Una violenta sacudida convulsionó el cuerpo trémulo de la durmiente. Ésta, con la frente empapada de sudor y los dedos agarrotados por la tensión, saltaba de su último sueño al siguiente, enlazándolos como si fueran diferentes secuencias de una misma película.
Entre Isleta y la Gran Quivira, agosto de 1629
Diecisiete días después de abandonar la misión de San Antonio, en Isleta, los hombres del «capitán tuerto» comenzaban a acusar el cansancio. El ritmo de la marcha se había reducido al mínimo y las provisiones comenzaban a escasear. De las veinte millas diarias que los frailes calculaban haber recorrido en las dos semanas precedentes, ahora se alcanzaban con suerte ocho.
La razón, más que en la reducción de los víveres y el agua, había que buscarla en el aumento de las precauciones que el grupo de guerreros tomaba. En efecto: una avanzadilla de tres hombres que les llevaba un día de ventaja, iba dejando a su paso señales dibujadas en rocas o en cortezas de árbol que indicaban si el camino estaba o no despejado. Al tiempo, otro grupo de cuatro hombres vigilaba los flancos del pelotón, custodiando a los frailes en un radio de unos mil metros. Se trataba de un comando que informaba cada hora de la buena marcha de las cosas, imitando el agónico aullido de los coyotes.
Caminaron siempre hacia el este, ganando minutos de sol con cada amanecer, y atravesando antiguos campos de caza apaches. Aunque sabían que éstos habían emigrado hacía algunos años hacia el oeste, sus territorios les infundían todavía cierto temor supersticioso. No en vano, las montañas peladas fueron antaño el hogar de los antepasados apaches y, sobre todo, de sus sanguinarios dioses.
Pero nada ocurrió.
Los días de marcha lenta sirvieron a fray Juan de Salas, pero sobre todo al joven fray Diego López, para aprender muchas cosas acerca del desierto. Fray Diego era un mozetón asturiano, fuerte como un roble e ingenuo como un niño. Mostraba interés por todo, y no hacía más que preguntar a fray Juan acerca del idioma de los indios y cómo podría él aprender a convivir con aquellas tribus e introducirles la Palabra de Dios.
Fueron unas jornadas en las que los franciscanos descubrieron que las «tierras llanas del norte» —como las llamaban los jumanos—, a primera vista vacías, estaban sembradas de vida. Los indios enseñaron a los frailes a diferenciar los insectos venenosos de los inofensivos. Les hablaron de las peligrosas hormigas de la cosecha, una variedad de invertebrados que inyecta, cada vez que muerde, un veneno que destruye los glóbulos rojos y que es más venenoso que una picadura de avispa o la mordedura de una serpiente cascabel. También les mostraron cómo trocear un cacto para exprimir agua de su interior y les instruyeron para que, en las breves noches de aquel verano, no espantaran nunca de su vera a los lagartos cornudos, pues éstos les protegían de escorpiones y hormigas venenosas, y podían servirles de desayuno a la mañana siguiente.
Al decimoséptimo día, poco antes de caer la noche, sucedió algo que alteró aquellas lecciones. Había estado relampagueando durante toda la jornada, y aunque ninguna de aquellas oscuras nubes llegó a descargarse sobre el árido suelo del desierto, sí electrizó los ánimos de los indios, que veían en ello el augurio de una próxima señal.
—Quizá esta noche nos encontremos con la Dama Azul —susurró el padre López a su compañero, cuando el líder del grupo decidió detenerse en un claro para establecer el campamento—. Los jumanos parecen nerviosos, como si esperaran algo…
—Ojalá, hermano.
—Yo también tengo una extraña sensación en el cuerpo. ¿Usted no, padre?
—Es la tormenta —respondió fray Juan.
