3

Ocho horas más tarde, Waxillium estaba de pie junto a la ventana superior de su mansión. Contemplaba los últimos fragmentos rotos de un día moribundo. Titilaban, luego se volvían negros. Él aguardaba, esperanzado. Pero las brumas no llegaron.

«¿Qué importa? —pensó para sí—. No vas a salir de todas formas». Con todo, deseaba que se presentaran las brumas: se sentía más en paz cuando estaban allí fuera, observando. El mundo se volvía un lugar distinto, un lugar que creía comprender mejor.

Suspiró y cruzó el estudio. Pulsó el interruptor de la pared, y las luces eléctricas se encendieron. Todavía lo maravillaban. Aunque sabía que las Palabras de Instauración le habían proporcionado atisbos de lo que era la electricidad, lo que los hombres conseguían seguía pareciéndole increíble.

Se dirigió al escritorio de su tío. Su escritorio. Allá en Erosión, Waxillium había empleado una mesa áspera y débil. Ahora tenía una firme y suave mesa de roble pulido. Se sentó y empezó a repasar los libros de finanzas de la casa. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que sus ojos empezaran a dirigirse hacia el puñado de periódicos que había en su sillón. Le había pedido a Limmi que le trajera unos cuantos.

Normalmente ignoraba los periódicos. Las noticas de los crímenes hacían que su mente empezara a dar vueltas y lo descentraban de sus negocios. Por supuesto, ahora que los desvanecedores se habían plantado en su mente, tendría problemas para dejarlo correr y hacer nada productivo, al menos hasta que hubiera indagado un par de cosas sobre lo que habían estado haciendo.

«Tal vez un poco de lectura —se dijo—. Para ponerme al día en lo que está pasando». No le haría daño estar informado: de hecho, podría ser importante para su capacidad de conversar con la gente.

Waxillium cogió el fajo de periódicos y regresó a su escritorio. Encontró fácilmente un artículo sobre los robos en el diario de hoy. Otros periódicos del fajo tenían aún más información. Le había mencionado los desvanecedores a Limmi, y por eso ella había reunido unos cuantos periódicos, cuyo público era la gente que quería una recopilación de todos los artículos recientes sobre ellos. Reimprimían artículos de semanas o incluso de meses atrás, con las fechas originales de su publicación. Estos tipos de periódicos de formato sábana eran populares, ya que había tres distintos de tres editores diferentes. Parecía que todo el mundo quería estar al día en los temas que se habían perdido.

Por las fechas de los artículos, el primer robo había sucedido mucho antes de lo que suponía. Siete meses atrás, justo antes de que regresara a Elendel. Había habido un lapso de cuatro meses entre la desaparición del primer cargamento de tren y el segundo. El nombre «desvanecedores» no había empezado a ser utilizado hasta este segundo ataque.

Todos los robos eran similares, excepto el del teatro. Detenían un tren con una distracción en las vías: al principio, un árbol caído. Más tarde, un tren fantasma que aparecía entre la bruma, viajando directamente hacia el tren. Los maquinistas frenaban llenos de pánico, pero el tren fantasma ya había desaparecido.

Los maquinistas volvían a poner su tren en marcha. Cuando llegaba a su destino, descubrían que habían vaciado todas las mercancías de uno de los vagones. La gente atribuía todo tipo de poderes místicos a los ladrones, que parecían poder atravesar las paredes y los vagones de carga cerrados a cal y canto sin problemas. «¿Pero qué artículos robaron?», pensó Waxillium, frunciendo el ceño. Los artículos del primer robo no lo decían, aunque sí mencionaban que el cargamento pertenecía a Agustin Tekiel.

Tekiel era una de las casas más ricas de la ciudad, establecida en el Segundo Octante, aunque estaba construyendo su nuevo rascacielos en el distrito financiero del Cuarto Octante. Waxillium leyó de nuevo los artículos, estudiándolos en busca de nuevas menciones al primer robo antes de que tuviera lugar el segundo.

«¿Qué es esto?», pensó, alzando un periódico que incluía la reedición de una carta que Agustin Tekiel había escrito para ser publicada unos cuantos meses antes. La carta denunciaba a los alguaciles de Elendel por no haber protegido o recuperado las mercancías de Tekiel. El periódico la había publicado alegremente, incluso con el titular: «Alguaciles incompetentes, denuncia Tekiel».

