Al filo de las 14.30 el padre Baldi se encontraba de nuevo muy cerca de la plaza de San Pedro. Allí se sentía seguro, a salvo de sus temores. Un taxi acababa de dejarle en la esquina del Burgo de Pío IV con la Via di Porta Angélica, justo enfrente de una de las más concurridas «entradas de servicio» de los funcionarios pontificios al recinto vaticano. A esa hora, muchos se reincorporaban a sus respectivos despachos después del almuerzo.
Baldi comprendió de inmediato que aquélla era una oportunidad de oro para no regresar a Venecia con las manos vacías tras haber fracasado su encuentro con «San Mateo».
Decidido, «San Lucas» se mezcló entre ellos, atravesó las garitas de seguridad de los sampietrini sin llamar la atención y se adentró en un laberinto de oficinas, rumbo a los despachos de la Secretaría de Estado. La fachada del edificio de la Secretaría, un pequeño bloque de tres plantas con contraventanas grises y tejas del color de la noche, acababa de ser meticulosamente limpiada. El inmueble presentaba un aspecto impecable. Es más, una reluciente placa de cobre, con la tiara y las llaves de Pedro grabadas en negro, anunciaba que aquélla era, sin lugar a dudas, la sede pontificia que el «evangelista» buscaba.
El interior del edificio era otro cantar: pasillos pintados de color plomo y puertas contrachapadas con los nombres de cardenales y otros destacados miembros de la curia pegados con celo, daban a entender que la puesta a punto había sido sólo cuestión de fachada. Y nunca mejor dicho.
—¿En qué puedo ayudarle?
Una monja de cara redonda y rosada, vestida con un hábito azul oscuro y una toca de ganchillo, le abordó desde detrás del único mostrador a la vista.
—Desearía ver a Su Eminencia Stanislaw Zsidiv.
—¿Tiene usted cita con él? —indagó la religiosa.
—No. Pero monseñor me conoce bien. Dígale que el padre Giuseppe Baldi, de Venecia, ha venido a verle. Es por un asunto de extrema urgencia. Además —dijo blandiendo la carta que recibiera en el monasterio de San Giorgio Maggiore hacía dos semanas—, él me mandó esta nota para que viniese lo más rápidamente posible.
Aquello fue definitivo.
La monja apenas tardó unos segundos en oprimir las teclas de la centralita, y transmitir el mensaje al otro lado del hilo telefónico. Tras un estudiado «está bien, le recibirá», que Baldi encajó con gesto torcido («a mí nadie me hace favores»), ella misma le guió a través de varios corredores iluminados con débiles fluorescentes, hasta un amplio despacho iluminado por la luz del día.
Nada más entrar, al cura del Venetto le llamó la atención que desde los amplios ventanales se distinguiera tan claramente la cúpula de San Pedro y algunas de las 140 estatuas que coronan la columnata de Bernini. Una bella escena que se completaba con unos impresionantes tapices con motivos paganos que colgaban de sus paredes.
—¡Giuseppe! ¡Cuánto tiempo!
Un hombre de mediana estatura, enfundado en una relumbrosa sotana morada, de rostro afilado en el que destacaban unos pequeños pero vivaces ojos azules escondidos tras los gruesos cristales de unas gafas rectangulares, se levantó de inmediato de su butaca de cuero negro. Con paso decidido, salvó los escasos metros que les separaban y le tendió los brazos.
Baldi le besó el anillo y la cruz, y después se fundieron en un abrazo. A continuación, tomó asiento frente a la atestada mesa de trabajo. Estiró su sotana antes de cruzar las piernas y echó un rápido vistazo a las carpetas y sobres que se apilaban, más por costumbre que por curiosidad. No hicieron falta demasiados prolegómenos. Su Eminencia y el benedictino se conocían desde hacía muchos años, desde sus tiempos de seminaristas en Florencia, donde habían compartido su interés por la prepolifonía. Es más, había sido monseñor Zsidiv, de origen polaco y amigo personal del Papa, quien presentó a Baldi a los coordinadores del proyecto de la Cronovisión —allá por los años cincuenta— cuando éste todavía estaba en mantillas. También contribuyó a que lo incorporasen como miembro de pleno derecho en su seno. La conversación fluyó rápidamente.
