Capítulo 20

A las cuatro y cuarenta minutos de la madrugada, los alrededores de la Biblioteca Nacional de Madrid estaban en absoluta calma. Ninguno de los autobuses del aeropuerto, con base en la cercana plaza de Colón, funcionaba aún, y el tráfico se reducía a unos pocos taxis vacíos.

Una furgoneta Ford Transit plateada tomó desde Serrano la estrecha calle de Villanueva, recorriendo cuesta abajo la verja metálica que rodea el Museo Arqueológico Nacional y la gran Biblioteca. Unos doscientos metros antes del final de la calle, a punto de desembocar en el paseo del Prado, el conductor apagó motor y luces y continuó rodando hasta aparcar en batería frente al edificio de Apartamentos Recoletos.

Nadie advirtió su presencia.

Un minuto y treinta segundos más tarde, dos siluetas negras descendieron de la furgoneta.

—¡Rápido! ¡Es justo aquí!

Las figuras escalaron vertiginosamente los más de tres metros de verja, sin un solo movimiento en falso. Llevaban a sus espaldas una minúscula mochila negra, y en sus oídos unos pequeños auriculares. Una tercera persona, en el interior de la furgoneta, acababa de interceptar con un escáner la última transmisión del walkie-talkie del guarda de seguridad de la puerta principal, y había confirmado que esa zona estaba despejada.

Una vez en el interior del patio frontal de la Biblioteca, las sombras desfilaron velozmente por delante de las estatuas sedentes de san Isidoro y de Alfonso X el Sabio, quienes situados a quince escalones de altura sobre el nivel de la calle, parecían observar atentamente los movimientos de los intrusos.

—¡Corre, joder! —ordenó la sombra de vanguardia. En diez segundos, los dos polizones se pegaban contra el muro exterior izquierdo de esas escaleras. Cinco segundos después, una de las siluetas, el «cerrajero», abría una de las puertas de cristal del edificio.

—Pizza a base, ¿me recibes?

La voz del «cerrajero» sonó clara en el interior de la Transit.

—Alto y claro, Pizza 2.

—¿Sabes si el municipal está en la entrada?

El municipal no podía ser otro que el guardia de seguridad de ese sector.

—Negativo. Vía libre… y buen servicio.

Cuando las dos sombras penetraron en el edificio, la bóveda de medio cañón que brinda el acceso al interior de la Biblioteca estaba despejada. Además la luz roja de los sensores volumétricos de las esquinas no había sido conectada.

—Se habrá ido a pasear el canario… —murmuró satisfecho la primera sombra al ver el campo libre.

—Dos minutos, treinta segundos —respondió el «cerrajero».

—Está bien, ¡vamos!

Con destreza, las sombras ascendieron los treinta y cinco escalones de mármol que conducen hasta la embocadura de la sala general de consulta, donde acababan de instalar una docena de ordenadores para que los lectores accediesen a la base de datos del centro. Tras doblar rápidamente a su derecha y atravesar una sala de ficheros envuelta en la más impenetrable oscuridad, se acercaron con cautela hasta la cristalera del fondo.

—Dame la punta de diamante.

El «cerrajero», con precisión quirúrgica, perforó una de las esquinas de la ventana más occidental de la pared, y siguió todo su contorno hasta completar el corte. Tras adherir dos suaves ventosas a su superficie, arrancó el cristal sin hacer apenas ruido.

—Apóyalo contra la pared —ordenó a su compañero.

—Bien.

—Tres minutos, cuarenta segundos.

—Correcto. Sigamos.

La ventana recortada separaba la sala de fichas de la sala de consulta de manuscritos. Sólo la tibia luz amarilla de los dos focos de emergencia situados sobre cada una de sus puertas iluminaba la estancia.

—¡Un momento! —el «cerrajero» se detuvo en seco—. Base, ¿me escuchas?

—Pizza 2, te escucho.

—Quiero que me confirmes si los ojos de la antesala del horno ven algo.

—Enseguida.

