—Wax es sibilino —dijo Miles, caminando junto al Señor Elegante a través del oscuro túnel que conectaba los dormitorios con las fraguas del nuevo refugio—. Ha vivido tanto precisamente porque ha aprendido a evitar que lo mate gente que es más hábil y más fuerte que él.
—No deberías de haberte revelado —dijo Elegante severamente.
—No estaba dispuesto a matar a Wax sin que me viera, Elegante —dijo Miles—. Se merece más respeto que eso.
Las palabras lo reconcomieron mientras las pronunciaba. No había mencionado el primer disparo a Wax, el que había hecho cuando estaba de espaldas. Ni había mencionado la tela de su máscara, metida dentro de su carne por la bala de Wax y que dificultaba la curación de su ojo. Había tenido que sacársela.
Elegante bufó.
—Y dicen que los Áridos es el lugar donde el honor va para ser asesinado.
—Es el lugar donde el honor va para ser colgado, despellejado hasta casi perder la vida, y luego es cortado y dejado en el desierto. Si sobrevive a algo así, será más fuerte que el infierno. Ciertamente, más fuerte que nada que se haya visto en las fiestas de Elendel.
—¿Y eso lo dice un hombre que rápidamente se dispuso a matar a un amigo? —dijo Elegante. Su tono era todavía receloso. Creía que Miles había dejado escapar a Wax intencionadamente.
No comprendía nada. Los robos ya no eran importantes. Los caminos elegidos por Wax y Miles se habían cruzado. El futuro solo podía seguir uno u otro.
Wax moriría, o lo haría Miles. Eso zanjaría la cuestión. Los Áridos no eran un lugar sencillo, pero sí un sitio donde lo eran las soluciones.
—Wax no es un amigo —dijo Miles, y era sincero—. Nunca fuimos amigos… no más de lo que dos reyes rivales puedan serlo. Nos respetamos mutuamente, hacemos trabajos similares, y hemos trabajado juntos. Ahí se termina. Lo detendré, Elegante.
Salieron de la fragua y subieron las escaleras hasta el balcón que corría por la cara norte de la gran cámara. Llegaron hasta el final y se detuvieron junto a una puerta donde había un ascensor.
—Te estás convirtiendo rápidamente en una molestia, vigilante —dijo Elegante—. Al Grupo no le gustas, aunque de momento he seguido defendiendo tu valía. No me hagas lamentarlo. Muchos de mis colegas están convencidos de que te volverás contra nosotros.
Miles no sabía si lo haría o no. No lo había decidido. Básicamente solo quería una cosa: venganza. Todos los mejores motivos reducidos a una sola y tenaz emoción.
Venganza por quince años en los Áridos, sin conseguir nada. Si esta ciudad ardía, quizá, por una vez, los Áridos verían algo de justicia. Y tal vez Miles podría ver establecerse un gobierno aquí en Elendel que no estuviera corrupto. Una parte de él reconocía, sin embargo, que ver humillados a los lores que gobernaban, a los alguaciles que se cruzaban de brazos, a los senadores que hablaban tan grandiosamente pero no hacían nada útil para el pueblo real sería lo más satisfactorio.
El Grupo era parte de lo establecido. Pero también ellos querían una revolución. Tal vez no se volvería contra ellos. Tal vez.
—No me gusta estar en este sitio, Elegante —dijo Miles, indicando la cámara donde los desvanecedores se habían asentado—. Está demasiado cerca del centro de las cosas. Verán entrar y salir a mis hombres.
—Os trasladaremos pronto —dijo Elegante—. El Grupo está en proceso de adquirir una nueva estación de tren. ¿Sigues decidido a hacer el trabajo de esta noche?
—Sí. Necesitamos más recursos.
—Mis colegas lo cuestionan. Se preguntan por qué tantas molestias para dotar a tus hombres de aluminio, solo para perderlo en una sola lucha sin matar a ninguno de los alománticos que se enfrentaron a vosotros.
