Wayne subió las escalinatas de la comisaría del Cuarto Octante. Sentía las orejas demasiado acaloradas. ¿Por qué llevaban los guripas sombreros tan incómodos? Tal vez por eso estaban tan enfadados todo el tiempo, deambulando por la ciudad, molestando a gente respetable. Incluso después de unas pocas semanas en Elendel, Wayne sabía que eso era lo que hacían básicamente los alguaciles.
Malos sombreros. Un mal sombrero podía hacer que un hombre fuera muy desagradable, vaya si no.
Irrumpió a través de las puertas dobles, abriéndolas de golpe. La sala interior parecía básicamente una jaula grande. Una barandilla de madera separaba a la gente de los guripas, las mesas de detrás destinadas a comer u holgazanear y charlar. Su entrada hizo que unos cuantos guripas uniformados de marrón se irguieran de pronto y algunos echaran mano a la cadera para empuñar sus revólveres.
—¿Quién está al mando de este lugar? —gritó Wayne.
Los asombrados guripas se le quedaron mirando y luego se pusieron rápidamente en pie, alisaron sus uniformes y se colocaron los sombreros. Wayne llevaba también un uniforme. Lo había cambiado en una comisaría del Séptimo Octante. Había dejado una buena camisa como sustituta, un buen trato. Después de todo, la camisa era de seda.
—¡Señor! —dijo uno de los guripas—. ¡Es el capitán Brettin, señor!
—¿Y bien, dónde demonios está? —gritó Wayne. Había captado el acento adecuado de escuchar a unos cuantos guripas. La gente confundía la palabra «acento». Creían que los acentos eran algo que tenían los demás. Pero no era así. Cada persona tenía un acento individual, una mezcla de dónde había vivido, qué hacía para ganarse la vida, quiénes eran sus amigos.
La gente creía que Wayne imitaba acentos. No lo hacía. Los robaba. Eran lo único que todavía se permitía robar, viendo cómo había decidido hacer el bien en su vida y todas esas cosas.
Varios de los guripas, todavía confundidos por su llegada, señalaron hacia una puerta lateral. Otros saludaron, como si fuera lo único que sabían hacer. Wayne resopló a través de su grueso bigote falso y se encaminó a la puerta.
Hizo como si fuera a abrirla, pero entonces fingió vacilar y llamó.
Brettin apenas sería superior suyo en rango. «Una desgracia —pensó Wayne—. Aquí estoy, veinticinco años como alguacil, y sigo teniendo solo tres barras». Tendría que haber sido ascendido hacía años.
Mientras alzaba la mano para volver a llamar a la puerta, esta se abrió, revelando el rostro delgado de Brettin. Parecía molesto.
—¿A qué viene tanto alboroto…? —se detuvo al ver a Wayne—. ¿Quién es usted?
—Capitán Guffon Trenchant —dijo Wayne—. Séptimo Octante.
Los ojos de Brettin se volvieron hacia las insignias de Wayne, luego hacia su rostro. Hubo un momento de confusión, y Wayne pudo ver el pánico en los ojos de Brettin. Estaba intentando decidir si debería recordar al capitán Guffon o no. La Ciudad era grande y, por lo que Wayne había oído, Brettin confundía siempre los nombres de la gente.
—Yo… por supuesto, capitán —dijo Brettin—. ¿Nos… ejem, conocemos?
Wayne sopló sus bigotes.
—¡Estuvimos en la misma mesa en la cena del presidente la primavera pasada!
Se sentía muy bien con este acento. Era una mezcla de lord séptimo hijo y capataz de una fragua, con una pizquita de capitán de canal. Al hablar le parecía como si tuviera algodón metido en la mitad de la boca y hubiera tomado prestada la voz de un perro furioso.
Pero ya llevaba semanas en la ciudad, escuchando en tabernas de diferentes octantes, visitando las vías férreas, charlando con gente en los parques. Había recogido buen número de acentos, añadiéndolos a los que ya había robado. Incluso viviendo en Erosión, había hecho viajes a la ciudad para captar acentos. Aquí se encontraban los mejores.
—Yo… oh, claro —dijo Brettin—. Sí. Trenchant, ahora lo reconozco. Ha pasado tiempo.
—No importa —farfulló Wayne—. ¿Qué es eso de que tiene prisioneros de la banda de los desvanecedores? ¡Buen acero, hombre! ¡Tuvimos que enterarnos por los periódicos!