El hombre de la Transit tecleó unas instrucciones en un pequeño ordenador, conectado a una minúscula antena giratoria atornillada sobre el techo de la furgoneta. Con un leve zumbido, ésta se orientó hacia la Biblioteca, rastreando una señal electrónica muy concreta. Pronto, el cristal líquido del ordenador se iluminó y en el monitor apareció un plano completo de la planta principal del edificio.

—¡Genial! —exclamó el tercer hombre—. Lo sabré en unos segundos, Pizza 2.

—Deprisa, base.

Con diligencia, señaló con el ratón la sala de manuscritos, que se alzó de inmediato sobre el plano, adquiriendo proporciones tridimensionales. Con la misma flecha deslizante en la pantalla, apuntó una de las cámaras situadas sobre la puerta oeste. Un icono, con la palabra «scanning» inscrita en su parte inferior, indicaba que el sistema estaba conectado con la central de seguridad de la Biblioteca y con el centro emisor que lo mantenía unido a la central de seguridad de la compañía responsable.

—Vamos, vamos —murmuró impaciente el tercer hombre.

—Un momento, Pizza 2… ¡Ya está!

—¿Y bien?

—Podéis continuar. Sólo el gran horno está activado.

—Excelente.

El «cerrajero» y su acompañante saltaron con agilidad al interior del recinto destinado a la lectura de manuscritos, viraron a su izquierda y se precipitaron por una puerta que cedió nada más empujar la barra «antipánico» que la cruzaba horizontalmente.

—Por las escaleras. Cuarto sótano.

—¿Cuarto?

—Sí, eso es. Date prisa. Llevamos ya cuatro minutos y cincuenta y nueve segundos aquí dentro.

Cuarenta segundos más tarde, el «cerrajero» y su compañero estaban en el final de la escalera.

—Ahora estamos solos —advirtió el primero—. Aquí abajo no podemos recibir la señal del equipo de apoyo, y ésta es la sala acorazada.

—Está bien. ¿Es ésa la puerta?

El «cerrajero» asintió.

Una puerta metálica cuadrada, de dos hojas, y de unos dos metros y medio de lado, se alzaba orgullosa frente a ellos. El sistema de apertura estaba empotrado en la pared, a la derecha del portón, y se accionaba mediante una tarjeta magnética y un número clave que debía anotarse en un reducido teclado telefónico.

—No es problema —sonrió el «cerrajero»—. Sólo las puertas del cielo tienen cerradura a prueba de ladrones.

Tras deshacerse del pasamontañas que cubría su cara, y descolgar la mochila de sus hombros, extrajo del petate una especie de pequeña calculadora. Después, tomó de uno de sus bolsillos un cable terminado en una clavija macho, y la introdujo justo debajo del lector de tarjetas.

—Veamos —murmuró—. Parece que el programa de seguridad utilizado está basado en el sistema Fichet. Bastará introducir el dígito maestro y…

—¿Hablas solo?

—¡Chisst!… Siete minutos, veinte segundos… ¡Y abierta!

Una luz verde junto al pequeño teclado del sistema de seguridad y un crujido a la altura del picaporte de la puerta, indicaban que el portón del «horno» acababa de rendirse al «cerrajero».

La segunda sombra no se inmutó. Aunque la precisión con la que trabajaba aquel condenado nunca había dejado de asombrar a sus compañeros de misión, todos los miembros del equipo habían aprendido a disimular su euforia.

—Está bien, ahora es mi turno.

La segunda sombra se introdujo de un salto en el interior de la sala acorazada. Una vez dentro, hurgó en su mochila en busca de su visor nocturno. Tras quitarse el pasamontañas y dejar visibles unas facciones dulces, femeninas, con un pelo negro muy corto, se lo ajustó alrededor de la cabeza. El silbido que indicaba la carga de la batería del ingenio, le crispó los nervios.

—Bien, bonito, ¿dónde estás? —murmuró.

Lentamente, comenzó a pasear su mirada infrarroja por las signaturas adheridas en los diferentes estantes acristalados que se abrían a su paso. Primero fueron las letras Mss., luego Mss. Facs., y más tarde, Mss. Res., o, lo que es lo mismo, «manuscritos reservados».

—Aquí es.