Perdida en una de las alas de la ciudad, y bastante alejada de la ría, la plaza de San Felicísimo en Bilbao es una escueta glorieta de hormigón que alberga desde hace varias décadas la sede de los Padres Pasionistas y la ikastola que regentan. Los dos edificios pertenecen a una curiosa orden fundada en 1720 por un misionero italiano llamado San Pablo de la Cruz y que responde a la altisonante denominación de Congregación de los Clérigos Descalzos de la Santísima Cruz y Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Su máxima peculiaridad no es, empero, su nombre, sino la norma que obliga a sus miembros a aceptar un cuarto voto antes de su ingreso: el compromiso de propagar el culto a la pasión y muerte del Nazareno. Al aparcar enfrente de la escalera de acceso a la residencia, José Luis y Carlos ignoraban ese dato. En cambio disponían de una ficha con algunas informaciones clave de su «objetivo». A saber: Amadeo Tejada había ingresado en la orden en 1950, había cursado allí estudios de psicología e historia de la religión y ocupaba, desde 1983, un puesto como profesor de Teología en la Universidad de Deusto. Se le consideraba, además, un auténtico experto en angelología.
—¿El padre Tejada? Un momento, por favor.
Un fraile calvo, enfundado en una sobria sotana negra con un corazón atravesado por una espada cosido en el pecho, les rogó que aguardaran en una salita cercana a la puerta.
Tres minutos más tarde, una puerta de cristal biselado —parecida a las que adornaban las consultas de los médicos de los últimos años del régimen—, se abrió y dio paso a un auténtico gigante. Tejada debía rondar los sesenta años. De estatura ciclópea (superaba el metro noventa, aunque la sotana acentuaba su altura), su pelo cano y sus largas barbas, así como su tono de voz, le conferían ese aspecto de «santo y sabio» que había impresionado a las monjas de Ágreda.
—Así que vienen ustedes a preguntarme sobre la venerable madre Ágreda… —sonrió el padre Tejada, nada más estrechar las manos de sus visitantes.
—Bueno, después de hablar con ellas no nos quedaba otra elección. Las monjas aseguran que usted es un sabio.
—Oh, ¡vamos!, ¡vamos! Sólo cumplo con mi obligación —sonrió complacido; pero de inmediato, se excusó—. En realidad se trata del caso de bilocación más extraordinario que he conocido. Por eso he dedicado tantas horas a su estudio y he pasado largas temporadas en el convento.
—¿De veras?
La sonrisa de Tejada volvió a iluminar la sala de espera.
—Perdone mi precipitación, pero no queremos robarle demasiado tiempo. ¿Y ha llegado a alguna conclusión sobre la autenticidad de sus bilocaciones?
Tejada se acarició el lóbulo de la oreja izquierda y tosió levemente antes de responder. José Luis no podía ocultar que lo suyo era ir al grano, sobre todo si se trataba de hacer preguntas comprometedoras.
—Usted sabrá que, en realidad, existen varias clases de bilocaciones. La más sencilla es difícilmente discernible de la simple clarividencia, y en ella el sujeto bilocado es capaz de presenciar escenas que están ocurriendo lejos de donde se encuentra su cuerpo, aunque en ningún momento tiene la impresión física de estar allí. Es una clase de bilocación muy elemental y poco interesante…
El policía quedó estupefacto. No recordaba haber leído nada sobre el particular.
—Continúe —apremió.
En cambio, la más compleja es aquella en la que el sujeto se desdobla físicamente, es capaz de interactuar en los dos lugares donde se encuentra, y se deja ver por testigos que pueden dar fe del prodigio. Esa clase de bilocación es, por derecho propio, la única que puede llevar al calificativo de milagrosa.
El padre Tejada se detuvo con el fin de que sus interlocutores pudieran anotar sus precisiones. Cuando acabaron, prosiguió.
—Entre una y otra clase de bilocación, existe una amplia gama de estados en los que el sujeto se materializa en mayor o menor medida en su lugar de destino. Por supuesto, los casos más interesantes son los del segundo tipo; el resto podrían ser atribuidos a meras experiencias mentales.
—¿Y la madre Ágreda está dentro de esta segunda categoría? —Carlos retomó su cuestionario.
—No siempre.
—¿Cómo dice?
—Que quizá no siempre —repitió el pasionista con paciencia—. Debe saber que cuando esta religiosa fue interrogada por la Inquisición, confesó que había viajado en más de quinientas ocasiones al Nuevo Mundo, aunque no de la misma forma. A veces tenía la impresión de que era un ángel el que tomaba su aspecto y se aparecía entre los indios; en otras ocasiones, otro ángel la acompañaba mientras cruzaba los cielos a la velocidad del pensamiento[25]; aunque en la mayoría de ocasiones, todo se desarrollaba mientras ella caía en trance y era asistida por sus compañeras en el convento…
—¿Un ángel?