—Tenemos jurisdicción, ya que el incidente… —Brettin vaciló y miró a la sala llena de intrigados alguaciles que fingían estudiosamente no estar escuchando—. Entre.
Wayne miró a los hombres que los observaban. Ni uno de ellos lo había cuestionado. Actúa como si fueras importante, actúa como si estuvieras enfadado, y la gente solo querrá quitarse de en medio. Psicología básica, se llamaba.
—Muy bien —dijo.
Brettin cerró la puerta. Habló rápida y autoritariamente.
—Fueron capturados en nuestro octante y el delito que cometieron fue aquí. Tenemos clara jurisdicción. Les envié a todos una misiva.
—¿Una misiva? ¡Herrumbre y Ruina! ¿Sabe cuántas recibimos al día?
—Bueno, tal vez debería contratar a alguien que las clasifique —dijo Brettin, picado—. Es lo que yo he hecho.
Wayne se sopló el bigote.
—Bueno, podría haber enviado a alguien a informarnos —dijo mansamente.
—La próxima ocasión, tal vez —dijo Brettin, satisfecho por haber ganado la discusión y desarmado a un rival airado—. Estamos bastante ocupados con esos prisioneros.
—Muy bien —repuso Wayne—. ¿Cuándo nos los van a enviar?
—¿Qué?
—¡Tenemos prioridad! Ustedes tienen jurisdicción para la investigación inicial, pero nosotros tenemos derecho de acusación. El primer robo tuvo lugar en nuestro octante. —Waxillium le había escrito ese detalle. Podía ser muy útil en algunas ocasiones.
—¡Tiene que cursarnos una petición por escrito para eso!
—Enviamos una misiva —dijo Wayne.
Brettin vaciló.
—Hoy mismo, temprano —dijo Wayne—. ¿No la han recibido?
—Esto… recibimos montones de misivas…
—Creí que había dicho que había contratado a alguien para clasificarlas.
—Lo envié a por bollos antes…
—Ah. Entonces bien —Wayne vaciló—. ¿Puedo probar uno?
—¿Los bollos o los prisioneros?
Wayne se inclinó hacia delante.
—Mire, Brettin, vamos a fundir y forjar esto. Los dos sabemos que pueden ustedes retrasar este asunto de los prisioneros durante meses mientras nosotros completamos el traspaso de papeleo adecuado. Eso no es digno de nosotros. Usted estará bajo presión, y nosotros perderemos cualquier oportunidad de capturar al resto de esos tipos. Necesitamos actuar con rapidez.
—¿Y? —preguntó Brettin, receloso.
—Quiero interrogar a unos cuantos prisioneros. El jefe me envió específicamente. Usted me deja entrar, me concede unos minutos, y pararemos todas las solicitudes de traslado. Pueden ustedes proceder con la acusación, pero nosotros nos ponemos a cazar a su jefe.
Los dos se miraron a los ojos. Según Wax, condenar los desvanecedores sería bueno, muy bueno para las carreras. Pero el verdadero premio, el jefe de la banda, seguía libre. Capturarlo significaría la gloria, y tal vez una invitación a unirse a la clase superior. El difunto Lord Peterus lo había hecho cuando capturó al Estrangulador de Cobre.
Dejar que un comisario rival interrogara a los prisioneros sería aventurado. Perder potencialmente a los prisioneros por completo, como se arriesgaba Brettin, lo era todavía más.
—¿Cuánto tiempo? —dijo Brettin.
—Quince minutos con cada uno.
Brettin entornó levemente los ojos.
—Diez minutos con dos de los prisioneros.
—De acuerdo. Hagámoslo.
Tardaron más de lo debido. Los alguaciles solían tomarse su tiempo para todo, excepto para aquello que implicara quemar edificios o asesinatos en las calles, y solo se daban prisa en estos dos casos si había de por medio alguien rico. Al cabo de un rato, le prepararon una habitación y trajeron a uno de los bandidos.
Wayne lo reconoció. El tipo había tratado de dispararle, así que Wayne le había roto el brazo con el bastón de duelo. Muy grosero, tratar de disparar así. Cuando un tipo saca un bastón de duelo, hay que responder con otro, o por lo menos con un cuchillo. Tratar de pegarle un tiro era como traer dados a un juego de cartas. ¿Adónde iba a llegar el mundo?