Tres meses. Tekiel había tardado tres meses en decir nada. Waxillium hizo a un lado los periódicos recopilatorios, y luego buscó otras menciones en los más recientes. No escaseaban: los robos eran dramáticos y misteriosos, dos cosas que vendían un montón de periódicos.

El segundo y el tercer robo habían sido de cargamentos de acero. Era extraño. Un material pesado y poco práctico para llevárselo, y no tan valioso como robar simplemente los vagones de pasajeros. El cuarto robo había sido el que llamó la atención de Wayne: comida envasada de un tren con destino a las Áridos del norte. El quinto robo había sido el primero en implicar a los pasajeros. El sexto y el séptimo lo habían hecho también, pero en el séptimo era la única vez que los desvanecedores se llevaban a dos rehenes en vez de a una.

Los tres últimos robos habían sido a vagones de carga y de pasajeros. Metales en dos casos, alimentos en otro… al menos, eso era lo que decían los periódicos. Con cada caso, los detalles se habían hecho más interesantes, ya que los vagones de carga tenían mejores medidas de seguridad. Cerrojos más sofisticados, guardias. Los robos sucedían de manera increíblemente rápida, considerando el peso del material que se llevaban.

«¿Utilizaron una burbuja de velocidad, como hace Wayne?», pensó Waxillium. Pero no. No se podía entrar ni salir de una burbuja de velocidad cuando estaba emplazada, y era imposible hacer una lo bastante grande para facilitar ese tipo de robo. Por lo que él sabía, al menos.

Waxillium continuó leyendo. Había muchos artículos con teorías, citas, y descripciones de testigos. Muchos sugerían una burbuja de velocidad, pero los editoriales desmontaban esa teoría. Sería necesaria demasiada gente, más de las que podía manejar una burbuja. Les parecía más probable que un feruquimista que pudiera aumentar su fuerza sacara los materiales pesados de los vagones y se los llevara a cuestas.

¿Pero adónde? ¿Y por qué? ¿Y cómo franqueaban los cerrojos y los guardias? Waxillium recortó los artículos que encontró interesantes. Pocos tenían ninguna información sólida.

Una suave llamada a la puerta lo interrumpió cuando estaba esparciendo los artículos sobre el escritorio. Alzó la cabeza y vio a Tillaume en la puerta, con una bandeja de té y una cesta en el brazo.

—¿Té, mi señor?

—Eso sería maravilloso.

Tillaume avanzó y emplazó una mesita junto al escritorio, sacó una taza y una servilleta blanquísima.

—¿Tiene alguna preferencia?

Tillaume podía hacer docenas de variedades de té a partir del punto de partida más simple, mezclando y haciendo lo que consideraba ideal.

—Lo que sea.

—Mi señor. El té es muy importante. Nunca debería ser simplemente «lo que sea». Dígame. ¿Piensa dormir pronto?

Waxillium miró los recortes.

—Definitivamente, no.

—Muy bien. ¿Preferiría algo que le ayude a despejar la mente?

—Eso estaría bien.

—¿Dulce o no?

—No.

—¿Mentolado o especiado?

—Mentolado.

—¿Fuerte o débil?

—Er… fuerte.

—Excelente —dijo Tillaume, cogiendo varias jarras y unas cucharas de plata. Empezó a mezclar polvos y hierbas—. Mi señor parece muy concentrado.

Waxillium dio un golpecito en la mesa.

—Mi señor está molesto. Los periódicos son terribles investigando. Necesito saber qué había en el primer cargamento.

—¿El primer cargamento, mi señor?

—El primer cargamento que robaron los ladrones del tren.

—La señorita Grimes diría que parece que vuelve usted a las viejas costumbres, mi señor.

—La señorita Grimes, por fortuna, no está aquí. Además, Lord Harms y su hija parecían sorprendidos de que yo no estuviera enterado de los robos. Debo ponerme al día en los acontecimientos de la ciudad.

—Es una excusa excelente, mi señor.

—Gracias —dijo Waxillium, cogiendo la taza de té—. Casi me he convencido por completo. —Tomó un sorbo—. ¡Alas de Preservación, sí que está bueno!

—Gracias, mi señor.