«Es importante —pensó Miles—, porque pretendo usar ese aluminio para financiar mis propias operaciones». Ahora estaba prácticamente en la indigencia, justo donde había empezado. «Maldito seas, Wax. Ojalá te condenes a la Tumba de Ojos de Hierro».
—¿Cuestionan sus colegas lo que he hecho por ellos? —dijo Miles, saliendo de su ensimismamiento—. Cinco de las mujeres que querían están en su posesión, todas sin una mota de sospecha hacia usted y el Grupo. Si desean que la cosa continúe así, mis hombres deberán estar debidamente equipados. Un solo encendedor podría volver a todo el grupo unos contra otros.
Elegante lo miró. El delgado anciano no caminaba con bastón, y su espalda era recta. No era débil, a pesar de su edad y su obvio gusto por la buena vida. La puerta del ascensor se abrió. Dos hombres con traje negro y camisa blanca salieron de él.
—El Grupo ha aceptado el trabajo de esta noche —dijo Elegante—. Después de eso, os ocultaréis durante seis meses y os concentraréis en el reclutamiento. Prepararemos otra lista de objetivos para que nos los consigáis. Cuando regreséis a la actividad, discutiremos si la teatralidad de ser los «desvanecedores» es necesaria o no.
—La teatralidad impide que los alguaciles…
—Lo discutiremos entonces. ¿Intentará Wax interferir esta noche?
—Cuento con ello —dijo Miles—. Si intentamos escondernos, nos encontrará tarde o temprano. Pero no hará falta: descubrirá dónde vamos a atacar, y estará allí para intentar detenernos.
—Vas a matarlo esta noche, entonces —dijo Elegante, señalando a los dos hombres—. La mujer que cogisteis ayer se quedará aquí: úsala como cebo, si es necesario. No queremos trasladarla mientras la esté siguiendo. En cuanto a estos dos, te ayudarán para asegurarse de que todo salga bien.
Miles apretó los dientes.
—No necesito ayuda para…
—Te los llevarás —dijo Elegante fríamente—. Has demostrado no ser de fiar en lo referido a Waxillium. No hay más que discutir.
—Bien.
Elegante avanzó un paso y le dio un golpecito en el pecho y le habló en voz baja.
—El Grupo está ansioso, Miles. Nuestros recursos monetarios son muy limitados en este momento. Puedes robar el tren, pero no te molestes en tomar rehenes. Usaremos la mitad del aluminio que robes esta noche para financiar varias operaciones que no son de tu incumbencia. Puedes quedarte el resto de las armas.
—¿Estos dos hombres han combatido alguna vez contra alománticos?
—Son de los mejores. Creo que descubrirás que son muy capaces.
Los dos sabían lo que significaba esto. Sí, los dos lucharían contra Wax, pero también le echarían un ojo a Miles. Magnífico. Más interferencia.
«Hijo de puta insoportable», pensó Miles mientras Elegante se acercaba al ascensor, donde esperaban cuatro guardaespaldas. Se marchaba en su tren regular; probablemente había venido en él también. Quizá no se daba cuenta de que Miles los había estado investigando.
Elegante se marchó, dejando a Miles con los dos hombres vestidos de negro. Bien, encontraría alguna utilidad para ellos.
Regresó a la cámara principal, seguido por sus nuevos canguros. Los desvanecedores (la treintena que quedaba) se estaban preparando para el golpe de esta noche. Habían traído la Máquina a la cámara con la plataforma, que se movía a ras de tierra en un gran elevador industrial, una majestuosa maravilla eléctrica.
«El mundo está cambiando —pensó Miles, apoyándose en la barandilla—. Primero ferrocarriles, ahora electricidad. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que los hombres lleguen a los cielos, como dicen que es posible las Palabras de Instauración?». Podía llegar el día en que todo el mundo conociera la libertad que antes había estado reservada solo para los lanzamonedas.
El cambio no le daba miedo. El cambio era una oportunidad para convertirte en algo que no eras. Ningún Augurio se molestaba con el cambio.
