—¿Y bien? —El tono del policía parecía agrio—. ¿Volvemos a Madrid?
—Espera un momento. El padre Tejada acaba de decirme que en la biblioteca de Loyola trabaja otro fraile que sabe mucho de manuscritos del siglo XVII. Tal vez él podría darnos más pistas sobre el segundo Memorial de Benavides. Y ya que estamos aquí…
—¿Y por eso te ha abrazado?
—No, José Luis. No ha sido por eso. Es por algo que tú no entenderías.
El policía no replicó. Soltó el freno de mano, y, en silencio, enfiló el Camino de Morgan en dirección a la ría y la Universidad. Después, todo fue cuestión de seguir el mapa hasta Loyola, parar a comer un par de bocadillos y desviar voluntariamente la atención hacia conversaciones más intrascendentes.
Enclavado en un bello paraje natural, el santuario de San Ignacio de Loyola, construido alrededor de la que fuera su casa familiar, les atrajo como un imán. Tras varias maniobras por el atestado aparcamiento, encontraron un hueco para el coche. Después se dirigieron a paso ligero hacia las oficinas administrativas del monasterio.
Les costó convencer al jesuita del mostrador de la entrada de que la visita a la casa-museo del fundador de la Compañía de Jesús no les interesaba. Mientras el jesuita buscaba al fraile, echaron un vistazo a los documentos generados por la orden durante la evangelización de América, expuestos en unos paneles. Les gustaron especialmente varios grabados con escenas de la vida cotidiana y un mapa.
«Fray portero» les abordó mientras examinaban el último de los paneles.
—No he conseguido localizarlo, pero el padre Jeremías suele estar trabajando a estas horas en la biblioteca. Pueden subir por la escalera de la derecha y preguntar por él.
—¿Y podríamos consultar algún libro?
José Luis miró de reojo al periodista.
—Naturalmente. Es una biblioteca abierta a investigadores. Allí les informarán mejor.
José Luis y Carlos ascendieron las escaleras hasta desembocar frente a otro mostrador, tras el que se ocultaba un joven enfundado en un traje negro. El arquetipo del bibliotecario. Les informó de que, en efecto, el padre Jeremías pasaba allí las tardes, pero en aquel momento se encontraba ausente.
—No creo que tarde mucho —les consoló.
—Mientras tanto, ¿podría hacer una consulta? —Carlos no parecía querer perder el tiempo.
—Sólo tiene que rellenar esta ficha. ¿Sabe ya lo que busca?
El periodista garabateó los datos principales, copiándolos de las últimas anotaciones de su cuaderno de campo.
Al policía le resultó evidente que aquella pista también se la había facilitado el padre Tejada durante su despedida.
—Se trata de un libro publicado en 1692 por un jesuita gaditano llamado Hernando Castrillo.
—Déjeme que lo compruebe.
El bibliotecario tecleó algunos datos en un ordenador con aspecto de nuevo, y sonrió satisfecho.
—Aquí está… Busque usted mismo en la estantería grande de la derecha, en la sección de obras de historia. Lleva impresa la signatura HC-210. Seguramente tendrá un punto rojo pegado, así que no podrá sacarlo en préstamo ni fotocopiarlo.
—Entendido.
Carlos cogió a su compañero del brazo y mientras tomaban una mesa cerca de la estantería señalada le susurró al oído:
—El padre Tejada me dijo que este libro podría darnos alguna pista más sobre otros extraños episodios de evangelización de la historia de América…
—¿Y eso en qué nos ayudará a encontrar el manuscrito robado? —protestó José Luis.
—Para eso hablaremos con el tal Jeremías. El padre Tejada fue muy entusiasta sobre sus conocimientos acerca de manuscritos de esa época.
—Y te lo dijo tan pronto os dejé solos, ¿eh? Oye, ¿tú matas siempre dos pájaros de un tiro?
Carlos encogió los hombros en un gesto divertido. Después, se lanzó sobre la estantería. Encontró la obra en pocos segundos. Se titulaba Historia y magia natural o Ciencia de Filosofía oculta y era un tratado de más de 350 páginas que recogía una especie de Summa geográfica con todos los conocimientos comunes de la época de su redacción, a finales del siglo XVII. Describía los continentes conocidos con escuetos detalles, y añadía, con frecuencia regular, alusiones a las tierras dominadas por la corona española y sus poderosos monarcas.
