Capítulo 19

Lejos de Madrid, un sueño directamente relacionado con aquel Memorial, destellaba en la mente de una mujer. Desde fuera sólo se percibía su cuerpo menudo convulsionándose sobre la cama. Desde dentro, todo era distinto. Ella no entendía nada; «sufría» aquellos sueños de manera espontánea, como si formaran parte de una misma historia y «alguien» se los fuera dosificando cada noche, o después de cada ataque epiléptico.

El tercero le preocupó. Sobre todo cuando recordó lo que decían los antiguos de los sueños: que eran los vehículos que usaban las divinidades para comunicarse con los hombres y que servían para manifestar cosas ocultas. Pero ¿qué cosas eran ésas? ¿Y a quién podía interesar un sueño como éste?

Isleta, tarde del 22 de julio de 1629

El tono apremiante de fray Esteban retumbó en los muros del templo. Al principio, ninguno de sus frailes comprendió las repentinas prisas del Halcón por determinar si debía atender la extraña petición de aquel indio semiciego, pero pronto quedó claro que la razón de su premura residía en la alusión del «capitán tuerto» a la misteriosa mujer que les había instado a cruzar el desierto. Fray Esteban parecía abrumado, como si hubieran caído sobre su conciencia los mismos fantasmas que obligaran al arzobispo de México a encomendarle la investigación de cualquier «actividad sobrenatural» en la zona.

—¿Le pasa algo, padre?

Fray Bartolomé Romero, solícito como de costumbre, tanteó al Halcón.

—No es nada… —contestó fray Esteban, distraído, mientras se quitaba la casulla y la plegaba cuidadosamente—. Simplemente, estaba pensando que si los jumanos salieron hace dos semanas de su poblado, en la región de las Gran Quivira, entonces…

—¿Entonces, qué?

—Entonces, la Dama Azul les ordenó ponerse en camino casi una semana antes de que yo decidiera visitar esta misión. ¿Lo entiende ahora, hermano Bartolomé?

—¿Y de qué se extraña? —interrogó otra voz al Halcón—. ¿Acaso es el tiempo, o el conocimiento del futuro, algo que esté vetado a Dios o a la Virgen?

Aquellas palabras dejaron estupefactos a los dos franciscanos. Y es que si, como todo parecía indicar, una misteriosa dama había estado en territorio jumano hacía dos semanas, no debía de ser una mujer corriente. No sólo se había internado en un terreno hostil por naturaleza a la condición femenina, sino que poseía la rara habilidad de adelantarse a los acontecimientos.

—Piensen vuestras paternidades lo que quieran, pero a mí no me extrañaría nada que la dama fuera alguna manifestación de Nuestra Señora, que hasta podría haberles señalado el mejor camino para llegar a nosotros, y haberles protegido durante su travesía.

Nadie replicó a fray Juan, que ni siquiera se detuvo junto a sus hermanos para defender sus argumentos. Sencillamente, dirigió sus pasos hacia la salida de la iglesia para comunicar al «capitán tuerto» que su petición había sido escuchada.

—Extraño tipo, ¿verdad? —susurró fray Bartolomé al oído del padre Esteban, mientras se alejaba su anfitrión.

—El desierto hace estas cosas con las gentes…

Cuando fray Juan de Salas hubo explicado al jefe jumano la decisión de los frailes, el indio cayó de rodillas, y entre sollozos, agradeció al misionero su diligencia. Después, sin despedirse del religioso, corrió al encuentro de sus hombres, que habían acampado a apenas unos cientos de metros de la misión, detrás de la primera línea de casas de adobe.

También ellos acogieron la noticia con alborozo. No obstante, ni siquiera fray Juan se dio cuenta de que la razón de su contento iba más allá de su éxito diplomático: la consideración de los frailes confirmaba los augurios que les hiciera la Dama Azul en las jornadas precedentes, y les reafirmaba en su creencia de haber encontrado a una «mujer de poder». A fin de cuentas, tal como ella vaticinara, había más padres en la misión de San Antonio de Padua en aquel momento y cabía la posibilidad de que pudieran regresar al Reino de la Gran Quivira acompañados por algunos de ellos…

Siguiendo órdenes precisas, poco después de las 13.30 (hora solar), los franciscanos se dieron cita en un improvisado refectorio, primorosamente organizado por los tiwas en la trastienda de la misión.

