Capítulo 5

A Carlos se le provocaba con poca cosa. Bastaba con sugerirle un tema o un asunto polémico en el que él hubiera estado implicado para que, de inmediato, recitase toda una retahíla de datos y escenarios posibles. Por eso Txema, aunque nunca lo reconocía, disfrutaba viajando con él. Es más, disfrutaba dejándose llevar por su visionaria forma de trabajar y de relacionar la información más inconexa.

Antes de llegar a Laguna de Cameros, donde les esperaba —eso creían— una de las copias mejor conservadas de la Sábana Santa turinesa, Carlos se entregó a la ímproba tarea de explicar a su compañero las posibilidades teóricas de que se produjera realmente una teleportación. No es que le gustara demasiado revolver en las sombras de su fallido proyecto, pero se sentía en la obligación de aclararle un par de puntos. Y es que, según le explicó con todo lujo de detalles, algunos físicos teóricos, en su mayoría norteamericanos, ya habían hecho públicas fórmulas que permiten, de momento sólo sobre el papel, trasladar instantáneamente materia de un punto al otro del universo. De hecho, algunos de esos mismos físicos cuánticos habían logrado hacer desaparecer partículas elementales en sus grandes aceleradores de California y Suiza, sin que nunca hubieran podido determinar adonde habían ido a parar esas pequeñas masas de materia.

Txema escuchaba con deleite, mientras la imaginación de Carlos se disparaba.

—¿Se teleportaron estas partículas? —se preguntaba a sí mismo, en voz alta, sin siquiera mirar a su compañero—. ¿Podrían hacerlo también, por tanto, organismos complejos en un futuro inmediato y bajo un riguroso control científico?

Tan lejos llegaron sus interpretaciones que Carlos terminó incluso analizando sucesos de actualidad bajo la óptica de aquella investigación abortada. Sin ningún pudor, explicó a Txema que muchas desapariciones aparecidas en la prensa española como las de Juan Pedro Martínez —el «niño de Somosierra»—, en julio de 1985, o la de David Guerrero Guevara —más conocido como el «niño pintor» de Málaga—, en abril de 1987, pudieron haber obedecido a teleportaciones espontáneas sufridas por los pequeños. Éstos, tras volatilizarse, quizá reaparecieron automáticamente en algún lugar inaccesible. Desde allí —especulaba Carlos sin inmutarse— a estos niños les había resultado imposible regresar, desapareciendo para siempre y sin dejar rastro.

Se mostraba convencido, en definitiva, de que nuestro universo estaba plagado de «fallas» en su estructura que se abrían ocasionalmente, engullendo todo lo que había a su alrededor y expulsándolo en otro lugar de esta u otras galaxias. Ni siquiera el indicador que anunciaba la llegada a Laguna de Cameros a la vuelta de una espectacular curva, le devolvió a la realidad.

—Mira, Txema. Piensa por un momento en lo que te he dicho. En caso de que existan realmente esa especie de puertas, capaces de tragarse todo lo que tengan cerca y de expulsarlo en otro punto del planeta, por puro cálculo estadístico tienes más posibilidades de caer en medio del océano que en tierra firme… Y, por supuesto, de desaparecer para siempre.

—¿Y cómo sabes que esas «puertas» pueden existir?

—¡Eso es lo mejor! ¡No lo sé! El caso es que Einstein concibió un modelo de universo maleable que contemplaba la existencia de puertas o brechas que podían unir lugares distantes en el cosmos. Los modernos astrofísicos hablan de «agujeros de gusano» cuya entrada sería un agujero negro que engulliría materia a gran escala, y su salida un agujero blanco, tal vez un quásar, que expulsaría esa misma materia en otro punto del mismo universo.

Hasta se especula que pudieran conectar universos paralelos. Ya te hablé de lo que sucede a nivel de partículas elementales, así que ¿por qué no habría de suceder algo así a escala humana?

Mientras Carlos terminaba de exponer su teoría, ambos se adentraron sin proponérselo hacia el centro del pueblo. El coche enfiló una calle ancha, en pendiente, flanqueada por casas de piedra de dos o tres pisos de altura, algunas cubiertas con tejados de madera. El patrón, embebido en su propio relato, esquivó maquinalmente un par de perros flacos que le salieron al paso y terminó aparcando junto a un montón de troncos troceados para leña. El lugar, a esas tempranas horas, parecía deshabitado.

La cuesta desembocaba en una minúscula plaza donde sólo brillaba con luz propia una iglesia maciza, casi cúbica. Encajado entre grandes caserones cerrados a cal y canto, el templo estaba abierto y parecía tener cierta animación en su interior.

—Lección número uno del día —murmuró el patrón—: en los pueblos, el cura lo sabe todo. Busca siempre al cura.

Para Txema y Carlos, establecer un primer contacto con don Félix Arrondo, un sacerdote de mediana edad, vestido de paisano, chaparrete y de buen carácter, fue tarea fácil. Y más aún que el párroco se volcara de inmediato en la búsqueda de una reliquia que él ya había casi olvidado por completo.

—¿Y cómo saben ustedes que yo tengo una sábana aquí? —repetía una y otra vez, mientras se dirigía al campanario acompañado por aquellos visitantes—. ¡Hace años que nadie la ve!

—¡Porque usted es el cura! —exclamó Txema.

—¿Por eso?