—Es una suerte que hayas decidido venir a verme —reconoció monseñor—. No sabía cómo localizarte para ponerte al corriente de lo que le ha ocurrido a «San Mateo» esta misma mañana…
El cardenal bajó el tono de voz, al tiempo que volvía a tomar asiento en su butaca.
—Sí, de eso precisamente quería hablarte yo también. Lo he sabido hace apenas una hora, cuando he visto a la policía aparcada frente a su casa.
—¿Has pasado por su casa? —Zsidiv se extrañó. Aquello violaba claramente el código ético de los «cuatro evangelistas».
—Bueno… en cierta medida tu carta tuvo la culpa, y tus órdenes para que viniese a Roma a rendir cuentas por lo que sucedió con el periodista español —se excusó—. Porque es eso ¿no?
—Sí. Así es.
—Pues te juro que yo no…
El cardenal le paró en seco.
—Nada de eso importa ahora. Con la muerte del «primer evangelista» las cosas van a cambiar mucho. El Papa está preocupado por la posibilidad de que la Cronovisión se escape de nuestro control y se descubran muchos secretos que es mejor que sigan enterrados. ¿Lo entiendes?
Monseñor se agarró a los reposabrazos de su butaca, clavando las uñas con fuerza.
—Lo peor de este incidente es que todavía no sabemos si su muerte ha sido accidental o provocada. La policía no ha tenido tiempo de concluir su informe, y la autopsia no se le practicará hasta última hora de la tarde. Pero lo que nos preocupa ahora es que él estaba al corriente de ciertos asuntos relacionados con la Cronovisión que tú ignoras, y que pueden haberse filtrado fuera de nuestro círculo.
—¿Filtrado? —el rostro del padre Baldi se desencajó.
—Eso tememos. Alguien borró de su ordenador todos los ficheros y tenemos razones para suponer que ha desaparecido de su estudio documentación de valor.
—¿Qué clase de documentación?
—Papeles antiguos, aunque también apuntes que recogían los detalles de sus experimentos.
Ante la mirada de incredulidad de «San Lucas», Zsidiv cambió repentinamente de tono.
—Te teníamos en cuarentena, ¿entiendes? No podíamos correr el riesgo de que fueras tú quien filtrara información a la prensa, aún menos la de «Mateo», y que descubrieras nuestro proyecto. —¿Sospechas ahora de alguien?
—Tengo varias hipótesis. Por un lado, los chicos de la Congregación para la Doctrina de la Fe echan chispas con este asunto. Como sabrás, desde que Pablo VI, con sus ánimos reformistas, les quitó muchas competencias, andan al acecho de cualquier investigación que les suene a «herética». Han intentado echar mano a la Cronovisión desde que se enteraron de su existencia, y la publicación de tus últimas declaraciones en la prensa les ha venido como anillo al dedo para intervenir… aunque no sé hasta dónde han llegado. Zsidiv tomó aire y continuó:
—La otra posibilidad es que haya sido obra de nuestros socios, pero en el actual estado de nuestras relaciones diplomáticas con ellos no podemos ni insinuar esa posibilidad.
—¿Socios? ¿Qué socios? —saltó Baldi.
—Eso también forma parte de lo que los otros tres evangelistas y yo hemos evitado deliberadamente que supieras. Ahora, en cambio, la urgencia por recuperar la documentación me obliga a restituirte mi confianza.
Monseñor alzó su mirada por encima de las gafas.
—Espero no equivocarme y poder contar contigo de nuevo. Las palabras del cardenal sonaron graves. Fueron tan severas que Baldi no se atrevió a replicar ni a intentar justificarse de nuevo. Siguió allí, clavado en su silla, aguardando a que su interlocutor le explicara lo que había estado ocultándole durante esos últimos meses para poder juzgar globalmente la situación.