—¿Ha dicho algo hasta ahora? —le preguntó Wayne a Brettin y varios de sus subalternos, mirando desde la puerta al grueso bandido de pelo hirsuto. Llevaba el brazo en un sucio cabestrillo.
—No mucho —respondió Brettin—. Lo cierto es que ninguno de ellos nos ha dicho gran cosa. Parecen…
—Asustados —dijo otro de los alguaciles—. Tienen miedo de algo… o al menos tienen más miedo de hablar que de nosotros.
—Bah —dijo Wayne—. ¡Solo hay que ser firmes con ellos! Nada de medias tintas.
—No hemos… —empezó a decir el alguacil, pero Brettin levantó una mano para hacerlo callar—. Su tiempo corre, capitán.
Wayne hizo una mueca de desdén y entró en la habitación. Era pequeña, prácticamente un trastero, con solo una puerta. Brettin y los demás la dejaron abierta. El bandido estaba sentado en una silla, las manos esposadas unidas a sus pies por cadenas enganchadas en el suelo. Había una mesa entre ellos.
El bandido lo miró con resentimiento. No pareció reconocer a Wayne. Probablemente era el sombrero.
—Bueno, hijo —dijo Wayne—. Tienes un montón de problemas.
El bandido no respondió.
—Puedo librarte fácilmente. No habrá ningún nudo corredizo para ti, si estás dispuesto a ser listo.
El bandido le escupió.
Wayne se inclinó hacia delante, las manos sobre la mesa.
—Vamos, vamos —dijo en voz muy baja, cambiando su habla al acento fluido y natural que habían empleado los bandidos. Una pizca de trabajador del canal para autenticidad, una buena dosis de camarero para confianza, y el resto Sexto Octante, lado norte, de donde parecía que procedían, por su forma de hablar, la mayoría—. ¿Es así como le hablas al tipo que mató a un guripa y le quitó el uniforme para sacarte de aquí, socio?
Los ojos del bandido se abrieron como platos.
—No hagas eso —advirtió Wayne en voz baja—. Pareces demasiado ansioso. Eso los hará recelar. Malditos sean todos. Tendrás que volver a escupirme.
El hombre vaciló.
—¡Hazlo!
Escupió.
—¡Ruina! —gritó Wayne, volviendo al acento de alguacil. Dio un golpe en la mesa—. Te arrancaré las orejas, muchacho, si vuelves a hacer eso.
El bandido lo miró.
—Esto… ¿debería?
«Ah, bien. Acerté con el barrio».
—Y una mierda —susurró Wayne—. Te arrancaré de verdad las orejas si lo haces.
Se inclinó hacia delante, hablando con el acento callejero, lo bastante bajo para que los de fuera no pudieran oírlo.
—Los guripas dicen que no has hablado. Bien hecho. El jefe estará contento.
—¿Vas a sacarme de aquí?
—¿Tú qué crees? No puedo dejarte para que cantes. O te saco o te veo estrechándole la mano a Ojos de Hierro.
—No hablaré —dijo el hombre urgentemente—. No hace falta matarme. No hablaré.
—¿Y los demás?
El hombre vaciló.
—No creo que lo hagan tampoco. Excepto Sindren, tal vez. Es nuevo y esas cosas.
«Bien», pensó Wayne.
—Sindren. ¿El tipo rubio de la cicatriz?
—No. El bajito. Orejas grandes. —El ladrón miró a Wayne entornando los ojos—. ¿Por qué no te reconozco?
—¿Tú qué crees? —dijo Wayne, echándose hacia atrás y recuperando su voz de alguacil—. ¡Bueno, se acabaron las contemplaciones! ¿Dónde está vuestra base de operaciones? ¡Quiero respuestas! —se inclinó de nuevo hacia delante—. No me reconoces porque soy demasiado valioso para que la gente corriente me vea. Podrían descubrirme. Trabajo con tu jefe. Tarson.
—¿Tarson? No es jefe de nada. Solo pega.
«Bien también».
—Me refiero a su jefe.
El bandido frunció el ceño. Recelaba cada vez más.
—Tu actitud va a hacerte ahorcar, amigo —dijo Wayne en voz baja—. ¿Quién te reclutó? Quiero… hablar con él.
—¿Quién…? Clamps se encarga de todos los reclutamientos. Deberías saberlo. —Sus ojos se volvieron hostiles.
