Dispararle a Miles era, naturalmente, inútil. El hombre podía sobrevivir a una explosión de dinamita de cerca. Podría soportar unos cuantos tiros de escopeta.
Pero los disparos hicieron que el lanzamonedas se empujara a sí mismo, alarmado. También dejaron a Miles rociado de metal. Wax aumentó su peso y empujó, aunque le resultó difícil apoyarse en las postas. Era muy difícil afectar con alomancia al metal que perforaba el cuerpo de una persona o tocaba su sangre.
Por fortuna, el cuerpo de Miles sanó solo y escupió las postas. En el instante previo a que tocaran el suelo, el empujón de Wax encontró súbitamente asidero, y lanzó a Miles al otro lado de la habitación, contra la pared.
El lanzamonedas aterrizó al otro lado de la sala. Waxillium se lanzó hacia delante, el gabán de bruma ondeando. Maldición, qué bueno era llevar puesto uno de nuevo. Se detuvo junto a Marasi, y a continuación se puso a cubierto junto al vagón.
—Casi lo tenía —dijo Marasi.
—¡Waxillium! —gritó Miles, y su voz resonó en toda la sala—. Lo único que haces es perder el tiempo. Bien, quiero que sepas una cosa. Mis hombres han ido a matar a la mujer que viniste a salvar. Si quieres que viva, entrégate. Nosotros…
Su voz se interrumpió extrañamente. Wax frunció el ceño cuando algo se movió detrás de Marasi. Ella dio un respingo y Wax apuntó con una escopeta, pero resultó ser Wayne.
—Eh —dijo, resoplando—. Bonita arma.
—Gracias —respondió él, echándosela al hombro al advertir la burbuja de velocidad que los rodeaba. Eso era lo que había detenido la voz de Miles—. ¿Ese brazo…?
Wayne bajó la mirada y contempló el vendaje ensangrentado de su brazo izquierdo.
—No muy bien. No me queda curación, y he perdido sangre. Me estoy consumiendo, Wax. Demasiado. Tú también pareces bastante vapuleado.
—Sobreviviré.
A Wax le dolía la pierna y tenía toda la cara arañada, pero se sentía sorprendentemente bien. Siempre se sentía así, en las brumas.
—Las cosas que está diciendo —intervino Marasi—. ¿Creéis que dice la verdad?
—Podría ser, Wax —dijo Wayne con urgencia—. Los tipos que emplazó delante del túnel se han retirado. Parece que tenían algo importante que hacer.
—Miles les dijo algo —añadió Marasi.
—Maldición —masculló Wax, asomándose a la esquina del vagón. Miles podía ir de farol… o tal vez no. No era un riesgo que pudiera correr—. Ese lanzamonedas va a dificultar las cosas. Tenemos que eliminarlo.
—¿Qué pasó con la pistola esa tan mona de Ranette? —preguntó Wayne.
—No estoy seguro —replicó Wax con una mueca.
—Guau. Te va a hacer trizas, socio.
—Me aseguraré de echarte la culpa —dijo Wax, todavía vigilando al lanzamonedas—. Es bueno. Peligroso. Nunca sorprenderemos a Miles a menos que ese alomántico esté muerto.
—Pero tienes esas balas especiales —recordó Marasi.
—Una —dijo Wax, guardando una escopeta en la cartuchera interior de su gabán. Sacó la otra bala anti lanzamonedas—. No creo que un revólver corriente dispare esto. Yo…
Se calló y miró a Marasi. Ella lo miraba levantando una ceja.
—Bien —dijo Wax—. ¿Podéis entretener a Miles vosotros dos?
—No hay problema —respondió Wayne.
—Entonces vamos —dijo Wax, inspirando profundamente—. Un último intento.
Wayne lo miró a los ojos y asintió. Wax vio tensión en el rostro de su amigo. Los dos estaban magullados y ensangrentados, con poca reserva de metales, las mentes de metal vacías.
Pero habían estado así antes. Y por eso pretendían brillar con más fuerza que nunca.
Cuando la burbuja de velocidad cayó, Wax salió corriendo de detrás del vagón. Lanzó la bala al aire ante él, luego la empujó con un rápido estallido de poder. El lanzamonedas alzó la mano con casual confianza, empujándola de vuelta hacia Wax.