Carlos hojeó la obra con deleite. Cuando llegó a la página 125, sus ojos casi se salieron de las órbitas.
—Mira. Aquí está. Mira. Tejada tenía razón. Lee.
—«Si la noticia de la fe ha llegado a los fines de la América»… ¿Y…?
—Es justo lo que buscábamos.
José Luis profirió un gruñido apenas audible.
—¿No te das cuenta? El autor se pregunta si alguien había logrado evangelizar partes del Nuevo Mundo antes de la llegada de Colón…
—Insisto, ¿y…?
—Pues que la Dama Azul no fue la primera.
—Bueno, tú lee lo que quieras y luego me lo cuentas.
El periodista hizo caso omiso del desinterés de José Luis, y se sumergió en el tratado. Leyó estupefacto cómo los primeros jesuitas que arribaron a Sudamérica ya se tropezaron con pistas que indicaban que otros cristianos habían estado predicando por aquellas tierras antes que ellos. Y no precisamente de la orden de San Francisco. Al parecer, varios de aquellos primeros misioneros descubrieron que los indios veneraban formas adulteradas de la Santísima Trinidad bajo las advocaciones de «padre del sol», «hijo del sol» y «hermano del sol», y que especialmente en Paraguay se conservaba el recuerdo del paso de un tal Pay Zumé, que, cruz en ristre, predicó la buena nueva de la resurrección mucho tiempo antes de la llegada de los españoles.
¿Qué concluyeron aquellos padres?: Pues que había sido santo Tomás, el apóstol escéptico de Jesús, quien recorriera aquellos territorios en el siglo I. Y es que —según leyó Carlos en el apretado resumen—, Pay Zumé era una deformación lingüística de santo Tomé o santo Tomás.
—Vaya, vaya… —masculló una voz anciana a sus espaldas—. Así que ustedes son los que preguntaban por mí y consultan nuestro ejemplar del informe del padre Castrillo… Qué agradable combinación.
Carlos despegó la vista del libro.
—El padre Jeremías, supongo… —vaciló.
—El mismo. O mejor, el único Jeremías de todo Loyola.
Parecía un anciano simpático. Algo encorvado por la edad, pero con la cabeza todavía cubierta por una fina cabellera canosa. José Luis lo radiografió como sabía hacer, buscando indicios de «criminalidad» en su aspecto. Deformación profesional.
—Muy poca gente viene a consultar libros tan raros como ése…
—Verá —se explicó Carlos—. Busco información sobre la leyenda de que jesuitas y franciscanos encontraron huellas de anteriores predicadores en América…
—¡Excelente! —bramó—. ¡Pero eso no es una leyenda!
—¿Cómo dice? —el patrón se extrañó—. ¿Da la Iglesia crédito a esa historia? ¿Podría usted decirnos algo?
—Joven, me temo que ignoras muchas cosas, porque crees que lo que te enseñaron en las escuelas es la única y comprobada verdad; y eso no es cierto.
José Luis asintió detrás del religioso, con gesto jocoso. De vez en cuando disfrutaba haciendo ver al periodista que la edad es un grado de sabiduría que sólo se alcanza con el tiempo. Un estadio natural de perfección mental del que su joven amigo estaba aún lejos.
—Déjame que te explique que cuando yo estuve en Brasil hace cuarenta años, en el estado de Bahía, en una región selvática del Amazonas, ya oí hablar de cosas que Castrillo sólo esboza de manera intrascendente en este libro…
Carlos se quedó lívido.
—Por favor, continúe.
—En Brasil, los indígenas que poblaban la bahía de Todos los Santos enseñaron a mis predecesores primero, y a mí cuando llegué después, huellas de pies humanos grabadas en el suelo de roca, que veneraban como pertenecientes a Pay Zumé. En otros lugares como Itapuá, en Cabo Frío o en Paraíba se hallaron más huellas de esta clase… como si los pies de santo Tomás hubieran derretido la roca.
—¿Y da usted por hecho que son de santo Tomás?
—Lo dijo Jesús, ¿no?: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura»[28]. Y Tomás lo hizo.
—Entonces, ¿por qué nunca se dio a conocer en Europa esta tarea? No recuerdo haber leído nada en los libros de historia.
