A más de diez mil kilómetros de Roma, al otro lado del Océano Atlántico, en una ciudad de nombre evocador —Los Ángeles—, una mujer de edad indefinida, pequeña estatura y media melena de color azabache, dormía profundamente en su apartamento. Acababa de sufrir una extraña crisis epiléptica que la había dejado exhausta, una más desde que abandonara su trabajo como «psíquica» del Departamento de Defensa de su país. Había sido un empleo bien remunerado, poco reconocido y nada protegido, que dejó cuando comenzó a obsesionarse con la idea de que los militares estaban jugando con su cerebro. Curiosamente, justo después llegaron los ataques. Se trataba de crisis aparentemente rápidas, en las que su cerebro parecía abandonar el cuerpo de forma brusca, proyectándose más allá de las brumas del espacio y el tiempo. Algo raro de verdad.
Ellos, naturalmente, negaron siempre cualquier relación con aquellos ataques. Es más, se justificaban diciendo que Dios dio cinco sentidos a los hombres: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Pero que a otros, como a los profetas epilépticos Daniel o Jeremías, y hasta al famoso carpintero de Nazaret, José, les dio un sexto. Uno que les permitió saber del pasado y del futuro a través de sus sueños, y que cientos de años después, habían heredado gentes como ella.
La morena nunca les creyó. No era una mujer de fe. Sin embargo, desde que apartara a los militares de su vida, extraños sueños la invadían por las noches. Eran vívidos, casi reales, y siempre empezaban por una ubicación geográfica específica y una fecha.
Gran Quivira, Nuevo México, noviembre de 1623
Cuando hotomkam, las tres estrellas en hilera de la constelación de Orión, estuvo encima del poblado, Gran Walpi[9], el jefe del Clan de Pamösnyam o de la Niebla, convocó a los líderes de su grupo a una reunión secreta en la kiva[10].
La construcción, un recinto circular de unos seis metros de diámetro, semienterrada en el suelo y cubierta por un techo de madera sostenido por cuatro columnas que simbolizaban los cuatro pilares en los que descansa el mundo, era la mayor de las nueve kivas del pueblo. Estaba situada casi a las afueras de la colina, donde se erigían orgullosas las viviendas de piedra de más de trescientas familias jumanas.
A la hora prevista, justo cuando hotomkam gravitaba brillante sobre la vertical de la kiva, los diez hombres del clan se sentaron sobre el suelo de arena fina del recinto. Gran Walpi parecía dispuesto a hablarles. Tenía el semblante serio, más de lo que ninguno de ellos hubiera imaginado antes de descender al recinto sagrado. Las arrugas que cruzaban su sexagenario rostro parecían más profundas de lo habitual. El tímido fuego que alumbraba la cabaña no hacía sino alimentar la impresión de que tenía que comunicarles algo funesto.
—El mundo está cambiando a gran velocidad, hermanos de Pamösnyam —susurró con voz gutural el anciano.
Sus hombres asintieron, expectantes.
—Si lo recordáis, justo hoy hace veinticinco inviernos, recibimos la primera señal de ese cambio —continuó—. Fue otro día de hotomkam cuando nuestras llanuras recibieron la visita de los hombres de fuego.
Gran Walpi alzó uno de sus temblorosos brazos hacia un agujero redondo, perfecto, que se abría en el techo de la kiva y que permitía ver las tres estrellas del «cinturón» de Orión brillando en todo su esplendor.
—Aquellos hombres de piel clara, que traían consigo brazos que escupían truenos y caparazones como los de las tortugas que les hacían inmunes a nuestras flechas, causaron gran dolor a nuestro orgulloso pueblo[11].
—¡Mataron a nuestros hermanos! —exclamó uno de los reunidos desde el otro lado del fuego.
—Perdimos tres batallas en tres temporadas —murmuró otro con tono pesaroso.
