Holt Overholser, de sesenta y tres años de edad, jefe del cuerpo de policía de West Tisbury y único miembro permanente del mismo durante todo el año, manoseaba los papeles de su mesa quejándose para sus adentros del flujo de veraneantes que todos los años pagaban su sueldo, pero que también se negaban a obedecer las señales de limitación de la velocidad y se empeñaban eternamente en arrojar la basura en el vertedero del pueblo en los días en que éste se encontraba cerrado oficialmente. Había pasado una buena parte de la tarde ocupado con el radar, multando vehículos. Los encargados municipales habían colocado una señal de prohibido circular a más de veinticinco kilómetros por hora a ochocientos metros del centro urbano, sabedores de que nadie iba a frenar tanto por lo menos hasta que hubieran rebasado la iglesia presbiteriana. Allí fue donde aparcó Holt y donde se dedicó a hacer parar a uno de cada dos coches y poner al conductor una multa de veinticinco dólares por exceso de velocidad, la cual había tenido la previsión de rellenar por adelantado.
Aquello se había convertido en una importante fuente de ingresos para el pueblo; los encargados del ayuntamiento estaban contentos, y Holt también. El año anterior habían recaudado lo suficiente para que él pudiera comprarse un Ford Bronco con tracción a las cuatro ruedas y el equipamiento especial para la policía. Este año pensaba comprarse uno de esos radiotransmisores que se llevan en el cinturón, con el micrófono sujeto al hombro, como los que usaban a veces en Canción triste de Hill Street. Aquélla era la serie favorita de Holt, y una buena parte de su entrenamiento como policía la había adquirido viendo religiosamente esa y otras series de televisión que se remontaban hasta la época de La patrulla de caminos. Cada vez que apagaba la radio decía: «Veinte cincuenta llamando a jefatura», con el mismo acento áspero que había hecho famoso a Broderick Crawford. Le gustaría saber si emitirían alguna serie buena de policías en la próxima temporada televisiva, pero lo dudaba; los polis parecían haber perdido otra vez el favor del público, y era posible que pasaran un par de años antes de que la televisión probara algo nuevo. Porque no podía contar Corrupción en Miami como serie de policías.
Holt pasó las páginas del bloc de multas para cerciorarse de que todo fuera legible antes de enviarlo a la oficina del secretario del ayuntamiento. Había puesto cuarenta y siete multas en cuatro intensas horas. Aquello suponía tres por debajo de su récord, pensó con cierta tristeza. Pero el Día del Trabajo estaba ya al caer, y no le cabía duda de que no sólo iba a batir su récord, sino que además iba a hacerlo pedazos.
Se estiró y miró por la ventana del pequeño despacho. La oscuridad se había insinuado sobre aquella noche de finales de verano. Lo único que quedaba del día era un resplandor rojizo al oeste que iba desapareciendo rápidamente. Holt no había viajado nunca en esa dirección más allá de la casa de su hermana, en Albany, con ocasión de la festividad de Acción de Gracias, pero leía con avidez, sobre todo novelas y libros de viajes, y anhelaba ir. Le gustaba imaginarse a sí mismo como alguien que da un salto atrás hacia otra era, la del Salvaje Oeste; se veía como un pacificador de una localidad pequeña, duro pero simpático, una persona justa pero a la que no convenía contrariar, un buen hombre al que tener al lado en una pelea.
Naturalmente, no había tenido una sola pelea en los treinta y tres años que llevaba trabajando en la policía de Martha’s Vineyard. Lo más a que se había enfrentado era algún que otro borracho pendenciero.
Cerró los ojos y se echó hacia atrás en su sillón. Tenía para cenar pescado azul fresco, guisado con verduras de su propio huerto. Holt se congratulaba de comer bien, algo que resultaba de la dedicación de su esposa. Se golpeó el pecho; sesenta y tres, y aún estaba fuerte como un roble, se enorgulleció. Los encargados de asuntos municipales habían intentado jubilarlo tres años atrás, pero Holt superó el examen médico de la policía estatal por delante de media docena de hombres que tenían la tercera parte de sus años, y esa evidencia convenció a los funcionarios para conservarlo en su puesto. Además, les divertía el método que empleaba Holt para sacarles unos buenos dineros a los muchachos que contrataba como ayudantes de policía para la temporada de verano. Holt era capaz de luchar con cualquiera de ellos y tumbarlos valiéndose tan sólo de la mano izquierda; cuarenta años antes había trabajado en un barco langostero de Menemsha, y la tarea de levantar cajas sin parar desde el fondo le había proporcionado una considerable fuerza física en la mitad superior del cuerpo. También había aprendido a jugar al póquer de joven, lo cual le servía ahora para complementar jugosamente sus ingresos. «Los universitarios siempre creen que saben jugar. Son meros aprendices», pensó.
Examinó el fajo de multas y decidió que podía esperar hasta el día siguiente. Así ocurría con la mayoría de las cosas, incluso en la temporada veraniega. Lanzó un bostezo y cogió con gesto de desgana la radio de policía apoyada en un extremo de la mesa.
—Central, les llama Uno, Adam, Uno, West Tisbury. Soy diez-treinta y seis de la oficina principal. Ruego me pongan en línea de urgencia, diez-cuatro.
—Hola, Holt ¿Cómo estás?
—Esto… Bien, central.
—¿Recibió Sylvia la receta que le envié?
—Afirmativo, central.
Odiaba que Lizzie Barry hiciera el turno de noche de la red de emergencias de la isla. Era mayor que él y estaba un poco senil. Nunca utilizaba la terminología apropiada.
—Uno Adam Uno, afirmativo, diez-cuatro.
—Buenas noches.
Colgó el micrófono y ya empezaba a recoger sus cosas cuando vio a la mujer que entraba por la puerta. Sonrió y le dijo:
—Justo estaba recogiendo para cerrar, señora. ¿En qué puedo ayudarla?
—Necesito ciertas indicaciones —respondió la detective Barren.
—Oh, cómo no repuso Holt mirando a la mujer de arriba abajo. A pesar de los vaqueros azules y la camisa, no parecía una turista de vacaciones. Tenía un aire de gran ciudad, y Holt olfateó que venía por trabajo. Probablemente se trataba de otra de esas malditas promotoras inmobiliarias, esa raza.
—Estoy buscando un lugar en el que hubo un accidente hace aproximadamente veinte años.
—¿Un accidente? —Holt se sentó y señaló con un gesto la silla que tenía enfrente. La solicitud le había picado la curiosidad.
—Hará unos veinte años, se ahogó en South Beach un comerciante de Nueva Jersey, propietario de una farmacia. Necesito saber dónde tuvo lugar dicho accidente.
—Bueno, South Beach se encuentra a veintisiete kilómetros de aquí, y veinte años es mucho tiempo. Tendrá que darme algún dato más.
—¿Recuerda usted el incidente?
—Señora, usted me perdonará, pero todos los veranos tenemos uno o dos ahogados. Llega un momento en que ya todos parecen iguales. Además, de eso se ocupan los guardacostas. Yo sólo me encargo del papeleo.
—Tengo la reseña que apareció en el periódico. ¿Serviría?
—No se pierde nada con verla.
Holt se inclinó hacia delante mientras Mercedes Barren extraía de su bolso el viejo ejemplar del Vineyard Gazette. El policía entrevió por un momento el cañón de la pistola automática, y sin pensar una reacción inteligente, dijo en un impulso:
—¿Lleva encima una arma, señora?
—Sí —contestó ella. Introdujo una mano en el bolso y sacó la placa dorada—. Debería haberme presentado. Soy la detective Mercedes Barren, de la policía de la ciudad de Miami.
Holt quedó fascinado al instante.
—Por aquí no tenemos muchas visitas que se diga de policías de ciudades importantes. ¿Está investigando un caso?
—No, no, sólo vengo a visitar a unos amigos.
—Oh —repuso Holt, desilusionado—. ¿Y por qué lleva la pistola, entonces?
—Es por costumbre profesional, lo siento.
—Ya. ¿No querría dejarla aquí depositada?
—Jefe, si no le importa, tengo que marcharme pronto, y me resultaría más cómodo llevarla conmigo encima. Seguro que puede usted forzar un poco alguna norma por un compañero de profesión.
Holt le sonrió e hizo un leve gesto con la mano para indicar que podía quedarse con el arma.
—Es que en esta isla no nos gustan mucho las armas. Nunca sirven para nada bueno.
—Jefe, eso también sucede en la gran ciudad.
Le mostró el periódico al policía. Éste leyó rápidamente la hoja.
—Sí, ya me acuerdo, pero vagamente. Un tipo que quedó atrapado en un remolino, me parece. No pudo hacer nada. —Levantó la vista hacia Mercedes Barren—. Imagino que en Miami no tienen remolinos en las playas.
—No, jefe.
—Bueno, un remolino se forma cuando el movimiento de las olas levanta parte de la arena del fondo, como si abriera un agujero. El agua entra por ahí, y de pronto tiene que volver a salir. A un par de cientos de metros de la costa, desaparece. El problema es que la mayoría de la gente forcejea como loca al sentir que la arrastra la corriente de la playa. No saben que lo único que tienen que hacer es dejarse llevar y luego volver nadando. O, si tienen que hacer algo, nadar paralelo a la playa. Lo más normal es que la resaca del remolino abarque tan sólo veinte o treinta metros. Pero no, la gente no mantiene la calma. Agitan brazos y piernas, se agotan, y se acabó. Más papeleo para mí y una salida de los guardacostas en busca del cadáver. En South Beach ocurre una o dos veces al año.
—El periódico sólo dice South Beach.
Holt siguió leyendo.
—Aquí dice que la familia se quedaba en West Tisbury, pero no aclara dónde.
—Ya lo sé. Pensé que a lo mejor usted se acordaba.
Holt negó con la cabeza y volvió a mirar el periódico.
—¿Y qué tiene que ver esto con los amigos que ha venido a visitar?
Mercedes Barren rió.
—En fin, jefe, es una historia muy larga, pero voy a tratar de resumirla. Mis amigos tienen alquilada la casa, y se encontraron con este periódico viejo. Sabían que yo iba a venir a verlos y se les ocurrió que esto me resultaría interesante, de modo que me lo enviaron a Miami, junto con unas instrucciones para encontrar el sitio en cuestión. Bueno, pues se lo crea o no, he perdido el papelito de las instrucciones y el número de teléfono, pero aún conservo este periódico. Así que ahora intento localizarlos.
—Ajá.
—Estoy segura de que a lo largo del verano debe de pasar por aquí mucha gente de lo más raro.
—Ajá.
—Bueno, pues póngame en la lista de los turistas raritos y ayúdeme a averiguar adonde tengo que ir.
Holt sonrió de pronto.
—Sería una lista larguísima, si me diera por hacer una.
Rieron los dos.
—Lo sospechaba —dijo la detective.
El policía volvió a fijarse en el periódico.
—Supongo que podríamos hacer una llamada a alguna inmobiliaria para ver si se han ocupado ellos del alquiler. Pero tardaríamos un montón de tiempo. Hoy en día hay muchas inmobiliarias en esta isla. ¿Ha probado a llamar al Gazette?
—Sí, pero a estas horas ya han cerrado.
Holt caviló unos instantes.
—Bueno, tengo una idea, a lo mejor tenemos suerte.
Tomó el micrófono que conectaba con la policía y dijo:
—Central, aquí Uno Adam Uno, otra vez.
—Hola, Holt —respondió Lizzie Barry—. Ya deberías haberte ido a casa. Seguro que se te está enfriando la cena en la mesa.
—Central, tengo en la oficina a una mujer que busca a unos amigos. Es una historia muy larga, pero sus amigos se quedan en la misma casa en que se quedó un tipo llamado Allen el verano en que se ahogó. Hace veinte años. ¿Te acuerdas de ese caso? Cambio.
La radio crepitó durante unos instantes.
—Por supuesto que me acuerdo, Holt. Estaba dándose un baño por la tarde. Fue aquel verano que sufrimos la ola de calor, acuérdate, cuando llegamos incluso a cuarenta grados. Lo recuerdo porque aquel mismo día se me murió el perro. De un golpe de calor. Era un perro muy bueno, Holt, ¿no te acuerdas de él?
Holt no se acordaba.
—Claro. Claro. ¿No era un setter?
—No, un golden retriever.