«Excelente», pensó Wayne.
—¡Se acabó! —dijo, dándose la vuelta—. Este no hablará. Sabe tener la boca cerrada.
Salió de la habitación para reunirse con Brettin y los demás.
—¿Por qué susurraba tanto? —exigió Brettin—. Dijo que podíamos escuchar.
—Dije que podían escuchar, pero no que yo fuera a decir nada que pudieran oír. Con estos tipos hay que hablar en tono bajo y amenazador. ¿Han dado sus nombres algunos de los demás?
—Alias —dijo Brettin, insatisfecho.
—¿Alguno dio el nombre de Sindren?
Brettin miró a sus hombres. Ellos negaron con la cabeza.
«Excelente».
—Quiero ver a los otros hombres. Voy a escoger al siguiente que interrogue.
—Eso no era parte del trato —dijo Brettin.
—Y yo sigo pudiendo marcharme a casa para empezar a mover papeles para un traslado…
Brettin vaciló un instante, luego condujo a Wayne a las celdas. Fue fácil detectar a Sindren. El tipo de las orejas grandes parecía joven; observó con los ojos muy abiertos cómo los guripas se asomaban a su celda.
—Ese —dijo Wayne—. Vamos.
Lo agarraron y lo llevaron a una sala de interrogatorios. Una vez que Sindren estuvo encadenado, Brettin y sus hombres esperaron en la sala.
—Un poco de espacio para respirar, por favor —dijo Wayne, mirándolos.
—Bien —respondió Brettin—. Pero no más susurros. Quiero oír lo que tiene que preguntarle. Sigue siendo nuestro prisionero.
Wayne los miró con frialdad y ellos se marcharon, pero dejaron la puerta abierta. Brettin se quedó fuera cruzado de brazos, mirando a Wayne expectante.
«Muy bien», pensó Wayne. Se volvió hacia el preso y se inclinó hacia delante.
—Hola, Sindren.
El chico dio un respingo.
—¿Cómo sabe…?
—Me envía Clamps —dijo Wayne en voz baja con acento callejero—. Estoy elaborando un modo para sacarte. Necesito que permanezcas completamente quieto.
—Pero…
—Quieto. No te muevas.
—¡Nada de susurros! —gritó Brettin—. Si dice…
Wayne levantó una burbuja de velocidad. No iba a durar mucho: no había podido acumular mucho bendaleo. Tendría que hacer que funcionara.
—Soy alomántico —dijo Wayne, completamente inmóvil—. He acelerado el tiempo para nosotros. Si te mueves, advertirán el borrón y sabrán lo que ha sucedido. ¿Comprendes? No asientas. Solo di que sí.
—Hum… sí.
—Bien. Como decía, me envía Clamps, y estoy aquí para liberarte. Parece que al jefe le preocupa que habléis.
—¡No hablaré! —dijo el joven, la voz casi un chirrido mientras se esforzaba obviamente por no moverse.
—Estoy seguro de que no lo harás —dijo Wayne, cambiando sutilmente su acento para que casara con la zona de la que procedía este joven, Interior Séptimo. Añadió una pizca de trabajador de las fábricas, que captaba en el dialecto de este muchacho. Probablemente de su padre—. Si lo hicieras, Tarson tendrá que romperte algunos huesos. Sabes cuánto le gusta eso, ¿no?
El muchacho empezó a asentir, pero se contuvo.
—Lo sé.
—Pero te sacaremos de aquí —dijo Wayne—. No te preocupes. No te reconocí. ¿Eres nuevo?
—Sí.
—¿Te reclutó Clamps?
—Hace dos semanas.
—¿De qué base eres?
—¿Cómo? —dijo el muchacho, frunciendo el ceño.
—Tenemos distintas bases de operaciones —repuso Wayne—. Pero naturalmente tú no sabes nada de eso, ¿verdad? El jefe solo enseña una a los nuevos, por si son capturados. No querrías conducir a los guripas accidentalmente hasta nosotros, ¿no?
—Eso sería horrible —reconoció Sindren. Miró hacia la puerta, pero permaneció quieto—. Me destinó a la vieja fundación de Longard. ¡Creí que éramos los únicos!
—Esa es la idea —dijo Wayne—. No podemos dejar que un simple error nos impida vengarnos.
—Er, sí.