Augurio. A menudo ignoraba esta parte suya. Su feruquimia era lo que lo mantenía con vida, y últimamente apenas lo advertía tampoco, excepto por la leve sensación de energía extra a cada paso que daba. Nunca le dolía la cabeza, nunca se cansaba, nunca tenía músculos doloridos, nunca se enfrentaba a resfriados ni achaques.
Por impulso, se agarró a la barandilla y saltó al suelo, situado a unos seis metros más abajo. Durante un breve instante, conoció esa sensación de libertad. Entonces llegó al suelo. Una de sus piernas trató de romperse: reconoció el leve chasquido. Pero las fracturas óseas se recuperaban tan rápidamente como se rompían, y por eso nunca se partían del todo: se agrietaban por un lado pero volvían a cerrarse por el otro.
Se incorporó, entero. Los canguros vestidos de negro cayeron a su lado, uno soltó un trozo de metal y frenó un momento antes de tocar el suelo. Un lanzamonedas. Bueno, eso podía ser útil. El otro lo sorprendió, pues aterrizó con suavidad pero no dejó caer ningún metal. El techo tenía vigas de metal Este hombre debía ser un atraedor: tiraba de aquellas vigas para frenar su caída.
Miles recorrió la sala, inspeccionando a los desvanecedores mientras preparaban sus arreos. Todo el aluminio que les quedaba había ido a las armas y las balas. Esta vez las emplearían desde el principio. En la lucha del banquete de bodas, los hombres tardaron unos instantes en cambiar de armas. Ahora sabían lo que podían esperar. Su número podía ser inferior, pero estarían mucho mejor preparados.
Saludó a Clamps, que estaba controlando a los hombres y le devolvió el gesto. Era bastante leal, aunque se había unido al grupo por la emoción de los robos en vez de por la causa. De todos ellos, solo Tarson (el querido y brutal Tarson) tenía algo parecido a la verdadera lealtad.
Clamps decía estar comprometido con la causa, aunque Miles no lo creía. Bueno, Clamps no había sido el que disparó el primer tiro en el último jaleo. Pese a todo lo que Miles quería cambiar las cosas, su temperamento, y no su mente, había acabado por imponerse.
Tendría que haber sido mejor que eso. Era un hombre creado para tener una mano firme y una mente más firme todavía. Hecho por Trell, inspirado por el Superviviente, y sin embargo débil aún. Miles se cuestionaba a menudo a sí mismo. ¿Era eso la marca de una falta de dedicación? Nunca había hecho nada en su vida sin cuestionarlo.
Se dio media vuelta, estudiando sus dominios. Ladrones, asesinos y bravucones. Inspiró profundamente, luego quemó oro.
Estaba considerado uno de los menores metales alománticos. Mucho menos útil que su aleación, que a su vez era mucho menos útil que uno de los metales de combate primarios. En la mayoría de los casos, ser un brumoso de oro era poco mejor que ser un brumoso de aluminio: un poder tan inútil que se había vuelto proverbial para alguien que no hacía nada.
Pero el oro no era completamente inútil. Solo en su mayor parte. Al quemarlo, Miles se dividía. El cambio era solo visible a sus propios sentidos, pero durante un momento era dos personas, dos versiones de sí mismo. Uno era el hombre que había sido. El furioso vigilante, más amargado cada día. Llevaba un sobretodo blanco sobre ropas harapientas, con gafas oscuras para proteger sus ojos del fuerte sol. El pelo oscuro corto y engominado. Sin sombrero. Siempre los había odiado.
El otro hombre era el hombre en quien se convertiría. Vestido con las ropas de un obrero de la ciudad: camisa abotonada y tirantes con pantalones sucios y perneras gastadas. Caminaba encorvado. ¿Cuándo había empezado eso?
Podía ver a través de ambos pares de ojos, pensar ambos tipos de pensamiento. Era dos personas a la vez, y cada una odiaba a la otra. El vigilante era intolerante, y estaba furioso y frustrado. Odiaba todo lo que rompía el estricto orden de la ley, y dispensaba duros castigos sin piedad. Aborrecía especialmente a quienes habían seguido la ley, pero le habían vuelto la espalda.