El rancho iba a ser el de costumbre: judías cocidas con sal, una generosa mazorca de maíz hervida y algunas nueces de postre. Todo acompañado de agua y media docena de hogazas de pan de centeno recién horneadas.

Dos minutos más tarde, tras la bendición de los alimentos, el Halcón tomó la palabra.

—Como todos sabrán, esta mañana un grupo de indios jumanos, o «rayados», ha llegado a las puertas de esta misión. Nos han pedido ayuda para que llevemos el Evangelio a su pueblo.

Fray Esteban tosió levemente.

—Nos corresponde determinar qué debemos hacer —continuó—. O bien permanecemos unidos hasta nuestro regreso a Santa Fe, o comenzamos a asignar misioneros a otras regiones como la Jumana. —Y añadió—: Por supuesto, la decisión depende del interés que tengan ustedes por comenzar a predicar sin más dilaciones. Estoy abierto a cualquier comentario.

Los frailes se miraron unos a otros y comenzaron a murmurar entre sí. La propuesta de disolver la unidad de su pequeña expedición les había pillado desprevenidos. Y aunque sabían que antes o después algo así tendría lugar, no pensaban que la asignación fuera a llegar tan pronto.

—¿Y bien? —insistió el Halcón.

Fray Francisco de Letrado, un orondo sacerdote de Talavera de la Reina, fue el primero en pedir la palabra. Se levantó con cierta solemnidad, y entonó un discurso apocalíptico. Según él, todos aquellos «cuentos de indios» no podían ser sino obra del demonio, que buscaba dispersar a los predicadores enviándolos a regiones remotas con escasas garantías de éxito y con muy pocas posibilidades de poder regresar vivos de su empeño. «Divide y vencerás», bramaba. Por el contrario, fray Bartolomé Romero o fray Juan Ramírez fueron más benignos con las intenciones de los jumanos y apostaron por una rápida evangelización de las tierras de aquellos «indios rayados». Ellos creían que las alusiones del «capitán tuerto» a una luz en el cielo daban verosimilitud a su relato, ya que lo hacían similar a algunas apariciones célebres de Nuestra Señora que también estuvieron acompañadas de peculiares brillos celestiales. Además, había que aprovechar los vientos favorables de la Sagrada Providencia, a lo que algunos asintieron.

Finalmente, otros, como los frailes Roque de Figueredo, Agustín de Cuéllar o Francisco de la Madre de Dios, no se dignaron abrir la boca para terciar en aquel asunto.

—Está bien, hermanos —el Halcón tomó de nuevo la palabra—, puesto que existe tanta diversidad de criterios bueno será que interroguemos a alguno de los indios que haya visto a esta señora…

Un gesto de aprobación general recorrió, entre murmullos, toda la mesa.

—… Fray Juan de Salas nos hará de traductor, ¿verdad, padre?

—Naturalmente —asintió el aludido y, solícito, se levantó y fue en busca del «capitán tuerto» y de alguno de los guerreros que hubieran sido testigos de la aparición. Su «investigación» fue breve; le bastó acercarse al campamento jumano y exponer su demanda para que se ofrecieran varios voluntarios.

Tras observarlos detenidamente, fray Juan seleccionó uno al que llamaban Sakmo, que quiere decir «el del prado verde». Era un hombre de aspecto recio y piernas anchas como un roble. Le eligió por sus ojos cristalinos («unos ojos así, no pueden mentir», pensó), y tras tomarlo del brazo, lo arrastró fuera del campamento.

Cuando unos minutos más tarde los tres estuvieron de regreso, Sakmo se hincó de rodillas y besó el borde del hábito al monje que tenía más cerca.

Pater… —susurró.

