Carlos se adentró por la puerta indicada tratando de seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas. Detrás, con paso más vacilante, le siguió Txema, que comenzaba a barruntar si detrás de todo aquello no habría algo milagroso… A fin de cuentas, él era un hombre de fe. Discreta, sí, pero fe al fin y al cabo.
Pronto llegaron a una especie de salón con un amplio ventanal enrejado. Resultaba evidente que aquella apertura en el muro daba a otra estancia del interior de la clausura. Aquel modesto salón estaba decorado con varios lienzos de aspecto vetusto. En uno se apreciaba la imagen oscurecida de una religiosa que sostenía en su mano derecha una pluma, mientras que la izquierda descansaba sobre un libro abierto. Les llamó la atención una Inmaculada parecida a las pintadas por Murillo, y un curioso tapiz colgado encima de la ventana enrejada que representaba varias escenas de la aparición de la Virgen de Guadalupe, en México, al indio Juan Diego, en pleno siglo XVI… Pero, sobre todo, les cautivó un último cuadro: se trataba —era evidente— de una tela moderna, de colores vivos y paupérrima ejecución artística, que representaba una monja vestida con un hábito azul, rodeada de indios tocados con plumas y de animales domésticos.
—¿Crees que…? —murmuró Txema.
—¿Qué otra cosa puede ser si no?
—Pero parece un cuadro muy reciente.
—¡Y lo es!
Una voz femenina sonó a sus espaldas. Procedía de detrás del ventanal, que ahora abierto dejaba ver la silueta de dos monjas vestidas con hábitos blancos.
—Fue pintado por una monja de Nuevo México que estuvo dos años viviendo con nosotras —les aclaró una de ellas.
Aquellas mujeres se presentaron como sor Ana María y sor María Margarita. Eran como de otro mundo, como si pertenecieran a otra época. Vestidas con sencillos hábitos de lino, sus ojos iluminaban la estancia más que la luz que entraba del exterior.
—¿Y en qué podemos ayudarles? —terció una de ellas, tras invitar a los dos periodistas a que se sentaran.
—Queremos saber algo sobre sor María Jesús de Ágreda.
—¡Ah! ¡La venerable!
En el rostro de la hermana María Margarita se dibujó una amplia sonrisa, pero fue la otra monja quien, desde el principio, tomó las riendas de la conversación.
Sor Ana María daba la impresión de ser una mujer pausada, serena. Su amable mirada y su porte elegante cautivaron de inmediato a sus huéspedes. La hermana María Margarita, en cambio, pronto se reveló como su reflejo especular. Menuda, inquieta, con unos ojos vivaces que a duras penas lograba ocultar tras sus gafas y una voz saltarina y punzante, tenía todo el aspecto de una pequeña revolucionaria.
Las dos miraban a los periodistas con una mezcla de curiosidad y ternura, ajenas al entusiasmo que comenzaba a anidar dentro de ellos. Y es que, durante aquellos primeros minutos de charla, ambos tuvieron la viva sensación de que el tiempo se había detenido hacía mucho tras aquellos muros, y que aquellas mujeres eran las responsables del prodigio.
—¿Qué les interesa saber exactamente de la madre Ágreda? —interrogó por fin sor Ana María, tras escuchar atentamente el apretado relato de cómo habían dado con ellas.
Carlos se incorporó en su silla, y la miró fijamente.
—Bueno —titubeó—… Fundamentalmente, confirmar si realmente la madre Ágreda estuvo en dos lugares a la vez. Ya saben: si se bilocó.
Sagaz, el fotógrafo volvió la mirada hacia el cuadro donde se veía a una monja rodeada de indios, y que sirvió para arrancar su conversación. Las dos religiosas se miraron divertidas.
—¡Naturalmente! Aquello fue una de sus primeras «exterioridades» místicas, y la vivió cuando aún era muy joven. Justo cuando acababa de profesar como religiosa en este convento —se apresuró a explicar sor María Margarita señalando el cuadro que había provocado el interés de Txema—. Debe usted saber que ese caso fue muy bien investigado en su época, y que incluso superó el dictamen de la Inquisición.
—¿Ah, sí? —respondió el patrón sobresaltado.
—Desde luego.
—¿Y cómo fue? Quiero decir, ¿en dónde se aparecía la madre Ágreda?
—Bueno, en realidad, como usted ha dicho, se bilocaba —precisó sor Ana María—. Creemos que se dejó ver en Nuevo México, principalmente entre algunas tribus indígenas a lo largo del Río Grande. Existe un informe de 1630 donde se recogen estos hechos.
Carlos tensó sus cejas, interrogándola con la mirada. La monja continuó.
—Sí, así es. Lo redactó un fraile franciscano llamado fray Alonso de Benavides, que recorrió todas aquellas tierras en el siglo XVII y se encontró con la tremenda sorpresa de que muchos de los poblados indios que visitó ya habían sido catequizados por una misteriosa mujer que habló con los indios.
—¿Que habló con los indios? —repitió Txema sorprendido.
—¡Imagínese! —interrumpió la monja, más exaltada que antes—. ¡Una mujer sola, entre indios salvajes, y que logró transmitirles la doctrina de Nuestro Señor!
Todos sonrieron por aquel arrebato pasional. La hermana Ana María prosiguió su relato.
