Capítulo 4

—¿Y adónde se supone que vamos hoy? —preguntó Txema con cierta sorna, acostumbrado a las excentricidades de su patrón.

—A cazar «sábanas santas».

La respuesta de Carlos no le conmovió en absoluto. Txema, cargado con su ligera Eos 1000, un macro Compact EF de 50 mm, un aparatoso flash electrónico y un teleobjetivo Canon 80-200, estaba hecho a todo. Había acompañado a aquel loco por medio mundo, bajo condiciones climatológicas aún peores que las de aquella mañana y sabía que su proverbial tenacidad —o, mejor, su cabezonería aragonesa— era capaz de sacarles casi de cualquier situación.

—Supongo que esta mañana habrás escuchado en la radio el parte meteorológico, ¿no?

Carlos asintió sin demasiado convencimiento.

—Y sabrás que tu Ibiza necesitará cadenas, como cualquier otro vehículo de cuatro ruedas, por encima de los mil metros…

El patrón siguió sin articular palabra.

—¿Llevas cadenas? —insistió Txema.

Carlos le miró de reojo y, mientras limpiaba con una mano el vaho del parabrisas y sujetaba el volante de su coche con la otra, acertó a contestarle entre dientes:

—¿De veras crees que en pleno mes de abril puede dejarnos aislados una nevada? ¿Es que ya no confías en mi estrella?

El tono de Carlos sonó a reproche.

—Precisamente por eso… Te conozco desde hace mucho y sé que vamos a terminar en la cima de cualquier monte buscando algo tan absurdo como una reliquia falsa ¡y sin cadenas! —respondió el fotógrafo con resignación.

—No exageres. Con un poco de suerte, en la Sierra de Cameros no ha nevado y podremos ver las dos copias de la «sábana» en tres o cuatro horas.

Txema receló. No creía que la nieve hubiera perdonado los Cameros y mucho menos las serpenteantes carreteras de la región. Además, tampoco acertaba a entender el porqué de aquella absurda investigación. «¿Puede haber algo más ridículo que visitar unas reliquias que ya se sabe de antemano que son más falsas que Judas?».

—Sé que te parece que estoy perdiendo el tiempo.

Txema se sonrojó, como si el patrón hubiera descubierto sus pensamientos.

—… Pero me resulta muy curioso que existan tantas copias de la Sábana Santa de Turín a partir del siglo XVI y que, en cambio, no haya ninguna del siglo X o del XI.

—¿Y qué tiene eso de particular?

—Muy fácil. Para los que creen que la Sábana Santa de Turín es una falsificación del siglo XIV, el hecho de que sólo existan copias de ella a partir, precisamente, de esa fecha parece confirmar su teoría.

—Bien. Y si todo apunta al fraude, ¿qué estamos buscando entonces?

—Imagínatelo. Si descubrimos que una sola de estas sábanas fue copiada de la de Turín antes del siglo XIV, habremos demostrado que la original es mucho más antigua que lo que dicen los últimos análisis del carbono-14, que la dataron entre 1260 y 1390.

El fotógrafo bostezó sin disimulo.

—Ya, muy bonito. Y si no encuentras ninguna del siglo X, ¿qué pasará con tu reportaje?

—¡Nada! —exclamó triunfal Carlos—. Eso es lo mejor de todo: aunque se sabe que son reliquias falsas, se las venera porque se cree que estuvieron alguna vez en contacto con la original. Bastará con que cuente las supersticiones que rodean esas telas para que…

—¿Y se puede saber por qué has dejado tus otras investigaciones por una tontería semejante? Antes, nunca te habías interesado por temas religiosos. Decías que eran cosa de viejas.

La interrupción de Txema mudó la cara de Carlos.

—¿A qué te refieres?

—Ya sabes… Siempre habías esquivado todo lo que tuviera que ver con religión, espiritualidad, mística… Te recuerdo gritando en la redacción que ésos eran temas que sólo se podían coger por los pelos, porque siempre carecían de elementos tangibles que poder investigar y contrastar.

—Es cierto. De hecho, sólo conozco un par de excepciones. Y una es, precisamente, la Sábana Santa.

Carlos seguía con el rictus serio, sin apartar la vista de la carretera helada, rumbo a Laguna de Cameros. Acababan de abandonar el hotel Murrieta de Logroño, un recoleto «tres estrellas», en el que habían trazado su plan de búsqueda de sábanas santas en los Cameros.

—¿Y qué pasó con aquel asunto de las teleportaciones? —el fotógrafo siguió a lo suyo—. ¿Recuerdas a aquellos tipos que me llevaste a ver, que decían que entraron en una niebla muy espesa y aparecieron a no sé cuántos kilómetros de distancia? ¿Y la noche que pasamos en Alicante, arriba y abajo de la carretera 340, tratando de que nos teleportaran? ¿O lo de aquel cura de Venecia que hace unos meses nos dijo que era capaz de hacer que una persona se trasladara al pasado, a cientos de kilómetros de donde se encontrara, y espiara cualquier momento histórico?

—Son cosas distintas, Txema.