—No crees en todo eso, ¿verdad? No importa. Creo que el jefe se vuelve un poco loco con eso.
—Sí —dijo el muchacho—. Quiero decir, la mayoría de nosotros solo quiere el dinero, ¿sabes? La venganza está bien. Pero…
—… el dinero es mejor.
—Sí. El jefe está siempre hablando de cómo las cosas serán mejor cuando esté al mando, y cómo la ciudad lo traicionó, y esas cosas. Pero la ciudad traiciona a todo el mundo. Así es la vida.
El muchacho miró de nuevo hacia los alguaciles que se hallaban en la puerta.
—No te preocupes —dijo Wayne—. Creen que soy uno de ellos.
—¿Cómo lo haces? —preguntó el joven en voz baja.
—Solo hay que hablar su idioma, hijo. Es sorprendente cuánta gente nunca se da cuenta de eso. ¿Seguro que jamás le has hablado a nadie de ninguna de las otras bases? Necesito saber cuáles corren peligro.
—No —respondió el joven—. Solo he ido a la de la fundición. Estuve allí casi todo el tiempo, excepto cuando salimos a dar los golpes.
—¿Puedo darte un consejo, hijo?
—Claro.
—Sal de este asunto de robarle a la gente. No estás hecho para esto. Si alguna vez sales libre, vuelve a las fábricas.
El muchacho frunció el ceño.
—Hace falta un tipo especial para ser delincuente —explicó Wayne—. Tú no eres de ese tipo. Verás, en esta conversación te he engañado para que me confirmaras el nombre del tipo que te reclutó y me dieras la localización de vuestra base.
El muchacho se puso pálido.
—Pero…
—No te preocupes —dijo Wayne—. Estoy de tu parte, ¿recuerdas? Tienes suerte de que sea yo.
—Ya.
—Muy bien —dijo Wayne, bajando la voz, inmóvil—. No sé si puedo sacarte de aquí por la fuerza. Acéptalo, chico, no mereces la pena. Pero puedo ayudarte. Quiero que hables con los alguaciles.
—¿Qué?
—Dame hasta esta noche. Volveré a la base y despejaré el lugar. Una vez hecho eso, podrás cantarle a los guripas, decirles todo lo que sabes. No te preocupes, no te dijeron lo suficiente para meternos en verdaderos problemas. Nuestros planes de contingencia nos protegerán. Le diré al jefe que te dije que lo hicieras, y no pasará nada.
»Pero no hables con ellos hasta que te prometan soltarte a cambio. Pide que haya un abogado presente: pide a uno que se llama Arintol. Se supone que es honrado —al menos, eso era lo que le había dicho a Wayne la gente de la calle—. Haz que los guripas te prometan dejarte en libertad con Arintol presente. Entonces, cuéntales todo lo que sabes.
»Cuando estés fuera, márchate de la Ciudad. Alguien de la banda podría no creer que te he dicho que hablaras, así que podría ser peligroso para ti. Vete a los Áridos y conviértete en trabajador de las fábricas. Allí a nadie le importará. Sea como sea, chico, mantente alejado de la vida del crimen. Solo acabarás logrando que maten a alguien. Tal vez a ti.
—Yo… —el joven parecía aliviado—. Gracias.
Wayne le hizo un guiño.
—Ahora resiste a todo lo que te pregunte de aquí en adelante.
Empezó a toser y dejó caer la burbuja de velocidad.
—… que no pueda oír —decía Brettin—, detendré esto ahora mismo.
—¡Bien! —gritó Wayne—. Chico, dime para quién trabajas.
—¡No te diré nada, guripa!
—¡Habla o te cortaré los dedos de los pies! —gritó Wayne.
El chico le siguió el juego, y Wayne le ofreció a los alguaciles unos buenos cinco minutos de discusión antes de encogerse de hombros y marcharse.
—Se lo dije —comentó Brettin.
—Sí —respondió Wayne, tratando de parecer enfadado—. Supongo que tendrán que seguir trabajando en ellos.
—No funcionará —dijo Brettin—. Estaré muerto y enterrado antes de que esos hombres hablen.
—No tendremos esa suerte —dijo Wayne.
—¿Cómo?
—Nada —dijo Wayne, olfateando el aire—. Creo que los bollos han llegado. ¡Excelente! Al menos este viaje no será una completa pérdida de tiempo.