Dos semanas más tarde
¿Hasta qué punto podemos tener fe en algo o en alguien que no hemos visto nunca? ¿Dónde está la barrera que marca la diferencia entre temeridad y confianza en el Destino, o simplemente fe, cuando se trata de tomar las riendas de nuestra vida? ¿Dispone alguien de pruebas, siquiera sutiles indicios, que demuestren que existe una inteligencia organizadora detrás del programa que cada ser humano ha venido a cumplir en este mundo? ¿Y moldea esa inteligencia los pequeños destinos de cada uno con arreglo a algún Plan General más vasto e inalcanzable?
Carlos estaba aturdido. Nunca antes se había formulado esta clase de preguntas. Es más, hasta aquel momento —una buena mañana, entrada ya la primavera de 1991—, las cuestiones metafísicas le traían sin cuidado. Pese a que desde niño se mostró rebelde con las explicaciones de sus profesores, empeñados en inculcarle una imagen «naturalista» y «mecanicista» del mundo, donde todo ocurre porque así lo marcan ciertas leyes inmutables, jamás se preocupó por indagar quién —o quizá, qué— diseñó esas normas. Eso era religión y no ciencia. Aunque, eso sí, desde entonces se consagró a husmear en todo lo que transgrediera los dictados de semejantes «normas naturales».
Diríase que le embriagaba la sensación de tener a su alcance pruebas que contradijeran abiertamente lo establecido, y gozaba con el simple hecho de transmitirlas a los demás, provocándoles la inquietud de saberse en un mundo fuera de control.
Pero es que además, Carlos era un tipo con suerte. De esos que, casi por instinto, confían plenamente en ella sin saber muy bien por qué. Trabajaba desde hacía tres años para una importante revista mensual de Madrid que le permitía consagrarse, precisamente, a ese secreto placer. Desde el principio, sus excelentes relaciones con el director del magazine —un hombre al que conoció en la Facultad de Ciencias de la Información, cuando sólo era un adolescente—, le sirvieron para visitar un amplio abanico de destinos, siempre en busca de personajes o historias curiosas. Gustaba justo de aquellos relatos que otros compañeros de profesión rechazaban por «fantasiosos», «infundados» o «deliberadamente falsos». Por su mesa de trabajo habían pasado, por tanto, desde los «imposibles» cuentos de sabios amautas del altiplano boliviano, que aseguraban atesorar todavía un líquido capaz de ablandar la roca más dura y que ya fue utilizado por los incas para construir Sacsayhuamán o Macchu Picchu, hasta pilotos militares que juraban haber perseguido ovnis sobre territorio español y haber sido forzados por sus superiores a guardar un escrupuloso silencio.
Su trabajo le fascinaba. Y sabía que la cercanía del cambio de milenio no hacía sino incrementar vertiginosamente el número de lectores inquietos, ávidos de sus relatos. Llevaba años recogiendo historias, sin pararse nunca a pensar si tenían algún hilo sutil que las uniera y les diera coherencia… hasta entonces. Y es que, durante aquel mes de abril algo torpedeó su aparente frialdad, acaso su orgullosa objetividad periodística, cuando menos se lo esperaba. Algo que le haría replantearse su papel en la vida como nunca antes en sus veintinueve años de existencia y que le enfrentaría a un hecho que ya consideran íntimamente probado millones de personas de todo el mundo: que los acontecimientos más importantes de la vida de un ser humano están programados de antemano. Y que, por tanto, en alguna parte se esconde el Programador.
Pero él no era de ésos.