El ladrón, el desvanecedor, odiaba que el vigilante dejara a los demás elegir sus reglas. En realidad no había nada sagrado en la ley. Era arbitraria, creada por hombres poderosos para que les ayudara a conservar el poder. El criminal sabía que, en secreto, en el fondo, el vigilante comprendía esto. Era severo con los criminales porque se sentía impotente. Cada día, la vida empeoraba para la buena gente, la gente que se esforzaba, y las leyes hacían poco para ayudarlas. Era como un hombre que aplastaba mosquitos mientras ignoraba el tajo en su pierna, una arteria abierta que escupía borbotones de sangre en el suelo.
Miles jadeó y apagó su oro. De pronto se sintió cansado, y se desplomó contra la pared. Sus dos guardianes lo miraron impertérritos.
—Id —dijo Miles, agitando una débil mano—. Comprobad a mis hombres. Usad vuestra alomancia para determinar si alguno de ellos dejó accidentalmente metal en sus cuerpos. Los quiero limpios.
Los dos hombres se miraron entre sí. No se comportaban como si tuvieran que obedecerlo.
—Id —dijo Miles con más firmeza—. Ya que estáis aquí, bien podéis ser útiles.
Después de otro momento de vacilación, los dos hombres se marcharon a hacer lo que se les ordenaba. Miles se apoyó aún más contra la pared, inspirando y espirando.
«¿Por qué me hago esto a mí mismo?».
Había habido considerables especulaciones sobre lo que veía realmente un brumoso de oro cuando quemaba su metal. Una versión pasada de sí mismo, en efecto. ¿Era esa la persona que había sido? ¿O era una persona en la que podría haberse convertido, si hubiera elegido otro camino en su vida? Esa posibilidad siempre le hacía recordar al mítico metal perdido, el atium.
Fuera como fuese, le gustaba pensar que quemar su oro en ocasiones le ayudaba, que cada vez que lo hacía, le permitía coger lo mejor de lo que había sido y mezclarlo con lo mejor de lo que podía ser. Una aleación de sí mismo, entonces.
Le perturbaba cuánto de las dos personas en las que se convertía se odiaban mutuamente. Casi podía sentirlo como el calor de un horno, radiando desde el carbón y la piedra.
Se incorporó. Algunos de los hombres lo estaban mirando, pero no le importaba. No era como los jefes criminales que a menudo había arrestado en los Áridos. Ellos tenían que preocuparse por parecer fuertes delante de sus hombres, para que no los asesinara alguno que quisiera arrebatarles el poder.
Miles no podía ser asesinado, y sus hombres lo sabían. Una vez se había puesto una escopeta en la cabeza delante de ellos para demostrarlo.
Se acercó a una pila de baúles y cajas. Unos cuantos estaban llenos con las cosas que el Señor Elegante había ordenado robar en la mansión de Wax, efectos que el hombre esperaba que les ayudaran a combatir (o quizás incriminar) al antiguo guardián de la ley. Elegante se había resistido a matar a Wax al principio, por algún motivo.
Miles continuó hasta el fondo, donde habían depositado sus propios baúles tras la apresurada evacuación de su antiguo escondite. Escogió unos cuantos y luego abrió uno. Su sobretodo blanco estaba dentro. Lo sacó, lo sacudió, y luego sacó un par de recios pantalones de los Áridos y una camisa a juego. Se guardó en el bolsillo las gafas oscuras y fue a cambiarse.
Le preocupaba estar oculto, le preocupaba que lo reconocieran y lo consideraran un fuera de la ley. Bueno, en eso se había convertido. Si este era el camino que había elegido, al menos podía recorrerlo con orgullo.
«Que me vean por lo que soy».
No se desviaría de este rumbo. Era demasiado tarde para cambiar el objetivo cuando el martillo estaba ya cayendo. Pero no era demasiado tarde para enderezar la espalda.