—Bueno, no se extrañe tanto. La Biblia habla de ellos con frecuencia, y asegura que se asemejan mucho a nosotros. ¿Por qué razón no podrían hacerse pasar por una mujer en América? Además, si aceptamos lo que se cuenta de ellos, podrían estar trabajando todos los días con ustedes, sin que se hubieran dado cuenta.
Tejada les brindó un guiño de complicidad, que Carlos no quiso ver.
—¿Los consideraría como unos infiltrados?
—Digamos que se trata de una especie de «quinta columna», mezclada entre nosotros para controlar desde dentro ciertos aspectos de la evolución humana.
—Bueno… Usted es un experto en angelología, y sabrá lo que se dice —el patrón esbozó cierta sonrisa de incredulidad.
—No lo tome a broma. Si usted quiere llegar al fondo del misterio de la Dama Azul y de la vinculación de la madre Ágreda a este asunto, debería contemplar la cuestión de los ángeles con mayor detenimiento.
Carlos desoyó su advertencia. Tejada tampoco parecía demasiado interesado en añadir más énfasis a sus palabras.
—Vayamos a lo concreto, padre: ¿usted cree que la monja se trasladó alguna vez físicamente hasta América? —insistió el periodista.
—Es difícil decirlo. Pero, la verdad, nada nos impide creerlo.
Existen innumerables referencias a otros personajes que vivieron esa misma clase de fenómenos, y que también dejaron indicios suficientes de que sus «viajes» fueron instantáneos, en cuerpo y alma.
José Luis se revolvió en su silla. Aquellos circunloquios no facilitaban ninguna pista sobre el paradero del manuscrito, así que, con mayor diplomacia que de costumbre, intentó llevar las aguas a un cauce más pragmático.
—Disculpe nuestra ignorancia, pero ¿existe, o existió, algún documento, alguna crónica de la época, en el que se detallaran esos viajes?
El padre Tejada miró al policía con afable condescendencia. Parecía estar disfrutando.
—Es usted un hombre práctico. Me gusta.
José Luis sonrió por el cumplido.
—En cuanto a su pregunta, la respuesta es sí. Un fraile franciscano llamado fray Alonso de Benavides redactó en 1630 una especie de informe, donde recoge algunos indicios que podrían ser interpretados como parte de alguna bilocación de la madre Ágreda…
—¿Algunos indicios? ¿Y eso es todo lo que hay? —insistió maliciosamente.
—No. Cuatro años más tarde, el mismo fraile redactó una versión ampliada de ese informe. Desgraciadamente, nunca llegué a examinarla. No se publicó jamás, aunque se rumorea que fascinó al propio Felipe IV hasta el punto de convertir ese texto en una de sus lecturas favoritas.
—¿Algo tan personal? ¿Sabe por qué?
—Bueno… —dudó—. Esto, naturalmente, no es «oficial» porque yo nunca he podido comprobarlo, pero parece que Benavides anotó en los márgenes de su escrito ciertas claves que explicaban las fórmulas que la madre Ágreda utilizaba para bilocarse.
—¡Vaya! —saltó Carlos—. ¡Como un libro de instrucciones!
—Podría considerarse algo así.
—¿Sabe si alguien lo utilizó?
—Que yo sepa, el texto nunca salió de manos del rey, aunque se envió al Vaticano una copia caligráfica. No obstante, fray Martín de Porres, que era un dominico mulato del Perú, vivió numerosas experiencias de bilocación en parecidas fechas a las de la monja de Ágreda.
—¿Insinúa que…?
—No, no. Fray Martín murió en 1639, cinco años después de que Benavides redactara sus instrucciones, y dejando tras de sí una sólida fama de santidad esculpida a base de prodigios. Saben a quién me refiero, aunque sólo sea por la difusión medio folclórica. Se trata del monje que llamaban «Fray Escoba». Se le vio predicando en Japón mucho antes de que se redactara el Memorial de 1634. Muchos testigos lo describen como el «hermano negro».
De repente, el padre Tejada bajó la voz como si hubieran desembocado en una materia confidencial.
—Incluso a veces depositaba flores en el altar de la iglesia de Santo Domingo que no eran peruanas, sino japonesas…
—¿Y usted cree estos relatos? —preguntó José Luis con cierta sorna.
—¡Oh, no es sólo cuestión de fe, aunque ésta influya, naturalmente! ¿Ha oído usted hablar del padre Pío?
