—Buona sera, pater —le saludó cordialmente fray Angélico, el portero, nada más abrirle la puerta acristalada de la abadía.
Tras responderle mecánicamente y confirmar que, en efecto, tenía la correspondencia del día sobre su escritorio, el padre Baldi se precipitó escaleras arriba en dirección a su celda. Una vez en ella, siguiendo un ritual casi pagano, Baldi encendió su polvoriento flexo negro, azuzó un pequeño brasero que tenía bajo su mesa y distribuyó su siempre bien nutrida colección de cartas en dos montones diferenciados, según se tratara de envíos esperados o espontáneos. Acto seguido, tras ausentarse durante veinte minutos escasos para acudir al comedor a la hora fijada para la cena, procedió a abrirlos uno a uno, con precisión casi quirúrgica.
Disfrutaba.
En el montón de la correspondencia deseada se apilaban los tres últimos ejemplares de L’Osservatore Romano, correspondientes a los últimos días de marzo de 1991, sin duda retenidos en la oficina de correos durante el fin de semana anterior. También esperaba una carta de su hermana Paola, enviada desde el Abruzzo, y tres gruesos envíos matasellados en Londres, Roma y Madrid, con remitentes que firmaban como «San Marcos», «San Mateo» y «San Juan».
Baldi acarició aquellos tres sobres y sonrió. No había nada en el mundo que le produjera más satisfacción que recibir esas gruesas misivas de color sepia.
En el otro montón, en cambio, se apilaban algunas hojas parroquiales del Venetto, así como otro lujoso sobre de color tierra, con el familiar sello monocromo en relieve de la Secretaría de Estado de Su Santidad. Lo habían echado al correo dos días antes en la Ciudad del Vaticano y llevaba el franqueo propio de una carta urgente. El aspecto del envío no ofrecía dudas: requería ser leído de inmediato.
Con cierta gravedad, el padre Baldi tomó el estilete de bronce que usaba para rasgar su correspondencia, y abrió con limpieza el sobre pontificio.
«Caro San Lucca —comenzó a leer—. Debe usted interrumpir de inmediato toda investigación. Los asesores científicos del Santo Padre reclaman su presencia en Roma para aclarar los pormenores de su Ultima indiscreción. No demore su visita más allá del próximo domingo». Y firmaba: «Tuyo afectísimo, Stanislaw».
A punto estuvo de cortársele la respiración. Temblando de nervios, releyó la misiva con atención otras dos veces más. Sintió náuseas cada vez que sus ojos repasaron aquello de «los pormenores de su última indiscreción» y una vez concluidas sus lecturas, en las que buscó desesperadamente algún fallo de interpretación, algún detalle importante que le hubiera pasado desapercibido, se rindió a la evidencia. Apretó los puños con furia, y dejó que de sus labios ahora amoratados escapara un débil susurró: ¡Maledizzione! Baldi se transmutó en cuestión de segundos. Y es que, pese a lo poco explícito de aquella carta, sabía a la perfección a qué se estaba refiriendo el secretario personal de Su Santidad… y bien que lo lamentaba.
—Un’altra volta, lo stesso errore —volvió a murmurar compungido.
Irritado, arrojó el abrecartas contra la mesa. Jamás hubiera supuesto que aquella entrevista concedida unos meses atrás a un redactor de una conocida revista española con aspecto de ingenuo, le fuera a acarrear nuevos y graves problemas. Porque, ¿qué otra cosa, sino hablar con un periodista, podría considerarse «una indiscreción» en Roma? Además, recordaba perfectamente la situación: un joven, que debía rondar la treintena y con aspecto de empollón, se presentó en la abadía con la excusa de entrevistarle sobre su peculiar actividad pastoral de los miércoles. Su coartada funcionó, pues, efectivamente, cada semana Baldi recibía allí mismo, tras aquellos nobles muros, a centenares de personas que esperaban ansiosas su bendición para expulsar los demonios de sus cuerpos. El benedictino era consciente de que la mayoría de aquellos desgraciados no pasaban de ser enfermos mentales o, en el mejor de los casos, unos pobres histéricos, pero a la vez confiaba ciegamente en el poder curativo, casi balsámico, de la fe y administraba sus bendiciones con generosidad.