Tillaume sacó la servilleta y la sacudió, luego la dobló por la mitad y la colocó sobre el brazo del sillón de Waxillium.

—Y creo que lo primero que robaron fue un cargamento de lana. Lo oí comentar en la carnicería esta misma semana.

—Lana. Eso no tiene sentido.

—Ninguno de esos crímenes tiene mucho sentido, mi señor.

—Sí —dijo Waxillium—. Desgraciadamente, son los crímenes más interesantes.

Tomó otro sorbo de té. El fuerte aroma mentolado pareció despejar su nariz y su mente.

—Necesito papel.

—¿Qué…?

—Una hoja grande —continuó Waxillium—. La más grande que puedas encontrar.

—Veré qué hay disponible, mi señor —dijo Tillaume. Waxillium captó un leve suspiro de exasperación en el hombre, aunque salió de la habitación para hacer lo que le pedían.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que Waxillium comenzó su investigación? Miró el reloj y se sorprendió de la hora. Ya era de noche.

Bueno, ya estaba lanzado. No dormiría hasta que lo hubiera resuelto. Se levantó y empezó a caminar de un lado a otro, sujetando la taza y el platillo. Se mantuvo apartado de la ventana. A contraluz, sería un blanco excelente para un francotirador. No es que realmente pensara que pudiera haber uno, pero… bueno, se sentía más cómodo de esta forma.

«Lana», pensó. Se acercó y abrió un libro de cuentas para examinar unas cifras. Se abstrajo tanto que no advirtió el paso del tiempo hasta que Tillaume regresó.

—¿Servirá esto, mi señor? —preguntó, mostrando un caballete de artista con una gran hoja de papel—. El viejo Lord Ladrian lo guardaba para su hermana. Le encantaba dibujar.

Waxillium lo miró, y sintió un nudo en la garganta. Hacía años que no pensaba en Telsin. Habían estado alejados casi todas sus vidas. No voluntariamente, como la distancia con su tío: Waxillium y el anterior Lord Ladrian a menudo habían estado en desacuerdo. No, su distancia con Telsin había sido más bien por pereza. Veinte años separados, viendo a su hermana solo ocasionalmente, le habían hecho ir alejándose sin tener mucho contacto.

Y entonces ella murió, en el mismo accidente que su tío. Deseaba que oír la noticia le hubiera resultado más duro. Tendría que haberlo sido. Pero ella era ya para entonces una extraña.

—¿Mi señor? —preguntó el mayordomo.

—El papel es perfecto —dijo Waxillium, poniéndose en pie y cogiendo un lápiz—. Gracias. Me preocupaba tener que colgarlo de la pared.

—¿Colgarlo?

—Sí. Solía usar trocitos de alquitrán.

La idea pareció incomodar muchísimo a Tillaume. Waxillium lo ignoró, se acercó y empezó a escribir.

—Es un buen papel.

—Me alegro, mi señor —dijo Tillaume, inseguro.

Waxillium dibujó un pequeño tren en la esquina superior izquierda y una pequeña vía delante. Escribió una fecha debajo. «Primer robo. 14 de Vinuarzo. Objetivo: lana. Supuestamente». Del mismo modo, añadió más trenes, vías, fechas y detalles papel abajo.

Wayne siempre se había burlado de él cuando hacía esquemas de los crímenes para que le ayudaran a pensar. Pero funcionaba, aunque frecuentemente tenía que soportar las juguetonas incorporaciones de Wayne de pequeños palotes que representaban a los bandidos o espectros de la bruma que se extendían por las notas y bocetos, por lo demás limpias y ordenadas.

—El segundo robo tuvo lugar mucho más tarde —continuó Waxillium—. Metales. Para el primer robo, Lord Tekiel no creó ningún tipo de alboroto hasta que pasaron meses —le dio un golpecito al papel, luego tachó la palabra «lana»—. No perdió ningún cargamento de lana. Era principios de verano, y los precios de la lana serían demasiado bajos para justificar los precios de los portes. Que yo recuerde, las tasas fueron inusitadamente altas en Vinuarzo porque la línea férrea dieciocho estaba fuera de servicio. Habría que tener migas de pan por cerebro para enviar artículos que no son de temporada a gente que no los quiere.

—Entonces… —dijo Tillaume.