A un gesto del «capitán tuerto» —quien desde el principio había conducido la expedición y pergeñado su sistema de seguridad—, sus hombres descargaron los petates y comenzaron a limpiar un amplio círculo de tierra. El tuerto no temía que lloviese, así que decidió permanecer en plena pradera, ya que esa situación facilitaba la vigilancia de la zona.
La organización del campamento se llevó a cabo con la misma precisión de los días anteriores. Se clavaron estacas en los cuatro puntos cardinales, uniéndolas con una fina cuerda que, de ser arrastrada por un animal o un hombre, accionaba una especie de sonajas colgadas junto a cada vara. A tan rudimentario sistema de alarma, se le unirían los turnos de tres horas de vigilancia, encargados además de mantener siempre vivo el fuego del campamento.
Precisamente, mientras fray Juan y fray Diego extendían sus pieles de cabra sobre el suelo y ayudaban a los jumanos a reunir leña para la hoguera, algo sucedió: los centinelas divisaron la silueta de unos hombres a pie, dibujada tenuemente en el horizonte. Según explicaron al tuerto, llevaban unas antorchas en la mano, lo que les confería cierto aire fantasmal, y se dirigían hacia ellos.
—No serán apaches, ¿verdad?
Fray Juan corrió junto a Sakmo al escuchar el informe de los centinelas.
—Lo dudo —respondió éste—. Los apaches rara vez atacan al anochecer. Temen tanto a la oscuridad como cualquiera de nosotros… y nunca llevarían antorchas encendidas antes de un ataque.
—¿Y entonces…?
—Nuestro jefe ha ordenado que aguardemos a que lleguen hasta nosotros —respondió Sakmo muy seguro de sí mismo—. Tal vez sea una delegación de comerciantes…
Apenas diez minutos más tarde, cuando la pradera estaba ya envuelta en el oscuro manto de la noche, las antorchas llegaron hasta el campamento. Eran doce, cada una sostenida por un indio tatuado a semejanza de los expedicionarios; encabezaba la marcha un indio de piel curtida que se aproximó al «capitán tuerto» y le besó en la mejilla derecha.
Los recién llegados se acercaron hasta el fuego del campamento, e ignorando la presencia de los dos hombres blancos, arrojaron sus antorchas sobre la hoguera mayor.
Todo se hizo ceremoniosamente, pero a la vez con mucha naturalidad. Cada uno de los recién llegados, sin mediar tampoco palabra con los guerreros jumanos, desfiló frente al fuego central, besó la misma mejilla del tuerto y se sentó alrededor de la lumbre.
—¡Mire! —susurró inquieto fray Diego al padre Salas—, son todos ancianos.
Fray Juan no contestó. La observación del joven franciscano era correcta. Cada uno de los indios mostraba un rostro ajado, surcado por decenas de arrugas, y enmarcado de guedejas grises y brillantes. Rondarían los cincuenta años, aunque sus carnes no parecían blandas. Se movían con agilidad.
—Huiksi!
Uno de los ancianos se dirigió a los franciscanos, emitiendo una serie de sonidos guturales que a fray Juan le costó entender al principio. El anciano, en una mezcla de dialecto tanoan y hopi, les deseaba que el «aliento de la vida» estuviera siempre con ellos.
Los frailes inclinaron la cabeza en señal de agradecimiento.
—Nos invitan a sentarnos —tradujo fray Diego.
Tras arrojar un puñado de hierbas resecas al fuego, que despidió mil chispas, el mismo indio habló.
—Venimos del pueblo de donde proviene el «capitán tuerto», que está situado a sólo dos jornadas de aquí. Ninguno de nuestros guerreros os había visto aún, pero nosotros, los más ancianos del Clan de la Niebla, sabíamos que estabais cerca y hemos salido a recibiros.
Fray Juan fue traduciendo la retahila de frases. El anciano prosiguió:
—Os traemos maíz y turquesas como bienvenida. Os estamos agradecidos por vuestra visita. Deseamos que habléis a nuestro pueblo de ese Jefe-de-Todos-los-Dioses que predicáis, y que nos iniciéis en los secretos de vuestro culto a tan poderosa divinidad.
