Capítulo 10

Le dolió.

Aquel maldito zumbido perforó sus entrañas como nunca lo había hecho antes ningún despertador. «¿Estaré enferma? —fue el primer pensamiento racional que articuló nada más abandonar su extraño sueño plagado de indios del Nuevo México—. Esos bastardos del Departamento de Defensa no pueden tener razón…». La mente de la morena se puso en marcha haciendo gala de sus reflejos habituales. «¿Cómo pueden diagnosticarme que he heredado un sexto sentido?, ¡qué estupidez! Y además, ¿de quién iba yo a heredar semejante cosa?».

Sin pensárselo demasiado, saltó de la cama y se dirigió directamente al salón para tratar de localizar en su bolso el último parte que le entregara el gabinete médico de Fort Meade, y una cinta de cassette que grabara unos meses atrás en Roma, en la consulta de un neurólogo al que visitó para pedirle ciertas respuestas. Necesitaba comprobar que aquel diagnóstico no era otro maldito sueño. Y no lo era; el informe era inequívoco: «La paciente padece una clase muy extraña de epilepsia que se conoce como epilepsia extática o de Dostoievski. Debe someterse a observación inmediatamente y extremar las cautelas en su trabajo para el INSCOM»[15].

¿Epilepsia extática? La morena —ahora sí— recordaba perfectamente aquellas frases. De hecho, fueron el detonante definitivo que le impulsó a tirar por la borda toda su carrera militar y regresar, o más bien huir, de nuevo a la vida civil. En cuanto a la cinta, después de acariciarla durante algunos segundos, se decidió a escucharla.

Un par de crujidos metálicos dieron enseguida paso a la voz apergaminada del doctor Buonviso. Tenía gracia. Su divertido inglés con acento italiano le recordó de inmediato aquella charla informal en la cafetería del Ospedale Generale di Zona Cristo.

—La enfermedad por la que me pregunta no es nada común, señorita —se lamentaba el doctor Buonviso.

—Lo supongo, doctor —contestó ella—. Pero algo podrá decirme, ¿no?

—Bien… El paciente de la epilepsia de Dostoievski suele tener sueños o visiones extraordinariamente vívidos. Se inician con una luz deslumbrante, que precede siempre a un súbito bajón del nivel de atención del paciente a los estímulos que le rodean. Después, por lo general, el cuerpo se queda inmóvil, rígido como una tabla, y uno se sumerge en unas alucinaciones muy reales que terminan en un estado de bienestar que precede a una extenuación física absoluta.

—Conozco los síntomas… Pero ¿puede tratarse?

—En realidad todavía no se sabe cómo. Considere usted que sólo tenemos una docena de casos documentados en todo el mundo, y que esta clase de epilepsia tan extraña la han vivido antes personajes tan poco diagnosticables como san Pablo (¿recuerda la luz que le asaltó camino de Damasco?), Mahoma o Juana de Arco…

—¿Y Dostoievski?

—Bueno, claro. De hecho se la llama así porque este escritor ruso describe con una precisión extraordinaria sus síntomas en su novela El Idiota, atribuyendo a uno de sus protagonistas, el príncipe Mishkin, exactamente todas las características de esta epilepsia… ¡que padecía el propio escritor!

—Es decir, que no sabe cómo tratarla —insistió.

—Si tengo que serle sincero, no.

—¿Y sabe si es una enfermedad hereditaria?

—Sin duda. Aunque tampoco la llamaría enfermedad. En el pasado era tenida casi como un don de Dios. Incluso se ha llegado a decir que santa Teresa de Jesús la padeció, y que fue esa dolencia la que le abrió su camino hacia la comunión extática con Dios.

—Comprendo, doctor… Gracias.

Prego.

Otro crujido metálico dio por finalizada la conversación. Y, ciertamente, tampoco aquella grabación la satisfizo demasiado. Aunque no recordaba los términos exactos de su charla con el dottore Buonviso, ni siquiera que ésta hubiera sido tan poco explícita en sus resultados, seguía sintiéndose decepcionada por esa extraña sensación de vacío que le dejaba el saber que había heredado esa enfermedad visionaria…, sin saber de quién.

Forzando la memoria delante de su voluminoso álbum de fotos familiar, la morena pasó toda aquella mañana repasando los últimos años de su vida. Su graduación en la Universidad Estatal de Arizona, su reclutamiento para las investigaciones en los umbrales de la percepción del Stanford Research Institute (SRI)… y hasta la conferencia que le convenció para presentarse voluntaria a unos experimentos de telepatía que le llevaron inexorablemente a los oscuros pasillos del Departamento de Defensa.