De hecho, tanta publicidad le dispensaron los populares semanarios italianos Gente Mese u Oggi, y tanto eco recibió su libro La Catechesi del Diabolo en prensa, radio y televisión, que no le extrañó demasiado que una revista española hubiera terminado interesándose por sus exorcismos… Y, claro, concedió la entrevista.
Sin embargo, pronto se dio cuenta de que al reportero no le preocupaba lo más mínimo su trabajo como «expulsador de demonios». Con un tacto casi diplomático, aquel jovenzuelo le tanteó sobre otro asunto que él mismo había cometido la indiscreción de destapar levemente en 1972, y que le convirtió, durante unos días, en una celebridad.
En efecto, hacía exactamente diecinueve años, su nombre apareció en letras de molde como el cura del Venetto que afirmaba llevar más de una década trabajando en un método capaz de recuperar imágenes y sonidos del pasado, con la ayuda de un pequeño equipo de doce físicos internacionales. De hecho, fue el Domenica della Corriere quien primero afirmó —y puso en boca del padre Baldi, que era peor— que ese equipo había sido incluso capaz de obtener, con total exactitud, piezas musicales antiguas ya perdidas, como el Thiestes de Quinto Ennio, elaborada hacia el 169 d. C., así como la transcripción literal de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, zanjando así la controversia existente al respecto entre los propios Evangelistas[3].
Aquellas revelaciones —que Baldi creía completamente olvidadas en la memoria colectiva, ya que después se negó a hacer ninguna declaración confirmando o desmintiendo el asunto— estremecieron a muchos y, aunque la «exclusiva» corrió como la pólvora entre las agencias de noticias de medio mundo, el hecho de que aquel periodista ibérico le hubiera preguntado de nuevo por la Cronovisión[4], le dejó estupefacto.
—¡La Cronovisión! —Baldi ahogó un nuevo grito—. ¿Qué demonios…?
Sus recuerdos le hicieron apretar aún más los puños. No podía creer que hubiera caído de nuevo en el mismo error de hacía más de tres lustros. ¿Qué se habría publicado en España para que la Secretaría de Estado vaticana le reclamara con tanta urgencia? ¿Se había vuelto a ir de la lengua con su interlocutor? ¿O éste habría suplido su silencio con alguna pérfida invención?
Por más que se esforzaba, no conseguía dar con las razones exactas de su «última indiscreción». ¿Habría hablado al español, por error, naturalmente, de los «cuatro evangelistas»? ¿Acaso del proyecto de Cronovisión? No. No lo creía. Lo peor era que, pese a que se sentía incapaz de recordar los términos exactos de su escueta charla con aquel reportero, a su memoria fluían a borbotones imágenes vívidas de su primer resbalón con la prensa en 1972. En esa época, el articulista del Corriere, un tal Vicenzo Maddaloni, había optado por mezclar unas pocas verdades con mentiras tan estrepitosas como una supuesta fotografía de Jesús en la cruz que ni él ni su equipo obtuvieron jamás pero que aquel redactor había conseguido sabe Dios de dónde[5]. Por no hablar de sus nada científicas afirmaciones, como que todo lo que sucede en este planeta queda grabado en una suerte de cinta magnética infinita e invisible llamada éter, y que los experimentos de Baldi y su equipo habían logrado por fin descodificar e interpretar. ¿Y ahora? ¿Había vuelto a exagerar las cosas otro periodista? ¿Y en qué términos?
Sus dudas ensombrecieron rápidamente su gesto plácido, obligándole a descargar su exceso de adrenalina con movimientos reflejos bruscos. Se levantó de su mesa, merodeó alrededor de su celda derribando un par de columnas de libros y hasta deshizo la cama con cierta virulencia.
—Maledizzione! —repitió una vez más en tono iracundo.
Como si en ello le fuera la vida, el benedictino se arrancó finalmente las gafas, se frotó con fuerza los ojos y se enjugó el rostro en un pequeño lavabo empotrado en la pared de su celda. «¡Estúpido!», le hubiera gustado gritarse al descubrir su rostro enrojecido en el espejo…, pero calló.