El cartucho y la bala se soltaron y volaron hacia Wax, que los desvió con facilidad, pero la punta de cerámica continuó adelante. Alcanzó al lanzamonedas en el ojo.
«Bendita seas, Ranette», pensó Wax, saltando y empujando las monedas del bolsillo de un desvanecedor caído. Con eso se abalanzó hacia delante, hacia el túnel. Había vías en el suelo, como si lo hubieran construido para un tren.
Wax frunció el ceño, asombrado, pero se empujó sobre ellas, lanzándose intrépidamente en la oscuridad hasta que llegó a unas escaleras que conducían hacia arriba. Aquí el techo era de madera: habían construido algún tipo de estructura sobre el túnel. Cargó hacia la escalera, que llevaba al edificio de madera, quizás un barracón o un dormitorio.
Wax sonrió, el dolor de sus heridas se retiraba más a medida que recuperaba las energías. Oyó pasos en el suelo de madera de arriba. Lo estaban esperando. Era una trampa, naturalmente.
Descubrió que no le importaba. Echó mano a ambas escopetas y luego empujó los clavos de los peldaños y subió la escalera. Dejó atrás la primera planta y continuó hacia la segunda: prefería comprobar primero arriba, luego abajo. Si tenían aquí a Steris, probablemente estaría arriba.
«Ahora sí que estamos ardiendo», pensó Wax, avivando metal, sintiendo el aumento de energía. Lanzó el hombro contra la puerta situada en lo alto de las escaleras e irrumpió en el pasillo de la otra planta. Unas pisadas lo siguieron y unos hombres salieron de las habitaciones cercanas, armados hasta los dientes, sin llevar ningún metal encima.
Wax sonrió y alzó sus escopetas. «Muy bien. Hagámoslo».
Empujó con fuerza contra los clavos de las tablas bajo los pies de los hombres que lo apuntaban con sus armas de aluminio. Las tablas se soltaron, haciendo temblar el suelo y errando la puntería de los desvanecedores. Wax esquivó a la derecha, rodando para salir del pasillo y llegar a una habitación lateral. Se levantó y giró, apuntando con ambas escopetas hacia la puerta.
Los desvanecedores de la escalera se amontonaron en el pasillo tras él, y sus armas se sacudieron cuando él disparó con las dos escopetas. Empujó, lanzando a los hombres hacia atrás y lanzándose a sí mismo a través de la ventana. Este edificio parecía un viejo cobertizo: no había cristal en las ventanas, solo postigos.
Wax salió al aire libre. Había una farola en la calle oscura, un poco a su izquierda. La empujó mientras reducía al mismo tiempo su peso a casi nada. El empujón lo envió de vuelta contra la parte exterior del edificio: aterrizó y medio echó a correr medio saltó en paralelo al suelo.
Tras llegar a la habitación situada junto a la anterior, empujó otra farola y atravesó la ventana con los pies por delante, las astillas de madera esparciéndose a su alrededor. Aterrizó y se levantó, luego se volvió hacia la pared que había entre él y la habitación de la que acababa de salir.
Enfundó las escopetas y echó mano de sus revólveres, desenfundándolos con un movimiento de cruce de brazos. Eran Sterrions fabricados por Ranette que se contaban entre las mejores armas que había poseído jamás. Las alzó y aumentó su peso, luego empujó con fuerza los clavos de la pared que tenía delante.
La madera barata explotó, la pared se desintegró en una lluvia de tablas y astillas, y los clavos se volvieron tan letales como balas mientras alcanzaban a los hombres de la otra habitación. Wax disparó, abatiendo a todos los que no habían sido alcanzados en la tormenta de astillas, acero y plomo.
Un chasquido a su izquierda. Wax giró mientras un pomo giraba. No esperó a ver quién había más allá. Empujó el pomo, arrancándolo del marco y lanzándolo contra el pecho del desvanecedor que intentaba entrar. La puerta se abrió, y el desgraciado se desplomó contra la pared del pasillo: no había habitaciones al otro lado, solo la pared del estrecho edificio, con lo que salió impulsado a la noche brumosa.