Waxillium contemplaba la pared del salón de Ranette. Un lado estaba lleno de muebles, donde había colocado las cosas para dejar libre el camino entre el taller y su dormitorio. La otra mitad de la habitación estaba repleta de cajas de diversos tipos de munición, trozos de fragmentos de metal, y moldes para hacer cañones de armas. Había polvo por todas partes. Muy típico de ella. Le había pedido un lugar donde colocar su libreta de papel, esperando que le trajera un caballete. Ella le dio ausente unos clavos y señaló un martillo. Así que colgó el papel de la pared, dando un respingo mientras clavaba las puntillas en la hermosa madera.
Se acercó al papel y usó un lápiz para escribir una nota para sí mismo en la esquina. A un lado estaba el montón de manifiestos de expedición que Wayne le había traído. Al parecer, Wayne había dejado una pistola que le había tomado prestada a Ranette en lugar de los manifiestos, considerándolo un trato justo. Probablemente nunca se le había ocurrido que un grupo de ingenieros entrenados se sorprendería al descubrir que sus manifiestos habían desaparecido y había una pistola en su lugar.
«Miles golpeará en la Curva de Carlo», pensó Wax, dándole un golpecito al papel.
Había sido fácil localizar un envío de aluminio. La Casa Tekiel, harta de que le robaran, estaba pregonando a los cuatro vientos su nuevo vagón de tren blindado. Wax podía comprender el razonamiento: los Tekiel eran más conocidos como banqueros, y su negocio se basaba en la seguridad y la protección de los activos. Los robos se habían convertido en un importante incordio para ellos. Pretendía recuperarse de manera visible.
Era casi un reto para Miles y sus desvanecedores. Wax hizo otra anotación en el papel. El cargamento Tekiel seguiría una ruta muy directa hacia Doxonar. La había estudiado, anotando las localizaciones donde las vías férreas estarían cerca de uno de los canales.
«No podré controlar dónde vamos —pensó Waxillium, haciendo otra anotación—. Necesito saber exactamente a qué distancia de la parada anterior está la Curva de Carlo…».
No había mucho tiempo para prepararse. Acarició el pendiente que tenía en la mano izquierda, pasando el pulgar por su lisa superficie mientras pensaba.
La puerta se abrió. Wax no alzó la cabeza, pero el sonido de los pasos fue suficiente para decirle que era Marasi. Zapatos blandos. Ranette y Wayne llevaban los dos botas.
Marasi se aclaró la garganta.
—¿Las redes? —preguntó Wax, anotando distraído el número 35,17 en el papel.
—He logrado encontrar algunas, por fin —dijo ella, acercándose a mirar las anotaciones—. ¿Puedes encontrarle sentido a todo esto?
—En su mayor parte. Excepto a los garabatos de Wayne.
—Parecen… ser dibujos de ti. Desagradablemente feos.
—Esa es la parte que no tiene sentido —dijo Waxillium—. Todo el mundo sabe que soy irreparablemente guapo.
Sonrió para sí. Esa era una de las frases de Lessie. Irreparablemente guapo. Siempre decía que estaría mejor con una bonita cicatriz en la cara, al estilo de los Áridos.
Marasi sonrió también, aunque tenía la mirada fija en las anotaciones y los dibujos.
—¿El tren fantasma? —preguntó, señalando los dibujos de un tren fantasmal que recorría las vías, junto a un diagrama de cómo se había hecho probablemente.
—Sí —respondió él—. La mayoría de los ataques sucedieron en noches de bruma, al parecer para que fuera mucho más fácil ocultar el hecho de que el «tren» fantasma es realmente solo un frontal falso con un gran faro, sujeto a una plataforma móvil.
—¿Estás seguro?
—Razonablemente —dijo Waxillium—. Están empleando los canales para atacar, y por eso necesitan algún tipo de distracción para desviar la atención de lo que se les acerca por detrás.
Ella frunció los labios, pensativa.
—¿Estaba Wayne ahí fuera? —preguntó Waxillium.
—Sí, está molestando a Ranette. Yo… sinceramente salí de la habitación porque me preocupaba que ella le pegara un tiro.
Waxillium sonrió.
—Traje un periódico cuando estuve fuera —dijo ella—. Los alguaciles han encontrado el antiguo escondite.