—Un momento —dijo Waxillium. Se acercó y cogió unos cuantos libros de la estantería junto a la mesa. Su tío tenía algunos manifiestos de carga por aquí…

Sí. El viejo Lord Ladrian llevaba muy buena cuenta de lo que consignaban sus casas competidoras. Waxillium estudió la lista en busca de incongruencias. Tardó un ratito, pero al final elaboró una teoría.

—Aluminio —dijo—. Tekiel probablemente estaba enviando aluminio, pero evitaba los impuestos diciendo que era otra cosa. Aquí, sus envíos declarados de aluminio de los dos últimos años son mucho más pequeños que los años anteriores. Sus fundiciones, sin embargo, siguen produciendo. Apuesto mi mejor pistola a que Agustin Tekiel, con la ayuda de algunos trabajadores del ferrocarril, ha estado dirigiendo una operación de contrabando bastante beneficiosa. Por eso no levantó mucho escándalo con el primer robo: no quería llamar la atención.

Waxillium escribió más anotaciones en el papel. Se llevó la taza de té a los labios, asintiendo para sí.

—Eso también explica la larga espera entre el primer robo y el segundo. Los bandidos estaban empleando ese aluminio. Probablemente vendieron una parte en el mercado negro para financiar su operación, y luego usaron el resto para fabricar balas de aluminio. ¿Pero para qué necesitarían balas de aluminio?

—¿Para matar alománticos? —preguntó Tillaume. Había estado arreglando la habitación mientras Waxillium leía los libros de cuentas.

—Sí.

Waxillium dibujó imágenes de rostros sobre tres de los robos, los que habían tomado rehenes.

—¿Mi señor? —preguntó Tillaume, acercándose—. ¿Piensa que las cautivas son alománticas?

—Los nombres se han hecho públicos —dijo Waxillium—. Las cuatro son mujeres de familias adineradas, pero ninguna tiene abiertamente poderes alománticos.

Tillaume guardó silencio. Eso no significaba nada. Muchos alománticos de las clases altas mantenían en secreto sus poderes. Había muchas situaciones en que eso podía resultar útil. Por ejemplo, si eras un encendedor o un aplacador (capaz de influir en las emociones de la gente), no querrías que nadie lo sospechara.

En otros casos, la alomancia se exhibía. Un reciente candidato al escaño de los cultivadores de orquídeas en el Senado había hecho su campaña basándose únicamente en el hecho de que era un cabeza de cobre, y por tanto era imposible afectarlo con zinc o latón. El candidato ganó por mayoría abrumadora. La gente odiaba pensar que alguien pudiera estar tirando en secreto de los hilos de sus líderes.

Waxillium empezó a anotar sus especulaciones en los márgenes del papel. Motivos, formas posibles de vaciar los vagones de carga tan rápidamente, similitudes y diferencias entre los golpes. Vaciló, añadió luego un par de palotes que representaban a los bandidos en lo alto, dibujando con el estilo zafio de Wayne. Por loco que pareciera, se sentía mejor teniéndolos allí.

—Apuesto a que todas las cautivas eran alománticas en secreto —dijo Waxillium—. Los ladrones tenían balas de aluminio para tratar con lanzamonedas, atraedores y tironeros. Y si pudiéramos capturar a alguno de ellos, apuesto buen dinero a que descubriríamos que llevan forros de aluminio en los sombreros para impedir que tiren o empujen de sus emociones.

Eso tampoco era extraño entre la elite de la ciudad, aunque la gente corriente no podía permitirse esos lujos.

Los robos no eran por el dinero: eran por las cautivas. Por eso no habían exigido ningún rescate, y por eso no habían encontrado los cadáveres arrojados en alguna parte. Los robos pretendían oscurecer los verdaderos motivos de los secuestros. Las víctimas no eran las rehenes de último momento que parecían. Los desvanecedores estaban reuniendo alománticas. Y habían robado metales alománticos: acero puro, peltre, hierro, zinc, latón, estaño, e incluso bendaleo.

—Esto es peligroso —susurró Waxillium—. Muy peligroso.

—Mi señor… —dijo Tillaume—. ¿No iba a repasar los libros de cuentas de la casa?

—Sí —respondió Waxillium, distraído.