Wax enfundó los Sterrions, los cañones humeando, las recámaras vacías. Sacó las escopetas, rodó al pasillo y se incorporó, agazapado. Alzó una escopeta en cada dirección. Unos cuantos desvanecedores dispersos subían la escalera a su derecha; otro grupo apuntaba con sus armas a la izquierda.
Empujó las palancas gemelas de metal de sus escopetas, amartillándolas con alomancia. Los casquillos gastados saltaron al aire por encima de las armas, y Waxillium disparó mientras empujaba, lanzando las postas y los casquillos vacíos hacia los desvanecedores que esperaban a cada lado.
El suelo junto a Waxillium explotó.
Maldijo y se lanzó a la izquierda mientras los disparos de debajo proyectaban al aire astillas de madera. Estaban aprendiendo y le disparaban desde abajo. Se dio media vuelta y echó a correr, disparando a través de la puerta, las brumas asomaban a través de las paredes rotas.
Tenía que haber otra docena de desvanecedores abajo. Demasiados para dispararles sin poder verlos. Una bala le rozó el muslo. Se volvió y esquivó, saltó sobre los cuerpos de los caídos y corrió por el pasillo. Las balas lo persiguieron, el suelo saltó hecho pedazos, los hombres gritaban desde abajo mientras le disparaban con todo lo que tenían.
Alcanzó la puerta del fondo del pasillo. Estaba cerrada con llave. Una buena dosis de peso aumentado, junto con un poco de impulso con el hombro, lo solventó. Se abrió paso y se encontró en una pequeña habitación sin ventanas ni otras puertas.
Un hombre pequeño y calvo se acurrucaba en un rincón. Una mujer de pelo dorado y con un vestido arrugado estaba sentada en un banco al fondo, los ojos enrojecidos, el rostro demacrado. Steris. Parecía completamente aturdida cuando Wax irrumpió a través de la puerta rota, los faldones del gabán de bruma agitándose a su alrededor. Wax empujó hacia el pasillo algunos de los clavos del suelo, haciendo que las tablas se agitaran y atrayendo gran parte de los disparos.
—¿Lord Waxillium? —dijo Steris, sorprendida.
—En la mayor parte —respondió él, con un respingo—. Puede que me haya dejado un dedo o dos en ese pasillo.
Miró al hombre del rincón.
—¿Quién es usted?
—Nouxil.
—El armero —dijo Wax, lanzándole una escopeta.
—La verdad es que no soy muy bueno disparando —respondió el hombre, con aspecto aterrado. Unas cuantas balas atravesaron el suelo entre ambos. Los desvanecedores habían advertido que los habían engañado. Sabían lo que estaba buscando.
—No importa si dispara bien o no —dijo Wax, alzando la mano vacía hacia la pared del fondo y abriéndola con un empujón de peso aumentado—. Lo que importa es si sabe nadar o no.
—¿Qué? Pues claro que sé. ¿Pero por qué…?
—Agárrese fuerte —dijo Wax mientras más disparos brotaban a su alrededor. Empujó la escopeta que el armero tenía en las manos, lanzándolo por la abertura y proyectándolo unos diez metros hacia el canal.
Wax se giró y agarró a Steris cuando esta se levantaba.
—¿Y las otras chicas? —preguntó.
—No he visto a ninguna de las otras cautivas —respondió ella—. Los desvanecedores dieron a entender que las habían enviado a alguna parte.
«Maldición», pensó él. Bueno, había tenido suerte de encontrar aunque fuera a Steris. Empujó levemente los clavos del suelo, impulsándolos a los dos hacia el techo Mientras se acercaban, se aprovechó del hecho de que no importaba lo pesado que fuera un objeto cuando se trataba de caer. Todos los objetos caían al mismo ritmo. Eso significaba que aumentar su peso muchas veces no afectaría a su movimiento.
Alzó la escopeta y disparó una andanada concentrada de perdigones al techo. Entonces los empujó con brusquedad, pues con su peso aumentado el empujón no lo movió mucho, mientras que cuando era más liviano, un empujón lo afectaba grandemente.