Aquello maravilló a todos. ¿Quién le había enseñado modales a aquel salvaje?, pensaron. Tras la reverencia, el indio se levantó del suelo y permaneció de pie frente a la mesa.

—¿Es éste el testigo que buscamos? —tronó una voz al fondo del refectorio.

El mismo jumano, un mozo de unos veinticinco años, de oscura melena, piel aceitunada, pómulos sobresalientes, casi tallados a cincel, y sonrisa limpia, bajó la cabeza como si asintiera a la duda formulada por aquella voz autoritaria.

Fray Esteban se levantó de la cabecera de la mesa, observó atentamente al «capitán tuerto» y al testigo, y desde su posición comenzó el interrogatorio en voz alta, para que todos pudieran oírle.

—¿Cuál es tu nombre?

—«El hombre del prado verde» —tradujo el padre Salas.

—¿De dónde vienes?

—De la Gran Quivira, una región de amplios valles y profundas gargantas, situada a casi tres semanas a pie de aquí.

—¿Sabes por qué te hemos llamado?

—Creo que sí —murmuró en un tono de voz más suave.

—Nos han dicho que viste con tus propios ojos a la mujer que os ordenó acercaros hasta nosotros. Y nos han dicho también que ella misma os instruyó para que nos pidieseis el bautismo, ¿es eso cierto? Sakmo miró al «capitán tuerto» como si esperara que éste le diera su consentimiento para hablar. El viejo se lo concedió con un movimiento de cabeza.

—Sí, es cierto. La he visto varias veces en la embocadura de un cañón que llamamos de la Serpiente, donde nos ha hablado siempre con voz amable y cálida.

—¿Siempre? ¿Desde cuándo?

—Desde hace muchas lunas. Yo sólo era un niño cuando empecé a escuchar relatos de guerreros que la habían visto. Pude encontrarme con ella por primera vez cuando cumplí los dieciocho años.

—¿En qué lengua os habló?

—En tanoan, señor. Pero si tuviera que decirle cómo, no sabría explicárselo. En ningún momento movió la boca. La tuvo siempre cerrada, pero otros cazadores y yo la hemos escuchado y entendido perfectamente.

—¿Cómo se os aparece?

—Siempre de la misma forma: al caer la noche, unos extraños relámpagos caen sobre ese cañón. Entonces, escuchamos una agitación en el aire parecida al ruido de las serpientes de cascabel o al de los remolinos del río cuando el agua gira en espiral, y vemos cómo un camino de luz cae del cielo… Después, llega el silencio.

—¿Un camino de luz?

—Es como si un sendero se abriera paso en la oscuridad. Por ahí desciende esa mujer, que no es una chamana del pueblo, ni una Madre del Maíz… No sé quién es.

—¿Y cómo es ella?

—Es joven y hermosa. No se le ve el cabello ni las orejas, pero sí unos ojos grandes y negros. Tiene la piel blanca como la leche, como si nunca le hubiera dado el sol.

—¿Lleva algo consigo?

—Sí, señor. En su mano derecha sostiene a veces una cruz, pero no como las de madera que ustedes llevan colgadas, sino más hermosa, pulida, y toda de color negro. En otras ocasiones también lleva un amuleto colgado del cuello. No es de turquesa, ni tampoco de hueso o madera. Es del color de los rayos de la luna.

Fray Esteban iba tomando nota tratando de ordenar las características esenciales que configuraran el retrato de aquella misteriosa mujer. Tras apuntar las últimas palabras del indio, prosiguió implacable con sus cuestiones.

—Dígame, ¿cómo vio por primera vez a esta mujer en el cañón de la Serpiente?

El indio clavó sus ojos en el franciscano.