—Ah. —Holt esperó a que la voz continuara hablando, pero no fue así—. Bien, central…, Lizzie, ¿recuerdas dónde vivía aquel tipo? Cambio.
—Creo que sí. No estoy segura, pero me parece que se quedaba junto a la gran charca de Tisbury. En Finger Point. Claro que podría estar equivocada.
—Gracias, Lizzie. Diez-cuatro.
—Cuando quieras, Holt. Cambio y corto.
Holt Overholser colgó el micrófono.
—Qué le parece —dijo—. La buena de Lizzie es como una enciclopedia. Se acuerda prácticamente de todo lo que sucede aquí. Por lo menos de todo lo que resulte emocionante. Pero, oiga, le va resultar más bien peligroso intentar dar con ese sitio de noche. Debería buscar un hotel para dormir, y ya se acercará mañana por la mañana.
—Me parece una buena idea. Pero ¿podría simplemente indicármelo en el mapa?
Holt se encogió de hombros. Fue hasta la pared y le mostró a la detective la entrada arenosa por la que se accedía y dónde giraba el camino sin asfaltar. También le enseñó la bifurcación y qué ramal conducía a Finger Point. No recordaba cuánto hacía que no iba él por aquel lugar; probablemente los mismos veinte años que habían transcurrido desde el accidente. Sacudió la cabeza.
—Tiene que aprendérselo de memoria —dijo—. Allí no hay iluminación de ninguna clase, todo parece igual. Podría perderse de verdad. Espere a mañana.
—Es un buen consejo, jefe. Se lo agradezco. Creo que voy a acercarme a Vineyard Haven a buscar un hotel. Pero le agradezco el esfuerzo.
—No hay problema.
Holt Overholser acompañó a Mercedes Barren al exterior, donde ya había oscurecido.
—Esta noche hace calor —comentó—. Hace tres días bajó la temperatura a ocho grados, así que estos viejos huesos aún están diciendo que vamos a tener un otoño adelantado y un invierno duro. Claro que cuando se llega a mi edad todos los inviernos son duros.
Mercedes Barren rió.
—Jefe, por la pinta que tiene usted, seguro que es capaz de aguantar lo que el invierno le eche encima.
—Bueno, imagino que ahí abajo, en Miami, no se preocupan mucho del frío.
—Así es. —La detective sonrió—. ¿Me recomienda algún hotel?
—Son todos bastante buenos.
—Gracias otra vez.
—Cuando quiera. Pásese por aquí y charlaremos del trabajo de los policías.
—Puede que lo haga —respondió Mercedes Barren.
Holt observó cómo ella volvía a subirse a su coche. No advirtió la instantánea desaparición de aquella actitud amistosa y abierta, que fue sustituida de inmediato por una concentración rígida y una mirada dura. La detective salió de la entrada de la pequeña comisaría de policía. Entonces fue cuando Holt empezó a saborear ya el pescado que lo aguardaba, aunque advirtió que la detective Barren había tomado la carretera que conducía no al pueblo, sino al interior de la isla, y eso hizo que se detuviera un momento, con una ligera preocupación, antes de dirigirse a su casa.
La detective Mercedes Barren condujo con cuidado a través del negro de la noche.
«Con esta oscuridad me va a costar más trabajo dar con la casa —pensó—, pero en cambio me va a resultar más fácil acercarme a Douglas Jeffers sin que me vea, lo cual me proporcionará una ventaja».
No tenía en mente ningún plan concreto, salvo el de no concederle ninguna oportunidad a su presa.
«Le dispararé por la espalda si es preciso —decidió—, y si puedo. No dudaré. No esperaré. Sencillamente aprovecharé para disparar cuando se presente la ocasión».
«Un solo tiro, con eso bastará».
«Es todo lo que voy a conseguir, y es todo lo que necesito».
Continuó con la vista fija en la carretera, un poco por delante del trecho que alcanzaban a iluminar los faros del coche, buscando el desvío que la llevaría en dirección a Finger Point.
Las imágenes de aquel día parecían distantes, y sin embargo se entrometían en su concentración. Visualizó a los «niños perdidos», sentados alrededor de ella, en equilibrio al borde de su perversión, observándola. Se dijo que los había manejado bastante bien. Se quedó momentáneamente perpleja por el poder que tenían las sugerencias, el hecho de que decir las palabras adecuadas en el contexto adecuado podía desatar casi cualquier conclusión. Se fue de aquella sala totalmente convencida de que Martin Jeffers había ido a buscar a su hermano en el lugar en que había fallecido el padre adoptivo de ambos. Aquel convencimiento permaneció firme, inquebrantable, cuando se acercó a una de las ventanas de su apartamento con una palanca para neumáticos y penetró en él como lo había hecho en la ocasión anterior, sólo que esta vez hizo caso omiso del ruido que pudiera hacer y no disimuló en absoluto estar actuando a hurtadillas.
Fue directamente al dormitorio en busca de lo que necesitaba: el periódico viejo y descolorido. Experimentó una rabia momentánea al leer la reseña buscando detalles y descubrir que ésta era menos específica de lo que necesitaba.
En cambio, ese viejo policía de pueblo había estado perfecto.
Recordó cómo salió a toda prisa de Nueva Jersey, peleando contra el tráfico vespertino del área que rodeaba Manhattan, gritando de frustración por las retenciones en la carretera.
Tuvo que esperar lo que se le antojó una eternidad en Woods Hole, paseando nerviosa en el interior de la oficina del transbordador con los puños cerrados. El propio trayecto en el transbordador había resultado tedioso, las imágenes de postal de la puesta de sol y los veleros surcando las verdes aguas la irritaron sobremanera.
Pero, para compensar el malestar, obtuvo un éxito especial cuando acudió a la oficina de alquiler de coches que estaba más cerca del embarcadero. El hombrecillo que aceptó su tarjeta de crédito y le entregó las llaves, también la informó de que tenía toda la razón, que en el transbordador de la mañana había llegado en efecto un tal Martin Jeffers.
—Dijo que tenía asuntos en la isla. ¿Es amigo suyo?
—Bueno, en realidad somos de la competencia.
—Algo de inmobiliarias, seguro. Ustedes siempre están yendo de acá para allá, intentando adelantarse al siguiente que venga.
Ella no lo corrigió.
—Bueno, ganar dinero no es nada fácil.
—Aquí, sí. Esto está lleno de bandidos. —El empleado miró el carné de conducir. No viene por aquí mucha gente de Florida. Vienen sobre lodo de Nueva York, Washington, Boston. Pero de Miami, no.
—Yo trabajo para una empresa grande —mintió la detective—. Tienen muchas oficinas.
—Bueno —siguió diciendo el empleado—, en mi opinión, ya tenemos demasiado desarrollo urbanístico aquí, la verdad.
La detective Barren captó un deje de rabia en su tono de voz.
—¿Usted cree? —replicó—. Yo trabajo para una empresa especializada en la restauración de propiedades antiguas. No como mi colega Jeffers; él lleva moteles y bloques de pisos.
—Maldición —dijo el empleado—. Ojalá no le hubiera dado el coche.
—¿Qué tipo de coche le ha dado?
—Un Chevy Celebrity blanco. Matrícula ocho, uno, siete, seguido de tres jotas. Búsquelo bien.
—Gracias —contestó la detective Barren—. Lo buscaré. ¿Dijo exactamente adonde se dirigía?
—No.
—Bueno, ya daré con él.
—Buena suerte. Devuelva el coche mañana antes de las ocho de la tarde para no tener que pagar el recargo.
Encendió las luces largas y descendió por una pequeña bajada de la carretera. Cada cien metros veía otro camino sin asfaltar que salía a la derecha, y maldijo enfadada para sus adentros porque todos parecían iguales.
«Sigue adelante, no te pares. Busca la entrada de arena, como te ha dicho el policía».
Se cruzó con otro coche, que le dio las luces para indicarle que bajara las suyas. Ella así lo hizo, y el otro coche se deslizó por su lado con un fuerte estruendo en aquella estrecha carretera. Ella tuvo la sensación de haber pasado a escasos centímetros del otro y sintió un momento de pánico. Vio cómo se perdían las luces rojas traseras y de pronto volvió a engullirla la oscuridad.
Miró fijamente la noche.
—Es aquí —dijo en voz alta, reconfortada por el sonido de su propia voz en el interior del coche—. Estoy segura de que es aquí. —Siguió adelante y fue reduciendo la velocidad poco a poco—. Vamos, vamos, ¿dónde estás?
Se encontraba sola y a la deriva, con la isla oscura como el océano. Contempló el perfil del horizonte, y a duras penas logró distinguir dónde terminaban los árboles y dónde comenzaba el cielo. Sintió una cierta inquietud, como si estuviera suspendida sobre el agua, asida a una delgada cuerda. Notó la tensión que le inundaba todo el cuerpo. Sintió que estaba cerca. Experimentó una sensación de ahogo, como si se hubiera agotado todo el aire del interior del coche.
«Él está aquí, estoy segura. Pero ¿dónde? ¿Dónde?».
Hizo rechinar los dientes; estrujó el volante con las manos hasta que se le pusieron los nudillos blancos; se gritó a sí misma, casi chillando para contrarrestar la soledad del automóvil y de la noche:
—¡Vamos, vamos!
Y entonces vio el desvío.
Anne Hampton se hallaba sentada a la mesa, con la mirada fija en el cuaderno abierto que tenía ante sí. Leyó lo que había escrito: «Hago lo que hago porque tengo que hacerlo, porque quiero hacerlo. Porque todos tenemos dentro algo que nos dice lo que tenemos que hacer, y si no hacemos caso, nos asfixia con el deseo de hacerlo».
A continuación había anotado la respuesta del hermano: «Puedes pedir ayuda. No tiene por qué ser así».
Anne Hampton movió la cabeza en un gesto negativo. Aquélla era una táctica completamente errónea para tratar con Douglas Jeffers. Volvió a leer los apuntes. Aquella parte de la conversación databa de hacía cuatro horas. Tal vez tuviera algún otro método en mente, pero lo dudaba. En su opinión, el hermano parecía perdido, incapaz de comprender la situación, arrastrado a aquella confrontación y, luego, apenas capaz de articular una frase, y no digamos ya de persuadir a su hermano mayor de que depusiera el arma. Cerró los ojos. «Yo podría habérselo dicho —pensó—; podría haberle dicho que ya estaba todo organizado, que no hay forma de escapar, que no existe un final para el guión más que el que Douglas Jeffers inventó antes, en otra época, en el pasado, cuando yo todavía era una estudiante e hija de alguien y siglos antes de convertirme en la biógrafa de un asesino».
Anne Hampton se preguntó distraídamente qué iba a sucederles a todos ellos a continuación. Se sentía ajena a la situación, casi como si fuera otra persona desgajada de su cuerpo, invisible a todo el mundo, que observara cómo se desarrollaban los acontecimientos en lo alto de un escenario. Recordó que ya se había sentido así en otra ocasión, en el transcurso de uno de los asesinatos, en los primeros momentos pasados en el motel. ¿Cuánto tiempo hacía de aquello? No sabría decirlo. Se dijo que así eran siempre los recuerdos, semejantes a una serie de instantáneas que uno guarda en el cerebro, trozos de película de bordes mellados y movimientos parpadeantes e inconexos. Pensó: «me veo a mí misma corriendo por la nieve. Veo el dolor y el frío en mi rostro, pero ya no puedo recordar cuál era la sensación que me provocaban. No pude salvarle». Después vio al vagabundo y al hombre solitario que caminaba por la calle, y también a aquellas dos chicas con suerte… ¿cómo se llamaban?, dentro del coche. «No puedo salvar a nadie. No puedo, no se me permitió. Pero yo sí que quería, oh Dios, yo quería salvarle, era mi hermano, pero no pude, no pude. No puedo».
Sintió deseos de echarse a llorar, pero sabía que no iban a permitírselo.
—¡Boswell!
Al oír la voz de Douglas Jeffers, alzó la vista de pronto y se levantó de un salto.
—Lleva un poco de agua a nuestros invitados.
Asintió y corrió a la cocina. En un armario situado encima de la encimera encontró una jarra y la llenó de agua. Después, caminando deprisa pero con cuidado de no derramar el contenido, cruzó el salón, donde estaban sentados los dos hermanos el uno frente al otro, ahora silenciosos, tras un día entero hablando; abrió la puerta que daba acceso al dormitorio que había en la planta baja y entró sin hacer ruido. Pensó que quizás estuvieran dormidos, y no quería despertar a ninguno. Pero el roce de sus pies contra el suelo provocó que se alzaran cuatro pares de cejas presas del pánico.