Stanislaw Zsidiv se levantó. Se acercó a las impresionantes ventanas de su despacho y, de espaldas a Baldi, comenzó a armar una serie de explicaciones que a «San Lucas» le parecieron un tanto peregrinas. Le refirió que el Vaticano llevaba más de cuarenta años colaborando con los servicios de inteligencia norteamericanos a través de una organización tapadera de la CÍA conocida como El Comité o, para ser más precisos, el American Committee for a United Europe (ACUE). Se trataba de una organización fundada en 1949 en Estados Unidos y dirigida desde el principio por hombres vinculados a la antigua Office of Strategic Services (OSS), precursora de la CÍA, con la intención de consolidar unos Estados Unidos de Europa tras la guerra. Al principio, recalcó Zsidiv, El Comité intentó controlar a todos los curas de tendencia comunista que pudieran encubrir actividades subversivas prosoviéticas en Europa, pero en los últimos años se había ganado la confianza del Sumo Pontífice al destapar un par de operaciones de alto nivel que planeaban atentar contra su trono.
—En definitiva —continuó monseñor—, nada que el propio Papa no sospechara, ya que desde el Concilio Vaticano II han sido muchos los planes diseñados en ciertos ambientes para propinar un golpe mortal a la Iglesia.
Baldi abrió los ojos de par en par.
—¿Y qué tiene que ver esto con «San Mateo»?
—Mucho —le atajó el Secretario de Su Santidad—. En todos estos años El Comité no se ha limitado a interferir en actividades políticas, sino que se ha interesado vivamente por algunos de nuestros programas de investigación, y en especial por el de la Cronovisión. Fueron ellos quienes nos pusieron al corriente de que una de sus organizaciones, el INSCOM, había creado hacía algunos años una sección destinada a preparar a hombres con habilidades extrasensoriales muy desarrolladas, capaces de atravesar con la mente las barreras del espacio. Pretendían convertirles en una poderosa división de espionaje psíquico. De alguna forma descubrieron que nosotros trabajábamos en algo parecido con la ayuda de música sacra y de tus estudios de prepolifonía, y nos asignaron un colaborador, un delegado con él que poder intercambiar puntos de vista sobre nuestros respectivos avances…
—Quieres decir uno de sus hombres.
—Llámalo como quieras. Pero debes saber que ellos mismos le asignaron a la cabeza de su equipo de Roma para que trabajara con «San Mateo» y que ambos, durante sus trabajos de documentación sobre los precedentes históricos de gente que rompió las barreras del espacio, hace sólo un mes destaparon el dossier de la «Dama Azul».
—¿La «Dama Azul»?
—¡Ah! ¡Es cierto!…
Monseñor Zsidiv se volvió, miró con benevolencia al padre Baldi, y con las manos cruzadas a la altura del pecho, regresó pausadamente a su mesa de trabajo.
—Déjame explicártelo. En los archivos del Santo Oficio, Mateo y el «gringo» descubrieron unas actas de hace tres siglos acerca de una monja española que supuestamente vivió varias experiencias de bilocación muy espectaculares.
—¿Unas actas?
—Sí. Se las conoce genéricamente bajo el título de Memorial de Benavides, pues las redactó un fraile con ese mismo nombre. En sus escritos afirmaba, entre otras muchas cosas, que esa mujer logró trasladarse físicamente de un lugar a otro; se le atribuía incluso la evangelización de varias tribus indias del suroeste de los Estados Unidos… Eso era, precisamente, lo que interesaba a los americanos: poden enviar hombres instantáneamente a cualquier rincón del mundo, ya sea para averiguar secretos, robar documentos comprometedores, eliminar enemigos potenciales o cambiar cosas de lugar sin dejar ninguna huella. En suma, el arma perfecta: discreta e indetectable.
—¡Pero no existe ninguna frecuencia de sonido conocida que permita hacer eso! —protestó Baldi.