Gran Walpi clavó sus ojos en los rostros de cada uno de aquellos hombres. A continuación, como si siguiera un extraño ritual, dejó que su vista se perdiera en el baile que dibujaban las pequeñas llamas y prosiguió:
—Ayer tuve un extraño presentimiento. Meditaba frente a nuestro espíritu kachina, cuando escuché dentro de mí una voz que habló alto y claro.
—¿Una voz? —uno de los hombres del clan, un indio de pequeña estatura, tuerto pero fuerte como un búfalo, ahogó sin éxito sus palabras.
Gran Walpi le miró muy serio.
—Fue una voz de mujer. Me advirtió que nuestro poblado sería visitado pronto por un gran espíritu. Una presencia del más allá que no necesita que dibujemos caminos de polvo de maíz para que se acerque y que presagiará la llegada de nuevos cambios. Dijo también que no se mostraría sólo a los iniciados, sino a todo aquel que pasara las noches de hotomkam a la intemperie.
El tuerto, todavía atravesado por la poderosa mirada del anciano, se sintió obligado a preguntar:
—¿Dijo por qué debía venir ese espíritu?
—No —Gran Walpi arrastró su mano derecha sobre la arena, en un gesto rápido y violento—. Sólo dejó claro que no sería ninguno de nuestros familiares kachinas…
—¿Y cómo lo distinguiremos de ellos?
—Por su extraña manera de hablar. La voz insistió mucho en que existe un Dios más fuerte que todos los demás, que creó a los indios para que se amasen entre sí, y para que amaran y respetaran incluso a sus enemigos.
—¡A los enemigos hay que combatirlos, no amarlos!
—También a mí me sorprendió aquello…
Después de observar complacido el remolino de polvo que había dejado el anciano, se levantó con solemnidad y derramó un puñado de arena blanca sobre la hoguera, Cuando ésta terminó de escurrirse entre sus dedos, alzó el rostro por encima de sus hombres y remató su discurso.
—… Por eso pido vuestra ayuda como guerreros espirituales, para que os preparéis y os enfrentéis a esa visita.
Un silencio sepulcral se extendió por la kiva.
—¿Y cómo habremos de enfrentarnos a un ser tan poderoso?
La pregunta de Sahu, un corpulento indio con el rostro surcado por tres rayas verticales pardas tatuadas a fuego cuando sólo tenía tres años, sumió a Gran Walpi en un profundo abatimiento.
—El hotomkan brillará sobre nosotros durante ocho días más —respondió enigmático—. Puede ser en este tiempo o en el que viene, eso lo sabremos en su momento. Pero sea como fuere, debemos estar alerta y ahora tenemos el tiempo justo para nuestra purificación.
Ninguno de los hombres rechistó. Sabían muy bien a qué les estaba empujando su jefe de clan, y su juramento de fidelidad a él y a la fuerza que representaba, les obligaba a seguir sus órdenes. Sabían que el orden cósmico estaba en peligro.
Todo siguió los cauces previstos por Gran Walpi.
Durante ocho jornadas, los diez hombres del Clan de la Niebla permanecieron encerrados en su kiva. Dos veces al día, sus esposas se acercaban hasta el pequeño orificio circular practicado en su parte superior, y sin asomarse al interior deslizaban cestas con mazorcas de maíz hervido y un gran cántaro de agua, con una larga soga de yuca.
Ni ellas, ni ninguno de los integrantes de los otros clanes, estaban al corriente de la clase de ceremonias que se llevaban a cabo en su interior. Cada clan tenía sus ritos, sus formas ancestrales de comunicación con los espíritus, y su conservación era el secreto mejor guardado por cada una de esas sociedades secretas. Los que no pertenecían al Clan de la Niebla sólo intuían que aquellos hombres estaban purificándose para alguna misión espiritual importante.