—Estábamos cinco muchachos destinados a vigilar un ritual sagrado en una de nuestras kivas, apostados de noche cerca de un arroyo, velando porque nadie molestara al chamán. De repente, la noche se hizo día y, delante de nosotros, apareció esta mujer. Nos contó que venía de muy lejos y que nos traía buenas noticias. Luego llegó Gran Walpi, nuestro jefe de clan, y nos habló a todos de cómo un hombre-dios había muerto por la salvación de los espíritus de todas las tribus del mundo, y nos anunció que algún día, no muy lejano en el tiempo, otros hombres del mismo color de piel que ella llegarían hasta aquí para traernos esa misma noticia. Nos dijo también que ella era sólo una avanzadilla y que estaba allí gracias a las poderosas artes de ese hombre-dios…

—¿Nunca dijo su nombre?

—No.

—¿Ni tampoco el del hombre-dios?

—No.

—¿Ni del lugar del que venía?

—Tampoco.

—¿Cuál fue el veredicto del jefe del clan?

—Lo ignoro. Gran Walpi abandonó el poblado dos lunas después.

—Algo más. ¿Os dijo aquella mujer algo acerca de que ese hombre-dios fuera hijo suyo?

—No. —Varios frailes se removieron en sus asientos y comenzaron a hablar entre sí en voz baja.

—¿Os llamó la atención alguna otra cosa de ella? —prosiguió el Halcón.

—Sí. Alrededor de la cintura llevaba, por debajo de las ropas, una cuerda igual a la que llevan ustedes…

Aquello terminó de enfervorecer a los frailes. ¡Una cuerda franciscana! «¿Qué clase de prodigio era aquel?».

El Halcón exigió silencio.

—¿Llegó usted a tocar a esta Dama?

—Sí.

—¿Y?

—Sus ropas estaban calientes, como cuando nuestras mujeres sacan sus telas de las tinajas donde las tiñen. Pero estaban secas. Incluso nos dejó tocar su cruz negra y nos enseñó algunas oraciones, que nos obligaba a repetirle en otras visitas.

—¿Oraciones? ¿Sabría usted recitarlas?

—Creo que sí —dudó.

—Por favor…

Sakmo se arrodilló de nuevo, juntó las manos en señal de recogimiento, y comenzó a entonar una familiar letanía en latín, que sonaba extraña al salir de su boca.

—Pater noster qui es in coelis… sanctificetur nomen tuum… adveniat regnum tuum… fiat voluntas tua sicut in coelo…

—Es suficiente —le interrumpió fray Juan de Salas—. Explíquele al padre Perea dónde lo ha aprendido. ¿Quién se lo enseñó?

—Ya se lo he dicho: la Dama Azul nos lo enseñó.

—¿Y nunca antes ha visto usted a un franciscano? —terció el Halcón de nuevo.

—No… hasta hoy. Aunque otros hombres del pueblo sí lo habían hecho, cuando vinieron aquí en estaciones anteriores para informarse de la fe en el nuevo dios, como hace muchos años en nuestro poblado. También algunas tribus amigas vienen hablándonos de ustedes desde hace varias generaciones[21].

—¿Y quién les dijo que vinieran aquí?

—También la Dama Azul. Insistía mucho en ello. Decía que su instrucción nunca podría ser completa, ya que tenía que visitar a otras muchas tribus, pero que ustedes la completarían.

—¿Qué otras tribus debía visitar?

—Nunca lo dijo.

Mientras Sakmo terminaba de contestar aquella nueva tanda de preguntas, fray García de San Francisco, un joven religioso de Zamora, se aproximó con cautela hasta el Halcón. Ante el desconcierto de sus hermanos, le murmuró algo que hizo sonreír levemente al padre Esteban.

—Está bien, enséñesela. No tenemos nada que perder.

Fray García salvó de cuatro grandes zancadas la distancia que le separaba del apuesto indio, y sin mayores contemplaciones, extrajo de debajo de su hábito un pequeño escapulario con una minúscula imagen grabada en él.

—Es la madre María Luisa —dijo en alto, para todos los presentes—. La llevo siempre conmigo, porque me protege de todo mal. En Palencia, muchos creemos que es una de las pocas santas vivas que existen.

El hermano García acercó con delicadeza el pequeño retrato a Sakmo. Y el Halcón tronó desde el otro extremo del refectorio, pidiendo al padre Salas que tradujese.