—Lo que el padre Benavides consignó en su escrito es que muchas noches se presentaba ante los indios una mujer vestida con hábitos azules, que les hablaba de un hijo de Dios que murió en la cruz y que prometió la vida eterna a quienes creyesen en él. E incluso les previno de que pronto llegarían representantes de ese Salvador a sus tierras para traerles la buena noticia.
—¿Y dice usted que ese informe se publicó?
—Sí, claro. Fue impreso en 1630 en Madrid, en la Imprenta Real de Felipe IV. Se rumorea, incluso, que llegó a interesar vivamente al Rey.
—Pero usted dijo antes que lo de las bilocaciones fue sólo la primera «exteriorización» de la madre Ágreda…
—Exterioridad —matizó. Y continuó—: Bueno, la madre pidió en sus oraciones a Dios que la librara de aquellos fenómenos. Por su culpa estaban corriendo rumores por toda la provincia y ya venían demasiados curiosos a verla entrar en éxtasis en la Iglesia.
—¡Ah! ¿También entraba en trance? —Carlos iba de sorpresa en sorpresa.
—Desde luego. Y éstos no desaparecieron cuando cesaron las bilocaciones, pues pocos años más tarde se le apareció Nuestra Señora para dictarle su vida, de la que hasta ese momento apenas sabíamos nada por los Evangelios.
—Prosiga, por favor.
—La redactó en ocho gruesos volúmenes escritos a mano que todavía conservamos en nuestra biblioteca, y que después se editaron con el título de Mística Ciudad de Dios.
—¿Mística Ciudad de Dios?
—Sí. En el libro se revela que Nuestra Señora es, en realidad, la ciudad donde mora el propio Padre Celestial. Es un misterio como el de la Trinidad.
—Ya… Perdone hermana, pero hay algo que no encaja. Cuando intenté obtener información sobre su fundadora consulté diversas bases de datos y catálogos de libros antiguos para ver si hallaba alguna obra suya y, la verdad, no encontré ninguna referencia… salvo que cometiese alguna torpeza o error…
La monja sonrió.
—Tiene usted mucha suerte. El libro acaba de ser reeditado, aunque a usted seguramente le interesará más uno de los tomos de su edición antigua donde se cuenta la vida de nuestra hermana, ¿verdad? —sor Ana María interrogó con dulzura al patrón.
—Si fuera posible…
—¡Claro! —estalló la monja de nuevo—. No se preocupe; nosotras le buscaremos ese tomo y se lo enviaremos donde nos diga.
Carlos agradeció su generoso ofrecimiento y tras anotarles en un papel el número de su apartado de correos, disparó una última e inocente pregunta.
—Y díganme una cosa que tampoco me cuadra. No recuerdo haber encontrado su nombre en ningún santoral, ¿cuándo fue declarada santa sor María Jesús?
Inexplicablemente los ojos de sus interlocutoras se ensombrecieron. Ambas bajaron la cabeza al unísono, ocultaron las manos bajo sus respectivos hábitos blancos y dejaron pasar un interminable segundo de silencio. Finalmente, fue sor María Margarita la que encaró la pregunta.
—Verá usted —carraspeó—. La madre Ágreda reveló también en su libro que la Virgen concibió inmaculadamente a Nuestro Señor y, como sabrá, ése era en aquella época un tema todavía muy discutido entre los teólogos y una idea herética. Además, la hermana se inmiscuyó en los asuntos políticos de Felipe IV, con quien se escribía con frecuencia y de quien llegó a ser su verdadera asesora espiritual…
—¿Y…? —preguntó Carlos intrigado.
—Pues que esas acciones no gustaron en Roma, que ha retenido su proceso de beatificación durante más de tres siglos. Lo único que se consiguió fue que el Papa Clemente X permitiera su culto privado, concediéndole el título de Venerable pocos años después de su muerte. El 28 de enero de 1673, para ser precisos.
—¿Es cosa de Roma?
—Del Vaticano.
—¿Y no se puede hacer nada para corregir ese error?
—Bueno —contestó sor Ana María—, hay un sacerdote de Bilbao, el padre Antonio Tejada, que está llevando el papeleo de la Causa de Beatificación para rehabilitar a la Venerable.
—Entonces, no está todo perdido.
—No, no. Gracias a Dios el padre Tejada tiene mucha fuerza de voluntad. Él ha trabajado en la reedición de los textos de nuestra madre; él es también un hombre santo.
Los ojos de Carlos se encendieron. «¡Un experto!», pensó. Su fotógrafo rió para sus adentros cuando le vio preguntar con voz trémula:
—¿Creen ustedes que podría entrevistarme con él?
—Claro. Vive en la residencia de los padres pasionistas de Bilbao, junto a un colegio de enseñanza primaria.
—¿Un colegio?
—Sí, pero no se engañe, él es profesor de Universidad —aclaró sor María Margarita con su voz cantarina.
—Si fuera a verle, llévele nuestro recuerdo y anímele a seguir adelante —rogó su compañera—. Las causas de los santos son cosas difíciles en las que Dios pone a prueba la paciencia de los hombres…
—Lo haré, pierdan cuidado.
—Que Dios le bendiga —murmuró la monja mientras se santiguaba.