—¿Ya? Wayne dijo que teníamos hasta el anochecer.
—Ya es de noche.
—¿Sí? Demonios. —Waxillium comprobó su reloj. Tenían menos tiempo de lo que había pensado—. No debería estar en los periódicos todavía. La policía encontró pronto el escondite.
Waxillium señaló los bocetos.
—Esto indica que sabes dónde golpearán los desvanecedores. No quiero golpear un metal frágil, Lord Waxillium, pero deberíamos comunicárselo a los alguaciles.
—«Creo» que sé dónde tendrá lugar el ataque. Si avisamos a los alguaciles, inundarán la zona y espantarán a Miles.
—Wax —dijo ella, acercándose—. Comprendo ese espíritu independiente: es parte de lo que hace que seas lo que eres. Pero no estamos en los Áridos. No tienes que hacer todo esto tú solo.
—No lo pretendo. Implicaré a los alguaciles, lo prometo. Miles, sin embargo, no es un criminal corriente. Sabe lo que intentarán hacer los alguaciles, y estará preparado. Esto hay que hacerlo en el momento adecuado, de la manera adecuada —Waxillium señaló sus anotaciones en la pared—. Conozco a Miles. Sé cómo piensa. Es como yo.
Casi demasiado.
—Eso significa que también puede anticipar tus movimientos.
—Indudablemente lo hará. Yo lo haré mejor.
En el momento en que Waxillium desenfundó su revólver y disparó contra los desvanecedores, había iniciado este camino. Cuando clavaba los dientes en algo, no los soltaba.
—Tienes razón respecto a mí —dijo él.
—¿Razón? Creo que no he dicho nada sobre ti, Lord Waxillium.
—Estás pensando que soy arrogante por querer hacer esto a mi modo, por no pasárselo a los alguaciles. Que soy un necio atrevido por no buscar ayuda. Tienes razón.
—No es tan malo —dijo ella.
—No es malo en absoluto. Soy arrogante y atrevido. Actúo como si todavía estuviera en los Áridos. Pero también tengo razón.
Extendió la mano y dibujó un cuadradito en el papel, y luego una flecha que lo conectaba con el edificio de la comisaría.
—He escrito una carta para que Ranette la envíe a los alguaciles —continuó—. Detalla todo lo que he descubierto, y mis suposiciones de lo que Miles irá a hacer, si no lo detengo. No haré ningún movimiento esta noche hasta que estemos lejos del tren y los pasajeros. Los desvanecedores no se llevarán a ningún rehén esta noche. Intentarán ser lo más rápidos y silenciosos que sea posible.
»Pero seguirá siendo peligroso. Morirá gente inocente. Intentaré con todas mis fuerzas impedir que sufran daño, y creo firmemente que tengo más posibilidades contra Miles de las que tendrían los alguaciles. Soy consciente de que estudias para ser abogada y jueza, y que tu formación te exige que acudas a los tribunales. Considerando mis planes, y mis promesas, ¿te abstendrás de hacerlo y me ayudarás?
—Sí.
«Armonía —pensó él—. Confía en mí». Demasiado, probablemente. Extendió la mano y encuadró unas notas.
—Esta es tu parte.
—¿No iré en el tren contigo? —Marasi parecía preocupada.
—No —respondió Waxillium—. Wayne y tú observaréis desde la cima de la colina.
—Estarás solo.
—Así es.
Ella guardó silencio.
—Sabías lo que pensaba de ti. ¿Qué piensas tú de mí, Lord Waxillium?
Él sonrió.
—Si el juego va a funcionar de la misma manera, no puedo decirte mis pensamientos. Tienes que adivinarlos.
—Estás pensando en lo joven que soy —dijo ella—. Y te preocupa implicarme, no vaya a resultar herida.
—Eso no es difícil de adivinar. Hasta ahora, te he dado… ¿tres oportunidades para abandonar esta misión y ponerte a salvo?
—También estás pensando —dijo ella—, que te alegras de que insista en quedarme, porque seré útil. La vida te ha enseñado a utilizar los recursos que tienes.