Se sintió fatal.
—No pasa nada, no pasa nada —dijo.
Sabía que lo que decía sonaba tonto, que era una idiotez intentar consolarlos. Sabía que iban a morir, y pronto. Aquél era el plan desde el principio.
Que aquellas personas no fueran importantes le traía sin cuidado a Douglas Jeffers, estaba segura de ello. Lo importante era que se encontraban allí, en aquel lugar, un lugar que sabía que era importante para él. Recordó lo que dijo, en voz baja, segundos antes de penetrar en la casa por una puerta corredera del porche que alguien había dejado sin cerrar con llave, abierta a la brisa estival:
—Tengo que llenar esta casa de fantasmas.
Puso una mano sobre el brazo de la mujer con suavidad, un gesto tranquilizador.
—Les traigo un poco de agua —dijo—. Muevan la cabeza para decir que sí quieren beber. ¿Usted primero, señora Simmons?
La mujer afirmó con la cabeza, y Anne Hampton le aflojó la mordaza que le tapaba la boca y le acercó la jarra a los labios.
—No beba demasiado —le recomendó—, no sé si me permitirá llevarlos al cuarto de baño.
La mujer se detuvo a medio tragar y asintió otra vez.
—Tengo miedo —dijo, aprovechando la mordaza floja—. ¿No puede ayudarnos usted? Parece una chica muy amable. Y no es mucho mayor que los gemelos, por favor…
Anne Hampton estaba a punto de responder, cuando de pronto oyó una voz procedente del cuarto de estar:
—Nada de conversación. Limítense a beber. No me obliguen a hacerles cumplir las reglas.
—Por favor —susurró la mujer.
—Lo siento —susurró a su vez Anne Hampton. Volvió a colocarle la mordaza, aunque no tan apretada. La mujer se lo agradeció con un movimiento de cabeza.
Anne Hampton pasó al primero de los gemelos, después al segundo.
—No habléis —le susurró a cada uno. Cuando llegó al padre, esperó unos momentos—. Por favor —le dijo—, no intenten nada. No lo presionen.
El hombre asintió, y ella le aflojó la mordaza. Una vez que hubo bebido, volvió a ponérsela. Él tiró un poco de la cuerda que los ataba a todos juntos y dijo, a pesar del pañuelo que le tapaba la boca:
—Ayúdenos, por favor.
Pero ella no pudo contestar.
—Lo siento —se disculpó.
Cerró la puerta con la familia dentro y regresó a la habitación principal de la casa.
—¿Qué tal están? —preguntó Douglas Jeffers.
—Están asustados.
—Como debe ser.
—Doug, por favor —dijo Martin Jeffers—. Por lo menos suéltalos. ¿Qué han hecho ellos…?
Pero su hermano mayor lo interrumpió bruscamente.
—¿Es que no has aprendido nada en todo el día? Por Dios, Marty. Te lo he explicado muchas veces ya. Es importante que no hayan hecho nada, es crucial. ¿No lo entiendes? Los culpables nunca son castigados, sólo los inocentes. Así funciona el mundo. Los inocentes y los que carecen de poder. Ellos conforman la clase social de las víctimas. —Douglas Jeffers meneó la cabeza negativamente—. No puede ser tan difícil de entender.
—Lo intento, Doug, créeme. Lo intento.
Douglas Jeffers lanzó una mirada despectiva a su hermano.
—Pues inténtalo con más empeño.
Se sumieron en el silencio. Douglas Jeffers jugueteó con su pistola automática mientras Martin Jeffers permanecía sentado y silencioso. Anne Hampton atravesó la estancia y fue a ocupar su asiento. Abrió un cuaderno nuevo.
—Apúntalo todo, Boswell.
Ella asintió y aguardó. «Todo es una locura —pensó—. Ya no queda nada normal en el mundo, sólo sufrimiento, muerte y demencia. Y yo formo parte de todo eso».
Cogió el lápiz y escribió: «Nadie saldrá vivo de aquí».
Se sorprendió a sí misma. Era la primera vez que escribía un pensamiento suyo en aquellos cuadernos. Se quedó mirando la frase, y le infundió terror.
Los renglones escritos en esas páginas temblaron y se ondularon igual que el aire caliente que se elevaba de las carreteras por las que habían viajado. Luchó contra el agotamiento y contra aquel pensamiento tan negativo y reconstruyó mentalmente la jornada bloqueando el miedo con los recuerdos.
No sabía por qué Douglas Jeffers había postergado el asesinato de la familia Simmons, sólo sabía que, con la ayuda de ella, los había sacado a todos de la cama y los había encerrado en el dormitorio adicional atados, amordazados y con los ojos vendados. Los dejó allí mientras él se relajaba con los pies en el sofá, paladeando la salida del sol. A continuación se preparó un desayuno abundante.
Lo único que dijo fue que el hecho de tenerlos allí encerrados durante un día entero daría aliciente al juego. Ella se quedó sorprendida; casi había sido como si Jeffers no quisiera darse prisa, como si estuviera disfrutando de aquella situación y no tuviera ninguna gana de precipitarse a la siguiente. El riesgo que corrían en aquellas circunstancias no parecía afectarlo. No sabía cuál podía ser el motivo de que se tomara aquello con tan estudiada calma, pero le dio mucho miedo.
«Hemos llegado al final. Estamos en la última escena, y él quiere interpretarla en su plenitud».
Dos pensamientos se colaron en el laberinto de sus miedos: «¿Qué les hará a ellos? ¿Qué me hará a mí?».
Douglas Jeffers preparó huevos con beicon, pero ella fue incapaz de tragar nada. Justo estaban terminando cuando llegó el coche al camino de entrada de la casa. Anne se sintió horrorizada al pensar que alguien pudiera toparse con Douglas Jeffers; y entonces su terror se duplicó al ver al hermano. Supuso al instante que él sería igual. Y cuando descubrió que no, le resultó desconcertante y la turbó todavía más.
Miró de nuevo a los dos hombres.
Tan sólo los separaban un par de metros, pero se dio cuenta de que en realidad estaban muy lejos el uno del otro. Tuvo el vago presentimiento de que aquello era importante para ella, pero no consiguió imaginar por qué.
Le entraron ganas de gritarles: «¡Quiero vivir!».
Pero en vez de hacerlo permaneció pacientemente sentada, sin decir nada, esperando instrucciones.
Hasta el momento, habían pasado el día tal como cabría esperar de dos hermanos cualesquiera. Hablaron de cosas antiguas, de recuerdos. Rieron un poco. Pero para después de comer la conversación ya se había desintegrado, marchitada bajo la presión inexorable de la situación, y ahora estaban sentados apartados el uno del otro, a la espera.
Volvió media docena de páginas del cuaderno y leyó parte de lo que había escrito. Martin Jeffers había dicho: «Doug, me cuesta trabajo creer por qué estamos aquí. ¿Podemos hablar de ello?». Y Douglas Jeffers había contestado: «Pues créetelo».
Levantó la vista para observarlos a ambos y vio que Martin Jeffers se removía en su asiento. No sabía qué pensar de él.
«¿Me salvará?», se preguntó de repente.
—Doug, ¿por qué estás haciendo esto?
—Esa pregunta ya ha sido respondida. Eso es lo que dicen los abogados en el tribunal cuando intentan proteger a su testigo de las preguntas del contrario. Pregunta ya respondida. Pase a la pregunta siguiente.
—No hay más que una.
—No es cierto, Marty, no es cierto. Claro que existe un porqué, eso te lo puedo garantizar. Pero también hay un cómo y un cuándo, y un qué piensas hacer ahora. Eso parece más pertinente.
—Está bien —aceptó Martin Jeffers—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—No preguntes.
Douglas Jeffers lanzó una carcajada. Resultó un sonido extraño, imposible dentro de aquella pequeña habitación. Anne Hampton reconoció esa risa: era la de los peores momentos vividos. Esperó que el hermano pequeño tuviera la sensatez de dar marcha atrás.
Y lo hizo. Guardó silencio. Al cabo de unos momentos, el hermano mayor agitó la mano en el aire como si quisiera despejar el espacio que los separaba.
—¿Hasta dónde sabes? —preguntó Douglas Jeffers.
—Lo sé todo.
El hermano mayor hizo una pausa.
—Vaya, eso no es nada bueno. Nada en absoluto. —Calló unos instantes antes de continuar—. Eso quiere decir que has ido a mi casa. Supuse que esperarías a que acabase todo. Debías esperar.
—No, lo cierto es que ha sido otra persona.
—¿Quién?
Martin Jeffers dudó. De repente no tenía ni idea de qué decir. Pensó en todas las ocasiones en que había tenido una conversación intensa con un delincuente u otro. Siempre había sabido qué gestos componer, cómo actuar. Pero esta vez estaba completamente en blanco. Se quedó mirando a su hermano y la pistola que éste agitaba en la mano. Pero detrás del hombre vio al niño, y entonces lo comprendió: él también lo era. El hermano pequeño. Sintió nacer dentro de sí un resentimiento profundo, quemante. «Yo siempre era el último en enterarse de todo, siempre el último en llegar a todo.
Siempre hacía exactamente lo que quería él, con independencia de lo que opinara yo. Él nunca me escuchaba. Siempre me trataba como si fuera un indeseable apéndice. Siempre era él quien mandaba. Él siempre era importante. Yo nunca era nada. La ocurrencia tardía. Siempre, siempre». De pronto sintió odio hacia todo y le entraron ganas de hacer daño a su hermano.
—Un detective.
Aquella palabra le salió de los labios en un impulso, y de inmediato lamentó haberla pronunciado.
—¿Él también lo sabe todo?
Martin Jeffers advirtió que su hermano se ponía en tensión y luchaba, pero mantuvo la compostura. Pero en aquel mismo momento su tono de voz perdió toda la ligereza y relajación que podía haber tenido antes y se transformó en un ruido áspero. Era un tono que Martin Jeffers no le había oído nunca, pero que reconoció con una familiaridad fruto de los años. «Es la voz de un asesino», pensó.
—Sí —respondió—. En realidad, se trata de una mujer.
Douglas Jeffers aguardó y después dijo:
—En fin, eso nos acerca un poco más al momento de morir.
La detective Mercedes Barren tenía problemas para controlar aquel enorme coche americano, con una suspensión blanda que lo hacía rebotar y guiñar adelante y atrás cada vez que intentaba absorber los baches de aquel camino de tierra. Se oyó un agudo rasponazo que resonó por todo el interior del habitáculo cuando una rama de árbol arañó la pintura del costado. Oyó un golpe que dio el tubo de escape contra el suelo, pero siguió avanzando tercamente, haciendo caso omiso de la dificultad de la ruta.
Se negaba a aceptar que se hubiera perdido. Pero el negro envolvente de la noche y del bosque le provocaban un sentimiento de desesperación, como si la razón y la responsabilidad hubieran quedado abandonadas en la carretera principal y ella estuviera descendiendo hacia una especie de inframundo en el cual las normas las dictaba la muerte. Las sombras parecían apartarse de los faros del coche, cada una de ellas semejante a un espectro, un heraldo de muerte que portaba el rostro de Douglas Jeffers. Lanzó una exclamación ahogada de miedo y siguió conduciendo, ahora con la pistola agarrada en la mano derecha, encima del volante.
Cuando llegó al punto en que el camino se dividía en múltiples ramales y los faros del coche iluminaron las cuatro flechas de colores, paró y se apeó.
Se quedó mirando fijamente los cuatro ramales.
Notó que la invadía un sentimiento de frustración. Se acordó de la descripción que le hizo el jefe de policía y se hizo una imagen mental del mapa colgado en su oficina. Pero no guardaba correlación con las opciones que se le presentaban ahora.
—Tiene que ser ése —dijo en voz alta señalando un sendero negro—. Estoy segura —agregó desafiando el miedo y la inseguridad que sentía en realidad.
La idea incongruente de que pudiera terminar, pistola en mano, en la casa de algún veraneante flotó durante un instante en lo más recóndito de su cerebro. Pero enseguida la desechó.
—Vamos allá —dijo.
El sonido de su voz le resultó pequeño e insignificante en comparación con el bosque. Volvió a sentarse detrás del volante y continuó por el camino.