—¿Es ésa la mujer que usted ha visto?

Sakmo observó con atención la miniatura, pero guardó silencio.

—Responda. ¿Es ésa? —repitió impaciente.

—No —contestó firme.

—¿Está seguro?

—Completamente. La mujer del desierto tiene el rostro más joven, menos arrugado. Las ropas son parecidas, pero las de esta mujer son del color de la madera, no del tono del cielo.

Fray Esteban se rindió ante la falta de resultados que aclararan la situación y ante su impotencia para confirmar los temores de su superior en México. Y es que, de aceptar el relato de aquel jumano, Sakmo se había tropezado con una mujer joven, resplandeciente, que incluso había dejado que tocaran sus ropas —luego era física, tangible, real— y que, por si fuera poco, enseñó el Padrenuestro a varios indios de su tribu. Ahora bien, ¿qué hacía una mujer de aspecto europeo visitando aquellas regiones en solitario? ¿Qué clase de fémina sería capaz de descender por un camino de luz desde el cielo? ¿Y por qué no había dejado ninguna pista que permitiera identificarla?

Tras apurar los últimos apuntes, el padre Perea despidió al «capitán tuerto» y a Sakmo. Les emplazó a esperar hasta que tomara una determinación sobre su relato, y pidió a sus frailes que le brindaran alguna opinión. Sólo fray Bartolomé Romero, siempre tímido pero con cierta fama de erudito en el grupo, se atrevió a terciar en el asunto.

—No creo que debamos enfrentarnos a este episodio como si los indios hubieran tenido una experiencia mística —arrancó.

—¿Qué insinúa, padre Romero?

El Halcón observó cómo su interlocutor entrecruzaba los dedos regordetes de sus manos con cierta ansiedad. Fray Bartolomé no era el prototipo de hombre de acción, sino la encarnación ideal de los amanuenses de los monasterios medievales. Todavía sudaba al recordar los días de paso ligero junto a fray Esteban, y se estremecía sólo de pensar que podía volver de nuevo a los caminos.

—Desde mi punto de vista, yo descartaría que se trate de una aparición de Nuestra Señora, como usted, padre Perea, ha insinuado en alguna de sus preguntas.

—¿Y cómo puede estar tan seguro de ello?

—Porque vuestra paternidad sabe muy bien que las apariciones de la Virgen son experiencias inefables, absolutamente inenarrables. Además, si para un buen cristiano es difícil describir esta clase de cuitas divinas, cuánto más debería serlo para un pagano sin instrucción.

—Es decir…

—Es decir, que este indio vio algo terrenal, no divino —completó fray Bartolomé.

El Halcón se persignó ante el estupor de los demás frailes, y permaneció unos segundos meditabundo.

Después, sin más comentarios, disolvió la asamblea y pidió al padre Salas que permaneciera con él unos instantes.

Tan pronto los dos franciscanos se quedaron solos, fray Esteban tomó un pellejo lleno de vino que guardaba colgado bajo una sombra cercana, y sirvió algo de líquido en sendas jarras de barro.

—Beba, hermano Juan. Tal vez el vino nos ayude a tomar la decisión correcta.

—¿Ya sabe lo que va a hacer, padre?

Fray Juan tanteó el terreno con cautela, mientras mojaba sus labios en el alcohol.

—Como supondrá, no estoy seguro de saber cuál es la decisión correcta en este asunto… Nuestra actuación varía mucho si se trata de una aparición de la Virgen o de las andanzas de alguna devota mujer extraviada por estos pagos.

—No entiendo…

—Es evidente, padre Salas. Si lo que se ha aparecido a estos indios es Nuestra Señora, no hay nada que temer.

El cielo nos ha enviado una gran bendición y nos protegerá de cualquier mal cuando visitemos la región de la Quivira. En cambio, si como dice fray Bartolomé, no existe semejante prodigio, ya que no hay indicios de fenomenología mística en el relato del indio, podríamos pensar que los jumanos han visto a una mujer de carne y hueso, como nosotros. Es más, ella podría haberse mostrado gracias a las arteras habilidades del diablo, y podría hacernos caer en una emboscada que echara a perder el resto de planes de evangelización de estas comarcas.