—Eso está mejor.
—Piensas que soy lista, como has dicho. Pero también te preocupa que me pongo nerviosa demasiado fácilmente, y te preocupa que puedan utilizarlo contra ti.
—¿Esos archivos que has leído hablan de Paclo el Polvoriento?
—Claro. Fue uno de tus ayudantes antes de que conocieras a Wayne.
—Era un buen amigo. Y un sólido vigilante. Pero nunca he conocido a un hombre que fuera más fácil de asustar que Paclo. Una puerta cerrada con suavidad le hacía gritar.
Ella frunció el ceño.
—Deduzco que los archivos no hablan de eso —dijo Waxillium.
—Lo describen como un hombre muy valiente.
—Era valiente, Lady Marasi. Verás, mucha gente confunde ser asustadizo con ser cobarde. Sí, un disparo hacía que Paclo diera un salto. Luego corría a ver qué lo había causado. Una vez lo vi enfrentarse a seis hombres que lo apuntaban con sus revólveres, y ni siquiera sudó.
Se volvió hacia ella.
—Eres inexperta. Yo también lo fui una vez. Todo el mundo lo es. La medida de una persona no es cuánto ha vivido. No es lo fácilmente que salta ante un ruido o lo rápido que muestra sus emociones. Es cómo hace uso de lo que la vida le ha mostrado.
Ella se ruborizó profundamente.
—También estaba pensando que te gusta dar sermones.
—Viene con la placa de vigilante.
—No… no la llevas ya.
—Un hombre puede quitársela, Lady Marasi. Pero nunca puede dejar de llevarla.
La miró a los ojos. Los de ella eran profundos, reflexivos, como el agua de un inesperado manantial en los Áridos. Él se contuvo. Sería malo para ella. Muy malo. Había pensado lo mismo con Lessie, y no se había equivocado.
—Hay otra cosa que he estado pensando —dijo ella en voz baja—. ¿Puedes adivinarla?
«Demasiado bien».
Con reticencia, él dejó de mirarla y se volvió hacia el papel.
—Sí. Estás pensando que debería convencer a Ranette para que te preste un rifle. Estoy de acuerdo. Aunque pienso que sería aconsejable que tarde o temprano te entrenes con un rifle, prefiero que en este encuentro concreto uses un arma que conozcas bien. Tal vez podamos encontrar un rifle donde encajen esas balas de aluminio que consiguió Wayne.
—Oh. Desde luego.
Waxillium fingió no advertir su embarazo.
—Creo que voy a ir a ver cómo están Wayne y Ranette —dijo Marasi.
—Buena idea. Esperemos que ella no haya descubierto que él se ha llevado una de sus armas para cambiarla.
Waxillium se retiró y se dirigió rápidamente hacia la puerta.
—¿Lady Marasi? —llamó Waxillium.
Ella se detuvo y se volvió, esperanzada.
—Hiciste un buen trabajo leyéndome —dijo él, asintiendo con respeto—. No mucha gente puede hacerlo. No muestro mucho mis emociones.
—Clase de técnicas de interrogatorio avanzado —dijo ella—. Y… ejem, he leído tu perfil psicológico.
—¿Tengo un perfil psicológico?
—Me temo que sí. El doctor Murnbru lo escribió después de su visita a Erosión.
—¿Esa rata de Murnbru era psicólogo? —dijo Waxillium, genuinamente sorprendido—. Estaba seguro de que era un tahúr que pasaba por la ciudad buscando marcos que embolsarse.
—Bueno, sí. Eso está en el perfil. Tienes, ejem, tendencia a pensar que todo el que va vestido de rojo es un tahúr crónico.
—¿Ah, sí?
Ella asintió.
—Maldición —dijo él. «Voy a tener que leer eso».
Ella salió y cerró la puerta. Waxillium volvió de nuevo a su plan. Alzó la mano y se colocó el pendiente en la oreja. Se suponía que debía de llevarlo cuando rezaba, o cuando hacía algo de gran importancia.
Supuso que esta noche haría las dos cosas.