—No, hombre —se apresuró a intervenir Carlos—, en realidad, «su» sábana se cita en varios libros sobre reliquias españolas del siglo pasado, y queríamos comprobar si esa información es todavía válida.

Don Félix tardó algunos minutos porque la sábana, primorosamente plegada en el interior de una caja forrada de terciopelo, estaba escondida bajo las escaleras del campanario. Cuando por fin sacó aquel estuche al porche de la iglesia y desplegó la tela frente a sus visitantes, colgándola de los clavos de la puerta principal, sus ojos brillaron de emoción. Nunca antes —ni cuando llegó a aquella parroquia veinte años atrás y le hablaron de la reliquia por primera vez— se había atrevido a abrir esa caja, ni había visto la anotación bordada en uno de los extremos del lienzo, que fechaba la tela en 1790. Ahora su rostro se iluminaba como si poseyera un tesoro que interesaba, incluso, a gente de Madrid.

La Canon de Txema no se perdió ni un detalle. Disparó allí mismo un carrete entero de 36 diapositivas, al tiempo que Carlos se esmeraba en tomar buena nota de sus medidas, de las inscripciones bordadas en rojo en la base de la sábana y hasta de los comentarios de asombro del propio don Félix.

—¿Puedo sugerirles algo? —preguntó tímidamente el cura al terminar de contemplar su reliquia.

—Claro, usted dirá.

—Me gustaría que se quedaran aquí hasta la hora de comer, después de misa. Así podríamos celebrar nuestro hallazgo. ¿Qué les parece? No todos los días sucede algo así, y se «descubre» un trozo de historia en el pueblo…

El generoso ofrecimiento les pilló desprevenidos.

—Verá, padre —el tono de voz adoptado por Carlos afiló el gesto del párroco—, nuestra intención es visitar hoy otra sábana que creemos está en La Cuesta, a pocos kilómetros de aquí…

—¿La Cuesta? ¿Otra sábana en La Cuesta? —don Félix no salía de su asombro.

—Sí. Eso está ya en la provincia de Soria y no nos gustaría que el frío nos dejara aislados tan lejos de una carretera nacional. Debemos aprovechar las horas de sol antes de que vuelva a helar y las carreteras se pongan peor de lo que ya están. Lo entiende, ¿verdad?

—Naturalmente —se resignó—. Entonces, otra vez será, ¿no?

—Desde luego, padre.

Con cierta ceremoniosidad, el padre Arrondo les tendió la mano, deseándoles suerte. Acto seguido, casi sin pestañear, se dio media vuelta para descolgar la sábana de la puerta de la iglesia, plegándola y evitando con maestría que rozara el suelo húmedo del porche. Después, mientras cerraba el estuche que servía de relicario, lanzó un último grito a los periodistas, antes de que se metieran en el Ibiza.

—Si la carretera no les deja continuar, vuelvan aquí. Esta sierra no bromea.

Carlos y Txema se volvieron hacia él, pero no respondieron. Se limitaron a saludarle con el brazo. Tan pronto lograron poner en marcha el vehículo, apretaron el acelerador en dirección a la salida del pueblo.

El patrón fue el primero en hablar, pero sólo cuando enfilaron la carretera comarcal correspondiente. El tono de su voz sonó grave, pese al éxito de su fugaz visita.

—¿Ves ese banco de niebla allá delante?

—Sí.

—Pues nos va a dar problemas. El cura de Laguna tenía razón cuando dijo que esta sierra no bromea. Yo sólo estuve aquí una vez, hace dos inviernos, y vi cómo un coche volcaba después de resbalar sobre el firme…

El comentario sobrecogió al fotógrafo. Aquellas eran tierras altas, de esas que discurren entre barrancos y cañadas, y que impresionan cada vez que se trata de distinguir su fondo.

—Vaya… —suspiró Txema—, es un consuelo. Por lo menos sabrás hacia dónde vamos, ¿no?

—Supongo que sí: hacia la niebla.

—¿Supones?

—Bueno, compruébalo tú mismo. Abandonamos hace unos minutos Laguna de Cameros, y desde entonces todos los carteles indicadores que hemos visto están sepultados bajo la nieve o su grado de congelación es tal que no permite leerlos.

—Ya…

—Y además, para cerrar el círculo, tu radio sigue sin funcionar y no hay manera humana de saber, de momento, dónde demonios estamos.

La lógica de Carlos irritó a Txema, que aún luchaba por acomodar la bolsa de las cámaras bajo su asiento.

—¿Y qué se supone que vas a hacer?

—Lo único posible: seguir adelante hasta que desemboquemos en una carretera más grande o demos con una gasolinera donde preguntar el camino hacia La Cuesta y comprar unas cadenas. ¿Te parece bien?

Txema sabía lo bueno que era su compañero conduciendo. Lo vivió en Italia, donde se adaptó como un guante al infernal tráfico romano, y en Portugal, donde su pericia salvó al vehículo de una costosa reparación. El fotógrafo reconocía sus méritos, pero ignoraba los límites de su paciencia ante un camino que debía recorrer a velocidad de tortuga.

Durante la siguiente media hora, Txema y Carlos no intercambiaron ni una sola palabra. Uno confiaba en salir lo antes posible de aquella ruta, el otro soñaba con comprobar que también la sábana de La Cuesta había resistido el paso de los años…