—¿Y por qué teme tanto esa segunda posibilidad?

—Bueno… Sakmo lo ha dicho, ¿no? Aquella mujer llevaba anudada a la cintura una cuerda como las nuestras.

Quizás se trate de una religiosa de la seráfica orden de San Francisco…

—O quizá no. ¿No le parecen más propios de la Virgen procederes como el descenso de los cielos o el brillo del rostro?

—Tal vez, pero nuestro amado fray Bartolomé ha olvidado citar otra característica de las apariciones de la Virgen que falta aquí. Nuestra Señora suele aparecerse a personas aisladas, no a grupos, como los jumanos. Recuerde al apóstol Santiago, que vio a la Virgen en Zaragoza, o a Juan Diego y la Guadalupana hace mucho menos tiempo…

—Pero, padre, todavía no me ha respondido por qué cree que pueda tratarse de una simple mortal.

El Halcón apuró de un sorbo el contenido de su jarra y permaneció en silencio unos instantes, saboreando su contenido. Luego, con un tono de voz resignado, respondió:

—Hay una razón, pero debe guardarme el secreto.

—Por supuesto.

—Además de advertirme de los rumores de conversiones sobrenaturales que corrían por estas regiones, el arzobispo Manso me mostró en México una carta que acababa de recibir de España. Se la había enviado otro franciscano, un tal Sebastián Marcilla, afincado en Soria por más señas, en la que le advertía que estuviera muy al tanto del descubrimiento de trazas de nuestra fe entre los indios afincados en el área de la Gran Quivira…

—No entiendo, ¿cómo podía él…?

—A eso voy, padre.

El Halcón prosiguió.

—En aquella carta, el hermano Marcilla le rogaba a nuestro arzobispo que hiciera todos los esfuerzos posibles por averiguar el origen de esas trazas, y que determinara si detrás de ellas podían estar las apariciones de una religiosa con cierta fama de milagrera en España…

—¿Apariciones?

—Bueno, el término correcto sería proyecciones, puesto que Marcilla deducía que esta religiosa, de clausura por cierto, podría gozar del don de la bilocación, es decir, podría dejarse ver por aquí sin dejar de estar en España.

—¿Y quién es? ¿La madre María Luisa, de la que habló fray Diego durante la comida?

—No. Se trata, al parecer, de una joven monja soriana llamada María Jesús de Ágreda.

—¿Y a qué espera, entonces? —saltó el padre Salas—. Si ya tiene esos indicios reunidos, ¿por qué no envía una pequeña comisión a la Quivira a que haga algunas discretas averiguaciones? Con dos frailes bastaría para que…

—¿Quiénes? —fray Esteban le interrumpió en seco.

—Si lo considerara oportuno… Yo me ofrezco voluntario. Y podría llevarme uno de los hermanos legos, fray Diego por ejemplo, que es joven y fuerte, y sería un magnífico asistente de viaje. Juntos podríamos completar nuestra misión en algo más de un mes e informarle después.

—Déjemelo pensar.

—Humildemente, creo que no tiene ninguna opción mejor, padre. Hablo la lengua de los indios, ellos me conocen desde hace años y sé cómo sobrevivir en el desierto mejor que ninguno de sus hombres. Para mí no sería mayor problema caminar con ellos hasta su poblado y regresar en solitario después, esquivando las rutas más vigiladas por los apaches.

El Halcón se sentó en la ribera del río. Con gesto distraído, tomó un par de minúsculas ramas del suelo y las arrojó con fuerza al agua.

—Supongo que nada puede resistirse a la corriente de la vida, ¿verdad? —murmuró.

—No, claro —asintió Salas desconcertado.

—… Pues sea. Partirán ustedes con la próxima luna llena, en agosto. Dentro de diez días. Enseñe bien su oficio a fray Diego, y tráigame cuanto antes noticias de esa Dama Azul.