El resultado fue que continuó su impulso hacia arriba, pero el empujón abrió un agujero en el techo. Se volvió increíblemente liviano y empujó con más fuerza los clavos de abajo. Los dos atravesaron el agujero, impelidos quince o veinte metros al aire. Giró en la noche, los faldones del gabán de bruma extendidos hacia fuera, la humeante escopeta agarrada con fuerza en un brazo, Steris en el otro. Las balas de abajo dejaban surcos en la bruma que danzaba a su alrededor.
Steris soltó un gritito y se agarró a él. Wax extrajo todo el peso que le quedaba, vaciando sus mentes de metal por completo. Eran cientos y cientos de horas de peso, suficientes para hacerlo aplastar las piedras del pavimento si intentaba caminar sobre ellas. Al extraño modo de la feruquimia, no se hizo más denso: las balas podían atravesarlo fácilmente si lo alcanzaban. Pero con este increíble aumento de peso, su habilidad para empujar se volvió increíble.
Usó ese peso para empujar hacia abajo con todo lo que tenía. Abajo había numerosas líneas de metal. Clavos. Pomos. Armas. Efectos personales.
El edificio tembló, luego onduló, después se hizo pedazos cuando cada clavo de su estructura fue lanzado hacia abajo como impulsado por una ametralladora. Hubo un estrépito enorme. El edificio se desplomó contra el túnel del ferrocarril sobre el que estaba construido.
El peso desapareció de él en un instante, agravado sobre sí mismo en ese momento, sus mentes de metal agotadas a la vez. Wax dejó que la gravedad se apoderara de él, y cayó a través de las brumas, con Steris abrazada. Aterrizaron en mitad del caos al pie del túnel ferroviario. Por todo el suelo había troncos aplastados y fragmentos de muebles.
En la salida del túnel había tres desvanecedores, boquiabiertos. Wax alzó la escopeta y la amartilló con alomancia, luego los abatió. Eran los únicos que todavía estaban de pie. Todos los demás habían quedado aplastados en el túnel.
—¡Oh, Superviviente de las Brumas! —exclamó Steris, las mejillas coloradas, los ojos como platos, los labios abiertos mientras lo abrazaba. No parecía aterrorizada. Si acaso, parecía excitada.
«Eres una mujer extraña, Steris», pensó Wax.
—¿Te das cuenta de que has renunciado a tu llamada, Waxillium? —gritó una voz desde el interior del negro túnel. Era Miles—. Eres un ejército en ti mismo. Has desperdiciado la vida que tomaste.
—Tenga esto —le dijo Wax en voz baja a Steris, tendiéndole la escopeta. La amartilló. Quedaba un cartucho—. Sujétela con fuerza. Quiero que corra hacia la comisaría. Está en la Quince y Ruman. Si uno de los desvanecedores la persigue, dispare.
—Pero…
—No espero que le dé —dijo Wax—. Estaré atento al sonido del disparo.
Ella trató de decir algo más, pero Wax se agachó para poner su centro de masa bajo ella, y luego cuidadosamente empujó la escopeta hacia arriba hasta su torso. La usó para lanzarla hacia arriba y fuera del pozo. Ella aterrizó torpemente, pero a salvo, y vaciló solo un momento antes de echar a correr entre las brumas.
Wax se hizo a un lado, asegurándose de que el fuego no recortaba su silueta. Desenfundó una Sterrion y cogió algunas balas. Recargó mientras se agachaba.
—¿Waxillium? —llamó Miles desde el interior del túnel—. Si has acabado de jugar, quizá te gustaría venir a zanjar las cosas.
Wax se arrastró hasta la boca del túnel, luego entró. Las brumas lo habían llenado, dificultando la visión… cosa que también entorpecería a Miles. Avanzó con cautela hasta que vio la luz del gran taller al fondo, donde los incendios seguían ardiendo.
Con esa luz, pudo distinguir tenuemente la silueta de una figura que estaba de pie en el túnel, apuntando con un arma a la cabeza de una mujer esbelta. Marasi.
Waxillium se detuvo, el pulso acelerado. Pero no, esto era parte del plan. Era perfecto. Excepto…
—Sé que estás ahí —dijo la voz de Miles. Otra figura se movió, lanzando unas antorchas improvisadas a la oscuridad.