—Quizá porque ni él ni ninguno de sus compañeros regresaron jamás para contarlo. Creo que Dios debió dejar a Tomás en Brasil, y de allí predicó en Paraguay, en Bolivia y en Perú, donde le conocieron como Pay Zumé, Paitume o Padre Gnupa, que de todos ellos se habla en esas regiones. —Y añadió—: En Paraguay, según el libro de Castrillo que estás consultando, el santo profetizó que sus palabras se habrían de olvidar, pero que otros hombres llegarían después trayendo el mismo mensaje del Evangelio… Por eso hubo regiones más fáciles de catequizar que otras.
—¿Y no ha quedado ningún otro rastro de esos viajes, aparte de las pisadas del santo?
—Claro que sí —tronó el jesuita—. En Tiahuanaco, por ejemplo, muy cerca del lago Titicaca, existe un monolito de más de dos metros de altura que representa a un hombre barbado. Y, como usted sabrá, los indios del altiplano boliviano son imberbes. La estatua está en un recinto semisubterráneo, como las kivas de los indios de Norteamérica, llamado Kalasasaya, y se cree que representa a un predicador. Muy cerca existen otras estatuas a las que los indígenas llaman «monjes» desde hace siglos, y que bien podrían haber representado también a esos primeros evangelizadores cristianos, muy anteriores a Colón o Pizarro.
José Luis comenzaba a ponerse nervioso otra vez. No sólo se estaba haciendo tarde, sino que todavía no había tenido ocasión de hacer las preguntas adecuadas.
—Perdone usted, padre Jeremías —interrumpió—, pero en realidad queríamos hablar con usted de otra cosa.
—¿De qué se trata?
—¿Conoce usted los escritos de un franciscano del siglo XVII llamado Benavides?
—Claro. Su Memorial es uno de los primeros documentos publicados sobre la historia de Nuevo México, junto a la obra de un soldado de la expedición de Oñate llamado Gaspar de Villagrá…
Su respuesta le satisfizo.
—Conocerá por tanto, el Memorial inédito que Benavides escribió en 1634…
El padre Jeremías se revolvió.
—Es curioso que me pregunte por esa obra. Hace algunos meses recibimos una carta de una coleccionista de Los Ángeles que nos preguntaba si disponíamos de ese manuscrito y si podríamos enviarle una copia del mismo. Estaba incluso dispuesta a pagar una fuerte suma por el original si era el ejemplar que buscaba.
—¿Y qué le respondió?
José Luis miró a Carlos con un gesto victorioso. Habían dado en el clavo… Al menos, en uno de ellos.
—La verdad: que nunca habíamos tenido acceso directo al texto y que desconocíamos dónde podría estar.
—Quizá en la Biblioteca Nacional.
—No lo sé. No consta registrado en el archivo general. La Biblioteca posee una amplia sección de manuscritos reservados, que no aparecen en los inventarios de acceso público. Piensen que esa revisión no llegó, según parece, a la imprenta. El problema es que muchos manuscritos o incunables, o incluso cuadernillos, no están ni siquiera registrados y ahora que los historiadores ya podrían examinarlos se les veda el acceso por falta de medios. Además, siempre se ha rumoreado que Benavides amplió su Memorial con una serie de observaciones farragosas que nadie en su época comprendió…
—¿Guarda todavía la carta de esa coleccionista?
—Sí. Lo guardo todo. Es deformación profesional. Si quieren voy a buscarla.
—Por favor.
El padre Jeremías se levantó solícito, y cuando estaba a punto de cruzar el umbral de la biblioteca, se volvió y abordó a sus interlocutores en voz alta.
—Todavía no me han dicho para qué quieren esta información.
—Somos biógrafos de Benavides —mintió José Luis.
El jesuita no le creyó.
—Está bien, ahora vuelvo —refunfuñó.
Dos minutos después, los datos de la coleccionista engrosaban las notas de los cuadernos de José Luis y Carlos. Un nombre —Jennifer Narody—, una dirección y una ciudad: Venice Beach, cerca de Los Ángeles, California.
Tras despedirse del padre Jeremías, José Luis y Carlos intercambiaron dos lacónicas frases.
—Ahora todo es cosa de la Interpol.
—No. Aún es cosa mía.