Los franciscanos palidecieron.
—¿Y cómo supisteis que veníamos precisamente en estas fechas? —indagó en dialecto tanoan fray Juan.
El indio que aparentaba mayor edad tomó entonces la palabra.
—Ya sabéis la respuesta: la Mujer del Desierto descendió en forma de relámpago azul entre nosotros, y nos puso al corriente de vuestra llegada. Sucedió hace dos noches, en el lugar donde se ha venido manifestando desde hace tantas lunas…
—Entonces, ella está aquí.
El corazón de los frailes se aceleró.
—¿Y cómo es?
—No se parece a nuestras mujeres. Su piel es blanca como el jugo de los cactos; su voz es como el aire cuando susurra entre las montañas y su presencia transmite la paz del estanque en calma.
—¿No os da miedo?
—¡Oh, no! Nunca. Supo ganarse la confianza del pueblo cuando sanó a algunos de nuestros vecinos.
—¿Sanó? ¿Cómo fue eso?
El indio miró al padre Salas con cierta severidad. Sus ojos brillaban como centellas a la luz de la fogata.
—Un grupo de guerreros nos dirigimos al Cerro de los Antepasados para ver a la Dama. Había luna llena y toda la pradera estaba iluminada. Al llegar, vimos que parecía triste y nos explicó la razón. Se dirigió a mí reprobándome que no la hubiera avisado de la enfermedad de mi hija pequeña, Alba, poniendo su vida en peligro…
—¿Qué le ocurría?
—Dos días antes la había mordido una serpiente y tenía una gran hinchazón en la pierna. Me justifiqué explicándole que ninguno de nuestros dioses era capaz de curar una mordedura de serpiente, pero ella me pidió que le llevara a Alba.
—Y la llevó, claro.
—Sí. La tomó entre sus brazos y la envolvió en una luz poderosa que nos obligó a apartar la vista. Después, cuando el fulgor disminuyó, la depositó sobre el suelo, y la pequeña Alba, por su propio pie, se echó en mis brazos, completamente curada.
—¿Sólo vio luz?
—Así fue.
—¿Nunca les amenazó o les pidió algo a cambio de aquellas curaciones?
—Jamás.
—¿Tampoco nunca se ha adentrado en el interior del pueblo?
—No. Siempre permanece fuera.
Otro de los ancianos, completamente calvo y sin apenas dientes, se dirigió a los padres.
—La Dama Azul nos enseñó esto como prueba de su paso entre nosotros, y como señal de identificación con ustedes.
El anciano se irguió, firme, a escasa distancia de los frailes. Después, con suma cautela, como si temiera equivocarse, comenzó a gesticular con el brazo derecho, subiéndose primero la mano hasta la frente y luego descendiéndola hasta el pecho.
—¡Se está santiguando! —exclamó el padre López—. Pero ¿qué clase de prodigio es éste?
La noche deparó algunas sorpresas más a los frailes. Los visitantes explicaron con soltura las principales enseñanzas de la Dama Azul. De todo lo que refirieron, a fray Juan y a fray Diego les llamó poderosamente la atención el hecho de que la Dama hubiera sido vista casi por todos. Era cierto que siempre descendía de las alturas envuelta en una resplandeciente luminosidad, y que las alimañas del desierto callaban cuando bajaba cerca de la Gran Quivira, pero no era menos real que aquella Dama era para ellos de carne y hueso, no un fantasma o un espejismo. La sentían mucho más próxima que cualquiera de los espíritus que veían sus brujos tras ingerir los hongos sagrados. Era tal la naturalidad con que explicaban lo que venían viviendo desde hacía al menos seis años, que los frailes llegaron a pensar si no estarían frente a una impostora de carne y hueso, llegada de Europa. La idea, sin embargo, fue desechada de inmediato.