Sólo Carlos asintió. Él sabía que el padre Pío —de nombre real, Francesco Forgione— era un famosísimo capuchino italiano que había vivido hasta mediados de este siglo en Pietrelcina (Italia), y que había protagonizado toda suerte de prodigios místicos: desde padecer en sus carnes los estigmas de la pasión hasta gozar del don de la profecía. Por no hablar del fervor popular que todavía despierta en la Italia de nuestros días.
—Pues al padre Pío —continuó Tejada— también se le imputan algunos casos célebres de bilocación. El más famoso de todos lo vivió de cerca, en primera persona, el cardenal Barbieri, que por aquel entonces era arzobispo de Montevideo.
—¿Recuerda qué sucedió exactamente?
La enésima pregunta de Carlos hizo resoplar al policía.
—Se explica en todas sus biografías. En ellas se cuenta cómo un compañero de Barbieri, que era Vicario General de la diócesis del Salto, en Uruguay, viajó a Italia donde obtuvo la promesa del padre Pío de que Barbieri le asistiría en el momento de su muerte. Y lo cumplió, pues cuando el Vicario estaba moribundo, Barbieri fue despertado por un monje capuchino que nunca había visto antes y que le alertó de la agonía de su amigo.
—¿Pío?
—¿Quién si no? Barbieri llegó a tiempo de darle la extremaunción a su compañero, pero fue incapaz de dar con el capuchino ni con alguna pista sobre su identidad para pedir explicaciones. Sólo años más tarde, cuando Barbieri visitó Italia, identificó al padre Pío como el hombre que le había despertado aquella noche…
Los tres callaron durante unos instantes. En realidad, una breve pausa para poder ordenar la información y formular nuevas preguntas.
—¿Supone entonces que el padre Pío controlaba sus bilocaciones? —Carlos retomó el interrogatorio.
—Y no sólo él. También la madre Ágreda lo hizo, aunque sólo conozco dos o tres episodios más en toda la historia. En cualquier caso, creo que su control tenía mucho que ver con el alcance de sus bilocaciones…
—¿Qué quiere decir con «alcance»?
—Exactamente eso. Tanto el padre Pío como la madre Ágreda protagonizaron bilocaciones de corto y de largo alcance. Esto es, locales, desplazándose a los extramuros de sus respectivos conventos o a domicilios cercanos, e internacionales, dejándose ver incluso en otros continentes.
—¿Y Benavides sabía eso? ¿Establecía esas diferencias?
El padre Tejada ignoró descaradamente su pregunta. Parecía cansado. Desvió la charla hacia asuntos más mundanos.
—Caballeros, disculpen mi desidia…, ¿no desearían un café?
—Si a usted no le importa…
José Luis, otra vez desplazado de la conversación, fue quien aceptó aquella inesperada invitación.
El gigante se levantó de un brinco y en dos zancadas abandonó la salita. Pero el policía aprovechó aquella ausencia para advertir a su compañero de un cambio de estrategia.
—Mira, Carlos, a éste debemos entrarle directamente. ¿Qué te parece si le pregunto por la llamada de anoche?
—Pero eso te delataría…
—Tú, por si acaso, no te sorprendas, ¿vale?
La puerta biselada se abrió en ese preciso instante. Tejada apareció con sendos vasos de plástico llenos de un café negro y humeante.
—He añadido dos cucharadas de azúcar a sus cafés —advirtió el padre sonriente—. Pura inercia. Si les molesta les preparo otro.
—Para mí, perfecto.
José Luis tomó su taza, removió su contenido con celeridad y no esperó a que el pasionista tomara asiento.
—¿Ha investigado usted personalmente, en profundidad, alguna de sus bilocaciones?
—Se refiere a las de la madre Ágreda, supongo…
—Sí, claro —admitió el policía.
—Sólo las de «corto alcance», y en especial una que tuvo lugar en 1626, cuando ella tenía veinticuatro años y estaba a punto de ser nombrada abadesa de su convento. De hecho, aquel episodio tuvo mucho que ver con su «ascenso» en la jerarquía eclesiástica… Impresionó al mismísimo Papa.
—Cuéntenos, por favor —le espoleó Carlos.
El padre Tejada dio un sorbo a su café, se aclaró la garganta, y abrió las manos como si fuera a explicar algo dibujándolo en el aire.
—La historia se conoce popularmente como la de la «conversión del moro de Pamplona», porque de eso se trata.