—¿Y el alquiler de las nuevas oficinas en la Columna de Hierro?

—Puedo hacerlo esta noche también.

—Mi señor. ¿Cuándo?

Waxillium vaciló, luego comprobó su reloj de bolsillo. Una vez más, se sorprendió al ver cuánto tiempo había pasado.

—Mi señor —dijo Tillaume—. ¿Le he hablado alguna vez de los días que su tío dedicaba a las carreras de caballos?

—¿El tío Edwarn era jugador?

—Sí que lo era. Fue un gran problema para la casa, poco después de su ascenso a gran señor. Se pasaba la mayor parte de los días en las pistas.

—No me extraña que estemos arruinados.

—Lo cierto es que era muy bueno apostando, mi señor. Solía ganar. Mucho.

—Oh.

—Pero lo dejó —dijo Tillaume, recogiendo la bandeja y la taza vacía de té—. Por desgracia, mi señor, mientras él ganaba una pequeña fortuna en las carreras, la casa perdió una gran fortuna en negocios mal dirigidos y tratos financieros.

Se dirigió a la puerta, pero se dio la vuelta. Su rostro normalmente sombrío se suavizó.

—No me agrada dar sermones, mi señor. Cuando se es un hombre, hay que tomar decisiones propias. Pero le ofrezco un consejo: incluso una cosa buena puede volverse destructiva si se lleva al exceso.

»Su casa lo necesita. Miles de familias dependen de usted. Necesitan su liderazgo y su guía. Usted no pidió esto, lo entiendo. Pero la marca de un gran hombre es saber cuándo hacer a un lado las cosas importantes para conseguir las vitales.

El mayordomo se marchó y cerró la puerta tras él.

Waxillium se quedó solo bajo el brillo increíblemente firme de las luces eléctricas, mirando su diagrama. Arrojó el lápiz a un lado, sintiéndose agotado de repente, y sacó su reloj de bolsillo. Eran las dos y cuarto. Debería dormir un poco. La gente normal dormía a estas horas.

Redujo las luces para no quedar a contraluz, luego se acercó a la ventana. Le deprimió no ver ninguna bruma, aunque no las esperaba. «No he dicho las oraciones diarias —advirtió—. Las cosas han estado demasiado caóticas hoy».

Bueno, era mejor llegar tarde que nunca. Se metió la mano en el bolsillo y sacó su pendiente. Era sencillo, estampado en la cabeza con los diez anillos entrelazados del Camino. Se lo puso en la oreja, que tenía agujereada para ello, y se inclinó contra la ventana para contemplar la ciudad oscura…

No había ninguna postura específica para rezar como caminante. Solo quince minutos de meditación y reflexión. A algunos les gustaba sentarse con las piernas cruzadas, pero a Waxillium siempre le había resultado más difícil pensar en esa postura. Le dolía la espalda y los riñones. ¿Y si alguien entraba por detrás y le disparaba?

Así que se quedó de pie. Y reflexionó. «¿Cómo están las cosas ahí arriba en la niebla? —pensó. Nunca estaba seguro de cómo hablarle a Armonía—. ¿La vida es buena, supongo? ¿Con eso de que eres Dios y tal?».

Por respuesta, experimentó una sensación de… diversión. Nunca podía decir si creaba esas sensaciones él mismo o no.

«Bueno, puesto que no soy Dios —pensó Waxillium—, tal vez podrías usar esa omnisciencia tuya para soplarme algunas respuestas. Parece que estoy en un atolladero».

Un pensamiento inquietante. Esto no era como la mayoría de los atolladeros en los que se había visto. No estaba atado, a punto de ser asesinado. No estaba perdido en los Áridos, sin agua ni comida, intentando encontrar el camino de vuelta a la civilización. Se hallaba en una lujosa mansión, y aunque su familia tenía problemas financieros, no era nada que no pudieran capear. Tenía una vida de lujos y un escaño en el Senado ciudadano.

¿Por qué, entonces, sentía como si estos últimos meses se contaran entre los más duros que había vivido jamás? Una serie interminable de informes, libros de cuentas, fiestas, y acuerdos comerciales.