—Eso mismo pensaron los demás «evangelistas». De hecho, el análisis de los documentos relativos a esta monja no arrojó ni una sola prueba contundente de que fuera ella la responsable de aquellas visitas a los indios.
—¿Entonces?
—No lo sé. Tal vez lo que vieron los indios fue algo mucho más serio. Quizás, incluso, una manifestación de Nuestra Señora. El Papa considera muy seriamente esa posibilidad, y cree que nadie más que la Virgen pudo aparecerse en gloria y majestad a los indios preparando la evangelización de América. De hecho, «San Mateo» y su ayudante se obsesionaron con aquel tema hasta extremos inimaginables, y se empecinaron en reunir toda la información posible.
—¿Crees que esa obsesión tuvo que ver con su muerte?
—Sí. Estoy convencido. Sobre todo después de que desaparecieran tan rápidamente sus archivos. Es como si alguien se hubiera enterado de sus avances y estuviera interesado en borrar del mapa todo el dossier.
—¿Y el ayudante del padre Corso no ha podido dar ninguna pista?
Monseñor Zsidiv comenzó a jugar nerviosamente con un abrecartas de plata con empuñadura de delfín.
—No. Pero tampoco me sorprende. Mira Giuseppe, ese hombre no es trigo limpio. Mi hipótesis es que el INSCOM lo incorporó a nuestro proyecto para que espiase los avances del «primer evangelista» y les informase… Aunque, pese a todo, ha hecho alguna contribución interesante a la Cronovisión.
—¿Por ejemplo?
—Bueno… Tú sabes mejor que nadie lo delicado que es este proyecto. Al partir de la certeza bíblica de que hubo profetas y grandes hombres del pasado a los que Dios dotó con el don de poder transgredir el tiempo, tratamos de desafiar los designios del Altísimo y conseguir estimular a voluntad esos estados visionarios…
—Puedes ahorrarte los prolegómenos, Stan.
—Está bien. Tú fuiste quien aportó a los «evangelistas» la idea, acertada, de que ciertas notas de música sacra sirvieron a muchos de nuestros místicos para vencer esas barreras del tiempo, y de que la clave para abrir esa cueva de la mente era el sonido, como el «¡ábrete sésamo!», de Alí Babá. Pues bien —monseñor dejó el abrecartas a un lado y se frotó las manos—, este gringo sabía de un sistema aún más depurado que el tuyo, pero dentro de tu misma línea de trabajo.
El padre Baldi se quitó las gafas y, tratando de disimular su entusiasmo, comenzó a limpiarlas ceremoniosamente con una pequeña bayeta.
—¿Qué clase de sistema? —preguntó al fin.
Monseñor reprimió su sonrisa. Aguardaba impaciente esa pregunta.
—Verás: cuando El Comité asignó ese nuevo compañero de trabajo a «San Mateo», registramos y duplicamos discretamente todo el material que trajo consigo. En sus diarios de campo se mencionaban los avances de un tal Robert Monroe, un empresario norteamericano especializado en la instalación de emisoras de radio, que había diseñado un método para enseñar a «volar» fuera del cuerpo a cualquiera que se lo propusiera.
—¿Y eso? —preguntó extrañado Baldi.
—Bueno, a nosotros también nos sorprendió. Al parecer, después de la segunda guerra mundial ese hombre sufrió varias experiencias involuntarias de salida fuera del cuerpo, y en lugar de encajarlas como algo anecdótico, como hubieran hecho tantos otros, como una especie de vivencia mística íntima, quiso destripar la «física» de su funcionamiento. Las notas decían que Monroe descubrió que aquellos «viajes» estaban directamente relacionados con ciertas longitudes de onda en las que trabaja el cerebro humano, y que éstas se podían inducir fácilmente mediante el uso de la hipnosis o, aún mejor, mediante la aplicación de ciertos sonidos directamente a los oídos.
—Eso no era nuevo para nosotros…
—No en teoría. Después averiguamos que ese individuo estaba tan convencido de sus teorías que, en los años setenta, fundó un instituto en Virginia y comenzó a aplicar una revolucionaria tecnología de sonido a la que llamó Hemi-Sync.