Verá: un caballero, devoto del convento de la Concepción donde residía la venerable, tenía que viajar hasta Pamplona para sacar de la prisión a un musulmán que trabajaba como sirviente para un amigo suyo de Madrid, y que se había fugado poco antes. El caso es que este caballero, gobernador de armas por más señas, explicó su misión a la monja antes de partir, y la dejó muy preocupada.
—¿Preocupada?
Carlos dejó su vaso de café sobre la mesa camilla que tenía delante, para volver a concentrarse en su cuaderno de notas.
—Bueno, ya sabe usted, los cristianos de aquella época no eran demasiado magnánimos con árabes y judíos, y la monja intuyó que su amigo no iba a dar ningún trato de favor a su prisionero. Y, precisamente, apiadándose de la suerte de aquel desconocido, le rogó que de regreso de Pamplona, le presentara al moro en cuestión. El caso es que cuando el caballero llega a Pamplona, se encuentra con que el moro explica que en su celda se le ha aparecido una religiosa que le ha convertido al cristianismo y que le ha pedido que se bautice en la parroquia de Nuestra Señora de los Milagros… de Ágreda.
Finalmente, el padre Tejada había atrapado a sus huéspedes con su historia. Le rogaron que continuara.
—El caballero supuso que aquello era cosa de sor María de Jesús, que por aquella época ya gozaba de una merecida fama de milagrera, e incluso había sido vista levitar en éxtasis. Por supuesto, el hidalgo se detuvo en Ágreda, dejó que su prisionero se bautizase según su deseo[26], y aprovechó para pedir a los superiores del convento que investigasen la cuestión a fondo.
—¿Y lo hicieron?
—Desde luego. Llamaron a un notario y a varios religiosos franciscanos, y sometieron al converso a una prueba parecida a nuestras modernas rondas de identificación. Pretendían que señalara qué monja se le había presentado en su celda.
El padre Tejada detalló cómo colocaron a aquel infeliz —después bautizado con el cristiano nombre de Francisco— cerca de la ventana enrejada que Carlos había conocido en el convento de Ágreda, y cómo situaron tras ella a tres monjas con el velo levantado, para que identificara a su milagrosa instructora. No dudó ni un momento en apuntar a la venerable.
—¿Y el notario dio fe de lo ocurrido? —saltó el policía de nuevo.
—Sí. Y también de una segunda prueba a la que le sometieron; hicieron desfilar frente a él a todas las hermanas, para que ratificara o desmintiera su primera impresión. Y la ratificó, desde luego[27]. Incluso —añadió—, el moro preguntó repetidamente a la monja cómo había podido visitarle en su celda de Pamplona si ella estaba encerrada en el convento, pero sor María Jesús nunca dio la menor explicación.
—Disculpe mi torpeza, padre, pero ¿esto se cuenta en el texto de Benavides de 1634?
—Que yo sepa, no…, pero no se lo puedo asegurar. Ya le he dicho… —De pronto cambió el tono y preguntó—: ¿A qué viene su interés por ese documento?
José Luis enderezó la espalda sobre la silla, tratando de equipararse a la altura del gigante. Después sacó del bolsillo de su americana una placa de la Policía Nacional que no pareció impresionar al pasionista, y espetó:
—Padre, por favor, lamento dar un giro a esta conversación, pero debe responderme un par de preguntas.
—Usted dirá —el gigante le sostuvo la mirada con dureza. Carlos lo sintió incluso desdeñoso. No iban a obtener nada, pensó, pero José Luis empezó su interrogatorio.
—¿Recibió usted ayer una llamada telefónica al filo de las cinco de la madrugada?
—Sí.
—¿Y bien?
—Fue muy raro. Alguien llamó a la centralita y desde allí trasladaron la llamada a mi habitación. Por supuesto, me despertó y al descolgar no había nadie al otro lado.
—¿Nadie?
—No, nadie. Colgué, naturalmente.
La respuesta a la primera pregunta pareció satisfacer parcialmente al policía. Al menos había comprobado que alguien hizo una llamada a aquel abonado desde la Biblioteca Nacional.
—¿Tiene más preguntas?
—Sí… —titubeó—. ¿Conoce usted una cierta Hermandad del Corazón de María?
—No. ¿Debería?
—No, no.
—Al menos, ¿puedo saber por qué la policía se interesa por las llamadas que recibo? ¿Tengo el privilegio de ser escuchado?
Carlos no pudo contenerse. Como su compañero recelaba, respondió por él. Aquel sacerdote se había ganado su respeto.
—Ayer por la noche robaron un manuscrito de la Biblioteca Nacional en Madrid. Se trataba del ejemplar de Felipe IV del Memorial revisado de Benavides… El segundo, el ampliado.
El padre Tejada ahogó una exclamación.