Con una gélida sensación de horror, Waxillium advirtió que Miles no era el que sujetaba a Marasi. Estaba demasiado atrás. El hombre que retenía a Marasi era el que se llamaba Tarson, el brazo de peltre de sangre koloss.
Con el rostro iluminado por la temblorosa luz de la antorcha, Marasi parecía aterrorizada. Waxillium sintió los dedos resbalosos en la culata del revólver. El brazo de peltre se encargaba de mantener a Marasi entre él y el lado del túnel donde estaba Waxillium, la pistola apoyada en su nuca. Era fornido y duro, pero no muy alto. Solo tenía veintitantos años: como todos los de sangre koloss, continuaría haciéndose más alto durante toda su vida.
Fuera como fuese, en este momento, Waxillium no podía apuntarlo.
«Oh, Armonía —pensó—. Está volviendo a suceder».
Algo se agitó en la oscuridad cercana. Waxillium dio un salto y casi disparó hasta que vio el contorno de la cara de Wayne.
—Lo siento —susurró Wayne—. Cuando la agarraron, pensé que era Miles, Y por eso…
—No importa —dijo Waxillium en voz baja.
—¿Qué hacemos ahora?
—No lo sé.
—Tú siempre lo sabes.
Waxillium guardó silencio.
—¡Puedo oíros susurrar! —exclamó Miles. Avanzó y arrojó otra antorcha.
«Solo unos pasos más», pensó Waxillium.
Miles se detuvo, observando las reptantes brumas con lo que parecía ser desconfianza. Marasi gimió. Luego intentó zafarse, como había hecho en el banquete de bodas.
—Nada de eso —dijo Tarson, sujetándola con cuidado. Disparó un tiro justo delante de su cara, luego volvió a ponerle la pistola en la nuca. Ella se detuvo.
Waxillium alzó su revólver.
«No puedo hacer esto. No puedo ver morir a otra. No por mi mano».
—Muy bien —exclamó Miles—. Bien. ¿Quieres ponerme a prueba, Wax? Voy a contar hasta tres. Si llego a tres, Tarson dispara, no habrá más advertencias. Uno.
«Lo va a hacer —advirtió Waxillium. Sintiéndose indefenso, culpable, abrumado—. Lo va a hacer de verdad». Miles no necesitaba ningún rehén. Si amenazarla no hacía que Waxillium saliera, no se molestaría con ella.
—Dos.
Sangre en los ladrillos. Un rostro sonriente.
—¿Wax? —susurró Wayne, urgente.
«Oh, Armonía, si alguna vez te he necesitado…».
—Tr…
—¡Wayne! —gritó Waxillium, incorporándose.
La burbuja de velocidad se alzó. Tarson dispararía en unos instantes. Miles tras él, apuntando furioso. La luz de las antorchas detenida. Era como ver de nuevo una explosión avanzando lentamente. Waxillium alzó su Sterrion, y descubrió que su brazo estaba increíblemente firme.
También estaba firme el día que le disparó a Lessie.
Le había disparado con esta misma arma.
Sudando, tratando de desterrar las imágenes de su cabeza, intentó encontrar un buen ángulo de tiro para alcanzar a Tarson. No había ninguno. Oh, podía alcanzarlo, pero no en un sitio donde lo hiciera caer inmediatamente. Y si Waxillium no acertaba bien, el hombre le dispararía a Marasi por reflejo.
La cabeza era el mejor sitio para abatir a un brazo de peltre. Pero Waxillium no podía ver la cabeza. ¿Podría disparar el arma? El rostro de Marasi estaba de por medio ¿A las rodillas? Podría alcanzar una rodilla. No. Un brazo de peltre ignoraría la mayoría de las heridas. Si el daño no era inmediatamente letal, aguantaría en pie, y dispararía.
Tenía que ser en la cabeza.
Waxillium contuvo la respiración. «Esta es el arma más precisa que he disparado jamás —pensó—. No puedo quedarme aquí, inmóvil. Tengo que actuar».
«Tengo que hacer algo».
El sudor le corría por la barbilla. Alzó la mano ante él con un rápido movimiento, y luego apuntó con la Sterrion a un lado, desviada de Marasi o Tarson. Disparó.