Doscientos metros más adelante el camino se bifurcaba de nuevo, y echó mano de su instinto para tomar el ramal de la izquierda. Sabía que estaba buscando la charca y que el brazo de tierra en el que encontraría a su presa esperando era estrecho y alargado. Bajó la ventanilla en un intento de presentir dónde se encontraba el agua, pero sólo sirvió para que la noche penetrara en el interior del automóvil. Continuó conduciendo y pasó por encima de una valla de madera abierta provista de un letrero que decía: «No entrar. Nos referimos a usted».
Hizo caso omiso y se internó en la espesura de pinos y arbustos, hasta que el bosque pareció envolverla todo alrededor. Le entró miedo de asfixiarse y comenzó a respirar hondo, hiperventilando.
Se negó a pensar ni por un solo instante que pudiera haber tomado una dirección completamente errónea.
—No te detengas —dijo.
De pronto vio un pequeño claro entre los árboles, y pisó el acelerador con más tuerza, agradecida. El coche dio un salto adelante y a continuación se hundió en el suelo, dando la impresión de caer, igual que un atleta que tropieza justo unos centímetros antes de la línea de meta. Lanzó un grito de miedo. Oyó un ruido parecido a un chasquido, y después otro como de triturar.
Detuvo el coche y se apeó.
Las dos ruedas delanteras se habían metido en un hoyo pequeño pero, desgraciadamente, eficaz. Golpeó el volante en un momentáneo arrebato de frustración, y después tragó saliva y miró en derredor. Apagó el motor y las luces. «Está bien. Puedes recorrer andando lo que queda. No es tan terrible, de todas formas tenías planeado abandonar el coche. Tú no te detengas, no te detengas». Echó a andar hacia el claro que se abría entre los árboles, acomodando rápidamente la vista a la oscuridad reinante. Asió con fuerza la pistola y empezó a correr, primero con suavidad, temerosa de hacerse en un tobillo lo mismo que le había hecho el hoyo a las ruedas del coche. Pero el paso vivo la estimuló, de manera que aceleró la marcha escuchando el golpeteo que hacían sus pisadas contra la superficie de arena del camino.
La senda se asemejaba a un túnel, cuyo final alcanzó a ver. Apretó el paso, y de pronto salió de las bajas ramas de los árboles a una ancha explanada de hierba bañada por la luz de la luna. Un tanto mareada, dirigió la mirada hacia el cielo y quedó abrumada por los miles de estrellas que parpadeaban en la inmensidad. Se sintió minúscula y sola, pero confortada por el hecho de haber salido de los árboles. Por un instante creyó que iba a cegarla el resplandor de la luna y se detuvo, jadeante, para orientarse un poco.
Vio un ancho reflejo a su izquierda: la charca. Distinguió con nitidez la franja de arena que había entre la explanada de hierba y la orilla del agua. Contuvo un momento la respiración y se dio cuenta de que incluso percibía el rítmico chocar del oleaje contra la costa. Dirigió la vista hacia allí y distinguió sin dificultad el perfil negro de South Beach, a un kilómetro de distancia.
Lo he encontrado.
Ya estoy aquí.
Miró al frente, esperando ver la casa, pero no la vio. Entonces sé volvió para mirar a la derecha, esperando ver más charca, pero lo único que encontró fue el oscuro bosque, que se estiraba adentrándose en la isla.
—Esto no puede ser —exclamó en voz alta, titubeando, preocupada de pronto—. Esto no puede ser en absoluto. Se supone que Finger Point es un brazo de tierra estrecho, con agua por los dos lados.
Avanzó tres metros, como si la topografía fuera a cambiar por el hecho de mirarla desde un ángulo ligeramente distinto.
—Esto no puede ser —volvió a decir.
Una docena de sentimientos contradictorios y disonantes reverberaron dentro de ella.
—Por favor —dijo—, tiene que ser.
Bajó hasta la orilla del agua y contempló la charca. El brillo de la luna se reflejaba en el suave chapoteo de las olas. Miró fijamente la noche, hacia la orilla opuesta.
Entonces se agachó y hundió las rodillas en la arena.
—No —dijo en voz queda—. Por favor, no, no, no.
Frente a sí tenía el lago, que en una dirección se extendía hacia las filas de dunas de arena de South Beach. Pero atrás, justo en línea recta respecto de donde se encontraba, descubrió un espigón de tierra negro que se introducía en el centro de la charca.
—No —dijo con suavidad—, no es justo.
Vio la casa que había en el extremo del brazo de tierra y supo entonces que lo que estaba viendo era el lugar donde aguardaban los hermanos Jeffers. Concentró la vista y advirtió que el resplandor de la luna alcanzaba a iluminar lo que supuso que era la forma blanca del coche de alquiler de Martin Jeffers.
Se dobló por la cintura y golpeó la arena con los puños.
—No, no, no —gimió.
Todavía arrodillada, giró la cabeza y volvió a mirar el bosque. «Me he equivocado de camino —pensó—, he tomado el que no era y he llegado a la orilla contraria de la charca. Venir hasta aquí, para luego equivocarme al escoger la senda». Sintió que la invadía el desánimo e intentó sobreponerse.
Por fin, jadeando como si acabara de correr los cien metros lisos, recuperó el control.
Se puso de pie.
—No pienso dejarme vencer —declaró en voz alta, y alzó un puño hacia la casa. Esperadme, porque voy a por vosotros.
Holt Overholser se apartó de la mesa mirando lo poco que había quedado en el plato de su segunda ración de pescado guisado, y dijo:
—Maldita sea.
—¿Qué sucede, querido? —preguntó su mujer—. ¿Le pasa algo al pescado?
Él negó con la cabeza.
—Es que ha ocurrido una cosa que me tiene preocupado —repuso.
—Bueno, no te lo guardes para ti —dijo ella, recogiendo los platos de la cena—. ¿Qué estás rumiando todo el rato? Las preocupaciones son malas para la digestión, ya sabes.
Holt reflexionó por un instante sobre el hecho de que su esposa veía el mundo organizado de una forma bastante tajante: todo era digestión. Si los árabes y los judíos comieran más grano, no estarían siempre luchando. Si los rusos llevaran una dieta más equilibrada y redujeran la ingesta de calorías, no estarían a todas horas golpeándose el pecho y lanzando amenazas contra la paz en el mundo. Si los terroristas dejaran de comer carne roja y consumieran más pescado, no necesitarían secuestrar aviones de pasajeros. Los republicanos comían demasiados alimentos grasos, lo cual les dañaba el corazón y les proporcionaba un aspecto físico conservador, por eso ella siempre votaba a los demócratas. En cierta ocasión Holt probó a preguntarle acerca de algunos miembros de la delegación del Congreso en Massachussets, que eran más robustos que los republicanos, como Tip y Teddy, pero ella no le hizo caso.
—Pues que justo cuando iba a cerrar he recibido la visita de una detective. Ha venido nada menos que desde Miami.
—¿Estaba investigando un caso, querido? Ha debido de ser emocionante.
—Ha dicho que no.
—¿Y por qué no la has traído a cenar a casa?
—Pero iba armada. Y me ha dado una explicación que cuanto más pienso en ella menos sentido le encuentro.
—Bueno, querido, ¿y qué vas a hacer?
Holt Overholser reflexionó unos instantes. Puede que él no fuera Sherlock Holmes, pero desde luego estaba a la altura de Mike Hammer.
—Creo que voy salir a dar un paseo —anunció—. No te preocupes, estaré de vuelta para ver Magnum.
Se puso el cinturón militar tipo Sam Browne con su correa sobre el hombro y se dirigió hacia el gran furgón policial con tracción a las cuatro ruedas.
Martin Jeffers seguía inmóvil en su asiento, observando a su hermano, que paseaba nervioso por la habitación. En un momento dado intentó cruzar su mirada con la de Anne Hampton, pero ésta se hallaba en una postura rígida, sentada a la mesa con el lápiz suspendido en el aire. Por un instante se imaginó lo que debía de haber pasado; no tenía ni idea, pero sabía que debía de haber sido duro, para haberla llevado a aquel estado semicatatónico en el que parecía encontrarse.
Esa observación lo sorprendió. Era la primera reflexión que hacía, desde que llegó a Finger Point, que por lo menos revelaba cierto conocimiento psicológico rudimentario. Intentó darse una orden a sí mismo: «¡Haz uso de lo que sabes!».
Luego negó apenas con la cabeza, en un levísimo gesto de aceptación, para decirse que no había esperanza.
«En este momento, no soy nada más que el hermano pequeño».
Miró a Douglas Jeffers y pensó: «Con él, es lo único que seré siempre».
Clavó la mirada en su hermano, el cual parecía muy excitado. Daba la impresión de estar evaluando la situación a cada paso que daba.
—No deja de ser curioso —dijo Douglas Jeffers en un tono de voz desprovisto de humor— que uno se meta en una situación tan compleja emocionalmente que clama al cielo, y que en cambio haya tan poca cosa, si es que hay algo, que decirse el uno al otro. ¿Qué vas a hacer? ¿Decirme que no puedo ser como soy? —Ese comentario vino acompañado de una risa explosiva—. En fin —dijo el hermano mayor—, cuéntame algo que venga al caso, algo que sea importante. Háblame de esa mujer policía.
—¿Qué quieres saber?
Su hermano paró en seco y lo apuntó con el arma.
—¿Crees que dudaría un segundo? ¿Crees que el hecho de que seas hermano mío te concede una dispensa especial? ¡Has venido aquí! ¡Sabías lo que pasaba! De modo que también conocías los riesgos…, así que no me jodas con respuestas evasivas.
Martin Jeffers afirmó con la cabeza.
—Es de Miami. Está convencida de que tú asesinaste a su sobrina… —No pudo afirmar lo que sabía y en lo que su cerebro no dejaba de insistir: «¡Tú mataste a su sobrina! ¡Las mataste a todas!—…».
Fue ella la que entró en tu apartamento y encontró las fotos.
—¿Y dónde está ahora?
—La he dejado en Nueva Jersey.
—¿Por qué?
—Porque tiene la intención de matarte.
Douglas Jeffers lanzó una carcajada.
—Vaya, eso resulta muy sensato desde su punto de vista.
—Doug, por favor, ¿no podemos…?
—No podemos, ¿qué? Marty, siempre has sido un soñador. ¿No te acuerdas de todos aquellos libros que te leía yo cuando eras pequeño? Siempre eran fantasías, aventuras, con héroes que luchaban por causas justas haciendo frente a inmensos obstáculos. A ti siempre te gustaban las historias de soldados que luchaban en batallas desesperadas, caballeros que se enfrentaban a dragones. Te gustaban los libros en los que triunfaba la bondad…
»¿Sabes una cosa? No es así. Nunca sucede así. Porque aun cuando gane el bien, éste se rebaja y se ve obligado a vencer al mal con sus propias reglas de juego. Y eso, querido hermano, es una derrota mucho peor.
—Eso no es verdad.
Douglas Jeffers se encogió de hombros.
—Cree lo que quieras, Marty. Da lo mismo. —Hizo una pausa y después prosiguió—: Cuéntame más. ¿Es buena detective? ¿Cómo se llama?
—Mercedes Barren. Supongo que sí es buena detective. Me encontró a mí…
Douglas Jeffers resopló, burlón:
—¿Y crees que también va a encontrarme a mí?
Martin Jeffers asintió.
Su hermano lanzó una carcajada estridente, furiosa.
—No tiene la menor posibilidad. A menos que tú le hayas dicho adonde tiene que ir. Pero no se lo has dicho, ¿verdad, hermano?
Martin Jeffers negó con la cabeza.
Douglas Jeffers frunció el ceño.
—No te creo una palabra. —Calló unos instantes—. Mira, es probable que no supieras que se lo estabas diciendo, pero se lo has dicho. Te conozco, Marty. Te conozco tan bien como a mí mismo. Eso forma parte de lo que significa ser el mayor: el mayor carga con el hecho de comprender las cosas, el menor tan sólo carga con respeto y envidia a partes iguales. Así que, aunque tú creas que te has librado de ella, lo más probable es que sea que no. Le habrás dicho algo, seguramente ni siquiera sabes qué. Pero lo habrás dicho, y ahora seguro que viene para acá. Sobre todo si es lo bastante inteligente para venir buscándote a ti primero. Pero ¿estará muy cerca? Ésa, querido hermano, es la pregunta que hay que hacerse. ¿Estará al otro lado de esa puerta?