En el interior de la kiva se quemó leña durante ocho largas jornadas. Fuera de día o de noche, Gran Walpi y sus hombres permanecían en penumbra, entonando lánguidas melodías. A medida que transcurrían los días, el ambiente en el interior se fue espesando. Sólo Gran Walpi llevaba la cuenta del tiempo y administraba los quehaceres: durante horas los hombres limpiaban y acicalaban máscaras horrendas de afilados dientes y ojos enormes, a veces coronadas por plumas y otras por pinchos que imitaban el rostro de sus espíritus protectores y que pronto deberían usar en alguna danza ritual. También se tensaban las pieles de los tambores o se meditaba junto al sipapu, un pequeño agujero horadado en el centro de la kiva, que creían comunicaba su poblado con los seres del inframundo. Durante el resto del tiempo, su misión se reducía a soñar en busca de algún mensaje, de alguna voz cristalina como la que previniera a Gran Walpi de la llegada del gran espíritu.
Pero nada sucedió. Como si el espíritu que estaba por venir hubiera espantado a sus dioses en el más allá, el silencio fue la única respuesta que recibieron sus valerosos durmientes.
Durante las noches, cuatro hombres, apostados en el exterior, vigilaban la kiva. Eran los kékelt[12], jóvenes no iniciados aún para ingresar en el Clan de la Niebla, pero perfectamente adiestrados como guerreros. Ellos sabían que durante la purificación nadie, salvo los espíritus benignos, podía acercarse hasta la kiva. Si alguien transgredía esa norma y no respondía al santo y seña fijado, los guardianes debían dar muerte al intruso, despedazarlo en cuatro partes iguales y enterrarlas lejos del pueblo, lo más alejadas posibles unas de otras.
La octava noche, cuando hotomkam brillaba más fuerte que nunca, algo se agitó en el cubículo semisubterráneo. Gran Walpi, con el rostro sudoroso, asomó su cabeza por encima de la cubierta de madera de la estancia. Los ojos se le salían de las órbitas y parecía muy alterado.
De un brinco, emergió del agujero donde estaba, quedándose agazapado encima de la techumbre del recinto ceremonial. Tras comprobar que no había nadie en los alrededores, se arrastró por encima de aquel montón de ramas secas para, finalmente, saltar sobre el suelo.
Sus siguientes movimientos fueron calculados, casi felinos. Esquivó con astucia a los inexpertos kékelt y, armado con una vara, se adentró entre los matorrales que flanqueaban la salida del asentamiento jumano.
Actuaba como si estuviera poseído. Como si siguiera las invisibles instrucciones de alguien capaz de guiarle en la oscuridad de la noche. Como si, por fin, los signos geométricos que se tatuara en su juventud a modo de símbolos de protección, estuvieran cumpliendo su cometido.
Curiosamente, antes de su espectacular huida, un extraño relámpago azul había caído al oeste del campamento. Si alguien hubiese podido observar la escena desde fuera, hubiera deducido que entre meteoro e indio existía cierta complicidad. Mientras el primero todavía refulgía tenuemente en el horizonte, el segundo corría como un antílope desbocado hacia él, sorteando todos los obstáculos que se interponían a su paso.
Al aproximarse, todo empezó a cambiar.
Un extraño silencio se apoderó de la pradera. El suave balanceo del océano de hierba que rodeaba la montaña se había detenido de repente. Los grillos habían cesado de cantar. Y hasta el inconfundible sonido del manantial del zorro, que el anciano atravesó como una exhalación, había detenido su inconfundible murmullo.
Gran Walpi no percibió nada de aquello; sus sentidos estaban ausentes de aquel mundo, concentrados en otro.
—¡Chóchmingure![13]
Instintivamente, el anciano cayó de rodillas al suelo. Su vara rodó unos metros ladera abajo antes de detenerse, al tiempo que su mirada se tornaba vidriosa.
Una joven bella, de rostro pálido y refulgente, apareció de pronto a escasos metros de él; parecía haber descendido sobre sus tierras. Irradiaba luz por los cuatro costados, iluminando parcialmente el suelo sobre el que se deslizaba. Vestía una larga túnica blanca, oculta en parte por una capa azul celeste. Al verle llegar, aquella dama sonrió.
—Ya estás aquí. Te esperaba.