La bala salió de la burbuja en un instante, luego llegó al tiempo más lento. Se desvió, como hacían siempre las balas cuando se disparaban desde dentro de una burbuja de velocidad. La vio volar, juzgando su nueva trayectoria. Avanzaba lentamente, girando mientras cortaba el aire.
Wax apuntó con cuidado, esperó varios angustiosos instantes. Luego preparó su acero.
—Déjala caer cuando avise —susurró.
Wayne asintió.
—Ahora.
Wax disparó y empujó.
La burbuja de velocidad cayó.
—… es! —exclamó Miles.
Una pequeña lluvia de chispas explotó en el aire mientras la segunda bala de Wax, impulsada con increíble velocidad por su empujón de acero, alcanzó a la otra en el aire y la desvió a un lado: detrás de Marasi, en la cabeza de Tarson.
El brazo de peltre cayó inmediatamente, la pistola resbaló al suelo, los ojos mirando aturdidos hacia arriba. Miles se quedó boquiabierto. Marasi parpadeó, luego se dio media vuelta, llevándose las manos al pecho.
—Ah, rayos —dijo Wayne—. ¿Tenías que darle en la cabeza? Era mi sombrero de la suerte lo que llevaba puesto.
Miles se recuperó de la sorpresa y alzó el revólver para apuntar a Wax, que se volvió y disparó primero, alcanzándolo en la mano y haciéndole soltar la pistola. Wax le volvió a disparar, lanzándola hacia la otra sala.
—¡Deja de hacer eso! —gritó Miles—. Hijo de…
Wax le disparó en la boca, haciéndolo retroceder un paso y escupir trozos de diente. Miles seguía llevando los restos desgarrados de los pantalones.
—Alguien debería de haber hecho eso hace siglos —murmuró Wayne.
—No durará —respondió Wax, disparándole de nuevo a Miles en la cara para mantenerlo desorientado—. Es hora de que te marches, Wayne. El plan secundario sigue en marcha.
—¿Seguro que los tienes a todos controlados, socio?
—Tarson era el último.
«Y será mejor que no me equivoque…».
—Coge mi sombrero si tienes oportunidad —dijo Wayne, marchándose mientras Wax le disparaba de nuevo a Miles en la cara. Apenas le molestó, y el hombre semidesnudo saltó hacia delante. Hacia Marasi. Miles estaba desarmado, pero había muerte en sus ojos.
Wax se abalanzó, arrojándole la pistola vacía a Miles, y sacando luego un puñado de balas. Las empujó hacia el antiguo vigilante. Una le rozó el brazo, otra le atravesó el estómago y salió por el otro lado, pero ninguna se alojó de un modo que Wax pudiera empujar para hacer retroceder a Miles.
Lo alcanzó antes de que llegara a Marasi. Los dos cayeron en tromba al sucio suelo, bajo las brumas que flotaban a poca altura.
Wax agarró a Miles por el hombro y empezó a darle puñetazos. «Solo… mantenlo… entretenido…».
Miles mostró una sonrisa de diversión a pesar de todas las molestias. Recibió los puñetazos, mientras la mano de Wax se magullaba en el proceso. Wax podía golpear hasta que los nudillos se le rompieran y su mano quedara reducida a pulpa ensangrentada, y Miles no estaría peor.
—Sabía que irías a por la chica —dijo Wax, llamando la atención de Miles—. Hablas mucho de justicia, pero en el fondo, no eres más que un insignificante criminal.
Miles bufó y se libró de Wax de una patada. El dolor ardió en el pecho de Wax mientras era arrojado a una zona fangosa del túnel y el agua fría chapoteaba a su alrededor, empapando su gabán de bruma.
Miles se levantó, limpiándose la sangre del labio que se había roto y luego curado.
—¿Sabes lo que es triste de verdad, Wax? Que te entiendo. He sentido lo mismo que tú, he pensado lo mismo que tú. Pero siempre estaba esa lejana insatisfacción por dentro. Como una tormenta en el horizonte.