Los ojos de Martin Jeffers se posaron involuntariamente en las puertas de cristal correderas. Su hermano rió de nuevo, en tono amenazante.
—¿O estará un poco más atrás? Quizá se encuentre a unas horas de aquí.
Sonrió, pero con un humor sobrenatural.
—Oh, Doug…
—Mira —continuó—, después de esta noche desapareceré durante mucho tiempo. Se me ocurrió venir a Finger Point porque lo consideré un sitio excelente en el que volver a nacer. Y no lo digo en sentido religioso fundamentalista. Tenemos gran cantidad de recuerdos, diría yo, flotando por aquí. Es una broma. En cualquier caso, aquí es donde todo vuelve a empezar para mí. A empezar desde cero. De vuelta a la línea de salida, libre como un pájaro.
—Explícate.
Douglas Jeffers indicó con un gesto la bolsa del equipo fotográfico.
—Detalles, detalles. Baste decir que en el interior de esa bolsa está mi nuevo yo.
—Sigo sin entenderlo —dijo Martin Jeffers.
—Sólo hay una cosa que necesitas saber —dijo bruscamente su hermano mayor—. Mi nuevo yo no tiene hermanos.
Aquellas palabras golpearon a Martin Jeffers en lo más hondo.
Sintió un amago de náusea y procuró serenarse aferrándose a los brazos del sillón.
—No lo harás —dijo—. No te creo capaz.
—No seas ridículo —replicó Douglas Jeffers, irritado—. Boswell te lo puede confirmar: en ningún momento he tenido escrúpulo alguno en matar a nadie, ¿verdad, Boswell?
Ambos se giraron hacia Anne Hampton. Ella negó con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué habría de dudar en matar a mi hermano? ¡Vamos! Caín mató a Abel, ¿no? ¿No es ése el mayor secreto que guardan todos los hermanos? Todos queremos matarnos el uno al otro. Ya deberías saber eso, el loquero eres tú. Sea como sea, ¿qué mejor camino puede haber para alcanzar la libertad plena y total? Estando tú vivo, yo siempre sabría que existes, como un vínculo sólido e indestructible con el pasado. Supón que un día tropezáramos el uno con el otro en la calle. O que vieras una foto mía en alguna parte. Yo nunca podría estar seguro, nunca podría tener la seguridad total. ¿Sabes una cosa tonta de verdad? Que estaba dispuesto a correr ese riesgo. Hasta que tú te presentaste aquí. En ese momento, nada más verte, comprendí lo equivocado que estaba. Si quería vivir, en fin…, lo entiendes, ¿no? Al desaparecer tú, bueno… —Se alzó de hombros—. Me parece razonable.
—Doug, tú no, no seas, qué es lo que… —Martin Jeffers dejó la frase sin terminar. Se sentía confuso y perplejo. ¡Pero si he venido a salvarlo!, pensó.
En eso, dando un salto que aterrorizó a todos, Douglas Jeffers atravesó la habitación y apoyó el cañón de la automática bajo la garganta de su hermano.
—¿Sientes la muerte? ¿La hueles? ¿Notas su sabor en los labios? Todos lo sintieron, aunque sólo fuera por un instante, pero lo sintieron.
—Doug, por favor, por favor…
Douglas Jeffers retrocedió.
—La debilidad es repugnante. —Miró a su hermano—. Debería haberte soltado, y así también tú habrías muerto.
Martin Jeffers sacudió la cabeza en un gesto negativo. Inmediatamente supo de qué estaba hablando su hermano.
—Yo sabía nadar muy bien. Tan bien como tú. Mucho mejor que él. Lo habría salvado.
—No se merecía que lo salvaran.
Se miraron fijamente el uno al otro, y ambos vivieron el mismo recuerdo.
—Fue igual que esta noche —dijo Martin Jeffers.
—Lo recuerdo —agregó su hermano, que había abandonado un poco el tono amenazador mientras recordaba—. Hacía calor y quiso darse un baño. Nos llevó a la playa, pero tú dijiste que no querías meterte, veías el agua muy revuelta. Lo recuerdo.
»Unos días antes había habido tormenta, ¿te acuerdas? Las tormentas siempre desbaratan mucho la playa. Esa fue la razón. Yo imaginé que podía haber un remolino y que de noche resultaba difícil verlo…
—Por eso tú no me dejaste meterme en el agua.
Douglas Jeffers asintió.
—Pero el muy cabrón dijo que éramos unos gallinas. Tuvo lo que se merecía.
Martin Jeffers guardó silencio unos momentos.
—Podríamos haberlo salvado, Doug. No era un remolino tan fuerte, pero él luchó contra la resaca. Nosotros éramos mucho más fuertes que él. Mucho. Podríamos haberlo salvado, pero tú no quisiste. Me retuviste en la playa y dijiste que preferías que se bañase en su propia mierda, lo recuerdo perfectamente. Yo lo oí gritar pidiendo socorro. Pero tú me sujetaste hasta que dejó de gritar.
Douglas Jeffers sonrió.
—Supongo que ése fue mi primer asesinato. Dios, qué fácil fue. —Miró a su hermano—. A su manera, todos han sido fáciles.
Martin Jeffers le preguntó:
—¿Fue eso lo que te dio pie para empezar?
Douglas Jeffers se encogió de hombros.
—Pregunta a Boswell. Está todo en los apuntes.
—¡Dímelo tú!
—¿Por qué?
—Porque necesito saberlo.
—No lo necesitas.
Martin Jeffers hizo una pausa. Aquello era cierto.
Al cabo de un momento preguntó:
—Bien, ¿y qué vas a hacer?
Douglas Jeffers se apartó y se incorporó.
—Ya te lo he dicho, Marty, aquella noche debería haberte dejado meterte en el agua. Así os habríais ahogado los dos. Eso es lo que debería haber ocurrido. ¿Sabes que ésa fue la última vez que tuve compasión por nadie? No, supongo que no lo sabes. Aquella noche cuidé de ti, por mucho que tú forcejearas y por mucho que gritara él. No estaba dispuesto a permitir que te lanzaras al agua a salvar a ese cabrón. Aquella noche te salvé la vida. Te di todos estos años buenos, malos, tristes. Pues ahora exijo la devolución. Se agotó el tiempo. Se ha terminado el juego. ¿No lo entiendes? En realidad, lo único que voy a hacer es algo que ha sido postergado todos estos años: voy a permitirte que corras hacia tu muerte.
»Es posible que lo hubieras salvado. No se lo merecía, pero puede que lo hubieras salvado. Habría sido bonito que llevaras a cabo un acto de valentía… Pero no tuviste ocasión. —Douglas Jeffers aspiró profundamente—. Y nunca tendrás ocasión.
Alzó la pistola y apuntó con ella a su hermano.
—Es probable que tengas alguna idea romántica de que esto es difícil —dijo en tono inexpresivo—, pero no lo es.
Y disparó el arma.
El eco de la detonación cruzó volando las negras aguas de la charca y se perdió en el cielo estrellado. La detective Mercedes Barren corrió hasta la orilla y escrutó la noche negra como la tinta, segura de que aquel disparo había salido de la casa situada enfrente de donde se encontraba ella. Sintió las suaves olas del lago rozarle las punteras de las zapatillas. Se le revolvió el estómago y su cerebro aulló.
«¡No hay tiempo! ¡No hay tiempo! ¡Ya está ocurriendo! ¡Estoy segura!».
Se quedó mirando fijamente el agua, llena de rabia e impotencia.
—¡No sé nadar! Oh, Dios, no sé… A lo mejor no está muy profundo —dijo en un intento de convencerse a sí misma.
Pero sabía que era mentira.
Dio un paso y se metió en el agua con gesto vacilante. Se le congeló el corazón, y sintió como empezaba a cerrarse en torno a ella la oscuridad opresiva. Experimentó un leve mareo y retrocedió. Giró la cabeza para mirar a su espalda, hacia el largo camino que atravesaba el bosque.
«No hay tiempo».
«Estoy a cien metros del éxito —pensó—, pero igual podría ser un millón de kilómetros».
Se sintió inundada por una sensación que fue mitad determinación, mitad pánico, y que la llenó de desesperanza y devoción.
—Llegaré hasta ahí —dijo apretando los dientes—. Llegaré. Llegaré.
Pero no sabía cómo.
Se volvió y escudriñó la playa. La luz de la luna incidía en el agua proyectando un resplandor mortecino que creaba extrañas figuras y formas. Vio un objeto oscuro y oblongo como a unos cincuenta metros del borde de lago. Dio un paso inseguro hacia allí, y luego otro. Su cerebro no quería dar forma al nombre: un bote. Pero el corazón le gritaba órdenes, y de pronto echó a correr por la playa de arena en dirección al objeto. A cada paso que daba, el objeto iba adquiriendo una forma más nítida, hasta que por fin vio que se trataba de un pequeño esquife.
«Ya voy. Gracias, gracias». Se abalanzó sobre un costado de la embarcación y la asió con las manos.
En eso se quedó petrificada.
No había motor. Ni remos. Únicamente un solo mástil, sin vela.
Sin permitir que la decepción se apoderara de ella, se acercó a la proa del bote. Estaba encadenada a un poste hundido en la arena, y la cadena tenía un candado.
Se dejó caer en la arena abrumada por la frustración y el desánimo. Respiró hondo para contener las lágrimas. Se dijo que ya no podía seguir luchando contra los caprichos de la vida.
—Todo está mal. Todo se tuerce. Todo se ha torcido siempre. Lo siento. Lo siento. Dios, lo he intentado, lo he intentado con todas mis fuerzas.
Volvió a contemplar las luces de la otra orilla.
«Conseguirá escapar —se dijo—. Nunca he estado más cerca que ahora. Siempre ha habido alguna cosa que me ha impedido llegar hasta él».
«He perdido».
Hundió la cabeza entre los brazos y se recostó contra la borda del bote.
«Lo siento».
La luz de la luna lograba que pareciera que el bote resplandecía en la oscuridad. Arrancó un destello a un objeto blanco, arrinconado en el fondo del casco.
Se incorporó, picada su curiosidad, con una vaga sensación de alivio temporal. Alargó la mano y agarró un cojín forrado de plástico que tenía dos asas a los lados. Le temblaron las manos: una almohadilla flotador.
Miró de nuevo la casa, en la que estaba segura de que Douglas Jeffers se estaba preparando para marcharse, para escapar para siempre de sus garras de animal de presa.
«Ahí lo tienes. Es tu única oportunidad».
Después miró las rizadas aguas del lago, negras y sin fondo. Pensó en su sobrina y recordó cómo nadaba sin esfuerzo en aquella piscina azul opaco, elegante, tranquila, sin miedo.
—Oh, Dios —repitió.
Recordó también la furia aplastante que la rodeó a ella y la empujó hacia el fondo, la dejó sin respiración, intentó aspirar toda la vida que guardaban sus pulmones infantiles. Recordó la promesa que había hecho cuando niña y que había cumplido al hacerse adulta. Su cerebro se llenó de la suma de todas las pesadillas que había tenido en su vida y sintió que se le revolvía todo el cuerpo en un fuerte estremecimiento.
—No puedo —dijo.
Se acordó de su padre viniendo descalzo hasta su cama, con la casa a oscuras, para consolarla cada vez que la despertaba una pesadilla. Le ponía sus grandes manos en la cara y le frotaba las sienes con suavidad, y le decía que así convencía al mal sueño de que saliera de su cabecita. Después volvía la mano cerrada hacia arriba, como si guardara dentro de ella el pensamiento causante de su miedo, y a continuación decía: «Adiós, mal sueño; hasta nunca, pesadilla», y tomaba aire y soplaba para mandar aquel sueño inquietante para siempre al olvido. Recordó que ella acariciaba la frente a su sobrina de la misma manera para que pudiera volver a sumirse en el dulce sueño de los jóvenes.
Respiró hondo y expulso el aire despacio, al tiempo que se decía a sí misma:
—¡Hasta nunca, pesadilla!
Dio un paso en dirección al agua.
No puedo…
Pero metió los brazos por las asas del cojín flotador y se guardó la pistola en el cinturón.
—No sé nadar.
Sintió el agua en torno a los tobillos. Le dio la sensación de que intentaba atraparla, atraerla hacia su oscuro vacío.