—A lo mejor no tanto. Y en cualquier caso, mucho más interesantes que buscar sábanas falsas de hace cuatro siglos. Además —remató—, si nos jugamos la piel en la carretera me gustaría que fuera por algo más serio…

El fotógrafo tocó fondo, arañando el orgullo de su interlocutor. Carlos, en efecto, llevaba varios días tratando de huir de una investigación realmente interesante: durante los últimos diez meses se había empeñado en la localización de testigos que aseguraban haber sufrido episodios de «teleportación», que decían haber sido trasladados instantáneamente a lugares remotos mientras conducían sus vehículos, pilotaban sus aviones o navegaban a bordo de sus embarcaciones, y que no tenían ni la más remota idea de cómo pudieron verse envueltos en semejantes «saltos». Todas las personas que entrevistó el patrón, hablaban sin excepción de cómo, mientras se encontraban viajando por alguna zona poco transitada, se tropezaron con un repentino muro de niebla, penetraron en él y, tras vencerlo, se encontraron en una carretera distinta o en coordenadas muy diferentes a las que estaban recorriendo sólo unos segundos antes.

En un año escaso el patrón localizó y entrevistó a una veintena de personas que habían vivido de cerca esa clase de experiencias. Habló con pilotos civiles y militares, con sacerdotes, viajantes de comercio, camioneros y hasta con el ex marido de una famosa cantante. Incluso, muy propio de Carlos, llegó a establecer prima facie algunas leyes que suponía regían el comportamiento de tales desapariciones.

Sin embargo, calculó mal sus fuerzas y la investigación pronto se le quedó grande. Los fondos previstos por la revista se habían agotado en viajes, y él sencillamente se había estancado y no sabía por dónde continuar.

Se sentía fracasado. Había fallado por primera vez, y de manera estrepitosa.

Mientras el Seat rojo de Carlos esquivaba los charcos helados de una carretera cada vez más estrecha y sinuosa, que serpenteaba entre las montañas peladas y blancas, Txema volvió a la carga.

—Si estabas tan entusiasmado por aquello, ¿por qué lo dejaste?

—Carlos le miró por el rabillo del ojo, aminoró la marcha, metió la tercera y contestó de mala gana.

—La culpa la tuvieron dos casos históricos de los que no pude encontrar ni rastro y que me hicieron recapacitar sobre si no estaría persiguiendo una leyenda sin fundamento, una quimera.

—¡Oh, vamos! ¿Qué casos son ésos?

—El primero lo vivió un soldado español del siglo XVI que, mientras estaba destacado en Manila, se trasladó instantáneamente —el 25 de octubre de 1593— hasta la plaza mayor de la Ciudad de México…

Txema se agitó en su asiento. Le revolvía el estómago que aquel jovenzuelo tuviera tan buena memoria para los nombres, las fechas y los lugares, pero le dejó continuar.

—… Según lo que pude averiguar, aquel hombre cruzó 15 000 kilómetros de tierra y océanos, y en cuestión de segundos se plantó en el otro extremo del mundo sin que nunca pudiera explicar cómo demonios lo hizo.

—¿Y el segundo caso?

—Bueno, ése fue todavía más espectacular: las mismas escuetas fuentes que consulté mencionaban a una monja española llamada María Jesús de Ágreda, que, casi cuatro décadas después del «vuelo» del soldado a Centroamérica, fue interrogada por la Inquisición como consecuencia de sus repetidas visitas a Nuevo México para cristianizar a varias tribus indígenas a lo largo del Río Grande.

—¿Iba y volvía cuando quería? —murmuró Txema incrédulo.

—Eso parece. Alguien tan poco sospechoso como una monjita de clausura castellana fue capaz de controlar su capacidad de «vuelo» y burlar a los tribunales del Santo Oficio sin que la condenaran por brujería.

—¿Y diste con ella?

—Ni con ella ni con el soldado —su voz sonó ahora lastimera—. En el caso de la monja, tenía su nombre, pero no un lugar o un convento por el que empezar a buscar. En cuanto al soldado, conocía sus puntos de partida y llegada, también la fecha de su «vuelo», pero jamás encontré su nombre o un documento de la época que recogiera su hazaña… De hecho, dejé el asunto aparcado. Si lo recuerdas, en mi último reportaje citaba esos dos incidentes, pero sin darles apenas importancia, y archivé todo el asunto porque no veía la manera de enfocarlo. Por eso decidí dedicarme a otras cosas.

—A la religión, por lo que veo.

—No exactamente.

—También publicaste lo del cura de Venecia…

—Sí, también. Hablé de su idea de poder alcanzar imágenes del pasado desde nuestro presente, pero tampoco eso me condujo a nada.

—Ya.

El motor diesel del Ibiza renqueaba cada vez más. Tal como había vaticinado el fotógrafo, el paisaje se iba recrudeciendo por momentos a medida que ascendían hacia la serranía de Cameros. Las temperaturas debían de estar ya bajo cero, pese al fuerte sol de la mañana. Para colmo, la pequeña emisora de onda corta que llevaban por si surgía cualquier imprevisto, había dejado de funcionar. Txema se apeó del coche en un par de ocasiones para revisar la antena y cada pocos minutos intentaba infructuosamente contactar con alguien.

—Nada —cedió al fin—. Ni ruido de estática siquiera. La emisora se ha muerto.

—Tampoco es tan grave, hombre. Esta tarde, con suerte, estaremos en Logroño otra vez y podremos llevarla a un técnico para que le eche un vistazo.

—Dime una cosa, ¿falta mucho para que lleguemos?

—Una hora, quizá.

—¡… Si nos teleportáramos! —bromeó Txema.