El mayordomo tenía razón: muchos dependían de él. La Casa Ladrian había empezado siendo varios miles de individuos que seguían el Origen, y había aumentado en trescientos años, adoptando bajo su protección a todo el que viniera a trabajar a sus propiedades o sus fundiciones. Los tratos que Waxillium negociaba determinaban sus salarios, sus privilegios, su estilo de vida. Si su casa se desmoronaba, ellos encontrarían empleo en otra parte, pero serían considerados miembros inferiores de esas otras casas durante una generación o dos hasta que obtuvieran plenos derechos.

«He hecho cosas duras antes —pensó—. Puedo hacer esto. Si está bien. ¿Está bien?».

Steris había dicho que el Camino era una religión simple. Tal vez así era. Solo había un axioma básico: haz más bien que mal. Había otros aspectos: la creencia de que la verdad era importante, el requerimiento de dar más de lo que tomabas. Había otros trescientos ejemplos en las Palabras de Instauración, religiones que podrían haber sido. Podrían haber sido. En otros tiempos, en otro mundo.

El Camino era estudiarlas, aprender sus códigos morales. Unas cuantas reglas eran esenciales. No busques el lujo sin compromiso. Ve las fuerzas en todas las debilidades. Reza y medita quince minutos al día. Y no pierdas el tiempo adorando a Armonía. Hacer el bien era la forma de adorar.

Waxillium se había convertido al Camino poco después de marcharse de Elendel. Todavía estaba convencido de que la mujer que conoció en aquel viaje en tren debía ser una de los Inmortales Sin Rostro, las manos de Armonía. Le había dado su pendiente: todos los caminantes llevaban uno cuando rezaban.

El problema era que a Waxillium le resultaba difícil sentir que estaba haciendo algo útil. Almuerzos formales y libros de cuentas, contratos y negociaciones. Sabía, lógicamente, que todo eso era importante. Pero eran todo abstracciones, incluso su voto en el Senado. No podían compararse con ver a un asesino encarcelado o rescatar a un niño secuestrado. En su juventud, había vivido en la Ciudad (el centro de la cultura, la ciencia y el progreso del mundo) durante dos décadas, pero no se había encontrado a sí mismo hasta que la dejó atrás y deambuló por las tierras áridas y polvorientas que se extendían más allá de las montañas.

«Usa tus talentos —pareció susurrarle algo en su interior—. Lo descubrirás».

Eso lo hizo sonreír con tristeza. No podía dejar de preguntarse por qué, si Armonía estaba escuchando de verdad, no daba respuestas más concretas. A menudo, todo lo que Waxillium conseguía de la oración era una sensación de ánimo. Continúa. No es tan difícil como crees. No te rindas.

Suspiró y cerró los ojos, perdiéndose en sus pensamientos. Otras religiones tenían ceremonias y reuniones. Los caminantes no. En cierto modo, su propia simpleza hacía que fuera mucho más difícil seguir el Camino. Dejaba las interpretaciones a tu propia consciencia.

Después de meditar durante un rato, no pudo dejar de sentir que Armonía quería que estudiara a los desvanecedores y que fuera además un buen señor de su casa. ¿Eran las dos cosas mutuamente excluyentes? Tillaume pensaba que sí.

Waxillium volvió a mirar el fajo de periódicos y el caballete con la libreta de dibujo. Se metió la mano en el bolsillo y sacó la bala que Wayne había dejado.

Y contra su voluntad, vio en su mente a Lessie, la cabeza hacia atrás, la sangre brotando al aire. La sangre cubriendo su hermoso pelo castaño. Sangre en el suelo, en las paredes, en el asesino que estaba de pie detrás de ella. Pero ese asesino no había sido quien le había disparado a ella.

«Oh, Armonía —pensó, llevándose la mano a la cabeza y sentándose lentamente, de espaldas a la pared—. Todo esto es por ella, ¿verdad? No puedo volver a hacerlo. Otra vez no».

Dejó caer la bala, se quitó el pendiente. Se levantó, retiró los periódicos y cerró la libreta. Nadie había sido lastimado por los desvanecedores todavía. Estaban robando, pero no le hacían daño a la gente. Ni siquiera había pruebas de que las rehenes corrieran peligro. Probablemente serían devueltas cuando se cumplieran las exigencias de rescate.

Waxillium se puso a trabajar en los libros de cuentas de su casa. Los dejó atraer su atención hasta bien entrada la noche.