Recordaba como si fuera ayer que fue un hombre excepcional, un fornido «psíquico» llamado Ingo Swann, quien la sedujo para aquel trabajo. Nadie como el tal Swann era capaz de describir un lugar lejano tan sólo concentrándose en unas coordenadas predeterminadas, ni influir en los semáforos de una calle para cambiarlos de color a voluntad, e incluso deshacer cúmulos nubosos a su antojo con sólo fijar en ellos su mirada durante unos instantes. Es más, recordaba nítidamente cómo aquella especie de «atleta de la mente» insistió una y otra vez en decirle que el mérito no era todo suyo, que él había heredado parte de sus poderes de una bisabuela, una «mujer medicina» sioux por más señas, que se los transfirió desde el más allá.

«¿Y sí…?».

La morena sonrió. Aquella conferencia, aquellas fotos polaroid de colores aún vivos, la hacían rejuvenecer casi diez años. Después de ser reclutada para el SRI primero, y para el Departamento de Defensa menos de diez meses después, recordó cómo tonteó con varios miembros del equipo de investigadores del INSCOM. Todos ellos, sin excepción, estaban entonces convencidos de que el comportamiento psíquico tiene causas genéticas. De hecho, decían, en familias con sensitivos predispuestos a los «viajes astrales», los sueños premonitorios o la telepatía, el «psíquico» destacaba siempre por su comportamiento inestable, neurótico o histérico, y saltaba de una generación a otra.

«Y esa soy yo, sí señor».

De un golpe, la morena cerró el álbum de fotos, y antes siquiera de pensar en vestirse decidió hacer una rápida llamada a Phoenix, en Arizona. Acababa de tener una corazonada… Una de esas raras ideas «inyectadas» de las que, por cierto, tan a menudo hablaba Swann.

—¿Mamá?

Una voz indiferente contestó al otro lado del teléfono.

—Cariño, te tengo dicho que llames por las noches —le reprochó—. Te acabas de quedar sin trabajo y la tarifa nocturna es mucho más barata…

—Sí, ya lo sé. Pero necesito preguntarte algo de la familia.

—¡Otra vez!

—No te preocupes —atajó rápidamente, mientras se arremolinaba en el sofá—. No tiene nada que ver con papá.

—Menos mal.

—¿Tú no sabrás, mamá, si alguien de la familia ha padecido alguna vez epilepsia?

—¿Epilepsia?

—Responde sí o no.

Un segundo de silencio ocupó la línea.

—Bueno… recuerdo que cuando yo era niña, mi madre mencionó algo de los ataques que sufría mi abuela. Pero ella murió antes de que yo cumpliera los diez y apenas la recuerdo.

—¿Tu abuela?… ¿Mi bisabuela?

—Sí. ¡Uf!, y debió de ser una mujer de carácter. Era de origen indio, ¿sabes? Sus antepasados vivieron cerca del Río Grande, por eso mi madre siempre me contaba cuentos típicos de su tribu…

—Nunca me los has contado.

El tono de la morena sonó a reproche.

—Soy muy mala para esas cosas, cariño. Además eran cuentos muy increíbles, de espíritus protectores, de visitas de los dioses kachinas y ese tipo de historias…

—Eres un desastre, mamá. ¿Y no sabrás de qué tribu descendía tu abuela?

—No, no. Sólo sé que ella era una especie de hechicera, y que la familia tuvo que emigrar a Arizona porque tuvieron muchos problemas con la Iglesia.

La voz al otro lado del teléfono tomó aire antes de continuar.

—¿Por qué te interesa tanto?

—Por nada mamá.

—Ya… Que sepas —rió— que tu abuela, cuando tú naciste, lo primero que dijo es que te parecías mucho a la «bruja».

—¿A mi bisabuela?

—A la misma.

—Gracias mamá.

Colgó el teléfono con un extraño sabor en la boca. Acababa de descubrir —así, casi sin querer, como si alguien la hubiera empujado a llamar— que ella tenía más en común con su admirado Ingo Swann de lo que jamás hubiera pensado. Ambos compartían un pasado indio… ¡y una abuela bruja por parte de madre! ¿Acaso explicaría eso su extraño sueño de la noche anterior? ¿Y su diagnóstico de «epilepsia de Dostoievski»?

En algunos lugares de América se dice que ese tipo de hallazgos sólo se producen «cuando se tiene al ángel de cara».