Wax se puso en pie y le dio un puñetazo en el riñón. Ni siquiera provocó un quejido. Miles lo agarró por el brazo, retorciéndolo, haciendo que su hombro ardiera de dolor. Wax jadeó, y Miles le dio una patada tras la rodilla, enviándolo de nuevo al suelo.
Mientras Wax intentaba rodar, Miles lo agarró por la pechera y lo alzó antes de descargarle un puñetazo en la cara. Marasi jadeó, aunque le habían dicho que se quedara atrás. Hizo su parte.
El puñetazo lo derribó al suelo, y Wax saboreó sangre. Herrumbre y Ruina… tendría suerte si no tenía rota la mandíbula. También sentía como si se hubiera desgarrado algo en el hombro.
Sus heridas parecieron pesarle de pronto. No sabía si eran las brumas, alguna acción de Armonía, o simple adrenalina que le había hecho ignorarlas durante un rato. Pero no se había curado. El costado le gritaba donde había sido herido, y su brazo y su pierna se habían quemado y despellejado por la explosión. Las balas lo habían rozado en el muslo y el brazo. Y ahora, la paliza de Miles.
Se sintió abrumado y gimió, desplomándose, luchando por permanecer consciente. Miles lo alzó de nuevo, y Wax consiguió descargar un golpe que lo alcanzó. Y no consiguió nada. Era muy, muy difícil pelear con un hombre que no reaccionaba cuando lo golpeabas.
Otro puñetazo envió de nuevo a Wax al suelo, los oídos zumbando, los ojos viendo estrellas y destellos de luz.
Miles se agachó y le habló al oído.
—La cosa, Waxillium, es que sé que tú también lo sientes. Una parte de ti sabe que está siendo utilizada, que a nadie le importan los oprimidos. Eres solo una marioneta. La gente muere asesinada cada día en esta ciudad. Al menos una al día. ¿Lo sabías?
—Yo…
«Que siga hablando». Rodó hasta quedar de espaldas, dolorido, y miró a Miles a los ojos.
—La gente muere asesinada cada día —repitió Miles—, ¿y qué es lo que te sacó de tu «retiro»? Cuando le pegué un tiro en la cabeza a un viejo sabueso con ínfulas de aristócrata. ¿Te paraste alguna vez a pensar en toda esa gente que es asesinada en las calles? ¿Los mendigos, las putas, los huérfanos? Muertos porque no tenían comida, o porque estaban en el lugar equivocado, o porque intentaron hacer algo estúpido.
—Intentas invocar el mandato del Superviviente —susurró Wax—. Pero no funcionará, Miles. Esto no es el Imperio Final de las leyendas. Un hombre rico no puede matar a uno pobre porque se le antoje. Somos mejores que eso.
—¡Bah! Fingen y mienten para dar un buen espectáculo.
—No —dijo Waxillium—. Tienen buenas intenciones, y hacen leyes que detienen a los peores… pero esas leyes siguen quedándose cortas. No es lo mismo.
Miles le dio una patada en el costado para mantenerlo en el suelo.
—No me importa el mandato del Superviviente. He encontrado algo mejor. Eso no te incumbe. No eres más que una espada, una herramienta que va donde la dirigen. Te hace pedazos no poder impedir las cosas que sabes que deberías impedir, ¿verdad?
Se miraron a los ojos. Y, sorprendentemente, a pesar de la agonía, Waxillium se encontró asintiendo. Asintiendo con sinceridad. Lo sentía. Por eso lo que le había sucedido a Miles lo aterrorizaba.
—Bueno, alguien tiene que hacer algo al respecto —dijo Miles.
«Armonía —pensó Waxillium—. Si Miles hubiera nacido entonces, en los tiempos remotos, habría sido un héroe».
—Empezaré a ayudarlos, Miles —dijo Waxillium—. Te lo prometo.
Miles negó con la cabeza.
—No vivirás tanto, Wax. Lo siento. —Volvió a darle una patada. Y otra. Y otra más.
Waxillium se enroscó sobre sí mismo, las manos sobre la cara. No podía luchar. Solo tenía que durar. Pero el dolor aumentaba. Era terrible.
—¡Basta! —la voz de Marasi—. ¡Basta, monstruo!
