray Alonso para que lo examinara. Éste se limitó a esbozar una tímida sonrisa de satisfacción y se guardó el rosario bajo los hábitos.

—¿Cómo llegó a sus manos este… regalo?

—La Dama Azul se lo confió a dos jóvenes de la Gran Quivira para demostrarnos así la realidad de sus apariciones.

—¿Y por qué no se presentó directamente a ustedes?

—Padre, sólo Dios guarda esas razones. No obstante, si me lo permite, creo que la Virgen sólo se aparece a los limpios de corazón y a quienes más la necesitan.

Los comentarios del responsable de San Antonio, obligaron al Halcón a buscar la aprobación de fray Diego.

—¿Usted también cree lo mismo? —preguntó secamente.

—Sí.

—¿Cree que la Dama es una aparición de Santa María?

—La Dama… padre… es una manifestación inédita de Nuestra Señora. Estamos casi seguros de ello.

Un golpe seco calló a fray Diego. El portugués había propinado un fuerte puñetazo sobre la mesa, atrayendo sobre él todas las miradas. Estaba rojo de ira y sus labios se sacudían espasmódicamente como si estuvieran a punto de vomitar insultos impropios de su condición.

—¡Eso no es posible!

—Fray Alonso, por favor… —el Halcón trató de apaciguarlo—. Ya hemos discutido ese asunto antes.

—¡No es posible! —repitió—. Tenemos otro informe que contradice abiertamente su conclusión, y que invalida su hipótesis.

Benavides no se dejó aplacar.

—¿No han leído la declaración de fray Francisco de Porras? ¡Ahí está todo claro!

—¿Fray Francisco?

El padre Perea tomó la palabra:

—Sí. Después de que ustedes partieran con los jumanos, y yo fuera informado de esa expedición, el padre Benavides envió a fray Francisco y a fray Cristóbal de la Concepción, con dos hermanos legos y doce soldados, a investigar otro extraño asunto en tierras de moquis.

—¿Y cuándo fue eso? —indagó el padre Salas.

—Ya se lo he dicho, poco después de su partida.

Fray Alonso seguía con el semblante enrojecido por la ira. Resultaba evidente que él no creía que la Virgen hubiera «perdido el tiempo» instruyendo a aquellos infieles y apostaba por una solución «más racional». El Halcón trataba de serenarlo inútilmente. Le replicaba con paciencia y buscaba subterfugios que calmaran su crispación. Como se sentía en deuda con sus hombres, decidió ser él mismo quien les brindara una explicación a aquel extravagante comportamiento.

—El padre Porras regresó ayer y nos informó de su extraordinario encuentro con los indios moqui, así como de la fundación de nuestra próxima misión, que se llamará San Bernardo de Awatovi.

—¿Y bien? —fray Juan prestó toda su atención a la aventura.

—La expedición del padre Porras alcanzó su objetivo el pasado 20 de agosto. Se encontró con una población de indios reticentes a nuestra fe que, si bien acogieron hospitalariamente a su grupo, desde el principio buscaron poner a prueba a los religiosos.

—¿Poner a prueba? ¿Cómo?

—Los hechiceros de esas tribus son muy poderosos. Tienen a la población acobardada con sus historias sobre dioses kachinas terribles, que surgen de la tierra y agreden a quienes les son infieles. El padre Porras trató, desde el principio, de combatir esa superchería hablándoles del Creador Todopoderoso y de la debilidad de los kachinas, así que los brujos, para desacreditarle, le llevaron un niño ciego de nacimiento y le pidieron que lo curara su Dios…

—¿Los moquis no vieron a la Dama Azul?

—Aguarde, padre. Lo que ocurrió allí es algo diferente.

—¿Diferente?

Fray Juan, cansado de estar de pie, tomó asiento frente al Halcón, poniendo cara de circunstancias.

—¿Recuerda usted, hace más de un mes, cuando interrogamos a Sakmo, el jumano?

—Como si fuera ayer.

—¿Y recuerda cuando fray García de San Francisco le mostró el retrato de la madre Luisa de Carrión?

—Sí. Aquel guerrero dijo que la Dama Azul tenía un cierto parecido con ella, pero que era más joven y hermosa.

—Pues bien, hermano, tenemos razones para creer que esta monja está interviniendo de forma milagrosa en estas tierras.

—¿Y eso por qué?

—No se exalte vuestra paternidad. También el padre Porras es devoto de la madre María Luisa. Cuando los jefes moquis le llevaron a aquel pequeño, el padre colocó sobre sus ojos una pequeña cruz de madera, con inscripciones, que había bendecido la madre Carrión en España y que había traído consigo. Curiosamente, después de orar unos minutos con aquel crucifijo encima de la cara del muchacho, éste sanó.

Fray Alonso, más calmado, intervino.

—¿Lo comprende? Sanó por mediación de esa cruz de la madre Carrión.

—¿Y dónde está ahí la Dama Azul? —protestó fray Diego enérgicamente—. ¿No estaremos mezclando cosas que no tienen nada que ver? Que un niño sane por una cruz bendecida no…

El padre Benavides intervino:

—Por supuesto, este prodigio será debidamente estudiado por mi sucesor, el padre Perea. El será quien demuestre si existe o no relación entre ambos sucesos. No obstante, hay algo que quiero que comprueben ustedes por sí mismos.

Fray Juan estiró el cuello y fray Diego dio un par de pasos hacia la mesa, para contemplar lo que Benavides quería mostrarles. Ceremoniosamente, colocó frente a los frailes el rosario de Masipa y la cruz de la madre Carrión. Hurgó entre las cuentas hasta localizar la cruz de plata y la situó junto a la traída por el padre Porras.

—¿Lo ven? Son como dos gotas de agua.

El padre Salas tomó ambas cruces en sus manos. Tenían el mismo tamaño y los mismos bordes en relieve.

—Pero con todos mis respetos, padre Benavides, todas las cruces se parecen.

Y fray Diego le secundó rotundo.

—Eso no prueba nada.