«Gran Soñador» se despertó cuando la sintonía de información meteorológica de la CNN comenzó a tronar. Las 8.30 de la mañana. Amaneció con la sensación de que su cabeza había estado dando vueltas toda la noche y no consiguió detener aquellos infernales movimientos hasta que los chorros a presión de su ducha consiguieron enfriarla. Ella lo sabía —esos extraños sueños la estaban extenuando—, pero desconocía cómo restaurar su salud mental sin levantar las sospechas del INSCOM o, aún peor, del Departamento de Defensa.
Para rematar la sensación de desánimo, el tiempo seguía plomizo sobre Los Ángeles, y las olas que sacudían la playa de Venice salpicaban violentamente el paseo peatonal.
Ante un panorama tan desapacible, la peor opción era quedarse en casa expuesta a la soledad. Sin pensárselo mucho, Jennifer se abrigó con un vistoso impermeable amarillo —un regalo de su ex marido hacía más de quince años— y tomó un taxi hacia Melrose Avenue. Tenía la intención de visitar una librería que el día anterior le recomendara el doctor Altshuler. Se trataba de un célebre establecimiento, citado incluso por Shirley McLaine en sus libros «nueva era», donde se daban cita toda clase de personajes antisistema: curanderos, músicos, místicos, echadores de cartas… En fin, esa clase de gente por la que nunca antes se había sentido atraída, pero que ahora podía servirle para mitigar sus preocupaciones terapéuticas.
El taxi le dejó frente a la librería Bodhi Tree. Visto desde fuera, el local apenas se distinguía de los bungalows blancos de esa zona. Se accedía a la tienda a través de una escalera estrecha de dos tramos.
Jennifer subió de carrerilla los quince escalones y empujó con delicadeza una puerta con una pequeña placa de bronce atornillada en el centro, en la que se leía «pase sin llamar».
Ingenuamente, «Gran Soñador» pretendía encontrar alguno de los «libros para iluminar el corazón y la mente» que anunciaban pomposamente las tarjetas rosa del establecimiento. Altshuler le había entregado una y le había recomendado que preguntara por Joseph, y le expusiera abiertamente su inquietud.
—¡Sueños con el pasado!
Joseph, un hombre que rozaría ya los treinta, de aspecto hippie y gafas redondas con cristales gruesos, repitió en voz alta su consulta.
—Hmmm… —murmuró—. Supongo que no le interesará ningún tratado sobre la interpretación de los sueños, ¿verdad?
—No, no. Nada de eso. Mis sueños son reales, no necesitan interpretación.
De las estanterías con la etiqueta «psicología» clavada con chinchetas, pasó a las correspondientes a «metafísica», «cristales» y «meditación»; se detuvo cuando llegó a «parapsicología».
—¡Aquí está! —saltó el librero—. ¿Conoce usted el caso del Petit Trianon? No es exactamente un sueño, pero…
Su clienta negó con la cabeza, al tiempo que él extraía de una estantería baja un volumen negro de pasta brillante, titulado Phantom Encounters. Pertenecía —le explicó con tono uniforme— a una nueva colección de libros recomendada por las revistas Time y Life, en donde podría encontrar algunas interesantes sugerencias. Especialmente, sobre ese asunto del Petit Trianon.
—¿Y de qué se trata?
—De la historia de dos mujeres que, a comienzos de siglo, paseando por Versalles, creyeron haber sido trasladadas a la época de Luis XV y María Antonieta.
—Sí… Podría ser lo que estoy buscando.
—Ese libro no solucionará tus problemas, chiquilla.
Una anciana de voz ronca, con un vistoso pañuelo fucsia que le cubría la cabeza, se acercó sinuosamente a librero y clienta, cerrándoles con descaro el paso por aquel reducido corredor.
—Es Madame Samantha, nuestra vidente —Joseph esbozó una sonrisa divertida.
—Desde que te vi entrar, percibí algo extraño en ti. Dame tu mano, pequeña.
Jennifer no tuvo tiempo de reaccionar. La anciana tomó su mano derecha, acarició suavemente su palma, como si tratara de alisarla, y se concentró, según dijo, en sintonizar con su energía vital. Tras un par de convulsiones, Madame Samantha murmuró algo:
—¡Ay, chiquilla! Tú has tenido que ver con un trabajo que iba en contra del orden que Dios creó para el hombre. Tus ofensas le han alcanzado, pero Él, que es misericordioso y todo lo sabe, utilizará esas ofensas en beneficio de muchos.
«Gran Soñador» la miró atónita.
—Tres señales marcan lo que te digo. La primera te acompaña ya. La segunda, en cambio, es la más importante y no la entenderás hasta que llegue la tercera.
—No entiendo.
Madame Samantha abandonó su trance durante un segundo, le guiñó un ojo y le apretó la muñeca.
—Si la primera señal es lo que me imagino, sólo son sueños…
Jennifer se estremeció.
—¡Ay! —espetó la anciana con voz gutural—. Tus sueños no son únicamente sueños. Son fragmentos de algo mayor, desconocido, de un Plan.
—¿Un Plan?
—Sí, sí… Lo veo. Un plan controlado por… ¡Ohhhh!
Madame Samantha comenzó a temblar de nuevo, esta vez con mayor violencia. Sus espasmos se prolongaban, como si fueran ondas, hasta la mano de Jennifer. Tras varias convulsiones, se serenó y, entornando los ojos, susurró:
—No temas. Te protege una mujer vestida de azul.