Aquellas palabras, pronunciadas en correcto dialecto tanoan, dejaron estupefacto al anciano. En ningún momento aquella joven había movido los labios, ni siquiera había gesticulado. Sin embargo, sus palabras sonaron tan limpias y transparentes como las que escuchara días atrás.
—Ya sólo faltabas tú —remató.
—¿Yo?…
—Dime, mujer, ¿qué clase de espíritu eres?
La voz del guerrero jumano sonó temblorosa.
—Soy la que soy. Mi identidad no importa ahora, pero atiende a mi procedencia y mi destino.
Gran Walpi, que se había postrado de bruces contra el suelo, elevó sus ojos hacia el resplandor. Contempló a la mujer con detenimiento: mantenía los brazos caídos, como si deseara hacer evidente que su actitud no era hostil. Sus pies, cubiertos por las sandalias más extrañas que había visto jamás, se hundían ligeramente en la arena… ¡Y no proyectaba sombra! Era, en definitiva, exactamente igual que los espíritus kachinas que Gran Walpi conocía tan bien.
—Vengo del cielo —prosiguió—, y traigo una noticia importante para vuestro pueblo. Pronto, muy pronto, llegarán a estas tierras hombres de muy remota cuna, que os traerán relatos de un nuevo y poderoso dios.
—¿… Un nuevo dios? —Gran Walpi abrió los ojos de par en par.
—Un dios que se hizo hombre. Que encarnó en un carpintero y que murió para salvar a sus semejantes. Un dios que sólo se alimentó de amor y no de sangre.
El jefe del Clan de la Niebla no entendió ni una palabra. ¿Cómo podía un dios tomar el débil cuerpo de un hombre y morir después? ¿Qué clase de espíritu era aquella mujer luminosa que traía semejante mensaje? ¿Y por qué le había elegido para transmitirle esa información? ¿Por qué le había despertado sólo a él, incitándole a abandonar la kiva a espaldas de sus guerreros?
—No te asustes —la dama de azul se adelantó a las nuevas dudas del jumano—. Cuando lleguen los hombres de los que te hablo, deberás correr a buscarlos. Deberás pedir que os expliquen la religión que traen consigo y aceptar sus designios.
—Pero nosotros…
—Pronto no dudarás. Me verás más veces. Te traeré pruebas de lo que digo, y desearás seguir mis instrucciones.
Antes de que Gran Walpi pudiera replicar, un trueno ensordecedor rompió bruscamente el silencio en el que estaba sumergida la aparición. Fue un trueno extraño, casi hueco, que el anciano difícilmente pudo comparar con otros sonidos conocidos. Acto seguido el cielo se rasgó en dos, abriendo paso a algo parecido a una corteza de calabaza refulgente que proyectó su sombra sobre la dama y el jumano y que enquistó las extremidades de Gran Walpi hasta petrificarlas.
Un terror indescriptible se apoderó entonces del guerrero. Sentía su cuerpo paralizado por completo. Sólo pudo observar a aquella joven elevarse y dirigirse hacia la «corteza voladora». Después, el fulgor azulado cesó de repente. Y con él, todos los rumores nocturnos de la pradera volvieron a cobrar vida.
—¿Eres tú, Gran Walpi?
El anciano nunca supo cuánto tiempo transcurrió desde que la luz desapareciera, pero pronto una voz suave sonó a sus espaldas. Poco a poco, el guerrero pudo recobrar la movilidad en brazos y piernas, y al incorporarse descubrió el rostro redondo de uno de los kékelt.
—¡Sakmo![14] ¿Lo has visto?
El anciano agarró por los hombros al joven, tratando de disimular su confusión.
—Sí.
—Era una mujer, ¿verdad? —insistió nervioso.
—Era la Dama Azul… Ha venido aquí todas las noches que el Clan de la Niebla lleva encerrado en la kiva.
Gran Walpi se estremeció.
—¿Y ha hablado también contigo?
—Me llamó, y vine. La Dama me prometió que regresaría más veces.
… Sí, también a mí.
¿Qué puede significar, Gran Walpi?
El guerrero perdió su mirada entre las estrellas.
—Que pronto nada será como antes.