—No puedo —dijo por última vez.
Y entonces se metió suavemente en el agua.
Durante los veinte primeros metros los dedos de los pies fueron tocando el fondo, y eso le dio confianza. Fue en el metro veintiuno cuando lanzó las piernas hacia abajo esperando tocar el blando fondo y no encontró más que el fluido. Empezó a invadirla el pánico.
«No te pares, no te pares».
Agitó los bazos suavemente y pataleó despacio con los pies.
«Puedes conseguirlo». Su valor era falso.
Una pequeña ola se alzó y le chocó en la cara.
La hizo perder el equilibrio, y titubeó como si estuviera en lo alto de un pináculo. Se agitó con nerviosismo y pataleó a un lado y a otro en el intento de recuperar el control. En eso llegó otra olita, la cual la hizo girar sobre sí y perder apoyo. Sintió que la atenazaba un pánico negro, y forcejeó para recobrar el equilibrio. Pero cada movimiento, por pequeño que fuera, sólo conseguía hacer que se bambolease con más intensidad. Apretó la almohadilla con todas sus fuerzas, pero ésta resbalaba y se le escapaba.
Le entraron ganas de gritar, pero no podía hacerlo.
Rompió contra ella otra ola más, y sintió que todo se le escapaba de las manos.
—¡No! ¡No! ¡No!
Cayó rodando hacia un costado, igual que una tortuga, y de repente las negras aguas le pasaron por encima de la cabeza causándole la misma sensación que si se hubiera cerrado sobre ella la puerta de un armario.
—¡Ay, Dios! ¡Voy a ahogarme!
Era como si el agua tirase de ella hacia abajo. Luchó contra la fuerza que la arrastraba hacia el fondo.
El agua la abrazo a uno si fuera un amante demoníaco, privándola de todo aliento, arrastrándola hacia su negrura. Ya no era capaz de distinguir lo que era arriba y abajo. La noche había desaparecido de un plumazo, sustituida por el fuerte abrazo de las aguas del lago.
«¿Dónde está el aire?».
«¡Socorro! ¡Socorro! ¡Oh, Dios, por favor, no permitas que me ahogue!».
Luchó y pataleó como una tigresa, a solas en la negrura, contra la muerte.
«¡No quiero, no quiero, no quiero que sea de este modo! ¡Susan! ¡Dios! ¡Socorro! ¡Susan, no!».
De repente pensó que era un despropósito morirse estando tan cerca de la victoria, y en el microsegundo de raciocinio que traspasó el miedo que la atenazaba.
«No te rindas, Mercedes», pensó.
Así que no se rindió.
Inmersa en aquel vacío creado por el pánico, supo que tenía que asirse al flotador. Lo aferró con furia, gritándose a sí misma que deseaba vivir. Forcejeó con él hasta que súbitamente lo tuvo bajo el pecho. De repente notó que el flotador la empujaba hacia arriba, y en un segundo su cabeza asomó por la superficie del agua.
No entendía exactamente cómo había ocurrido, pero, sintiéndose agradecida, aspiró grandes bocanadas de aire y descansó un poco.
Su mirada permaneció fija en la casa. Se encontraba más cerca.
—Aún sigo aquí —dijo con los dientes apretados.
En el momento en que empezaba a darse impulso hacia delante, vio una escena extraordinaria: un grupo de seis cisnes de un blanco fantasmal volando un metro por encima de la superficie; pasaron en bandada por encima de ella como si le señalaran el camino a seguir. Observó cómo, con las alas iluminadas por la luna, giraban en la vertical de la casa y después desaparecían en el cielo nocturno.
—Susan —exclamó en voz alta, cercana al delirio—. Ya voy.
Entonces se dio cuenta de que había perdido el juicio.
«A lo mejor me he muerto. A lo mejor esto es un sueño».
«En realidad estoy muerta, bajo el agua, y todo esto es la última fantasía que estoy viviendo antes de entrar en el vacío».
Continuó remando, luchando con todas las fibras de su cuerpo por alcanzar aquella mezcla de seguridad y peligro que la aguardaba en la orilla.
—Bueno —dijo Douglas Jeffers en tono rígido—, eso demuestra una cosa.
Martin Jeffers estaba con los ojos abiertos como platos, al borde del pánico. Notaba el olor de la cordita y la pólvora, y aún sentía en los oídos la ensordecedora explosión del arma. No se atrevió a volver la cabeza para inspeccionar la pared en la que se había incrustado la bala, aproximadamente a unos treinta centímetros por encima de él.
—Ahora ya lo sabes —dijo Douglas Jeffers—. Ahora ya lo sabes.
«¿Qué es lo que sé?», se preguntó Martin Jeffers. Pero se lo calló.
Douglas Jeffers dio media vuelta y fue hasta las puertas correderas. Una vez allí, se quedó mirando la superficie del agua y guardó silencio unos instantes, al parecer absorbiendo todas las sensaciones de la noche.
Martin Jeffers parpadeó y aspiró profundamente, como si quisiera cerciorarse de que efectivamente seguía vivo. Observó a su hermano.
«Tiene razón. No tiene alternativa».
—Jamás se lo diría a nadie —dijo Martin Jeffers.
—Sí que lo dirías —replicó Douglas Jeffers con un bufido de burla—. Tendrías que hacerlo, Marty. Te obligarían. Diablos, tú mismo te sentirías obligado.
—Sé guardar las confidencias, en mi profesión…
El hermano mayor lo interrumpió.
—Esto no forma parte de tu profesión.
—Bueno, hay muchas familias que tienen secretos importantes que no desvelan nunca. Se ve en la literatura, aparece en decenas de novelas y obras de teatro. ¿Por qué no…?
Douglas Jeffers lo interrumpió de nuevo con una débil sonrisa en la cara, contrariado:
—Oh, vamos, Marty.
Hizo una pausa antes de continuar.
—Además, en cualquier caso, ello te destrozaría la vida. Piénsalo. No hay nadie que pueda cargar toda la vida con ese secreto de su hermano. Te iría minando poco a poco, te iría socavando igual que una rata que te royera las entrañas. No, terminarías contándolo. Y entonces la detective me encontraría.
—¿Cómo?
—Encontrándome. Jamás subestimes lo que es capaz de hacer una persona impulsada por la locura y la venganza.
Martin Jeffers no dijo nada. Sabía que su hermano tenía razón.
Se hizo el silencio en la habitación.
—¿Y bien? —dijo Martin Jeffers. Se sentía completamente confuso. Se oía a sí mismo hablando, pero era como si otra persona le diera la orden de hablar. ¿Qué estás diciendo?, pensó, pero siguió hablando, sin obstáculo alguno—: Imagino que vas a tener que matarme.
Douglas Jeffers siguió contemplando el paisaje desde la puerta. El silencio fue su respuesta.
—¿Y qué me dices de Boswell? —preguntó Martin Jeffers.
Douglas Jeffers continuó sin responder.
Anne Hampton miró a los dos hermanos.
«Esto es el final —pensó—. Ya no tiene necesidad de nadie. Tiene los cuadernos. Tiene una nueva vida». Intentó ordenar a su cuerpo que efectuara algún movimiento. «Corre —pensó—. ¡Huye!, Pero no pudo».
«Sé que soy capaz. Sé que soy capaz».
Apretó los dientes con fuerza y se retorció las manos. Bajó la vista y vio que los nudillos que sujetaban el lápiz se le habían puesto blancos, de modo que comenzó a empujarlo hacia la otra mano. La invadió un súbito dolor.
«¡Todavía estás viva! Si te duele, es que estás viva».
Miró otra vez a los dos hermanos y, muy despacio, se dijo a sí misma: «Me llamo Anne Hampton, Anne terminado en e. Tengo veinte años y estudio en la universidad estatal de Florida. Mi domicilio está en Colorado, y estudio literatura porque me encantan los libros. Yo soy yo». Aquello se lo repitió a sí misma varias veces seguidas.
«Yo soy yo. Tú eres tú. Nosotros somos nosotros. Yo soy yo».
Martin Jeffers observaba a su hermano, con miedo por lo que podría hacer, con desesperación por lo que era.
—Doug, ¿por qué te has convertido en lo que eres ahora? ¿Por qué no he hecho yo lo mismo?
Douglas Jeffers se encogió de hombros.
—¿Y quién demonios lo sabe? A lo mejor la causa está en la diferencia de edad. Unos cuantos meses pueden hacer que uno vea las cosas de modo distinto. Es como pedir a diez personas que relaten un mismo suceso que han presenciado las diez. Todas dan una versión diferente de una misma cosa. ¿Por qué varía según las personas? —Rió—. Yo soy simplemente una versión un poco más desviada.
—Lo siento —dijo Martin Jeffers.
—Que te jodan, hermanito —replicó Douglas Jeffers.
No quería que Martin viera las diversas facciones que pugnaban entre sí dentro de él, y se esforzaba por disfrazar aquella batalla interior con todas las expresiones agresivas que se le ocurrían. «Todo se ha ido a la mierda —pensó—. Con lo perfectamente bien que estaba transcurriendo todo antes de que se presentara él. Se suponía que debía aprender algo después de que desapareciera yo. ¡Maldición! ¡Maldita sea esa detective!».
Permaneció de espaldas a su hermano, por miedo a que éste viera la indecisión que había aparecido en sus ojos. Por su mente cruzaron centenares de imágenes de la niñez de ambos. Recordó aquella noche en New Hampshire. Recordó todas las noches en que acudió al lado de su hermano, que lloraba, para consolarlo lo mejor que pudiera. «¿Se acordará él? ¿Se acordará de todas aquellas nanas, aquellos cuentos, de todas las veces que lo mecí hasta que se durmió? ¿Se acordará del modo en que lo sujeté contra la arena de la playa para que no corriera a meterse en el agua, directo a la muerte? Aquel hombre nos habría matado, si hubiera tenido ocasión. Pero yo lo protegí. Siempre lo he protegido. Incluso cuando le gastaba bromas o me burlaba de él. Incluso cuando supe en qué me estaba convirtiendo. Siempre he cuidado de él, porque él ha sido siempre la parte buena de mí. Se equivocan. Hasta los psicópatas tienen sentimientos, si uno sabe buscarlos».
«También puede ser que no».
Comparó, en su balanza personal, su vida con la de su hermano.
«Uno de los dos empieza de nuevo esta noche».
«Uno de los dos va a morir».
No vio más alternativas.
Volvió la cara y contempló de nuevo las negras aguas.
—Sabes, todos los veranos que pasamos aquí, siempre me encantaron —dijo—. Todo era agreste y hermoso al mismo tiempo.
Su mirada captó una fugaz forma blanca, y observó una bandada de cisnes que cruzaban la superficie de la charca en vuelo rasante.
—¿Te has fijado? —dijo—. Todo está igual. Hasta la familia de cisnes que vive en la charca.
—Ya nada es igual —replicó Martin Jeffers.
Pero su hermano no lo oyó, pues de pronto su atención estaba fija en otra cosa.
Fue como si le hubieran clavado un hierro candente en el corazón. Douglas Jeffers se puso rígido y taladró la oscuridad con la mirada, clavada en la forma que había visto debatiéndose en el agua. Por un instante sintió confusión.
«¿Qué diablos es eso?», se preguntó. Pero enseguida lo comprendió.
¡Era ella!
Giró en redondo y, bruscamente, apuntó con la automática a su hermano.
—¡Boswell! ¡La soga y la cinta adhesiva!
Anne Hampton fue incapaz de rechazar la orden. Agarró el petate que contenía el equipo y se lo llevó a Douglas Jeffers.
—Marty, no la jodas, no intentes nada. Limítate a extender las manos y dejar que te las ate.
Martin Jeffers, con una súbita aprensión, obedeció sin pensar, tal como haría cualquier hermano pequeño. Sintió cómo la cuerda se enrollaba fuertemente en torno a sus muñecas. Quiso quejarse, pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo su hermano le pegó un trozo de cinta adhesiva en la boca. Levantó la vista intentando decir: «No quiero morir como un animal atado». Pero su hermano actuaba demasiado deprisa para pararse a leerle los ojos.
—¡Boswell! Ponte ahí. No te muevas. Pase lo que pase, no te muevas.
Anne Hampton se quedó petrificada en el sitio y esperó.
Douglas Jeffers miró rápidamente en derredor, salió por la puerta abierta del porche y desapareció en la oscuridad que presionaba contra la débil luminosidad del cuarto de estar.