Después, sin abrir los sobres de «San Marcos», «San Mateo» o «San Juan», se precipitó por las escaleras que comunicaban su celda con el recibidor del monasterio. Una vez allí, sin encender las luces del vestidor, torció a la derecha hacia una gran puerta cerrada a conciencia, introdujo una mohosa llave en su cerradura y penetró en la estancia con determinación. Buscaba un teléfono y el despacho del abad le ofrecía el más discreto de todos. Ya tendría tiempo de explicar cómo se había hecho con la llave de aquella estancia… si era necesario.
—Pronto, ¿puedo hablar con el padre Corso? —susurró apenas hubo marcado los nueve números correspondientes a algún abonado de Roma.
—Un attimo, prego —contestó una grave voz masculina al otro lado del aparato.
Baldi esperó durante unos segundos envuelto en la penumbra del despacho, tamborileando con los dedos de su mano derecha la cubierta de cristal de la mesa del abad.
—Sí, ¿dígame? Habla el padre Corso.
—Mateo… —gimió con voz entrecortada Baldi—. Soy yo.
—¡Lucas! ¿Qué estás haciendo llamándome a estas horas?
—Tengo una buena razón. He recibido una carta de la Secretaría de Estado de Su Santidad, recriminándome por nuestras indiscreciones…
—¿Indiscreciones? —la voz del padre Corso vaciló.
—Sí. ¿Recuerdas al periodista español del que te hablé?
—Claro. Aquel que trató de sonsacarte algo sobre la Cronovisión, ¿no?
—Ese mismo. Pues bien, creo que ha debido publicar algo sobre mí que ha irritado al Santo Padre.
—En ese caso —Corso se fortaleció—, están hablando de tus indiscreciones, no de las nuestras. ¿Capito?
—Está bien —admitió—, mis indiscreciones… El caso es que me han citado en la Cittá para que les rinda cuentas. Verás —continuó indeciso—, no quiero que cancelen nuestro proyecto en el estado de desarrollo en el que ahora se encuentra, pero temo que pueda sufrir un nuevo retraso por mi causa. Nadie en Roma conoce a fondo tu implicación en esta investigación; todos los informes se han enviado siempre en clave, y creo que tú podrías seguir adelante sin que otros tuvieran que estar al tanto de los progresos.
El padre Corso —o mejor, «San Mateo»— enmudeció. Como Baldi, era hombre de acción aunque mucho más prudente que su interlocutor.
—¿Me escuchas?
—Te escucho, Lucas… Pero ya es tarde —musitó Corso con voz cansina.
—¿Qué quieres decir?
—Un gorila del Santo Oficio me llamó ayer por la noche. Me puso al corriente de lo que deseaban hacer con el proyecto y me advirtió de que hemos perdido el control sobre nuestros descubrimientos. Que ellos necesitan hacerse con los avances del equipo para aplicarlos de inmediato a asuntos de Iglesia.
El padre Baldi se derrumbó.
—¿Del IOE[6]? ¿De la Congregación para la Doctrina de la Fe? —susurró.
—En efecto.
—Sí, ya es tarde…
El benedictino dejó caer los codos sobre la mesa del abad, sujetando con su mano izquierda el auricular.
—Mio Dio! —gimió de nuevo—. ¿Y no hay nada que podamos hacer?
—Ve a Roma, Lucas, y zanja este asunto. Además, si quieres un buen consejo, no vuelvas a hablar nunca de este proyecto en público. Recuerda que cuando te fuiste de la lengua hace años, Pío XII lo clasificó como Riservattisimo, aunque el Papa Juan aflojara más tarde la mordaza.
—Lo recordaré… —asintió—, gracias. Por cierto, todavía no he abierto un sobre tuyo que he recibido esta tarde, ¿qué contiene?
—Mi último informe. En él te detallo cómo hemos depurado nuestro sistema de acceso al pasado. Fray Alberto obtuvo la semana pasada las frecuencias que nos faltaban para lograr vencer la barrera de los tres siglos. ¿Recuerdas?
—Lo recuerdo. ¿Y…?
—Un éxito rotundo.