Jennifer palideció. Su rostro se crispó como si acabara de escuchar algún funesto augurio de la sibila de Delfos. Tenía sus razones: ¡aquello formaba parte de sus visiones nocturnas! ¿Cómo era posible que aquella charlatana hubiera escrutado sus sueños? Apartó su mano con fuerza y huyó en dirección a la caja. Allí pagó los 19,95 dólares que costaba el libro —más los cinco extras que le reclamó Madame Samantha, que apareció a su lado cuando intentaba guardar el cambio y el libro en el bolso sin perder los nervios— y abandonó la tienda. No se despidió de Joseph, aunque se percató de cómo había estado observando toda la escena y sonreía satisfecho. Se prometió no volver jamás.
La brisa del Pacífico le devolvió parte de la serenidad. Aunque todavía sentía el aroma dulzón del incienso que se respiraba en aquel antro, el contacto con la humedad de la calle la tranquilizó. Seguía en el mundo real, con los pies en la tierra, rodeada de cosas cotidianas. Se dijo que lo que acababa de vivir en aquella librería era, sencillamente, imposible. Y sin embargo, ¿cómo supo la tal Madame…?
Todavía impresionada por el último comentario de aquella especie de «gitana», Jennifer entró en un Dunkin Donuts. Afortunadamente había pocos clientes. Pidió un tazón de café con leche muy caliente, y se sentó junto a una de las ventanas del establecimiento. Siempre había creído que los sueños son lo más íntimo que un ser humano tiene en su cabeza, y que nadie, absolutamente nadie, puede acceder a ellos. Sin embargo, esa certeza acababa de derrumbarse con la facilidad y la rapidez de un castillo de naipes. ¿Casualidad?
No lo pudo evitar. Allí mismo, con el pulso todavía trémulo, decidió echar un vistazo al libro. Tal vez encontraría en él alguna respuesta. Sin embargo, mientras apuraba el café con leche con deleite, una sensación de decepción fue apoderándose de ella: ¿dónde demonios estaba la historia del Petit Trianon?
El principal atractivo del volumen eran unas inquietantes y borrosas fotografías de fantasmas. Jennifer tardó en encontrar la referencia que buscaba porque, sencillamente, se reducía a una escueta información perdida en medio del libro, que adolecía de los detalles más elementales. El caso del Petit Trianon se reducía a algunos párrafos sobre la extraña experiencia de Ann Moberly y Eleanor Jourdain, dos profesoras inglesas que en el verano de 1901 pasaron unos días de vacaciones en París.
El 10 de agosto de aquel año —leyó Jennifer con viva curiosidad—, las dos amigas se internaron en los jardines de Versalles para admirar el esplendor de la corte del Rey Sol. Todo hubiera resultado perfectamente vulgar si, mientras disfrutaban de su paseo por las inmediaciones del palacete llamado Petit Trianon, construido por Luis XV para María Antonieta, no les hubiera asaltado una extraña sensación. De repente, ambas mujeres compartieron la certeza de saberse rodeadas de fantasmas. O, mejor, de haberse colado —como Alicia en el País de las Maravillas— en un mundo que no era el suyo.
Al principio, les fue difícil saber por qué se sentían tan extrañas, aunque luego los hechos les vinieron a dar la razón. Y es que los dos hombres tocados por sendos tricornios que vieron cerca del palacete, o la joven vestida de época a la que observaron dibujando en una de las esquinas de aquellos magníficos jardines, sencillamente pertenecían ¡a otra época! Lo curioso, además, fue que lo que comenzó siendo una «intuición», terminó convirtiéndose en una evidencia cuando comprobaron, por ejemplo, que en el lugar donde espiaron a la doncella, crecía en 1901 un tremendo arbusto… que, por cierto, nunca existió en tiempos de la monarquía francesa. ¿Fue una alucinación? ¿Un salto atrás en el tiempo? ¿O una pesadilla como las de «Gran Soñador»?
Para algunos expertos de la Sociedad Británica de Investigaciones Psíquicas —concluía el libro—, las dos profesoras inglesas habían vivido un claro episodio de retrocognición. Esto es, de visión del pasado.
—¿Retrocognición?
La mujer apuró de un gran sorbo lo que le quedaba de su café con leche, y, pensativa, tomó otro taxi para regresar a casa. El vehículo enfiló de nuevo la autopista Costa del Pacífico, que abandonó justo después del desvío al sur de Santa Mónica. Desde allí, callejeó durante unos minutos con cierta soltura y dejó a su pasajera en casi la mitad del tiempo —y de dólares— que el taxi de la mañana.
—Cosas de California —pensó.
«Gran Soñador» se quitó el impermeable amarillo, lanzó los zapatos al otro extremo de la habitación, tiró el libro encima de la cama y apretó el botón de reproducción de mensajes de su contestador.
Sólo había uno, en un inglés bastante deficiente.
—Señorita Narody, ésta es una llamada desde España. Sabemos que está interesada en ciertos manuscritos del siglo XVII, y nos gustaría hablar con usted. Volveré a telefonearla más adelante.
¿Manuscritos del siglo XVII? ¿Ella?
Borró el mensaje con determinación. Estaba claro que se trataba de un error. Luego buscó en el frigorífico algo para comer aunque sólo fuera para no servirse un whisky a esas horas. Un segundo más tarde, una duda le quitó definitivamente el hambre.
—Si se han equivocado, ¿cómo sabía mi nombre la persona que dejó el mensaje?