Permaneció unos segundos en el porche, mirando en dirección al punto en el que había visto la forma en el agua. Después buscó a un lado y a otro. Entonces se le ocurrió una idea, y se situó en posición.
La detective Mercedes Barren sintió un enorme alivio cuando sus pies y sus rodillas tocaron fondo.
Se lanzó hacia delante al comprender de pronto que el agua era ya menos profunda. Se puso de pie goteando líquido como si fueran grandes lagrimones y levantó los ojos hacia el cielo en actitud agradecida. A continuación salió del agua procurando hacer el menor ruido posible y se dejó caer sobre la playa. Hundió las manos en la arena para sentir cómo se deslizaba entre sus dedos aquel material sólido y seco, semejante a monedas de oro. Se permitió disfrutar a rienda suelta de unos instantes de felicidad y alivio.
Después respiró hondo y susurró para sí:
—Esta ha sido la parte fácil.
Se puso de rodillas y se orientó.
Seguidamente se incorporó del todo, un poco agachada, y fue hasta el principio de la playa para esconderse tras la enmarañada vegetación de matorrales y arbustos. Desde aquella posición veía las luces de la casa, pero no logró ver a nadie en el interior de la misma. Se sacó la pistola del cinturón y comenzó a avanzar.
Se abrió paso por entre los matorrales.
Era como si la noche hubiera cobrado vida a su alrededor. Captó el ruido que hizo un pequeño animal al escabullirse, tal vez una mofeta o un ratón almizclero que huía a toda prisa. Por todas partes se oía el constante canto de las cigarras, casi ensordecedor, aunque sabía que aquello no iba a enmascarar el ruido que hiciera ella.
Permaneció semiagachada, reptando casi, y fue acercándose a la casa. Se detuvo una vez para cerciorarse de que tenía el arma lista, con el seguro quitado y un cargador puesto.
—No vaciles —se susurró a sí misma por millonésima vez—. Dispara a la primera oportunidad.
Deseó oír algún sonido proveniente de la casa, pero estaba silenciosa. Continuó avanzando despacio, pacientemente. «La muerte nunca se apresura, la muerte avanza a su propio ritmo», pensó.
Llegó al borde de una pasarela de madera y alzó los ojos por encima. Vio un conjunto de sillones y más allá el cuarto de estar. Se fijó en que la puerta corredera de cristal estaba abierta de par en par, a modo de invitación.
«Bien, pues allá vamos».
Subió gateando a la cubierta de madera pensando que cada crujido que provocaba era como una campana en medio de la noche. Se incorporó con precaución, manteniendo la postura agachada, pero ahora empuñó la pistola con las dos manos y se afianzó. La sorprendió no sentir más nerviosismo.
Estoy tranquila. Soy letal.
Se acercó al borde de la entrada.
Hizo una aspiración profunda.
Acto seguido, muy despacio, se asomó.
Al instante la embargó la confusión. Vio a Martin Jeffers atado y amordazado, sentado perpendicular a la puerta. También vio a una joven de pie, inmóvil como una estatua, a escasos metros de él. Al hermano no lo vio por ninguna parte. Dio un paso titubeante hacia la puerta.
Y entonces fue cuando oyó la voz.
—Detrás de usted, detective.
Ni siquiera tuvo tiempo de experimentar pánico.
«Estoy muerta», pensó.
Pero nada más oír esa voz giró sobre sí apuntando al mismo tiempo con la pistola, intentando situarla en posición de disparar. Acertó a vislumbrar brevemente una silueta tendida en uno de los sofás de fuera, y después todo explotó ante ella cuando Douglas Jeffers disparó su arma.
El dolor impactó en todo su ser.
La fuerza del disparo que la hirió en la rodilla derecha la hizo girar sobre sí misma como una peonza y la lanzó hacia atrás, al interior del salón, donde se desplomó en el suelo retorciéndose de dolor.
Su propia pistola se le había escurrido de las manos y había salido volando por la habitación para ir a aterrizar violentamente al otro extremo mientras ella se debatía impotente.
Cerró los ojos con fuerza y pensó: «he fracasado».
Los abrió de nuevo al oír la voz encima de ella.
—¿Es la detective, Marty? Boswell, quítale la cinta adhesiva a mi querido hermano para que pueda responder. —Douglas Jeffers permaneció de pie junto a Mercedes Barren—. Me quito el sombrero ante usted, detective; lo haría si llevara uno puesto.
Holt Overholser iba lanzando juramentos mientras el gran Ford avanzaba por el camino de tierra rebotando y rozando contra el suelo. Se había detenido un momento, casi rindiéndose, al llegar a la bifurcación múltiple.
—Maldición —dijo—. ¿Cuál será el camino que hay que tomar? Tiene que ser el de la flecha azul. —Tomó nota mentalmente de ponerse en contacto con los propietarios de la Gran Charca de Tisbury para informarles de que, por razones de seguridad, todos los caminos debían estar claramente señalados con nombres, direcciones y toda clase de material identificativo.
¡Maldición!
Pero cada diez metros cambiaba de opinión.
—¿Qué diablos estás haciendo, Holt? —protestó—. ¿Acaso tienes alguna buena razón para venir aquí, al refugio de la gente rica, en mitad de la noche? Dios, espero que los del ayuntamiento no se enteren de esta pequeña escapada. Debería darme la vuelta ahora mismo y largarme de aquí antes de ponerme más en ridículo.
La perorata hizo que se sintiera mejor. Siguió conduciendo.
Cuando salió del bosque y llegó al claro, su malestar se esfumó.
«Bueno, reflexionó, la verdad es que no es tan tarde, y si no pasa nada, en fin, lo más seguro es que ella agradezca que me haya preocupado. Al fin y al cabo es policía, y lo entenderá».
Soltó una risita.
—Bien, tal vez. —Detuvo el vehículo, apagó el motor y se apeó para contemplar la noche estrellada—. Más te vale que el sitio sea éste, Holt, muchacho, porque si no vas a quedar como un imbécil.
Estaba a punto de volver a subirse al coche cuando oyó el disparo.
—Pero ¿qué ha sido eso? ¿Qué demonios ha sido eso?
Contestó él mismo a la pregunta exclamando en silencio: «A mí me ha sonado como el disparo de una pistola. Maldita sea. Maldita sea. ¿Qué diablos estará pasando?».
Se subió al coche y pisó el acelerador.
Martin Jeffers no le preguntó cómo los había encontrado. Se limitó a decir lo que le vino a la cabeza:
—Lo siento, Merce. —Cayó en la cuenta de que era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila—. Siento que nos hayas encontrado…
—Pero ha sido lista, muy lista. Dígame, rápidamente, ¿cómo lo ha hecho? ¿Cómo lo ha adivinado? —intervino Douglas Jeffers.
—Por una cosa que dijo uno de ellos —gimió la detective Barren.
—¿Uno de quiénes?
Respondió Martin Jeffers.
—Ha debido de estar hablando con mi grupo de terapia. Fueron ellos los que me inspiraron la idea de venir aquí.
Douglas Jeffers miró a su hermano.
—Todos somos «niños perdidos» —afirmó, y después miró a la detective—. Lista. Muy lista.
Mercedes Barren se retorcía de dolor en el suelo. Deseó poder lanzarle una mirada desafiante, pero el dolor que le recorría todo el cuerpo igual que un desenfrenado impulso eléctrico le impedía adoptar ninguna expresión de bravura. Se dio cuenta de que se le estaban llenando los ojos de lágrimas. «Lo he intentado —pensó—, he hecho todo lo que he podido; lo lamento».
Douglas Jeffers le apuntó a la cabeza con su automática.
—Esto es como pegarle un tiro a un caballo que se ha roto una pata. —Dudó unos instantes—. Voy a darle unos segundos, detective. Prepárese para morir.
Ella cerró los ojos y pensó en Susan, en su padre, en John Barren. «Lo lamento —pensó—. Lo lamento muchísimo. Me gustaría despedirme de todos vosotros, pero no tengo tiempo». De pronto abrigó la esperanza de que hubiera un Cielo y de que aquel dolor la lanzase directamente a los brazos abiertos de sus seres queridos. Se apretó los brazos con fuerza y se dijo que estaba preparada para morir.
La explosión la absorbió por entero.
La cabeza le dio vueltas en rojo y en negro, en un movimiento vertiginoso, fuera de control.
«Estoy agonizando…». Pero entonces se dio cuenta de que no era así.
Abrió los ojos y vio a Douglas Jeffers de pie sobre ella, con la pistola todavía suspendida en el aire, pero sin haberla disparado.
Y le dio la impresión de que retrocedía a cámara lenta.
Buscó frenéticamente con la mirada, y vio a la joven que estaba de pie a escasos metros. En sus manos estiradas sostenía la enorme pistola de la detective Barren.
—Boswell —dijo Douglas Jeffers con la voz teñida de auténtica sorpresa—. ¡Que me aspen!
Bajó la vista y descubrió un reguero de color rojo en su camisa.
La bala le había atravesado el costado, desgarrando la carne a la altura de la cintura, y después se había perdido en la noche. Supuso al instante que no era una herida mortal, que sería dolorosa pero que podía sobrevivir a ella.
Y en aquel mismo momento supo que aquello lo había matado.
Enseguida lo inundó una oleada de emociones.
«No puedo ir a un hospital —pensó—. No puedo entrar en la sala de urgencias diciendo: venga, cúrenme esta herida de bala sin hacer preguntas».
Lo comprendió al instante, con total naturalidad. «Se acabó —se dijo—. Ha terminado por obra del disparo infortunado de una niña confusa».
—Boswell —dijo con suavidad—, me has matado.
Doug Jeffers alzó su propia arma y apuntó con ella a Anne Hampton.
La joven dio un respingo, y se le resbaló de entre los dedos la pistola de la detective Barren, que se estrelló contra el suelo. Se quedó rígida, a la espera de ver salir su propia muerte por el cañón del arma.
—Lo he intentado…, lo he intentado.
La detective Barren vio que la muchacha dejaba caer las manos a los costados rindiéndose, aceptando aturdida su destino. Vio que Douglas Jeffers apuntaba con su arma, listo para disparar. Fue como si todo lo que le había ocurrido hasta entonces convergiera sobre aquel segundo concreto, y los recuerdos y la fuerza se unieron para combatir el dolor. Se arrastró hacia el asesino gritando:
—¡No, no, no! ¡Susan! ¡Corre! ¡Yo te salvaré!
Sabía que esta vez sí que podía, sí que podía. Avanzó por el suelo empleando hasta el último gramo de fuerza residual que pudo encontrar y alargó el brazo para agarrar al asesino de la pierna, para hacerlo perder el equilibrio, para obligarlo a caer hacia ella.
—¡Corre! —chilló de nuevo, ya ajena a todo salvo los sufrimientos que llevaban tantos meses atormentándola—. Susan… —gimió al tiempo que lanzaba las manos hacia delante, arañando el suelo con las uñas, en un desesperado esfuerzo por hacer presa en el hombre al que llevaba tanto tiempo persiguiendo.
En eso, Martin Jeffers saltó de su silla, todavía atado con la cuerda.
—¡No, no, no! —chilló al tiempo que caía sobre una rodilla y se levantaba de nuevo y se arrojaba hacia delante mientras su hermano hacía una curiosa pausa en medio de aquel baile mortal. Se interpuso delante de la joven y se volvió hacia su hermano.
—No, Doug —le dijo—. Más, no.
Los dos hermanos se miraron el uno al otro. Martin Jeffers vio que los ojos de su hermano primero relampaguearon y al momento siguiente cedieron.
—Por favor —repitió. Douglas Jeffers dio un paso atrás, todavía apuntando a Anne Hampton, y ahora también a su hermano. Lanzó una mirada a la detective, que se retorcía en el suelo—. Por favor, Doug.
Aquella voz hizo que Douglas Jeffers recordara a su hermano en todos los momentos perdidos de la infancia, cuando Marty lo llamaba, necesitado de tenerlo a su lado.
Titubeó de nuevo. Se llevó una mano a la cintura y la retiró manchada de sangre. Creyó oír una vez más aquel «por favor».
Entonces dio media vuelta y desapareció por la puerta.