—Esa misma noche, a las 4.59 de la madrugada alguien usó un teléfono de la biblioteca para llamarle. Sólo pudieron ser los ladrones.
—¡Jesús! Yo ni siquiera sabía que…
—Sí, ya nos lo ha dicho, padre —trató de calmarle el periodista—. Pero es importante que si sabe algo nuevo del caso, o le vuelven a telefonear, nos llame.
El padre Tejada encajó mal la noticia. Su porte majestuoso se quebró. Dejó su café casi intacto sobre el sofá e invitó amablemente a sus huéspedes a irse.
—Les acompañaré hasta la salida.
Una vez en la puerta, mientras José Luis se dirigía a grandes pasos hacia el coche, Tejada retuvo a Carlos cogiéndole del brazo.
—Tú no eres policía, ¿verdad?
—No, no… —balbuceó.
—¿Y por qué te interesas por la madre Ágreda?
La fuerza con la que la mano del gigante se clavaba en el bíceps de Carlos le impulsó a sincerarse.
—Es una larga historia, padre. En realidad, tengo la sensación de que, de alguna manera, alguien me metió en esto.
—¿Alguien? —se encogió de hombros—. ¿Quién?
—No lo sé. Es lo que trato de averiguar.
El padre Tejada se ajustó los faldones de su sotana, y adoptó actitud de confesor.
—¿Sabes?, otros llegamos a la madre Ágreda gracias a un sueño, a una visión, o al final de un largo cúmulo de casualidades que, de repente, allanan el camino hasta la venerable.
El estómago del periodista se revolvió.
—Conozco personas que soñaron con la madre Ágreda sin saber que era ella —continuó—. Se les aparecía rodeada de una poderosa luminosidad azul, como la que también describió aquel moro de Pamplona en la cárcel, y veían cómo ella les mostraba alguna pista: un retrato de Felipe IV, una imagen de la Inmaculada Concepción, qué sé yo… Otros, por el contrario, escucharon su voz dentro de la cabeza, y recibieron instrucciones precisas de la monja. Algo así como una mediumnidad que sobreviene de repente.
—¿Y por qué cree que sucede? —Carlos tragó saliva. El músculo seguía comprimido.
—La Dama Azul es un poderoso arquetipo, un símbolo de transformación. A los indios les anunció la llegada de una nueva era política e histórica; a los frailes, les dejó tocar pruebas que confirmaban la existencia real de fenómenos que les sobrepasaban y que legitimaban su misión allá. Y ahora, parece estar luchando por emerger de nuevo de las brumas de la historia…
Carlos luchó por controlar sus vísceras.
—Mire, padre —arrancó—, debo aclararle que yo no soy creyente. O, al menos, no lo soy en el sentido tradicional del término… Pero también a mí me sucedió algo parecido a lo que usted me cuenta. Hace unas semanas me extravié en la serranía de Cameros y las únicas carreteras que estaban abiertas al tráfico rodado por la nieve llevaban a Ágreda…
Tejada le miró complacido.
—… Y por «sincronicidad» —prosiguió—, justo unas semanas antes, tuve noticias muy superficiales de la historia de la madre Ágreda, citándola brevemente en uno de mis escritos. El resto se lo puede imaginar: encontré el convento, conocí a las monjitas, me informaron mejor de la madre Ágreda… y me remitieron a usted.
—¿De esto hace unas semanas?
—Dos, para ser exactos.
—¿Ves cómo lucha por salir a la luz?
—¿Lucha?
—Sí. Y permíteme que te insista en algo: la sincronicidad no existe. Es cosa de los ángeles. Ellos la utilizan para preparar determinados acontecimientos sin llamar la atención sobre su actuación. La vienen utilizando desde hace siglos. Si te fijas, su presencia es el único nexo de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; están presentes siempre que se les necesita y justo para anunciar la llegada de algún acontecimiento importante. ¿Lo entiendes?
—Pero yo creo…
—Pero nada. Pronto lo comprenderás todo.
—¿Pronto? ¿Qué comprenderé pronto?
El pasionista guardó silencio, como si una espesa sombra le obligara a moderar sus palabras.
—No quise decir eso. Y ahora —concluyó tendiéndole la mano—, tendrás que disculparme. Debo preparar unos textos para mis alumnos de la universidad.
Desde el otro lado de la plaza José Luis había arrancado ya el Renault-19. Parecía que el padre y el periodista habían reanudado la conversación, pero la espalda de Tejada le impedía verlos mejor. No entendía nada. Y menos aún cuando el gigante se abalanzó sobre Carlos y lo estrujó en un cálido abrazo.