—¿Hemi-Sync?
—Sí, una abreviatura de «sincronización de hemisferios». Al parecer, consiste en equilibrar la frecuencia en la que funcionan nuestros dos hemisferios cerebrales, y aumentarla o reducirla al unísono, llevando al sujeto hasta los umbrales límite de su percepción gracias a la audición de ciertos sonidos «sintéticos». Incluso estableció una especie de tablas de sonido que marcan hasta dónde se puede llegar exactamente gracias a las frecuencias que administra a sus «pacientes» a través de auriculares.
—¿Unas tablas? ¿Qué clase de tablas?
Monseñor Zsidiv revolvió en sus notas. En cuestión de segundos localizó unos apuntes tomados de la lectura de los diarios «robados» al huésped norteamericano de «San Mateo». Tras examinarlos superficialmente, continuó:
—Monroe descubrió que, por ejemplo, si se suministra a un paciente un sonido con una vibración de 100 hertzios (o ciclos por segundo) en un oído, y otro de 125 hertzios en el otro, el sonido resultante, aquel que «entiende» el cerebro del paciente, lo obtiene de la diferencia de ambos. Es decir, «escucha» un sonido «inexistente» de 25 hertzios que, además, percibe a través de ambos hemisferios cerebrales a la vez. Monroe bautizó ese tipo de sonido como «binaural» e insistió en que son esta clase de «ruidos» los únicos capaces de generar estados de conciencia alterados con éxito, como el que favorece la separación del cuerpo astral…
—¿Y en qué han variado estos hallazgos nuestro proyecto?
—¡Imagínatelo! Hemos pasado de tratar de entrenar a personas sensibles para ver cosas más allá del tiempo y el espacio, a considerar seriamente la posibilidad de proyectarlos fuera de sus cuerpos para recoger esa información allá donde esté…
—Casi como se cree que hacía la «Dama Azul», ¿no?
—¡Exacto! Eso fue lo que pensaron el padre Corso y su ayudante. Por eso opino que se volcaron tanto en ese caso.
Tal vez creyeron que investigándolo en profundidad encontrarían nuevas claves para proyectar a alguien al pasado.
—Y justo entonces muere «San Mateo».
—Así es.
Monseñor bajó la mirada, visiblemente afectado.
—Él era… —continuó— un amigo.
Sus labios comenzaron a temblar, como si de un momento a otro fuera a echarse a llorar. Pero se contuvo.
—Está bien, Stan. Sé que no he hecho muy bien las cosas últimamente, pero quizá aquí tenga la oportunidad de redimir mis errores. Si lo estimas oportuno, podría hacerme cargo de los laboratorios del «primer evangelista» y tantear a su ayudante para tratar de averiguar si sabe más de lo que dice…
Monseñor tosió con aspereza; intentaba aclarar su garganta y no emplear un tono de voz demasiado afectado.
—Es una buena idea. Podrías tomar las investigaciones de «San Mateo» donde él las dejó. Así seguirás en el equipo al menos hasta que el IOE decida intervenir otra vez.
—Por cierto, si me reincorporo al equipo, ¿qué sucederá con la audiencia de mañana?
—No te preocupes por ella. Yo mismo la desconvocaré. Si mantienes la boca cerrada, no hará falta que pases por esa especie de juicio sumarísimo. El Santo Padre lo comprenderá.
—Gracias, eminencia. Haré lo que esté en mi mano.
—Ten mucho cuidado —le advirtió Zsidiv ya en la puerta de su despacho—. Todavía no sabemos si «San Mateo» se suicidó o lo suicidaron. ¿Me comprendes?
—¿Por dónde debo empezar a buscar?
—Ve a los estudios que el padre Corso tenía en Radio Vaticana. Allí centralizó todas sus investigaciones durante el último año, y donde podrás localizar a su ayudante.
—¿Por quién pregunto entonces?
—Por fray Alberto. Aunque en realidad su nombre es Albert Ferrell. Agente Albert Ferrell.