Las patadas cesaron. Waxillium la sintió a su lado, arrodillada, la mano sobre su hombro.
«Necia. Apártate. No llames la atención. Ese era el plan».
Miles hizo crujir audiblemente sus nudillos.
—Supongo que debería entregarte a Elegante, muchacha. Estás en su lista, y podrás sustituir a la que Waxillium liberó. Probablemente tendré que buscarla.
—¿Cómo es que —dijo Marasi, furiosa— los miserables deben destruir a los que saben que son mejores y más grandes que ellos?
—¿Mejor que yo? ¿Este? No es grande, niña.
—El más grande de los hombres puede ser abatido por las cosas más simples. Una bala perdida puede acabar con la vida del más poderoso, capaz y seguro de los hombres.
—Conmigo no —dijo Miles—. Las balas no son nada para mí.
—No. Caerás por algo aún más simple.
—¿Como por ejemplo? —preguntó él, divertido, acercándose.
—Yo —replicó Marasi.
Miles se echó a reír.
—Me gustaría ver… —se calló.
Waxillium abrió los ojos, contemplando a lo largo del túnel el techo roto donde se había alzado el edificio. La luz inundaba el pozo desde arriba, haciéndose más brillante a cada segundo.
—¿A quién has traído? —preguntó Miles, sin dejarse impresionar—. No llegarán lo bastante rápido.
Se detuvo. Waxillium giró la cabeza a un lado y vio el súbito horror en el rostro de Miles. Lo había visto por fin: un titilante reborde cercano, una leve diferencia en el aire. Como la distorsión causada por el calor que brota de una calle caliente.
Una burbuja de velocidad.
Miles se volvió hacia Marasi. Entonces corrió hacia el borde de la burbuja, lejos de la luz, tratando de escapar.
La luz al otro extremo del túnel se volvió brillante, y un grupo de borrones se movió por ella, tan rápido que era imposible distinguir qué los causaba.
Marasi dejó caer su burbuja. La luz del día llegaba desde el lejano pozo, y llenando el túnel, justo fuera de donde se encontraba la burbuja, había una fuerza de más de un centenar de alguaciles uniformados. Wayne iba a la cabeza, sonriente, llevando un uniforme y un sombrero de alguacil, y un bigote postizo en la cara.
—¡A por él, muchachos! —dijo, señalando.
Utilizaban porras, sin molestarse con las armas de fuego. Miles gritó tratando de esquivar a los primeros, luego empezó a golpear al grupo que le puso las manos encima. No fue lo bastante rápido, y eran demasiados. En cuestión de minutos, lo sujetaron contra el suelo y le ataron los brazos con cuerdas.
Waxillium se sentó con cuidado en el suelo, un ojo hinchado y cerrado, el labio sangrando, el costado dolorido. Marasi se arrodilló junto a él, ansiosa.
—No tendrías que haberte enfrentado a él —dijo Waxillium, saboreando la sangre—. Si te hubiera golpeado, habría sido el final.
—Oh, calla. No eres el único que puede correr riesgos.
El plan de contingencia había salido bien, aunque con dificultad. Había empezado eliminando a todos los lacayos de Miles. Incluso uno de ellos, de haber quedado con vida, podría haber advertido lo que significaba la burbuja de velocidad y le habría disparado a Waxillium y Marasi desde fuera. No habría habido nada que hubieran podido hacer para impedirlo.
Pero sin los lacayos, y si podían distraer a Miles lo suficiente mientras la burbuja estaba emplazada, Wayne podría ir a reunir una gran fuerza para rodear a Miles mientras estaba indefenso. Nunca lo habría permitido si lo hubiera sospechado. Pero dentro de la burbuja de velocidad…
—¡No! —gritó Miles—. Quitadme las manos de encima. ¡Desafío a vuestra opresión!
—Eres un necio —le dijo Waxillium, luego escupió sangre a un lado—. Te dejaste aislar y distraer, Miles. Te olvidaste de la primera regla de los Áridos.
Miles gritó. Uno de los alguaciles le puso una mordaza mientras lo ataban con fuerza.
—Cuanto más solo estás —dijo Waxillium en voz baja—, más importante es tener a alguien en quien puedas confiar.