Holt Overholser llegó por el camino de entrada de la casa de Finger Point y descubrió al individuo que salía a toda prisa por el porche delantero. Accionó el interruptor que ponía en marcha las luces estroboscópicas azules y rojas del techo del vehículo. Al tiempo que pisaba bruscamente el freno, vio que el individuo se volvía y adoptaba la postura de disparar.
—¡Me cago en la leche! —gritó Holt, agachándose al tiempo que la luna del parabrisas estallaba en mil pedazos—. ¡Madre del amor hermoso!
Enseguida se revolvió y sacó su revólver reglamentario, y le vino a la cabeza el terrible presentimiento de que quizás hubiera olvidado cargarlo aquel año.
No se tomó la molestia de comprobarlo. Blandiendo la pistola, se bajó del coche y disparó cuatro tiros en la dirección del fugitivo. El primero dio en el capó del Ford produciendo un ruido similar a un gato en celo. El segundo explotó en el suelo, a unos tres metros del coche. El tercero se metió en la casa en la que se encontraban las personas a las que sin saberlo aún debía salvar, y el cuarto se perdió en la oscuridad de la noche.
—Santo cielo bendito —exclamó.
Hizo el esfuerzo de acordarse de lo que le habían enseñado, y por fin adoptó la postura adecuada, con las piernas separadas, las dos manos en la pistola, ligeramente agachado, listo para la acción.
Pero no hubo acción.
Ante sí se abría la noche, inacabable.
—¡Joder! —dijo.
Echó a correr hacia la casa. Si el departamento de policía de West Tisbury tenía algún procedimiento para acontecimientos como aquéllos, sin duda lo había escrito Holt. Pero él no había escrito nada, y ellos tampoco, de modo que se limitó a irrumpir alegremente en el interior de la casa empuñando la pistola.
Lo que vio no logró sino confundirlo aún más.
Anne Hampton había desatado a Martin Jeffers, y los dos estaban ayudando a la detective Barren a sentarse en un sofá.
—¡Santo cielo! —exclamó Holt.
Anne Hampton señaló con gestos la habitación de atrás.
—Ahí dentro está la familia Simmons —dijo—. Sáquelos.
Holt corrió a la puerta de dicha habitación y descubrió a la familia atada y amordazada. Se agachó y cortó las ligaduras del señor Simmons.
—Desátelos usted —le dijo. Seguidamente regresó a toda prisa a la habitación principal. Anne Hampton y Martin Jeffers estaban intentando atender la pierna herida de la detective Barren.
Holt vio el teléfono y lo levantó. Marcó el número de emergencias y aguardó hasta que oyó la voz de Lizzie, que le resultó exasperante por la calma con que le habló.
—Policía, emergencias y bomberos —dijo.
—Por Dios, Lizzie, soy Holt. Estoy en una situación comprometida, no sé, santo ciclo, ¡ese tipo me ha disparado!
—Holt —contestó Lizzie con gran dominio de sí misma—, ¿dónde te encuentras exactamente?
—¡Por el amor de Dios, me refiero a que ha habido disparos! Podrían haberme matado. ¡Estoy en Finger Point, por Dios bendito!
—Está bien, Holt, cálmate. ¿Se trata de una emergencia?
—Por todos los santos del paraíso —exclamó Holt—, ¡puedes estar segura de ello!
—Muy bien —repuso Lizzie—. En unos minutos sale para allá la policía estatal. ¿Necesitas una ambulancia?
—¡Dios de los cielos, necesitamos una ambulancia, necesitamos a todo el mundo! ¡A los guardacostas, a la policía, por todos los santos! ¡Necesitamos a los marines!
—Está bien, Holt, ya van para allá.
Lizzie Barry se puso a hacer las llamadas correspondientes, y comenzaron a sonar las sirenas perforando la noche.
Martin Jeffers y Anne Hampton se sentaron cada uno a un lado de la detective Barren. Anne Hampton le preguntó:
—¿Podrá aguantar? La ambulancia ya está en camino.
La detective Mercedes Barren apoyó la cabeza sobre el hombro de la joven y asintió. Martin Jeffers dijo con expresión de perplejidad:
—¿Te has fijado, Boswell? ¿Te has dado cuenta de cómo habla ese poli?
Anne Hampton sonrió.
—Me he fijado.
Martin Jeffers rió y rodeó a ambas mujeres con los brazos.
Los tres se miraron entre sí.
—Bueno, imagino que esto se ha acabado —dijo Anne Hampton.
Los otros dos asintieron, y todos juntaron las cabezas. A Martin Jeffers le empezaron a rodar las lágrimas por la cara, y poco después se le sumaron la detective Barren y Anne Hampton. Ninguna de las dos lloraba porque le doliera algo, sino por el inmenso, el indescriptible alivio que los embargaba a todos.
Holt Overholser contempló a los tres sentados en el sofá, y lo primero que pensó fue que estaban locos. Luego se dijo que la detective iba a quedar lisiada para siempre con una herida así. No cayó en la cuenta de que la idea era aplicable por igual a los tres.
Douglas Jeffers hizo caso omiso de los disparos del policía que le había cerrado el paso hacia su coche y echó a correr por el camino de arena en dirección al lugar en el que dejaban sus embarcaciones todos lo que alguna vez habían vivido en Finger Point. Vio dos pequeños veleros varados en la playa y junto a ellos una lancha neumática con un pequeño motor fueraborda acoplado. Agarró el cabo de amarre de la neumática y pocos segundos después la tuvo enfilando hacia el oleaje que se oía proveniente de South Beach. Bombeó dos veces la pequeña espita de la gasolina y seguidamente tiró del cable de arranque.
El pequeño motor tosió una vez, después se encendió, y por último Jeffers metió la marcha.
Era consciente de que el ruido del motor interrumpía la quietud de la noche. «No se puede evitar», pensó.
Guió la embarcación dejándose llevar exclusivamente por su memoria, en dirección al punto en que la charca se aproximaba más al océano y en que sabía que las olas se encontraban tan sólo a cincuenta metros de arena lisa de las tranquilas aguas del lago.
«Podría haberlos matado a todos».
Sonrió. «Ellos lo saben».
Mientras conducía, examinó el cargador de su pistola. En la nueve milímetros le quedaban siete balas. «Ella estaba usando la misma arma —pensó distraídamente—. Probablemente signifique algo».
Vio la playa que se extendía a lo lejos, semejante a una franja de luz mortecina dibujada en la eternidad de la noche. El murmullo de las olas del océano pareció redoblarse. Dirigió la neumática hacia la playa y notó el roce de la arena contra el fondo, raspando la gruesa tela de caucho.
Apagó el motor y lo sacó del agua para que la hélice no fuera arrastrando por la arena. A continuación se puso de pie y saltó a la playa.
«Está exactamente igual que ha estado siempre».
Permaneció inmóvil, casi extasiado por el continuo romper de las olas contra la playa. «Es tan constante, tan poderoso —pensó—. Hace que nos sintamos pequeños».
Se agachó y agarró la neumática por la proa para sacarla del agua. El esfuerzo le provocó un dolor en el costado, y de pronto tuvo conciencia de que se debía al disparo de Anne Hampton.
Pero decidió no hacerle caso.
Tiró a duras penas de la lancha y la arrastró tres metros tierra adentro.
Jamás hubiera imaginado que tenía tanta determinación. Jamás hubiera imaginado que era capaz de hacer esto. Se sentía extrañamente orgulloso.
«En todo momento he sabido que era una chica fuerte, sólo que ella no sabía dónde encontrar esa fuerza».
Siguió arrastrando la neumática por la playa, haciendo un ruido parecido a un siseo.
Le vinieron muchas imágenes a la mente, procedentes de todos los lugares en que había estado y de las fotos que había hecho. «Nadie podía tocarme», pensó.
Siguió tirando de la lancha inexorablemente hacia las olas, inclinado hacia delante.
Pensó en sí mismo con orgullo: «Mis fotos siempre eran las mejores —se dijo—. Tanto en color como en blanco y negro. Daba igual. Siempre captaba el momento oportuno. Hablaban, gritaban, contaban historias».
Se hundió hasta las rodillas en el agua, con una mano en el costado y una ligera sensación de vértigo.
—Duele mucho, Marty, duele mucho.
Se obligó a mantenerse erguido. «No te pares». Entonces empezó a cantar:
—Rema, rema, marinero, sigue la corriente…
Con cada palabra empujaba hacia delante, tirando de la lancha neumática para adentrarse en el agua poco profunda que se alejaba de él, rumbo al océano. Soltó la proa de la embarcación y se situó a un costado cuando ésta comenzó a bambolearse, ya flotando. Divisó una ola lenta y gruesa que se dirigía hacia la playa, y empujó hacia delante para ir a su encuentro.
Se abatió contra él una cascada de agua verde y blanca, pero continuó empujando la lancha hacia las olas.
Entonces se aferró a un costado y pasó una pierna por encima al tiempo que la neumática giraba en redondo. Con la misma pierna enderezó la lancha e hizo fuerza contra la blanda arena para recibir la siguiente ola de proa.
Cabalgó la ola, aturdido, y alcanzó a ver un momento la luna suspendida justo por encima del agua, tan cerca que le dio la sensación de poder cogerla con la mano. A continuación se vio arrastrado por la parte posterior de la ola, al espacio que separaba una de otra. Las olas rompían sin parar a su alrededor, y en cuestión de segundos quedó empapado. Se volvió para cebar el motor tirando al mismo tiempo del cable de arranque. El motor arrancó a la primera, y él le metió gasolina, justo a tiempo para recibir la siguiente ola, que se le vino encima amenazando con devolverlo a la playa. La lancha neumática se abalanzó hacia delante y pasó por encima del remolino de espuma blanca.
Apretó el mando del acelerador, y la neumática dio otro salto hacia delante.
En un segundo, como si hubiera sido tocado por algún misterio, quedó fuera de la acción del oleaje y se vio surcando aguas profundas y negras, cabeceando suavemente, llevado por el ruido constante del motor, cada vez más lejos de la costa.
«En Tierra de Nadie», se dijo.
Siempre había querido ir a la Tierra de Nadie.
Maniobró para alejarse de la playa dejando atrás la masa oscura de la isla, y puso rumbo al mar abierto. Calculó la dirección en que se encontraba el punto al que se dirigía y orientó la neumática hacia allí.
Vio otra vez la luna, y eso le procuró cierto consuelo.
Canturreó para sí:
—El búho y el gatito se echaron a la mar, en un bello barquito de color azahar… —Sonrió y continuó navegando. Cantó alegremente—: «Y mano con mano bailaron en la arena, a la luz de la luna, la luna morena…». De pronto pensó en su hermano. A Marty siempre le habían gustado las canciones infantiles. Recordó a su madre y se preguntó qué habría sido de ella. Cayó en la cuenta de que la noche en que se marchó, antes contempló fijamente la noche, igual que estaba haciendo él ahora. Y la noche se la tragó para siempre.
Entonces le vino a la imaginación su padre adoptivo. Frunció el ceño, pero comprendió.
—¡Voy a por ti, cabrón! —gritó—. ¡Voy a por ti!
Aquellas palabras surcaron las olas, devoradas por la noche. Pensó en el final del forcejeo contra la resaca, que tiraba de modo terrorífico. Debió de sentirse exhausto y vencido. Debió de ser como caer en un sueño profundo e indoloro.
De nuevo notó la sangre y el desgarro en la piel.
«Me duele». Pero se consoló.
No pasa nada.
A aquellas alturas la isla ya había quedado muy atrás, y cerró los ojos. El ruido del motor lo arrulló, y el movimiento suave y lento de las olas lo meció como en una cuna, instándolo a dormirse.
«Estoy cansado. Estoy muy cansado».
En medio del apacible mar, recordó un retazo de otra canción infantil:
—Pececillo, pececillo, déjate llevar… —Echó la cabeza hacia atrás y experimentó un profundo agotamiento en su interior. Cantó en voz baja—: Dormidito en los brazos del inmenso mar.
De pronto le vino una idea desafiante.
—Nunca me han cogido —dijo—. Nunca han podido.
Se le antojó tremendamente apropiado.
Apagó el motor y permaneció unos segundos escuchando el rumor del océano. Entonces cogió su pistola y apuntó al suelo de la embarcación, directamente entre sus pies. Gastó las siete balas.
La neumática se estremeció.
A su alrededor comenzó a surgir una agua negra a borbotones.
«Está tibia, está tibia», pensó con placer infantil.
Entonces extendió las manos y abrazó el mar negro como el carbón.